El cruce era el lugar perfecto para la emboscada. Cualquier vehículo que se aproximara tenía que aminorar la velocidad para no sufrir un accidente y, además, quedaba oculto de las distantes puertas de Heddleham por una densa arboleda de robles y laureles que, a su vez, también proporcionaba un buen lugar para ponerse a cubierto.
Por tanto, aquella noche nos encaminamos hacia allí. El chico se arrastró a lo largo de los setos, junto a la carretera. Yo revoloteé frente a él en la forma de un murciélago.
No se materializó ningún centinela delante de nosotros. Ningún vigilante sobrevoló nuestras cabezas. El chico alcanzó el cruce y se agazapó bajo la maleza, al pie del roble mayor. Yo me colgué de una rama, ojo avizor.
Mi amo durmió, o al menos trató de hacerlo. Yo estudié la cadencia de la noche: los movimientos fugaces de la lechuza y los roedores, los arañazos de los topos hurgando, las rondas de los genios intranquilos… En las horas anteriores al amanecer, el manto de bruma se desvaneció y las estrellas se fueron apagando. Me pregunté si Lovelace estaría leyéndolas desde el tejado de la casa y qué le estarían diciendo. La noche se enfrió. La escarcha de los campos desprendía destellos.
De súbito, me asaltó el pensamiento de que mi amo debía de estar muñéndose de frío. Y transcurrió una agradable hora. Después, otro pensamiento volvió a asaltarme: a lo mejor acababa muerto por congelación en su escondite y aquello no sería bueno porque entonces yo nunca podría escapar de la caja de lata. A regañadientes, me dejé caer en espiral a los arbustos y fui en su busca.
Para mi alivio rezongón, todavía seguía vivo, aunque tenía la cara algo azulada. Se había hecho un ovillo en su abrigo, bajo una pila de hojas que no dejaba de crujir a causa de sus temblores.
—¿Un poco de calor? —le susurré.
Movió la cabeza ligeramente aunque era difícil adivinar si se trataba de un escalofrío o de una negación voluntaria.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
Sus mandíbulas estaban tan unidas que apenas podía abrirlas.
—Podría atraerlos.
—¿Estás seguro de que no se trata de orgullo? ¿De que no quieres la ayuda de un asqueroso demonio? Será mejor que vayas con cuidado con toda esta escarcha. Hay cosas que se te podrían caer. Ya lo he visto antes.[1]
—De… déjame.
—Como gustes.
Volví a mi árbol. Un poco después, cuando el cielo comenzó a iluminarse, lo oí estornudar; sin embargo, permaneció en un silencio obstinado, decidido a seguir con su mortificación autoimpuesta.
Con la llegada del alba, revolotear en forma de murciélago se convirtió en una ocupación menos convincente. Me lancé bajo los arbustos y adopté la apariencia de un ratón de campo. El chico seguía donde lo había dejado, más tieso que la mojama, y le goteaba la nariz. Me encaramé a una ramita cerca de él.
—¿Qué te parece un pañuelo, oh, mi amo? —pregunté.
Con cierta dificultad, alzó un brazo y se limpió la nariz en la manga. Se sorbió los mocos.
—¿Todo bien?
—Todavía queda algo en el agujero izquierdo de la nariz. Por lo demás, todo limpio.
—Me refería a la carretera.
—No ha pasado nada. Demasiado temprano. Si te queda algo de comer, sería mejor que te lo acabaras ahora. Tenemos que estar totalmente preparados para cuando llegue el primer coche.
Al final resultó que no teníamos por qué habernos apresurado. Los cuatro caminos continuaron desiertos y silenciosos. El chico se acabó lo que le quedaba de comida, luego se acurrucó sobre la hierba húmeda, debajo del arbusto, a observar uno de los caminos. Por lo visto había cogido un resfriado y temblaba de forma incontrolable dentro de su abrigo. Correteé arriba y abajo, manteniéndome atento, pero, al final, regresé a su lado.
