34
Hacía unas cinco horas que estaba de vuelta cuando alguien removió cansinamente la tabla suelta y mi triste, empapado y más que maloliente amo entró tambaleándose en la biblioteca. Dejando tras de sí un rastro de lo que esperaba que fuera barro, se arrastró como un caracol gigante escaleras arriba hasta la primera planta, en la que se derrumbó contra una pared. Movido por una curiosidad científica, encendí una pequeña llama y lo examiné de cerca. Menos mal que haber tratado con diablillos menores estigios y similares me había dado cierta experiencia, porque no tenía demasiado buen aspecto. Parecía como si lo hubieran arrastrado por el lodo pestilente o por un establo antes de arrojarlo de cabeza a un contenedor de basura y restos de cortar el césped. Tenía el pelo de punta como el trasero de un puercoespín. Llevaba los tejanos rasgados y tenían manchas de sangre a la altura de las rodillas. Tenía un moratón enorme en la mejilla y un feo corte en una de las orejas. Sin embargo, lo mejor de todo era que sus ojos echaban chispas.
—¿Ha pasado una buena tarde, señor? —pregunté.
—Fuego —gruñó—. Enciéndeme un fuego, estoy congelado.
Aquel tono de amo altivo sonó un poco fuera de lugar viniendo de algo que un chacal hubiera desdeñado, pero no opuse ninguna objeción, encontré todo aquello muy divertido. Así que recogí unos cuantos palitos de madera, encendí un fuego y luego me senté (al estilo Ptolomeo) tan cerca como mi estómago pudo soportar.
—Bien, qué cambio tan agradable —comenté alegremente—. Por lo general, es el genio quien aparece desalmado y cubierto de porquería. Apoyo este tipo de innovaciones. ¿Por qué dejaste la biblioteca? ¿Es que las fuerzas de Lovelace dieron contigo? ¿Jabor ha aparecido por aquí?
—Salí a buscar un periódico —contestó despacio, entre dientes.
¡Aquello se ponía cada vez mejor! Sacudí la cabeza con pesar.
—Deberías dejar ese tipo de cometidos tan peligrosos a gente mejor cualificada. La próxima vez pídeselo a una abuelita o a un renacuajo…
—¡Cierra el pico! —Sus ojos estaban encendidos—. ¡Fue el chico de los periódicos! ¡Y su amigo Fred! ¡Dos plebeyos! Me robaron el disco, el que hice, y me engañaron para que me alejara de aquí. Les seguí y trataron de matarme. Lo habrían hecho si no hubiera sido por la chica…
—¿Una chica? ¿Qué chica?
—… aunque, aun así, me golpeé la cabeza y caí en un charco y entonces, cuando se marcharon, no encontraba el camino de vuelta. Eso fue después del toque de queda y de que las esferas de rastreo hubieran salido, así que tuve que esconderme cuando pasaron. Al final encontré una corriente debajo de un puente y me quedé allí, en el barro, durante siglos, mientras las luces patrullaban la calle arriba y abajo. Pero claro, una vez que se fueron tuve que encontrar el camino de vuelta. ¡Me llevó horas! Y me he hecho daño en la rodilla.
Bueno, no era Shakespeare, pero fue el mejor cuento para antes de irse a dormir que había escuchado desde hacía tiempo. Me levantó bastante el ánimo.
—Son de la Resistencia —prosiguió, mirando el fuego—. Estoy seguro. Van a vender mi disco… ¡Se lo van a dar a la misma gente que atacó el Parlamento! ¡Aaah! —Apretó los puños—. ¿Por qué no estabas allí para ayudarme? Podría haberlos atrapado. Podrías haberlos obligado a decirme quién era su jefe.
—Por si no lo recuerdas —apunté con frialdad—, había salido con una misión que tú me encargaste. ¿Quién es la chica que has mencionado?
—No lo sé. Solo la vi un segundo. Era la que mandaba. ¡Un día la encontraré y pagará por esto!
—Creía que habías dicho que ella fue la que evitó que te mataran.
—¡Pero se llevó mi disco! Es una ladrona y una traidora.
No sé qué más sería la chica, pero aquello me sonaba muy familiar. Una idea cobró forma en mi mente.
—¿Cómo sabían que tenías el disco? ¿Se lo enseñaste?
—No. ¿Crees que soy idiota?
—No me hagas responderte. ¿Estás seguro de que no lo sacaste mientras estabas buscando monedas?
