Simon Lovelace atravesó los pasillos y las galerías de la mansión a grandes zancadas. Llevaba la cabeza inclinada al caminar y las manos unidas a la espalda, sin prestar atención a las hileras de cuadros, esculturas, tapices y otro tipo de adornos que iba dejando atrás. No volvió la vista en ningún momento.
Nathaniel saltaba de un pilar a un pedestal, de una librería a un escritorio, ocultándose detrás de cada uno de aquellos objetos hasta que consideraba que la distancia entre el hechicero y él era suficiente para continuar. Tenía el corazón desbocado y oía un soniquete constante en sus oídos, que le recordó una ocasión en la que había estado enfermo y postrado en la cama con fiebre. Sin embargo, en aquel momento no se sentía enfermo sino lleno de vitalidad.
El golpe de Lovelace se acercaba a pasos agigantados. Lo sabía como si lo hubiera planeado él mismo. Todavía no sabía en qué consistiría el ataque, pero el tenso y distraído paso del hechicero y la rigidez de sus hombros le demostraron que sería inminente.
Esperaba que Bartimeo lo encontrara. El genio era su única arma.
Lovelace ascendió unas estrechas escaleras y desapareció por un arco sin puerta. Nathaniel trotó tras él, colocando los pies en los resbaladizos peldaños de mármol sin hacer ruido.
Una vez llegó al arco, miró a su alrededor. Era una biblioteca pequeña o algún tipo de galería apenas iluminada por unas claraboyas en el techo. Lovelace seguía su camino a través de un pasillo central, entre varias hileras de librerías que sobresalían. Aquí y allí vio pequeños mostradores que contenían toda una variedad de objetos de formas extrañas. Nathaniel volvió a echar un vistazo, decidió que su presa casi estaba en la puerta del fondo y entró de puntillas en la habitación.
De repente, Lovelace dijo algo:
—¡Maurice!
Nathaniel se arrojó detrás de la librería más cercana. Se pegó contra ella y se obligó a respirar sin hacer ruido. Oyó cómo se abría la puerta del fondo. A hurtadillas, con cuidado de no hacer ni el más mínimo ruido, volvió la cabeza milímetro a milímetro hasta que consiguió ver por encima de los libros más cercanos. Otras librerías lo separaban de la parte opuesta de la galería, pero solo consiguió ver la cara roja y arrugada de Schyler, el anciano hechicero, a través del hueco entre dos estantes. Lovelace quedaba fuera de la vista.
—Simon… ¿qué ocurre? ¿Qué haces aquí?
—Te traigo un regalo. —Lovelace hablaba en tono informal, divertido—. El chico.
Nathaniel estuvo a punto de desmayarse del sobresalto. Tensó los músculos y se dispuso a salir corriendo.
Lovelace salió de detrás de la otra punta de la librería.
—No te molestes, estarías muerto antes de que pudieras abandonar la estancia.
Nathaniel se quedó paralizado. Tambaleándose al borde del pánico, mantuvo bastante bien la compostura.
—Ven aquí, acércate a Maurice —le indicó Lovelace con ostentosa cortesía. Nathaniel arrastró los pies hacia ellos—. Buen chico. Y deja de temblar como un enfermo. Una nueva lección: un hechicero jamás demuestra su miedo.
Nathaniel llegó al pasillo principal y se detuvo delante del anciano hechicero. Su cuerpo temblaba a causa de la ira, no del miedo. Buscó a su alrededor alguna forma de escapar, pero no descubrió ninguna. La mano de Lovelace le dio unos golpecitos en la espalda y él retrocedió ante el contacto.
—Siento que no tenga tiempo para charlar contigo —se lamentó Lovelace—. Te dejaré al tierno cuidado de Maurice. Tiene una oferta que hacerte. ¿Perdón? ¿Te he oído farfullar?
—¿Cómo sabía que estaba aquí?