—Recuerda, no deben ver que el coche se detiene más que unos segundos o alguno de los centinelas podría olerse que hay gato encerrado —le advertí—. Tenemos que subir en cuanto llegue al cruce, así que tendrás que moverte rápido. —Estaré preparado.
—Me refiero a muy, pero que muy rápido.
—Te he dicho que estaré preparado.
—Sí, vale. He visto a gusanos avanzar más rápido que tú. Y encima te has constipado por no querer aceptar mi ayuda anoche. —No estoy enfermo.
—¿Perdona? No te he entendido. El castañeteo de tus dientes no me deja oír nada.
—Estoy bien. Ahora, déjame en paz.
—Si conseguimos entrar en la casa, ese resfriado podría traicionarnos. Lovelace podría seguir el rastro de los estorn… ¡Escucha!
—¿Qué?
—¡Un coche! Viene por ahí atrás. Perfecto. Aminorará aquí mismo. Espera mi orden.
Correteé a través de las altas hierbas hasta el otro lado del bosquecillo y esperé detrás de una piedra enorme que había en el peralte de tierra de la carretera. El motor del vehículo que se aproximaba se hizo más audible. Observé el cielo; no había vigilantes a la vista y los árboles ocultaban el camino a la casa. Me preparé para salir a la carrera…
Y, a continuación, me agaché detrás de la piedra. Mala suerte, era una limusina negra y brillante, o sea, el coche de un hechicero. Demasiado arriesgado para intentarlo. Pasó como un rayo levantando una cortina de polvo y piedras; todo él frenos chirriantes y capó resplandeciente. Conseguí distinguir a su ocupante: un hombre que no conocía, de labios gruesos, pálido, con cabello lacio y brillante peinado hacia atrás. No había señal alguna de diablillo o de cualquier otro guardián, pero aquello no quería decir nada. No valía la pena emboscar a un hechicero.
Volví junto al chico que seguía inmóvil bajo el arbusto.
—Nada —dije—. Hechicero.
—Tengo ojos. —Se sorbió la nariz de forma un tanto asquerosita—. Además, lo conozco. Es Lime, uno de los colegas de Lovelace. No sé por qué está involucrado en el complot, no es poderoso. En una ocasión hice que le picaran unos parásitos. Se desinfló como un globo.
—¿De verdad? —Confieso que estaba impresionado—. ¿Qué ocurrió?
Se encogió de hombros.
—Me pegaron. ¿Eso de ahí es alguien que se acerca?
Había aparecido una bicicleta por la curva que teníamos enfrente. Sobre ella iba un hombre bajo y gordo cuyo pedaleo producía un sonido parecido al de las hélices de un helicóptero. Sobre la rueda delantera de la bicicleta había una cesta enorme cubierta por un pesado trapo blanco.
—El carnicero —dije.
El chico se encogió de hombros.
—Tal vez. ¿Lo cogemos?
—¿Te vale su ropa?
—No.
—Entonces dejémoslo pasar. Ya habrá otras oportunidades.
Con la cara sonrojada y sudando, el ciclista llegó al cruce, se detuvo con un derrape, se limpió el sudor de la frente y prosiguió la marcha hacia la casa. Lo observamos alejarse; el chico no apartó los ojos de la cesta.
—Tendríamos que haberlo eliminado —dijo arrepentido—. Me muero de hambre.
Al cabo de un rato, el carnicero ciclista regresó. Silbaba al tiempo que pedaleaba, restando importancia a su excursión. La cesta iba vacía, pero su cartera sin duda iba bien llena. Más allá de los setos, uno de los centinelas, de toga harapienta y cuerpo casi traslúcido a la luz del sol, le siguió el rastro a grandes saltos.
El carnicero se alejó en la distancia sin pedalear. El chico reprimió un sorbido. El centinela se perdió en la lejanía. Me subí a un tallo con espinas que atravesaba el arbusto y oteé desde lo alto. El cielo estaba despejado, el sol invernal bañaba los campos con un calor que no correspondía a aquella estación y los caminos estaban desiertos.
