Cuando dejó la cesta de huevos en el mármol más cercano, Nathaniel buscó por la cocina a la víctima propicia. Había tanta gente trajinando de un lado a otro que, al principio, no vio al pequeño chico de uniforme azul oscuro y temió que ya se hubiera ido. Pero entonces, a la sombra de una voluminosa chef de repostería, lo vio. Estaba trasladando una montaña de canapés del tamaño de un bocado a una bandeja de plata de dos pisos.
Estaba claro que el chico planeaba llevar aquella bandeja a algún lugar de la casa y Nathaniel tenía la intención de estar allí cuando lo hiciera.
Deambuló por la cocina como si estuviera vaciando las cestas y los cajones, aguardando el momento oportuno y poniéndose cada vez más nervioso mientras el chico colocaba con minuciosidad las pastitas de queso cremoso con gamba en el plato.
Algo duro y pesado le dio unos golpecitos en el hombro. Se volvió.
El cocinero jefe estaba allí, con la cara sonrojada y brillante a causa del calor del asador. Dos ojos brillantes lo atravesaron. El chef tenía una cuchilla de carnicero en su mano regordeta y era con el canto romo de aquello con lo que había llamado la atención de Nathaniel.
—¿Se puede saber qué estás haciendo en mi cocina? —preguntó el chef, con voz suave.
Nada en aquel hombre, ni en ninguno de los planos a los que Nathaniel tenía acceso, sugería ni por asomo que no fuera humano. Sin embargo, teniendo presente el aviso de Bartimeo, no se arriesgó.
—Estaba recogiendo un par de cestas de mi padre —respondió con educación—. Verá, es que no tenemos muchas. Discúlpeme si me he puesto en medio.
El chef apuntó con la cuchilla hacia la puerta.
—Fuera.
—Sí, señor. Ya me iba.
Aunque solo hasta el pasillo, justo al otro lado de la puerta, donde Nathaniel se pegó contra la pared y esperó. Siempre que alguien salía de la cocina, se agachaba como si se estuviera anudando los cordones. Aquello le ponía los nervios a flor de piel y temía la aparición del chef, pero, por otro lado, también sentía una euforia extraña. Tras la primera impresión al ver al mercenario en la entrada, su miedo se había esfumado y lo había sustituido una emoción que ya había experimentado antes: la emoción de la acción. Daba igual lo que ocurriese, se había acabado lo de estar de brazos cruzados sin poder hacer nada mientras sus enemigos actuaban con impunidad. Era él quien controlaba lo que iba a suceder. Era él quien iba a la caza. Era él quien acortaba distancias.
Oyó unas pisadas ligeras y garbosas. El camarero apareció a través del arco, tratando de mantener en equilibrio la bandeja de canapés de dos pisos sobre la cabeza. Sujetándola con una mano, dobló a la derecha del pasillo. Nathaniel se le unió.
—Hola, ¿qué tal? —lo saludó en un tono más que amistoso mientras, al mismo tiempo, le daba un repaso de arriba abajo. Perfecto. La talla justa.
El chico no pudo evitar percatarse de aquel interés inusitado.
—Esto… ¿quieres algo?
—Sí. ¿Hay por aquí cerca un lavabo? Hemos hecho un viaje un poco largo. Ya sabes cómo van estas cosas.
El chico se detuvo al pie de unas anchas escaleras y le indicó un pasillo lateral.
—Por ahí.
—¿Podrías enseñármelo? No quisiera abrir la puerta equivocada.
—Lo siento, colega, pero tengo prisa.
—Por favor.
Con un gruñido reticente, el chico se volvió y condujo a Nathaniel hasta el pasillo. Caminaba tan rápido que la bandeja sobre la cabeza comenzó a tambalearse peligrosamente. Se detuvo, la estabilizó y continuó andando. Nathaniel le seguía detrás y solo se paró para sacar de la cesta de encima de todo el contundente rodillo que había robado de la cocina. El chico se detuvo en la cuarta puerta.
—Es esta.
—¿Estás seguro de que es esta? No quiero buscarme problemas con nadie.
—Te digo que es esta. Mira. —El chico le dio una patada y la puerta se abrió de golpe. Nathaniel balanceó el rodillo. Chico y bandeja de plata cayeron con estrépito al suelo del lavabo. Se desplomaron sobre las baldosas con gran estruendo mientras una lluvia de canapés de crema de queso y gambas caía a su alrededor. Nathaniel entró detrás de él y cerró la puerta con llave.