—No. El chico de los periódicos lo sabía, no sé cómo. Como si fuera un genio o un diablillo.
—Interesante…
Se parecían mucho al grupito que me asaltó la noche que robé el amuleto de Samarkanda. Mi chica y sus amigotes no necesitaron ver el Amuleto para saber que yo lo tenía. Y, además, me habían encontrado en mi escondite encubierto por mi conjuro de camuflaje. Habilidades útiles a las que, era evidente, se les daba un buen uso. Si pertenecían al movimiento de la Resistencia, parecía que la oposición a los hechiceros estaba más desarrollada y, en potencia, era más temible de lo que yo creía. Los tiempos estaban cambiando en Londres…
No compartí mis pensamientos con el chico. Después de todo, era el enemigo y lo último que los hechiceros necesitan es mi aguda perspicacia.
—Dejando tus desgracias a un lado por un momento —dije—, tal vez quieras escuchar mi informe.
Gruñó.
—¿Encontraste Heddleham Hall?
—Sí, y si quieres puedo llevarte hasta allí. Junto al Támesis hay una línea de ferrocarril que conduce hacia el sur, pasa el río y sale de Londres. Sin embargo, primero debería advertirte que las defensas que Lovelace ha instalado alrededor de la casa de su amiguita son formidables. Unos trasgos voladores patrullan el perímetro mientras que en tierra unos entes de alto rango se materializan al azar. Como mínimo hay dos cúpulas protectoras sobre la finca que también cambian de posición. No he sido capaz de ir más allá de los límites de la finca en mi incursión, y será aún más difícil hacerlo con un flojo como tú a remolque.
No picó el anzuelo. Estaba demasiado cansado.
—Sin embargo —continué—, siento en mi esencia que en esa casa están ocultando algo. Esas defensas se han levantado dos días antes, lo que implica un derroche colosal de poder y eso conduce a creer que alguien se está portando mal.
—¿Cuánto se tarda en llegar hasta allí?
—Podríamos alcanzar el linde de la finca al anochecer… si cogemos temprano el tren de la mañana. Hay una buena caminata hasta la estación, así que deberíamos ponernos en marcha ahora.
—Muy bien. —Comenzó a levantarse, sorbiéndose la nariz y chorreando agua.
—¿Estás seguro de que quieres seguir este plan? —pregunté—. Si quieres te llevo a los muelles. Puede que haya vacantes para grumetes. Es una vida difícil, pero no está mal. Piensa en todo ese aire cargado de sal.
No obtuve respuesta. Ya se había puesto en marcha. Suspiré, apagué el fuego y lo seguí.
La ruta que escogí era una franja de tierra yerma que se extendía hacia el sudeste entre las fábricas y los almacenes, siguiendo un afluente del Támesis. Aunque el caudal era escaso, serpenteaba a través de las tierras que inundaba cuando crecía, creando un laberinto de montículos, marismas y pequeños charcos que nos llevó el resto de la noche vadear. Los zapatos se nos hundían en el barro y el agua, los juncos puntiagudos se nos clavaban en las piernas y en las manos, y los insectos nos fastidiaban de vez en cuando alrededor de nuestras cabezas. El chico, por el contrario, fastidiaba bastante más a menudo. Tras sus desventuras con la Resistencia, estaba de muy mal humor.
—Yo lo estoy pasando mucho peor que tú —le solté tras un arranque más petulante que de costumbre—. Podría haber sobrevolado esto en cinco minutos, pero no, claro, tenía que hacerte compañía. Tienes todo el derecho a revolcarte en el barro y en el lodo como humano que eres, pero yo no.
—No veo dónde pongo el pie —se quejó—. Crea algo de luz, ¿puedes?
—Claro, si quieres atraer la atención de genios nocturnos. Todas las calles están vigiladas, como has comprobado por ti mismo, y no olvides que Lovelace puede que siga ahí fuera buscándonos. La única razón por la que he escogido este camino es porque está oscuro y es una lata.
No pareció consolarlo demasiado; sin embargo, dejó de protestar.[1]
Mientras seguíamos dando traspiés, consideré nuestra situación con mi lógica infalible de costumbre. Habían pasado seis días desde que el chico me había invocado. Seis días de malestar acumulándose en mi esencia. Y sin ningún final a la vista.