—Rufus Lime te reconoció. Tenía mis dudas sobre lo que pudieras intentar apresuradamente allí abajo, dado que la policía te está buscando por tu relación con ese… incendio tan desafortunado. De modo que creí lo más conveniente y seguro conducirte lejos de la gente antes de que causaras algún problema. Y ahora, discúlpame, pero tengo un compromiso apremiante. Maurice, ha llegado la hora.
El rostro de Schyler se arrugó de satisfacción.
—Rupert ya está aquí, ¿verdad?
—Ya está aquí, y sus hombres han invocado a una efrit descomunal. ¿Crees que sospecha algo?
—¡Bah! No. Es la típica histeria agudizada por el maldito ataque del Parlamento. La Resistencia ha de responder de muchas cosas, no nos han ayudado demasiado con el cometido de hoy. Una vez en el poder, Simon, tenemos que acabar con esos estúpidos críos y colgarlos de las cadenas de Tower Hill.
Lovelace gruñó.
—La efrit estará presente durante el discurso. Los hombres de Rupert insistirán al respecto.
—Entonces no te separes del demonio, Simon. Tiene que recibir toda la fuerza del primer impacto.
—Sí. Espero que el Amuleto…
—¡Bah! ¡Deja de perder el tiempo! Ya hemos discutido eso en otras ocasiones. Sabes que resistirá. —Algo en la voz del anciano le recordó a Nathaniel la fría impaciencia de su propio maestro. El rostro surcado de arrugas se crispó de forma desagradable—. No estarás preocupado por la mujer, ¿verdad?
—¿Por Amanda? ¡Por supuesto que no! No significa nada para mí. Bueno —Lovelace respiró hondo—, ¿está todo dispuesto?
—La estrella de cinco puntas está preparada, tengo una buena vista de la habitación y Rufus acaba de colocar el cuerno en su sitio, así que todo listo. Estaré vigilando. Si cualquiera de ellos opone resistencia, haremos lo que podamos. Aunque no creo que vaya a ser necesario. —El anciano ahogó una risita—. Estoy impaciente por ver qué ocurre.
—Nos vemos de aquí a un rato. —Lovelace se volvió y se encaminó hacia el arco. Era como si hubiera olvidado la existencia de Nathaniel.
De súbito, el anciano le preguntó a sus espaldas:
—El amuleto de Samarkanda, ¿lo llevas?
Lovelace no volvió la vista atrás.
—No, lo tiene Rufus. Con el tiempo necesario, esa efrit lo olería a un kilómetro de distancia. Me lo pondré cuando entre.
—Bien, entonces… buena suerte, muchacho.
No obtuvo respuesta. En aquel momento, Nathaniel oyó el repiqueteo de unos pasos escaleras abajo.
Schyler sonrió; todas las arrugas y surcos de su rostro parecían nacer en el rabillo de los ojos, aunque estos no eran más que unas ranuras. Su cuerpo estaba tan encorvado a causa de la edad que apenas era más alto que Nathaniel; la piel de sus manos parecía de cera y estaba moteada de manchas. Aun así, Nathaniel percibía su poder.
—John —dijo Schyler—. Así te llamas, ¿no? John Mandrake. Nos sorprendimos mucho al encontrarte en la casa. ¿Dónde está tu demonio? ¿Lo has perdido? Eso es un descuido.
Nathaniel apretó los labios. Desvió la mirada hacia uno de los mostradores más cercanos. Contenía unos cuantos objetos extraños: cuencos de piedra, pipas de hueso y un enorme penacho apolillado que tal vez luciera un chamán de América del Norte en alguna ocasión. Nada de aquello le servía.
—Tenía intención de matarte de inmediato —continuó Schyler—, pero Simon es una persona con mayor visión de futuro que yo. Sugirió que te hiciéramos una proposición.
—¿Cuál?
Nathaniel miró la siguiente vitrina que contenía unos pequeños cubos metálicos envueltos en tiras de papel desvaídas. El hechicero siguió su mirada.