El chico estaba inconsciente, así que Nathaniel no encontró resistencia cuando le quitó la ropa. Tuvo muchísimas más dificultades para recoger los canapés que habían quedado desparramados y que habían untado las grietas y las ranuras del lavabo. El queso era cremoso y pudo rascarlo de vuelta al canapé, pero no le fue posible resucitar todas las gambas.
Una vez dispuesta la bandeja lo mejor que pudo, hizo jirones la camiseta del tendero y los utilizó para maniatar y amordazar al chico. A continuación, lo arrastró hasta uno de los cubículos, cerró la puerta por dentro, se encaramó a la cisterna y saltó por encima para salir.
Con las pruebas ocultas de manera segura, Nathaniel se compuso el uniforme mirándose al espejo, equilibró la bandeja sobre la cabeza y dejó el baño. Tras concluir que nada que valiera la pena descubrir iba a encontrarse en las habitaciones de los sirvientes, volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia la escalera.
Varios criados pasaron ajetreados en ambas direcciones con bandejas y cajones de botellas, pero ninguno le hizo pregunta alguna.
En lo alto de las escaleras había una puerta que daba a un salón iluminado por una hilera de ventanales en forma de arco. El suelo era de mármol pulido y estaba cubierto a intervalos por alfombras persas y orientales ricamente ornamentadas. Bustos de alabastro, que representaban a grandes líderes de tiempos pasados, descansaban en nichos especiales a lo largo de las paredes enyesadas. El efecto general, incluso a la débil luz invernal, era de una luminosidad deslumbrante.
Nathaniel atravesó el salón con los ojos muy abiertos.
Delante de él oyó voces y risas enérgicas a modo de saludo. Creyó que lo más sensato sería evitarlas. A través de una puerta lateral atisbo unos libros. La cruzó…
… y se encontró en una bella biblioteca de dos pisos cuyo techo acababa en una cúpula de cristal. Una escalera de caracol daba a un pasillo metálico que recorría la pared, muy por encima de su cabeza. A un lado, unas enormes puertas de cristal con ventanas sobre ellas daban al jardín y a un lejano lago ornamental. Las demás paredes estaban forradas de libros: enormes, caros, antiguos, adquiridos en ciudades de todo el mundo… El corazón del maravillado Nathaniel le dio un vuelco. Algún día él también tendría una biblioteca como aquella.
—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —Un panel de libros se había deslizado hacia delante y había dejado al descubierto una puerta y a una joven de cabello oscuro y ceño fruncido. No supo por qué, pero le recordó a la señorita Lutyens. Su iniciativa le traicionó y se quedó boquiabierto.
La mujer se acercó a grandes zancadas. Llevaba un vestido elegante y joyas deslumbrantes en su esbelto cuello. Nathaniel recobró el habla.
—Esto… ¿quiere una gamba?
—¿Quién eres? No te había visto antes. —Su voz era cortante como un cuchillo.
Nathaniel se devanó los sesos.
—Soy John Squalls, señora. Estaba ayudando a mi padre a descargar provisiones para esta mañana cuando el camarero se ha puesto enfermo, hace nada, señora, y me han pedido si podía ayudarles. No querían que le faltara gente justo un día tan importante como hoy. Parece que me he equivocado de habitación, no estoy familiarizado…
—Muy bien. —Seguía hostil. Sus atentos ojos inspeccionaron la bandeja—. ¡Mira qué pinta tiene esto! ¿Cómo te atreves a traer…?
—¡Amanda! —Un hombre joven la había seguido hasta la biblioteca—. Estás aquí. Y, gracias a los cielos, ¡comida! ¡Déjame probar! —Se abalanzó sobre la bandeja de plata que llevaba Nathaniel y cogió tres o cuatro de los canapés más lamentables—. ¡La salvación! Me muero de hambre desde que salí de Londres. Mmm, este lleva gamba. —Masticó con fruición—. Una sabor interesante. Muy fresco. Bueno, Amanda, dime ¿es cierto eso de que Lovelace y tú…? Todo el mundo dice…
Amanda Cathcart dejó escapar una risita cantarina y, acto seguido, le hizo un gesto cortante a Nathaniel.
—Tú, ve a servir a la gente del salón de la entrada. Y prepara mejor los próximos.
—Sí, señora. —Nathaniel hizo una ligera reverencia, como la que había visto hacer a los sirvientes del Parlamento, y salió de la biblioteca.
Se había librado por los pelos y su corazón le latía a toda velocidad, pero mantenía la calma. El sentimiento de culpabilidad que le había invadido después del incendio se había convertido en una dura y fría aceptación de la situación. La señora Underwood había muerto porque él había robado el Amuleto. Ella había muerto y Nathaniel había sobrevivido. Pues bien, ahora sería él quien destruiría a Lovelace. Sabía que seguramente no sobreviviría a ese día, pero eso no lo preocupaba. Las apuestas favorecían a su contrincante, lógico y normal. Lo conseguiría o moriría en el intento.
