Pues ahí estaba, el hombre que había robado el amuleto de Samarkanda y que había desaparecido sin dejar rastro, el hombre que había degollado al custodio y lo había dejado desplomado en su propia sangre. El mercenario de Lovelace.
Para ser un humano, tenía una buena estatura, era una cabeza más alto que la mayoría de hombres y, además, también era corpulento. Llevaba una chaqueta larga abotonada, de una tela oscura, y unos pantalones anchos al estilo oriental remetidos en unas botas altas de piel. Tenía una barba negra como el carbón, la nariz ancha y los ojos eran de un azul penetrante bajo unas cejas pobladas. Para ser un hombre tan grande, se movía con gracia; llevaba una mano colgando a un lado y la otra cogida al cinturón.
El mercenario rodeó el capó hasta mi ventanilla sin quitarnos los ojos de encima. Al tiempo que se acercaba, desvió la mirada y agitó la mano para despedir a alguien. Vi a nuestros ghuls escolta desaparecer en la lejanía, en dirección a los campos.
Saqué la cabeza por la ventanilla.
—Buenos días —lo saludé con alegría y con lo que esperaba que fuera un acento londinense adecuado—. Ernest Squalls e Hijo, con un encargo de provisiones para la casa.
El hombre se detuvo y nos examinó un instante en silencio.
—Squalls e Hijo… —La voz era grave, imponente. Creí sentir cómo me atravesaban sus ojos azules cuando habló, algo que tenía un efecto desconcertante. A mi lado, el chico tragó saliva sin poder evitarlo. A ver si ahora le iba a entrar un ataque de pánico…—. Squalls e Hijo… Sí, os estaban esperando.
—Sí, jefe.
—¿Qué traéis?
—Provisiones, jefe.
—¿Como por ejemplo…?
—Esto… —No tenía ni la más mínima idea—. De todo tipo, jefe. ¿Quiere echarle un vistazo?
—Con una lista me conformo.
¡Vaya!
—Muy bien, jefe. A ver, traemos cajas, traemos latas, un montón de latas, señor, paquetes de cosas, botellas…
Entrecerró los ojos.
—No pareces demasiado específico.
Oí una voz aguda a la altura de mi codo. Nathaniel estaba inclinado encima de mí.
—Él no lleva la lista, señor, la llevo yo. Traemos caviar del Báltico, huevos de chorlito, espárragos frescos, salami de Bolonia, olivas sirias, palitos de vainilla de Centroamérica, pasta acabada de prensar, lengua de alondra en gelatina de tomate, caracoles gigantes marinados en sus conchas, envases de pimienta negra acabada de moler y sal de roca, ostras de Wirral, carne de avestruz…
El mercenario alzó una mano.
—Suficiente. Ahora me gustaría echarles un vistazo.
—Claro, jefe. —Desanimado, bajé de la cabina y lo conduje hacia la parte trasera de la furgoneta, deseando con fervor que el chico no hubiera dejado volar demasiado su imaginación. No me atreví ni a pensar qué ocurriría cuando descubriera unos manjares por completo diferentes. No obstante, ya no se podía hacer nada. Con el mercenario impasible casi encima de mí, abrí un resquicio de la puerta de atrás. Inspeccionó el interior un segundo.
—Muy bien. Podéis continuar hacia la casa.
Casi atónito, le eché un vistazo al interior de la furgoneta. Un cajón de tarros en una esquina atrajo mi atención: olivas sirias. Medio escondida detrás había una pequeña caja de lenguas de alondra, láminas de pasta enrollada… Cerré la puerta y regresé a la cabina.
—¿Alguna instrucción, jefe?
El hombre descansó una mano en el filo de la ventanilla bajada. El dorso de la mano estaba entrecruzado de cicatrices blancas.
—Sigue el camino hasta la bifurcación y coge el ramal derecho que te llevará a la parte posterior de la casa. Allí habrá alguien esperándoos. Haced lo que tengáis que hacer y volved. Antes de que os vayáis, os daré un consejo: estáis entrando en la propiedad privada de un gran hechicero. Así que, si valoráis vuestra vida en algo, ni os perdáis ni entréis en zonas no autorizadas. Los castigos son tan severos que os helarían la sangre.
—Sí, jefe.
Asintió con la cabeza, dio un paso atrás y nos hizo una señal para que continuáramos. Puse en marcha el motor y cruzamos despacio el arco. Poco después, entramos bajo las cúpulas defensivas. Ambas produjeron un cosquilleo en mi esencia. Poco después ya las habíamos dejado atrás y seguíamos un serpenteante camino de tierra entre los árboles.
Miré al chico. Su cara no transmitía ninguna emoción, pero una gota de sudor le rodaba por la sien.
—¿Cómo sabías lo que llevábamos? —le pregunté—. Solo tuviste dos segundos para mirar en el interior.
Una débil sonrisa se dibujó en su rostro.
—Estoy entrenado. Leo rápido y recuerdo con precisión. Bueno, ¿qué piensas de él?