A lo largo de la hora siguiente, en dos nuevas ocasiones unos vehículos se acercaron al cruce. El primero fue la furgoneta de la floristería conducida por una mujer de aspecto abandonado que fumaba un cigarrillo. Estaba a punto de saltar sobre ella cuando, por el rabillo de mi ojo ratonil, descubrí a un trío de centinelas mirlo surcando el aire perezosamente sobre el bosquecillo, a poca altura. Sus redondos ojos brillantes se movían de un lado al otro sin parar. Ninguna posibilidad; lo hubieran visto todo. Me escondí y dejé que la mujer siguiera su camino.
Los mirlos se alejaron; sin embargo, el siguiente transeúnte tampoco me sirvió de mucho más: un descapotable de un hechicero que, en aquella ocasión, venía de la casa. El rostro del conductor quedaba casi oculto bajo una gorra y un par de gafas protectoras para conducir. Solo conseguí atisbar una barba roja, corta y bien cuidada, cuando pasó a mi lado como una exhalación.
—¿Quién es ese? —pregunté—. ¿Otro cómplice?
—No lo había visto antes. Tal vez era el que llegó anoche.
—Sea quien sea, no parece que vaya a quedarse por aquí.
La frustración del chico estaba haciendo mella en él y dio un puñetazo contra la hierba.
—Si no entramos pronto, los demás invitados comenzarán a llegar y, además, una vez dentro necesitaremos tiempo para averiguar qué está ocurriendo. ¡Qué rabia! ¡Si tuviera más poder…!
—El eterno lamento de todos los hechiceros —dije con voz cansina—. Ten paciencia.
Me miró con la cara desencajada.
—Para tener paciencia se necesita tiempo —gruñó—. Y no tenemos tiempo.
De hecho, eso fue veinte minutos antes de que se presentara nuestra oportunidad. Volví a oír el ruido de un coche y volví a cruzar al otro lado del bosquecillo y a echar un vistazo desde lo alto del peralte. Nada más hacerlo supe que había llegado el momento. Se trataba de la furgoneta verde oscuro del tendero, alta y cuadrada, con unos preciosos guardabarros negros y aspecto de nueva. En uno de los laterales, con letras negras y bien hermosas, llevaba escrito lo siguiente: SQUALLS E HIJO, TENDEROS DE CROYDON, EXQUISITOS DELICATESSEN PARA LA ALTA SOCIEDAD, y, para mi gran alegría, parecía que los propios Squalls e Hijo iban sentados en la cabina. Un hombre mayor y calvo iba al volante y en el asiento de al lado se sentaba un joven alegre que llevaba una gorra verde. Ambos parecían animados y peripuestos para su gran día; era como si el hombre le hubiera sacado brillo a la calva de tanto que relucía.
El ratón de campo flexionó los músculos detrás de su piedra de emboscada.
La furgoneta se acercaba al tiempo que el motor zumbaba y gruñía bajo el capó. Le eché un vistazo al cielo: no había ni mirlos ni peligro de ninguna otra clase. Todo estaba despejado. La furgoneta se acercó al bosquecillo, oculta a las distantes portaladas de Heddleham. Squalls e Hijo habían bajado las ventanillas para disfrutar del agradable aire matutino. Hijo iba tatareando una tonadilla alegre.
Cuando ya casi habían superado el bosquecillo, Hijo percibió un ruido leve fuera de la furgoneta, como si algo se arrastrara. Volvió la vista a la derecha y vio un ratón de campo cortando el aire en posición de ataque karateca, con las garras extendidas y las patas traseras adelantadas, que iba derecho hacia él.
El ratón se coló por la ventanilla abierta. Ni Squalls ni Hijo tuvieron tiempo de reaccionar. Una convulsión de movimientos inexplicables comenzó dentro de la cabina de la furgoneta, que se bamboleaba con violencia de un lado a otro. La furgoneta dio un suave viraje y chocó contra el peralte de tierra de la carretera en el que la rueda patinó y resbaló. El motor se fue apagando hasta que enmudeció.