El chico. ¿Qué puesto ocupaba en mi lista de bajezas humanas de todos los tiempos? No era el peor amo que había tenido que soportar,[2] pero presentaba algunos problemas peculiares propios. Los hechiceros sensatos, bien versados en crueldad ingeniosa, saben cuando ha llegado el momento de abandonar. Arriesgan el pellejo (y el de sus sirvientes) en raras ocasiones. Sin embargo, el chico no tenía ni la más mínima idea. Se había visto superado por un desastre provocado por sus tejemanejes y su reacción había sido embestir a su enemigo como una serpiente herida. Fuera la que fuera la ofensa inicial de Lovelace, su discreción previa se había visto sustituida por una desesperación avivada por el dolor. El orgullo y la ira habían ignorado cosas tan simples como la supervivencia. Iba de cabeza a una muerte segura, cosa que no hubiera estado mal si no me arrastrara consigo.
No encontré la solución. Estaba encadenado a mi amo. Lo único que podía hacer era tratar de mantenerlo con vida.
Al amanecer casi habíamos llegado al Támesis después de seguir el riachuelo medio seco desde el norte de Londres. Una vez allí, el curso del río se ensanchaba brevemente antes de correr a raudales entre encañizadas hacia la corriente principal. Era el momento de reincorporarse a la carretera. Subimos por la orilla hasta un alambre de espinos (en el que abrí un discreto agujero ayudándome del fuego), lo atravesamos y salimos a una calle adoquinada. El centro político de la ciudad estaba a nuestra derecha; el barrio de la Torre, a la izquierda; el Támesis se extendía a lo lejos. El toque de queda se había levantado, pero todavía no se veía a nadie por las calles.
—Muy bien —dije—. La estación está cerca, pero antes de acercarnos tenemos que solucionar un problema.
—¿Cuál?
—Que dejes de parecerte, y de oler, a un porquero —respondí. Fluidos diversos de la tierra yerma se le habían adherido formando un cuadro complejo de salpicaduras. Podría haber sido enmarcado y colgado en una pared moderna.
Frunció el ceño.
—Sí. Primero límpiame. Debe de haber un modo.
—Lo hay.
Tal vez no debería haberlo cogido y hundido en el río. El Támesis no está mucho más limpio que el cenagal que habíamos vadeado. Pero bueno, al menos se llevó lo peor de los pegotes. Tras un minuto de empapamiento riguroso, le permití salir mientras el agua le salía a chorros por la nariz. Emitió un borboteo difícil de identificar. Pero eso sí, me llevé una patada.
—¿Otra vez? Mira que te gusta la limpieza.
Otro enjuague concienzudo lo dejó como nuevo. Lo apoyé contra las sombras de un muro de contención de cemento y le sequé la ropa con una discreta llama. Por extraño que parezca, su humor no había mejorado con el olor, pero no se puede tener todo.
Una vez solucionado aquel problema, nos pusimos en marcha y llegamos a la estación de tren a tiempo para coger el primero de la mañana en dirección sur. Robé dos tarjetas en el quiosco y, mientras varios encargados estaban ocupados peinando el andén en busca de una sonrojada religiosa de modales convincentes, nos hundimos en nuestros asientos cuando el tren se puso en marcha. Nathaniel se sentó en otro lugar del vagón, a mi entender de forma deliberada, como si todavía no me perdonara su aseo improvisado. Por tanto, la primera parte del trayecto fuera de la ciudad fue la media hora más silenciosa y menos problemática de que había disfrutado desde que se me había invocado. El tren traqueteó a ritmo artrítico a través del interminable extrarradio de Londres, un laberinto descorazonador y embrollado de ladrillo que parecía una morrena dejada por un glaciar gigantesco. Pasamos una sucesión de fábricas medio derruidas y solares de cemento abandonados a los elementos; después de estos, se extendieron calles estrechas de casas adosadas cuyas chimeneas expulsaban humo aquí y allá. En una ocasión, bien alto, recortados contra la brillante e incolora nube que ocultaba el sol, vi una tropa de genios en dirección oeste. Incluso a aquella distancia era posible distinguir la luz que se reflejaba en sus corazas.
Poca gente subía o bajaba del tren. Me relajé. Los genios no se adormecen, pero yo sí lo hice, remontándome a siglos atrás y rememorando algunos de mis momentos más felices: errores de los hechiceros, mis venganzas…
Aquel ensueño fue hecho pedazos cuando el chico se apoltronó en el asiento de enfrente.