—¿Del pequeño asesino de Lovelace? Enigmático. No es un genio y tampoco creo que sea un hechicero. No deja vuestro rastro oloroso de corrupción,[1] pero sabemos que es muy capaz de arrebatar el Amuleto, así que debe de poseer algún poder… Y desprende una gran confianza en sí mismo. ¿Te fijaste en cómo le obedecieron los ghuls?
El chico arrugó la frente.
—Si no es un hechicero ni un demonio, ¿qué tipo de poder puede poseer?
—No te engañes —repuse misteriosamente—, existen otros tipos de poder. —Estaba pensando en la chica de la Resistencia y sus amigos.
Se acabó la reflexión cuando, de repente, el camino se ensanchó y salimos de la arboleda. Enfrente nos encontramos Heddleham Hall.
El chico ahogó un grito, pero no tuvo el mismo efecto en mí. Cuando has ayudado a construir algunos de los edificios más majestuosos del mundo y, en ciertas ocasiones, has dado unos cuantos consejos muy útiles a los arquitectos en cuestión,[2] una mansión victoriana mediocre de estilo gótico no te deja sin habla. Habréis visto muchas por el estilo, con montones de florituras y torretas.[3] Estaba rodeada por una gran extensión de jardín sobre la que se diseminaban de forma decorativa pavos reales y canguros enanos.[4] En el jardín se habían construido un par de marquesinas a rayas a las que varios sirvientes ya iban llevando bandejas con botellas y copas de vino desde la terraza. Enfrente de la casa había un tejo enorme y viejo bajo cuyas ramas desplegadas se bifurcaba el camino. El ramal de la izquierda descendía con elegancia hasta la parte frontal de la casa y el de la derecha la rodeaba lenta y dócilmente hasta la parte posterior. Siguiendo las órdenes que se nos habían dado, tomamos el camino de los proveedores.
Mi amo seguía asimilando la panorámica con una mirada ávida.
—Olvida tus patéticas fantasías —le recomendé—. Si quieres acabar en una de estas, primero tendrás que sobrevivir a este día. Así que… ahora que estamos dentro, tenemos que aclarar el plan. ¿En qué consiste exactamente?
El chico recuperó la concentración en un instante.
—Por lo que Lovelace dijo —comenzó—, creemos que va a atacar a los ministros de alguna manera. Cómo, no lo sé. Ocurrirá una vez que hayan llegado, cuando estén más relajados y con la guardia baja. El Amuleto es vital para sus planes, sean los que sean.
—Sí, estoy de acuerdo. —Tamborileé los dedos sobre el volante—. Pero ¿qué me dices de nuestro plan?
—Tenemos dos objetivos: encontrar el Amuleto y descubrir qué trampa está preparando Lovelace. Seguramente llevará encima el Amuleto, aunque, de todas formas estará bien protegido. Sería útil localizarlo, pero no deberíamos quitárselo hasta que todo el mundo haya llegado. Tenemos que demostrarles que él lo tiene y que es un traidor. Y si además les demostramos que les estaba preparando una trampa, mejor que mejor porque así tendremos todas las pruebas que necesitamos.
—Haces que parezca tan fácil… —Pensé en Faquarl, Jabor y los demás esclavos con los que Lovelace contaba y suspiré—. Bueno, lo primero que tenemos que hacer es deshacernos de la furgoneta y de los disfraces.
El camino desembocaba con brusquedad en una zona circular de gravilla, detrás de la casa. La furgoneta de la floristería estaba aparcada allí. Cerca había abiertas unas puertas dobles y blancas al lado de las cuales había un hombre vestido con un uniforme oscuro que nos indicó que nos detuviéramos.
—Muy bien —dijo el chico—. Descargamos la furgoneta y aprovechamos la primera oportunidad que se nos presente. Espera mis órdenes.
—Eh, pero si no hago otra cosa. —Conseguí frenar la furgoneta a unos milímetros de los setos ornamentales y bajamos. El esbirro se nos acercó.
—¿El señor Squalls?
—El mismo, jefe. Este de aquí es… mi hijo.
—Llegáis tarde y el cocinero necesita lo que traéis. Por favor, llevadlo a la cocina de inmediato.
—Sí, jefe. —Una sensación inquietante recorrió mi esencia y me erizó los pelillos del cogote. El cocinero… no, no podía ser. Tenía que ser otro, seguro. Abrí la puerta de la furgoneta—. Hijo, ¡andando si no quieres sentir cómo mi mano te acaricia la cara!
Me proporcionó cierto placer oscuro cargar al chico con tantos tarros de olivas sirias y caracoles gigantes como pude y darle un empellón para que se pusiera en camino. Avanzó tambaleante bajo su carga, lo que me recordó a Simpkin en la tienda de Pinn.[5] Escogí una pequeña tarrina de lenguas de alondra y lo seguí a través de las puertas, hacia el pasillo fresco y enyesado. Varios criados de todo tipo, sexo y tamaño trajinaban a nuestro alrededor como liebres sobresaltadas, ocupados en cientos de tareas; por todas partes se oía bullicio y trajín. En el aire pendía un olor a pan cocido y carne asada procedente de un ancho arco que conducía a la cocina.