El heroísmo que desprendía aquella ecuación lo atrajo. Era clara y sencilla y le ayudó a bloquear el desagradable cargo de conciencia.
Siguió el jaleo hasta la entrada del salón. Los invitados llegaban en oleadas. Los pilares de mármol devolvían el bullicio de sus conversaciones. Los ministros del gobierno aparecían en la puerta abierta, se quitaban los guantes y se desanudaban los largos fulares de seda mientras su respiración se volvía vaho en el aire frío del salón. Los hombres llevaban trajes de etiqueta; las mujeres, vestidos elegantes. Los criados estaban apostados a los lados de la puerta para recoger los abrigos y ofrecer champagne. Nathaniel se quedó atrás un momento y luego, con la bandeja bien alta, se zambulló entre la muchedumbre.
—Señor, señora, ¿desean…?
»—Canapés de queso y gamba, señora…
»—Me permite ofrecerle…
Dio varias vueltas, zarandeado de un lado al otro por la avalancha de manos que se abalanzaba sobre la bandeja como gaviotas lanzándose en picado sobre una presa. Nadie le dirigió la palabra, ni siquiera parecían verlo. En varias ocasiones, sintió que un brazo o una mano chocaban con su cabeza cuando las alargaban sin mirar hacia la bandeja o cuando se llevaban un canapé a la boca abierta. En cuestión de segundos, la bandeja superior quedó desierta salvo por unas cuantas migas, y solo unos cuantos trocitos esparcidos quedaban en la de abajo. Nathaniel se descubrió expulsado del grupo, sin aliento y con el cuello descolocado.
Un sirviente alto de aspecto lúgubre estaba junto a él rellenando las copas.
—Como animales, ¿verdad? —le dijo entre dientes—. Malditos hechiceros.
—Sí. —Nathaniel apenas escuchaba. Estaba observando a la muchedumbre de ministros al tiempo que sus lentillas le permitían contemplar la actividad del salón en toda su magnitud. Casi todos los presentes llevaban un diablillo suspendido a sus espaldas y mientras sus amos entablaban conversaciones sociales y amistosas, pisándose las palabras y toqueteando las joyas, los siervos mantenían una conversación paralela. Los diablillos adoptaban posturas, se acicalaban y se henchían hasta límites ridículos, muy a menudo tratando de superar a sus rivales pinchándoles sin que se dieran cuenta en sitios delicados con sus colas puntiagudas. Algunos cambiaban de color, repasando una gama multicolor, hasta que acababan con un escarlata de aviso o un amarillo brillante. Otros se contentaban con hacer muecas imitando expresiones o gestos de los rivales de sus amos. Si los hechiceros se percataban de todo aquello, estaba claro que los ignoraban por completo, pero la combinación de las sonrisas falsas de los invitados y las payasadas de sus diablillos hicieron que a Nathaniel le diera vueltas la cabeza.
—¿Vas a servirlos o los sacas a pasear? —le urgió una mujer ceñuda, de caderas y pecho generosos, con un diablillo aún más voluminoso flotando detrás de ella. A su lado… A Nathaniel le dio un vuelco el corazón. Había reconocido los ojos acuosos y la cara de pez: el señor Lime, el compañero de Lovelace, acompañado del diablillo más pequeño y torpe imaginable, que trataba de pasar desapercibido detrás de su oreja. Nathaniel no dejó que su agitación lo traicionara e inclinó la cabeza para ofrecerle la bandeja.
—Disculpe, señora.
Esta cogió dos canapés; Lime, uno. Nathaniel miraba el suelo dócilmente, pero sentía la mirada del hombre clavada en él.
—¿No te he visto antes en alguna parte? —preguntó el hombre sudoroso.
La mujer tiró de la manga de su acompañante.
—Vamos, Rufus. ¿Para qué te diriges a un plebeyo cuando hay tanta gente importante con la que hablar? Mira… ¡ahí está Amanda!
El hechicero se encogió de hombros y se dejó arrastrar. Al seguirlos con la mirada, Nathaniel se inquietó cuando comprobó que el diablillo de Rufus Lime no dejaba de mirarle con la cabeza vuelta en un ángulo de noventa grados, hasta que se perdió entre la multitud.
El sirviente que tenía al lado no se había dado cuenta de nada, los diablillos eran invisibles para él.
—Ya has acabado con eso —dijo—. Paséate con esta bandeja de copas. Están sedientos como camellos, aunque la mayoría tiene peores pulgas.