—Supongo que lo mejor sería que planeáramos algo —dijo enfurruñado—. ¿Cómo atravesaremos las defensas?
—Con esas cúpulas que se mueven al azar y los centinelas —contesté—, no veo la forma de entrar sin llamar la atención. Necesitaremos una especie de caballo de Troya. —Me miró como si no entendiera—. Ya sabes… algo con apariencia inofensiva donde escondernos para poder atravesar las puertas. De verdad, ¿qué es lo que hoy en día os enseñan a los hechiceros?[3]
—Así que tenemos que ocultarnos dentro de algo —murmuró—. ¿Alguna idea?
—No.
Con el ceño fruncido, empezó a darle vueltas a la idea. Casi se oían discurrir las entrañas de su cerebro.
—Los invitados llegarán mañana —musitó—. Tienen que dejarlos pasar, así que seguramente atravesará las puertas un tráfico fluido. Tal vez podríamos subirnos a uno de los coches.
—Tal vez —admití—. Sin embargo, todos los hechiceros irán armados hasta los dientes con escudos defensivos y diablillos de ojos saltones. Lo vamos a tener difícil para escurrirnos sin que nos vean.
—¿Qué me dices de los sirvientes? —preguntó—. Tienen que entrar por algún sitio.
Mira tú por dónde, tenía una idea.
—La mayoría de ellos ya estarán allí —observé—, pero tienes razón, puede que algunos lleguen ese mismo día. Además, también tendrá que entrar la comida y puede que también haya algo de entretenimiento, músicos o malabaristas… Me miró desdeñoso.
—¿Malabaristas?
—¿Quién tiene más experiencia con hechiceros, tú o yo? Siempre hay malabaristas.[4] No obstante, la cuestión es que habrá varios tipos no mágicos que tendrán que entrar en la mansión. De modo que si tomamos posición con suficiente antelación, tal vez podamos entrar a hurtadillas con alguien. Vale la pena intentarlo. Bien… mientras tanto, deberías dormir. Aún nos queda una larga caminata por delante cuando lleguemos a la estación.
Sus párpados parecían estar hechos de plomo. Por una vez, no protestó.
He visto glaciares cubrir la tierra más rápido que aquel tren su recorrido, así que al final pudo echarse una buena siestecita. Por fin llegamos a la estación más cercana a Heddleham Hall. Zarandeé a mi amo para despertarlo y bajamos del vagón a un andén que estaba siendo rápidamente reclamado por las fuerzas de la naturaleza. Distintos tipos de hierbajos se abrían paso a través del cemento mientras una enredadera emprendedora había colonizado los muros y el tejado de la destartalada sala de espera. Los pájaros anidaban en las lámparas oxidadas. No había ni taquilla ni señal alguna de vida humana.
El tren emprendió su renqueante marcha como si fuera a pararse en cualquier momento. Al otro lado de la vía, una puerta blanca daba directamente a un camino sin asfaltar. Los campos se extendían a ambos lados. Me animé; sentaba bien sentirse libre de las garras malignas de la ciudad y estar rodeado del paisaje natural de los árboles y la campiña.[5]
—Hay que seguir ese camino —dije—. La propiedad queda a, al menos, quince kilómetros de aquí, así que todavía no hace falta que estemos en guardia. Yo… Y ahora ¿qué ocurre?
El chico parecía pálido e inquieto.
—No es nada. Es que… no estoy acostumbrado a tanto… espacio. No veo casas.
—Buena señal, eso significa que no hay gente. No hay hechiceros.
—Me siento raro. Hay mucho silencio.
Claro, nunca antes había salido de la ciudad. Seguramente ni siquiera había estado en un parque grande. La sensación de inmensidad lo asustaba.
Crucé la vía y abrí la puerta.
—Hay un pueblo detrás de esos árboles. Allí podrás comer algo y abrazarte a algunos edificios.
A mi amo le llevó un tiempo controlar sus nervios. Casi parecía que esperaba que los campos desiertos o los arbustos invernales fueran a alzarse como enemigos y a caer sobre él. Volvía la cabeza a cada momento para evitar un ataque por sorpresa. Soltaba un chillido cada vez que oía un pájaro.
Por el contrario, yo seguí relajado durante la primera parte del camino, precisamente porque el campo parecía totalmente desierto. No se percibía actividad mágica de ningún tipo, ni siquiera en la distancia.