Se hizo un momentáneo silencio. La puerta del copiloto se abrió. Un hombre muy parecido a Squalls bajó de un salto, rebuscó dentro y sacó los cuerpos inconscientes de Squalls e Hijo. Hijo había perdido la mayor parte de su ropa.
En un periquete arrastré la pareja al otro lado de la carretera, peralte arriba y los dejé en las profundidades del bosquecillo. Los oculté en aquel lugar, bajo un matorral de zarzas y regresé a la furgoneta.[2]
Aquella fue la peor parte para mí. Genios y vehículos no hacen buenas migas. Verse atrapado en un sudario de lata, rodeado de olor a gasolina, aceite y piel artificial, del hedor de la gente y de sus creaciones es una sensación extraña. Es algo que te recuerda lo débil y mezquino que debe de sentirse el ser humano al requerir de tal tipo de dispositivos decrépitos para viajar lejos.
Además, la verdad es que no sabía conducir.[3]
Sin embargo, volví a poner en marcha el motor y conseguí sacar la furgoneta del peralte y dejarla en medio de la carretera. Acto seguido, me dirigí al cruce. Todo aquello apenas me llevó un minuto, aunque he de admitir que estaba angustiado. Un centinela con ojo de lince se podría haber preguntado por qué la furgoneta tardaba tanto en superar el bosquecillo. En el cruce aminoré la velocidad, eché un rápido vistazo alrededor y me incliné hacia la ventanilla del copiloto.
—¡Rápido! ¡Sube!
Un arbusto cercano crujió con frenesí, se oyó un chirrido al abrir la puerta de la furgoneta y el chico entró resollando como un elefante macho. La puerta se cerró de golpe y, segundos después, estábamos en ruta tras doblar a la derecha hacia el camino de Heddleham.
—Eres tú, ¿verdad? —jadeó, mirándome con atención.
—Claro que sí. Venga, cámbiate tan rápido como puedas. Los centinelas aparecerán en cualquier momento.
Se retorció en el asiento, se despojó del abrigo y cogió la camiseta, la chaqueta verde y el pantalón de los que Hijo se había desentendido. Cinco minutos antes aquel atuendo había parecido muy elegante; ahora estaba todo arrugado.
—¡Date prisa! Ahí vienen.
A campo traviesa, por ambos lados, se acercaban los centinelas, saltando y haciendo cabriolas mientras jirones negros se agitaban tras ellos. El chico manoseó la camiseta.
—¡Los botones están muy duros! ¡No puedo desabrocharlos!
—¡Métetela por la cabeza!
El centinela de mi izquierda se acercaba a toda velocidad. Conseguí verle los ojos: dos óvalos negros con alfilerazos de luz en el centro. Traté de acelerar y pisé el pedal equivocado. La furgoneta casi se detuvo con una sacudida. El chico ya había pasado media cabeza a través del cuello de la camiseta y se abalanzó sobre el salpicadero.
—¡Ay! ¡Lo has hecho a propósito!
Pisé el pedal correcto y volvimos a recuperar velocidad.
—Ponte la chaqueta o estamos perdidos. Y la gorra.
—¿Qué me dices del pantalón?
—Olvídalo. No hay tiempo.
El chico se puso la chaqueta y se estaba encasquetando la gorra sobre su cabello alborotado cuando los dos centinelas se acercaron por los laterales. Permanecieron al otro lado de los setos, vigilándonos con sus ojos brillantes.
—Recuerda, se supone que no podemos verlos —le advertí—. No apartes la mirada del frente.
—Ya lo hago. —Un pensamiento le vino a la mente—. ¿No se darán cuenta de lo que tú eres?
