Bartimeo

39

Esperaba que el chico consiguiera no meterse en problemas antes de que lo encontrara. Entrar me había llevado más tiempo del esperado.

La lagartija reptó pared arriba y abajo, alrededor de las cornisas, sobre los arcos, a través de las pilastras, su avance nunca había sido tan veloz ni errático. Toda ventana con la que se topó, y la mansión tenía para dar y vender, estaba firmemente cerrada, lo que le hacía sacar y meter la lengua inútilmente. ¿Es que Lovelace y compañía nunca habían oído hablar de los beneficios del aire fresco?

Ya había transcurrido un buen rato sin suerte alguna. La verdad era que me resistía a forzar la entrada, salvo como último recurso. Era imposible adivinar si en las habitaciones habría vigilantes que responderían ante el más mínimo ruido procedente del exterior. Si tan solo pudiera encontrar una grieta, una ranura por la que escurrirme… Sin embargo, el lugar estaba sellado a cal y canto.

No había nada que hacer, tendría que probar por la chimenea.

Con aquello en mente, me dirigí al tejado donde, a cierta distancia, me llamó la atención una serie de ventanales muy ornamentados en una de las alas sobresalientes de la casa. Aquellos ventanales sugerían que detrás había una estancia de cierta envergadura. Y no solo eso, además, una poderosa red de filamentos mágicos entrecruzaban las ventanas en el séptimo plano. Ninguna otra ventana de la mansión contaba con aquel tipo de protección, así que me picó la curiosidad.

La lagartija apretó el serpenteo para echar un vistazo al tiempo que las escamas se refregaban contra las piedras. Se encaramó a una columna y estiró la cabeza hacia la ventana procurando no acercarse demasiado a los filamentos brillantes. Lo que vio dentro le pareció interesante. Los ventanales daban a una sala amplia y circular, una especie de auditorio, iluminada a más no poder por una docena de lámparas de araña suspendidas del techo. En el centro, y cubierta por una tela roja, había una pequeña tarima alrededor de la cual se había dispuesto un centenar de sillas en un semicírculo perfecto. Sobre la tarima había una tribuna para el orador con su vaso y su jarra de agua. Era evidente que aquel era el lugar donde se llevaría a cabo la conferencia. La decoración del auditorio —desde las lámparas de araña hasta los ribetes dorados de las paredes— era una ostentación (vulgar) de lo que los hechiceros consideraban la riqueza y el estatus social. Sin embargo, lo más extraordinario de aquella estancia era el suelo, pues parecía de cristal. De pared a pared, desprendía destellos y devolvía la luz de las arañas en una docena de reflejos matizados y texturas inusuales. Y por si aquello no fuera lo bastante inusual, debajo del cristal se extendía una inmensa y bella alfombra. Era persa y el dibujo describía, en medio de una abundancia de dragones, quimeras, mantícoras y pájaros, una escena de caza con profusión de detalles. Un príncipe de talla humana y su corte cabalgaban hacia un bosque rodeados de perros, leopardos, cernícalos y otros animales adiestrados; frente a ellos, entre los matorrales, una manada de veloces ciervos se alejaba a saltos. Los cuernos aullaban y los banderines ondeaban al viento. Era una corte idealizada de cuento de hadas oriental que me habría impresionado si no me hubiera fijado en los rostros de un par de cortesanos. Aquello casi arruinaba el efecto. Uno de ellos lucía el horroroso careto de Lovelace y el otro se parecía a Sholto Pinn. En otra parte, me topé con mi vieja captora Jessica Whitwell, cabalgando sobre una yegua blanca. Nadie mejor que Lovelace para echar a perder una obra de arte por un capricho adulador.[1] Seguro que el príncipe era Devereaux, el primer ministro, y que todos los hechiceros importantes estaban representados entre su corte servil.

Aquel suelo tan peculiar no era la única cosa extraña del salón circular. Los demás ventanales también estaban protegidos por defensas refulgentes similares a la del ventanal a través del que estaba espiando. Parecía bastante razonable, dentro de poco gran parte de los miembros del gobierno se reuniría en aquel lugar y, por tanto, la estancia tenía que encontrarse a salvo de cualquier ataque. Sin embargo, ocultos en la ornamentación del marco de mi ventanal había algo muy parecido a barrotes metálicos encajados y su propósito no estaba claro del todo.

Estaba reflexionando sobre aquello cuando se abrió una puerta al fondo del auditorio y un hechicero entró a toda prisa. Era el hombre engominado que había visto pasar en el coche. Lime, lo había llamado el chico, uno de los confabuladores de Lovelace. En las manos llevaba un objeto envuelto en un trapo. Con pasos apresurados y mirando a todas partes con nerviosismo, se dirigió hacia la tarima, subió a aquella y se acercó a la tribuna del orador. En la parte interior de la tribuna había un estante, imposible de ver desde abajo, sobre el que el hombre colocó el objeto.