Algunos invitados iban alejándose hacia una galería interior y Nathaniel se alegró de tener una excusa para poder acompañarlos. Tenía que alejarse de la multitud para explorar otras zonas de la casa. Hasta el momento no había visto ni rastro de Lovelace, del Amuleto ni de cualquier posible trampa. Sin embargo, sabía que no era la hora de que ocurriera algo porque el primer ministro todavía no había llegado.
En medio del salón, la mujer de la biblioteca se encontraba en el centro de un pequeño corrillo, rodeada de admiradores. Nathaniel se demoró por los alrededores para que los invitados sustituyeran sus copas vacías por las llenas que llevaba en la bandeja.
—Lo veréis de aquí a nada —decía—. Es lo más precioso que he visto en mi vida. Simón lo ha traído de Persia especialmente para esta tarde.
—Te está tratando muy bien —comentó un hombre con sequedad mientras daba un trago a su copa.
Amanda Cathcart se sonrojó.
—La verdad es que sí —afirmó—. Es muy bueno conmigo. Ah… ¡Es de lo más ingenioso! Estoy segura de que se pondrá de moda. Tened en cuenta que no es fácil de instalar. Sus hombres han estado trabajando en ello toda la semana. Vi la habitación por primera vez esta mañana. Simón me había dicho que me dejaría sin aliento y tenía razón.
—Ya está aquí el primer ministro —anunció alguien. Con pequeños grititos de excitación, los invitados se apresuraron hacia las puertas con Amanda Cathcart a la cabeza. Nathaniel imitó al resto de los sirvientes y se colocó junto a un pilar, preparado para cuando lo llamaran.
Rupert Devereaux entró fustigando los guantes en una palma y esbozando su media sonrisa habitual. Sobresalía entre la bulliciosa muchedumbre no solo por su elegante atuendo y gracia personal (tan sorprendente como Nathaniel recordaba), sino también por sus acompañantes: una escolta compuesta por cuatro hoscos hechiceros vestidos de gris y, aún más asombroso, una efrit corpulenta de dos metros de alto y luminosa piel verde oscura. La efrit le pisaba los talones a su amo al tiempo que proyectaba sus torvos ojos rojos sobre los presentes.
Todos los diablillos se estremecieron de miedo. Los invitados inclinaron sus cabezas con respeto.
Nathaniel se percató de que el primer ministro estaba haciendo una demostración ostensible de su poder a todos los ministros allí reunidos, algunos de los cuales tal vez aspiraban a su posición. Lo cierto es que bastó para impresionar a Nathaniel. ¿Cómo iba Lovelace a superar algo tan poderoso como un efrit? La sola idea era una locura.
Sin embargo, allí estaba Lovelace en persona, avanzando a saltos por el salón para recibir a su líder. El rostro de Nathaniel permaneció impasible. Todo su cuerpo se tensó por el odio.
—¡Bienvenido, Rupert! —Un vigoroso apretón de manos. Lovelace parecía indiferente a la presencia de la efrit a su espalda. Se volvió para dirigirse a la multitud—. ¡Damas y caballeros! Dado que nuestro querido primer ministro ya está aquí, la conferencia se da por oficialmente inaugurada. Os doy la bienvenida a Heddleham Hall en nombre de lady Amanda. ¡Por favor, como si estuvierais en vuestra casa! —Volvió la vista hacia donde se encontraba Nathaniel, quien se retiró hacia las sombras del pilar. Los ojos de Lovelace continuaron hacia delante—. En breves instantes escucharemos los primeros discursos en el gran salón que lady Amanda ha redecorado especialmente para la ocasión. Mientras tanto, por favor, pasad al anexo donde encontraréis más refrigerios.
Agitó una mano y los invitados comenzaron a moverse.
Lovelace se inclinó para hablar con Devereaux. Desde detrás del pilar, Nathaniel alcanzó a oír las palabras.
—Tengo que acabar de darle las últimas pinceladas a mi discurso de inauguración, señor. ¿Será tan amable de excusarme? Estaré con usted en unos minutos.
—Por supuesto, por supuesto, Lovelace. Tómese su tiempo.
La comitiva de Devereaux abandonó el salón con la brillante efrit a la cola. Lovelace los observó unos segundos y luego partió solo en la dirección opuesta. Nathaniel permaneció donde estaba mientras fingía que recogía las copas usadas y abandonadas sobre los muebles antiguos y los pedestales de mármol que se alineaban en el salón. A continuación, cuando el último de los sirvientes se hubo marchado, dejó la bandeja con cuidado sobre una mesa y, como un fantasma en la noche, siguió a Lovelace sin hacer ruido.