—Ah, estás admirando la colección de la señorita Cathcart. Ahí no vas a encontrar nada poderoso. Entre los plebeyos ricos y estúpidos se ha puesto de moda lo de coleccionar objetos mágicos en sus casas, aunque no el saber algo sobre ellos. ¡Bah! ¡Qué felicidad reporta la ignorancia! No hay día que esos idiotas de la alta sociedad no agobien a Sholto Pinn por baratijas de esas.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Mencionó una proposición.
—Sí. De aquí a unos minutos, los cien ministros más poderosos y eminentes del gobierno morirán junto a nuestro bendito primer ministro. Cuando la nueva administración de Simon se haga con el control, las órdenes mágicas de rango inferior nos apoyarán incondicionalmente puesto que seremos más fuertes que ellas. Sin embargo, no somos muchos y pronto habrá vacantes que cubrir en los altos cargos del gobierno. Necesitaremos hechiceros nuevos y talentosos para que nos ayuden a gobernar. Una gran riqueza y los desahogos del poder esperan a nuestros aliados. Pues bien, tú eres joven, Mandrake, sin embargo sabemos apreciar tus capacidades. Eres un gran hechicero en potencia. Únete a nosotros y te proporcionaremos la instrucción que siempre has anhelado. ¡Piénsatelo, se acabaron los experimentos en solitario, se acabó lo de hacer reverencias o lo de besar los pies a idiotas que apenas merecen lamerte las botas! Te pondremos a prueba y te alentaremos, extraeremos de ti todo ese talento que necesita respirar. Y tal vez un día, cuando Simón y yo ya no estemos, serás supremo…
La voz se fue apagando y dejó la imagen en suspenso. Nathaniel estaba en silencio. Seis años de ambición frustrada estaban grabados en su memoria. Seis años de deseos reprimidos: ser reconocido por lo que era, ejercer su poder sin cortapisas y acudir al Parlamento como un gran ministro del Estado. Y sus enemigos le estaban ofreciendo todo aquello. Suspiró hondamente.
—Estás tentado, John, lo noto. Bien, ¿qué dices?
Miró al anciano hechicero directamente a los ojos.
—¿Simon Lovelace de verdad cree que voy a unirme a él?
—Efectivamente.
—¿Después de todo lo que ha pasado?
—Incluso así. Sabe lo que piensas.
—Entonces, Simon Lovelace es un idiota.
—John…
—¡Un idiota arrogante!
—Tienes que…
—¿Después de lo que me ha hecho? Ya podría ofrecerme el mundo entero que lo rechazaría. ¿Unirme a él? ¡Antes prefiero la muerte!
Schyler asintió como si aquello lo satisficiera.
—Sí, lo sé. Ya le advertí que dirías eso. Yo te veo como lo que eres: un mentecato que no sabe lo que quiere. ¡Bah! No te han educado como debían. Tienes la mente confusa. No nos eres de ninguna utilidad. —Dio un paso al frente. Sus zapatos crujieron sobre el suelo pulido—. Bueno, ¿es que no vas a ponerte a correr, niño? Tu genio ha desaparecido, no posees más poder. ¿No quieres un poco de ventaja?
Nathaniel no salió corriendo porque sabía que sería letal. Le echó un vistazo al resto de mostradores, pero no consiguió distinguir con claridad qué objetos contenían, su enemigo le bloqueaba el paso.
—¿Sabes? —continuó el anciano—, cuando nos conocimos por primera vez, me dejaste impresionado; tan joven, con tantos conocimientos… Pensé que Simón había sido muy duro contigo, incluso el incidente de los parásitos fue divertido y reveló un carácter emprendedor. En circunstancias normales, te mataría lentamente, eso me divertiría aún más. Sin embargo, tenemos un asunto importante e inminente y no puedo perder el tiempo.
El hechicero alzó una mano y pronunció una palabra. Alrededor de sus dedos apareció una fluctuante y luminosa aureola negra que brillaba con luz trémula.
Nathaniel se arrojó a un lado.