Antes de hacerlo, retiró el trapo y un escalofrío me recorrió las escamas.

Era el cuerno de invocación que había visto en el estudio de Lovelace la noche que robé el amuleto de Samarkanda. El marfil estaba amarillento por el tiempo y había sido reforzado con finas bandas metálicas, pero las huellas ennegrecidas de un lado todavía eran visibles.[2]

Un cuerno de invocación…

Comencé a verlo claro. Los barrotes mágicos en las ventanas, los barrotes metálicos encajados en la ornamentación preparados para deslizarse… Las defensas del auditorio no estaban ideadas para evitar que entrara algo, sino para que no saliera nadie.

Definitivamente, había llegado el momento de entrar.

Sin tener en cuenta a los centinelas voladores, correteé pared arriba, superé el tejado de tejas rojas de la mansión y me dirigí hacia la chimenea más próxima. Me lancé hacia el borde del agujero y estaba a punto de escabullirme a través de aquel, cuando retrocedí con un estremecimiento. Una red de filamentos centelleantes se suspendía debajo de mí, cegando el agujero. Bloqueado.

Corrí hasta la siguiente. Lo mismo.

Muy preocupado, corrí y recorrí el tejado de Heddleham Hall comprobando todas las chimeneas. Todas estaban selladas. Unos cuantos hechiceros habían hecho todo lo posible para proteger el lugar a prueba de espías.

Al final me detuve y me pregunté qué iba a hacer.

Durante todo aquel tiempo, un torrente ininterrumpido de coches con chófer[3] se había detenido frente a la casa, allá abajo, había desembarcado a sus ocupantes y había continuado hacia una zona de aparcamiento a uno de los lados. La mayoría de los invitados ya habían llegado, así que la conferencia estaba a punto de comenzar.

Volví la vista hacia los jardines. Unas cuantas visitas poco puntuales se apresuraban hacia la casa.

Y no eran los únicos.

En medio del jardín había un lago adornado con una fuente ornamental que representaba un amoroso dios griego tratando de besar a un delfín.[4] Al otro lado del lago, el camino se perdía entre los árboles en dirección a las portaladas de la entrada. Y por aquel, tres figuras avanzaban a grandes zancadas; dos iban rápidas; la tercera, aún más. Para ser un hombre al que un ratón de campo acababa de dejar inconsciente, el señor Squalls corría que desempedraba. Hijo le sacaba ventaja; por lo visto, el no llevar ropa ayudaba a aumentar la velocidad (a aquella distancia parecía un enorme polluelo de ganso). Sin embargo, ninguno de los dos conseguía igualar el ritmo del mercenario barbudo cuya capa se agitó a sus espaldas cuando dejó el camino y se dirigió al jardín.

Ayayay. Aquello anunciaba problemas.

Me encaramé al borde de la chimenea mientras maldecía mis miramientos con Squalls e Hijo[5] y decidía si ignoraba o no al distante trío. Sin embargo, una nueva ojeada me acabó de decidir. El hombre de barba se acercaba como el rayo. Qué extraño… sus pasos parecían normales y corrientes, pero recorrían grandes distancias a una velocidad vertiginosa. Ya casi había recorrido la mitad del camino hasta el lago. Un minuto más y llegaría a la casa para dar la alarma.

Lo de entrar en la mansión tendría que esperar. No había tiempo para discreciones. Me convertí en un mirlo y alcé el vuelo con un objetivo en mente.

El hombre de negro se acercaba cada vez más deprisa. Capté un parpadeo en el aire que envolvía sus piernas, algo que no encajaba, como si ninguno de los planos pudiera contener su avance de manera adecuada. Y entonces lo comprendí: llevaba unas botas de siete leguas.[6] Unos cuantos pasos más e iría demasiado rápido para seguirlo ya que recorrería casi dos kilómetros a cada paso. Avivé el vuelo.

Los alrededores del lago eran bellos (dejando a un lado la estatua del viejo dios de dudosa reputación y el delfín). Un joven jardinero estaba cortando el césped de la orilla. Unos cuantos patos, ajenos a lo que les rodeaba, se mecían ensimismados en la superficie del agua. Los juncos se balanceaban con la brisa. Habían plantado una pequeña enramada de madreselva junto al lago y las hojas desprendían unos agradables y serenos reflejos verdes bajo el sol de media tarde.