Eché una ojeada a través del arco. Montones de pinches de cocina vestidos de blanco picaban, aliñaban, enjuagaban, rebanaban… Algo dio la vuelta en el asador que estaba en el fuego. Las verduras se amontonaban en las mesas junto a cajones de pastelillos en los que estaban colocando frutos confitados. La cocina bullía de actividad. Un jefe de cocina de proporciones considerables, que en aquellos momentos estaba gritándole a un chico de uniforme azul, lo organizaba todo.
El chef iba arremangado y llevaba un vendaje grueso y blanco en un brazo.
Le eché un vistazo al séptimo plano.
Y desaparecí de la vista. Conocía aquellos tentáculos demasiado bien como para equivocarme.
Mi amo había entrado en la cocina, había dejado su tambaleante carga en un mármol cercano y volvía a salir como si tal cosa. Cuando apareció por la puerta, le lancé las lenguas de alondra a las manos.
—Lleva esto también —le dije entre dientes—. No puedo entrar.
—¿Por qué?
—Hazlo.
Fue lo bastante sensato como para obedecer, y sin chistar, pues el sirviente de uniforme oscuro había reaparecido en el pasillo y nos observaba con detenimiento. Regresamos a la furgoneta a por más paquetes.
—El cocinero jefe —le susurré mientras empujaba un cajón de paté de cerdo hacia la parte de atrás de la furgoneta— es el genio Faquarl. No me preguntes por qué le gusta ese disfraz, no tengo ni idea. Eso sí, no puedo entrar, me descubriría al instante.
El chico abrió los ojos de par en par.
—¿Y cómo sé que me dices la verdad?
—Esta vez tendrás que confiar en mí. Ten, puedes cargar con otro saco de filetes de avestruz, ¿verdad? Vaya, tal vez no. —Le ayudé a ponerse en pie—. Yo descargo la furgoneta y tú entras las cosas mientras pensamos qué vamos a hacer.
Durante las idas y venidas del chico, esbozamos un plan de campaña. Nos llevó un buen rato de discusiones llegar a un acuerdo. Quería que nos escurriéramos dentro de la casa y que la exploráramos, pero yo me mostré muy reticente a acercarme a Faquarl. Mi idea era descargar la furgoneta, esconderla en algún lugar entre los árboles y entrar a hurtadillas para dar comienzo a nuestra investigación, pero el crío no quiso ni oír hablar de aquello.
—Para ti es muy fácil —objetó—. Tú puedes cruzar el jardín en plan ráfaga de viento repulsivo o algo por el estilo, pero yo no. Me cogerían antes de dar dos pasos. Ya que estoy en la casa, tengo que entrar.
—Pero si eres un tendero, ¿qué vas a explicarles cuando te vean?
Esbozó una sonrisa desagradable.
—No te preocupes, no seré el tendero por mucho más tiempo.
—Para mí es demasiado arriesgado pasar junto a la cocina —objeté—. He tenido suerte porque, por lo general, Faquarl puede sentirme a un kilómetro de distancia. No saldría bien, tendré que encontrar otra forma de entrar.
—No me gusta —dijo—. ¿Cómo vamos a encontrarnos?
—Yo te encontraré. Procura que no te pillen mientras tanto.
Se encogió de hombros. Si estaba muerto de miedo, lo disimulaba muy bien. Apilé las últimas cestas de huevos de chorlito en sus manos y lo seguí con la mirada mientras se dirigía hacia la casa caminando como un pato. A continuación, cerré las puertas de la furgoneta, dejé las llaves en el asiento del conductor y consideré la situación. Pronto abandoné la idea de deshacerme del vehículo dejándolo entre los árboles; lo más probable era que aquello atrajera aun más la atención que si lo dejaba aparcado allí mismo. Después de todo, nadie le hacía caso a la furgoneta de la floristería.
La casa tenía demasiadas ventanas y algo podría estar vigilando desde cualquiera de ellas. Me dirigí a la puerta como si fuera a entrar, al tiempo que iba comprobando los planos por el camino. A lo lejos, una patrulla de centinelas sobrevoló la arboleda por dentro de la cúpula interior. Perfecto, no verían nada. La casa parecía despejada.
Cuando me acerqué a la mansión, di un paso a un lado para que no me vieran desde dentro y me transformé. El señor Squalls se convirtió en una pequeña lagartija que cayó al suelo, se arrastró hasta la pared más cercana y reptó por ella hacia la primera planta. Mi piel color marrón cremoso me proporcionaba un perfecto camuflaje sobre la piedra. Los diminutos pelillos de mis patas me prestaban una sujeción excelente. Mis ojos giratorios se volvieron hacia arriba, alrededor, hacia atrás… Bien mirado, la nueva elección de forma era perfecta. Correteé pared arriba preguntándome cómo le iría a mi amo con aquel disfraz suyo algo más engorroso.