—No son lo bastante poderosos. —Esperaba que aquello fuera cierto, de todo corazón. Creía que eran ghuls,[4] pero hoy día uno nunca está seguro.[5]
Condujimos por el camino hacia la arboleda durante un rato, sin dejar de mirar al frente. Los centinelas nos siguieron a la misma velocidad que la furgoneta.
En ese momento, el chico volvió a hablar:
—¿Qué voy a hacer con el pantalón?
—Nada. Tendrás que apañártelas con lo que llevas puesto. Pronto llegaremos a las portaladas. De todas formas, con la mitad superior ya está bien.
—Pero…
—Arréglate la chaqueta y alisa todas las arrugas que veas. Vale… Yo soy Squalls y tú eres mi hijo. Vamos a entregar delicatessen a Heddleham Hall, frescas para la conferencia. Lo que me recuerda una cosa: será mejor que comprobemos qué es lo que llevamos. ¿Puedes echarle un vistazo?
—Pero…
—No te preocupes, no hay nada extraño en que le eches un ojo a la parte de atrás. —Entre los dos, en la pared posterior de la cabina, había una compuerta metálica. Se la señalé—. Mira qué hay. Lo haría yo, pero estoy conduciendo.
—Muy bien. —Se arrodilló en el asiento y, tras abrir la compuerta, metió la cabeza dentro.
—Está bastante oscuro. Aquí dentro hay un montón de cosas…
—¿Distingues algo? —Lo miré de reojo y casi perdí el control del volante. La furgoneta dio un bandazo hacia el seto, pero la enderecé justo a tiempo.
—¡Los pantalones! ¡Siéntate! ¿Dónde están tus pantalones?
Regresó a su asiento y el panorama de mi izquierda mejoró notablemente.
—Me los saqué, ¿vale? Me dijiste que no me pusiera los nuevos.
—¡No me había dado cuenta de que habías tirado los otros! Póntelos.
—Pero el centinela verá…
—El centinela ya lo ha visto, créeme. Póntelos.
Mientras él forcejeaba con los zapatos contra el salpicadero, sacudí mi reluciente cabeza.
—Esperemos que los ghuls no sepan demasiado sobre etiqueta en lo que se refiere a vestimenta humana. Tal vez les parecerá normal que te estés cambiando ahora. Pero los guardias de la puerta serán más perspicaces, eso tenlo por seguro.
Casi estábamos en el límite de la propiedad. Los árboles ocupaban la visión a través del parabrisas. El camino dibujaba una gran curva ante ellos. Casi de inmediato, el gran arco apareció ante nosotros. Construido a partir de enormes bloques de piedra arenisca amarilla, se elevaba de entre los matorrales del camino con la majestuosa solidez de cien mil arcos similares en todo el mundo.[6] Dudaba que alguien supiera qué señoritingo en particular había financiado aquel ni el motivo para hacerlo. Los rostros de las cariátides que sostenían el techo estaban desgastados, igual que los detalles de las inscripciones. Al final, la enredadera que lo envolvía acabaría por destruir la cantería.
Por encima y alrededor del arco, la cúpula roja se elevaba hacia el cielo y se extendía hacia el bosque. Pasado el arco, el camino estaba despejado.
Nuestros centinelas acompañantes miraban al frente con expectación.
A unos cuantos metros del arco, aminoré la marcha y detuve la furgoneta, pero dejé el motor al ralentí tamborileando suavemente. Nos quedamos sentados en la cabina, a la espera.
En uno de los pilares del arco se abrió una puerta de madera y un hombre se acercó a grandes zancadas. El chico se estremeció a mi lado. Lo miré. A pesar de lo paliducho que ya era de por sí, estaba aún más pálido y tenía los ojos abiertos como platos.
—¿Qué pasa? —le pregunté entre dientes.
—Es él… el que vi en el disco, el que se llevó el Amuleto.
No había tiempo ni para responderle ni para actuar. Caminando tranquilamente, con una débil sonrisa dibujada en el rostro, el asesino se acercó a la furgoneta.