Es para poneros en antecedentes. Mi primera detonación no alcanzó al mercenario (es difícil calcular la velocidad de alguien que lleva unas botas de siete leguas), pero sí la enramada, que se vaporizó al instante. El jardinero lanzó un grito y saltó al lago, lo que levantó una pequeña ola que barrió a los patos. Los juncos comenzaron a arder. El mercenario alzó la vista. No me había visto hasta entonces, seguramente porque estaba demasiado concentrado en mantener las botas bajo control, así que mi acción no había sido demasiado deportiva, pero, eh, llegaba tarde a la conferencia. Mi segunda detonación lo alcanzó en pleno pecho y desapareció en un revoltijo de llamas esmeralda.

¿Por qué no eran todos los problemas tan sencillos de resolver?

Di una vuelta rápida, oteando el horizonte, pero ni había vigilantes ni nada comprometido a la vista salvo que cuente el pandero rosado del hijo de Squalls cuando él y su padre dieron media vuelta y salieron disparados hacia las portaladas de la entrada de la finca. Perfecto. Estaba a punto de regresar a la casa cuando el humo de mi detonación se despejó y dejó al descubierto al mercenario sentado en un cráter lodoso de un metro de profundidad, hecho un asco y desconcertado, pero vivito y coleando.

Vaya. Aquello era algo con lo que no había contado.

Frené en seco en el aire, di media vuelta y lancé una carga de mayor concentración. Una de las que habría conseguido que hasta a Jabor le temblaran las rodillas y que habría convertido a la mayoría de los humanos en una de esas volutas de humo que se lleva el viento.

Pero no al barbas. Cuando las llamas se extinguieron, se estaba poniendo en pie ¡como si nada! Parecía que acabara de echarse una siestecita. A decir verdad, gran parte de su capa había quedado chamuscada, pero el cuerpo que cubría seguía entero.

No me molesté en volverlo a intentar. Cojo las indirectas.

El hombre rebuscó en su capa y extrajo un disco de plata de un bolsillo interior oculto. Con una velocidad inesperada, cogió impulso y lo arrojó. No me alcanzó en el pico por una pluma y volvió a su mano dibujando un arco perezoso.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Había soportado muchas cosas en los últimos días. Todo el mundo parecía querer algo de mí; genios, hechiceros, humanos… todos iguales. Me habían invocado, manipulado, disparado, capturado, encerrado, marimandoneado y, en general, infravalorado. Y ahora, para rematarlo, aquel tipo se les unía cuando yo solo había tratado de matarlo sin armar demasiado revuelo.

Perdí los estribos.

El mirlo más enrabiado que hayáis visto jamás se lanzó en picado hacia la estatua en medio del lago. Se posó en la base de la cola del delfín, cubrió la piedra con las alas y, mientras se suspendía en el aire, adoptó la apariencia de una gárgola una vez más. Delfín y dios[7] fueron arrancados de su base. Con un crujido quebradizo y el chirrido del plomo cuando se resquebraja, la estatua cedió. Un chorro de agua salió disparado de las tuberías reventadas del interior. La gárgola levantó la estatua por encima de su cabeza, dio un salto y aterrizó en el banco de la orilla del lago, cerca del mercenario.

No parecía tan desconcertado como me hubiera gustado. Volvió a lanzar el disco de plata que se hundió en mi brazo y comenzó a envenenarme.

Haciendo caso omiso del dolor, arrojé la estatua como un lanzador de troncos escocés que dio un par de gráciles volteretas en el aire y aterrizó sobre el mercenario con un golpe seco.

Se quedó sin respiración, aunque, la verdad sea dicha, no tan aplastado como yo esperaba. Lo vi forcejeando debajo del dios tendido de bruces, tratando de agarrarse a algo para sacárselo de encima. Aquello comenzaba a aburrirme. Bueno, si no podía detenerlo, al menos lo retrasaría. Mientras seguía luchando por ponerse en pie, le salté encima, le desanudé las botas de siete leguas y se las saqué de los pies. A continuación, las lancé con toda la fuerza que pude reunir al lago, donde los patos se estaban reagrupando sin orden ni concierto. Las botas cayeron justo en medio y desaparecieron al instante.

—Pagarás por eso —me amenazó el hombre. Seguía forcejeando con la estatua, apartándola lentamente de su pecho.

—No sabes cuándo te has de dar por vencido, ¿eh? —respondí irritado, rascándome un cuerno. Me estaba preguntando qué hacer a continuación, cuando…

… sentí que algo me succionaba las entrañas por la espalda. Mi esencia se retorció y contorsionó. Me quedé sin respiración. El mercenario contemplaba la escena mientras mi esencia se volvía vaporosa y se debilitaba.

Se sacó la estatua de encima de un empujón. En medio de aquel suplicio, vi que se ponía de pie.

—¡Detente, cobarde! —gritó—. ¡Ponte en pie y pelea!

Agité una garra vaporosa en su dirección.

—Considérate afortunado —gruñí—. Te perdono la vida. Te tenía entre la espada y la pared y no olvid…

Pero entonces desaparecí, y mis bravuconadas conmigo.