Cuando llegamos al pueblo, hicimos una incursión en la solitaria tienda de comestibles y arramblamos con suficientes provisiones como para mantener el estómago del chico feliz durante el resto del día. Era un lugar tirando a pequeño; unas cuantas casitas se agrupaban alrededor de una iglesia en ruinas, ni siquiera lo bastante grande como para contar con un hechicero del lugar. Los pocos humanos que vimos deambulaban en silencio sin nada parecido a un diablillo sobre los hombros. Mi amo fue muy desdeñoso con ellos.
—¿No te das cuenta de lo vulnerables que son? —se mofó, mientras pasábamos junto a la última casita—. No tienen protección. Como les caiga encima un ataque mágico, estarán indefensos.
—Tal vez no ocupe un lugar importante en su lista de prioridades —le sugerí—. Tienen otras cosas de las que preocuparse. Ganarse la vida, por ejemplo. Algo de lo que nunca te habrán hablado.[6]
—¿Ah no? —respondió—. Ser hechicero es la vocación más sublime. Nuestro arte y sacrificio mantienen unido el país y esos idiotas deberían agradecer nuestra presencia.
—¿Quieres decir que han de estar agradecidos por gente como Lovelace?
Frunció el ceño, pero no respondió. Ya era media tarde cuando corrimos peligro por primera vez. Mi amo se percató cuando me abalancé sobre él y lo empujé, y yo con él, hacia una cuneta poco profunda, junto al camino. Lo mantuve estrujado con fuerza contra la tierra, con algo más de fuerza de la necesaria.
Tenía la boca llena de barro.
—¿Qué tas faciendo?
—Baja la voz. Una patrulla está volando allí, en lo alto. De norte a sur.
Se lo indiqué a través de un agujero en el seto. Una pequeña bandada de estorninos se alejaba volando entre las nubes.
Escupió el barro de la boca.
—No los veo.
—Del quinto plano en adelante son trasgos.[7] Confía en mí, a partir de ahora tenemos que andarnos con cuidado.
Los estorninos desaparecieron en dirección sur. Con cautela, me puse en pie y oteé el horizonte. Un poco más adelante, una arboleda caótica señalaba el comienzo de una zona de bosque.
—Será mejor que salgamos del camino —sugerí—. Estamos demasiado a la vista. Cuando anochezca, podremos acercarnos más a la casa.
Con precaución infinita, nos escurrimos a través del agujero del seto y, tras rodear el perímetro del campo, nos resguardamos bajo la seguridad relativa de los árboles. No había nada amenazador en ningún plano.
Atravesamos el bosque sin incidentes. Poco después, nos tumbamos en la linde para examinar el campo que se abría ante nosotros. El terreno descendía suavemente, por lo que disponíamos de una panorámica clara de los campos otoñales arados y de un color púrpura marronoso.
Aproximadamente a kilómetro y medio de distancia, los campos se extendían hasta un viejo muro divisorio de ladrillo muy erosionado y en ruinas. Aquello, y un pinar achaparrado y oscuro, indicaba el límite de la finca Heddleham. Una cúpula roja (visible en el quinto plano) pendía sobre los pinos. Mientras observaba, desapareció. Segundos después, una nueva cúpula, azulada esta, se materializó en el sexto plano, un poco más lejos.
Entre los árboles se adivinaba un arco alto, tal vez fuera la entrada oficial a la finca. Desde aquel arco salía un camino que se abría paso entre los campos, recto como el lanzamiento de una jabalina, y que conducía hasta un cruce cerca de un robledal, a más o menos un kilómetro de donde estábamos. El camino que hacía poco habíamos seguido también desembocaba en aquel cruce. Dos caminos más nacían allí en dirección hacia otra parte.
El sol todavía no había desaparecido tras los árboles y el chico parpadeaba ante su destello.
—¿Eso es un centinela? —Señaló un tocón distante a medio camino del cruce. Algo borroso descansaba sobre este; tal vez una figura negra e inmóvil.
—Sí —confirmé—. Otro acaba de materializarse en la esquina de ese campo triangular.
—¡Eh! El primero ha desaparecido.
—Ya te lo dije, se materializan al azar. No podemos predecir dónde aparecerán. ¿Ves esa cúpula?
—No.
—Tus lentillas son peor que inútiles.
El chico maldijo.
—¿Qué esperabas? Yo no tengo tu vista, demonio. ¿Dónde está?
—El lenguaje ordinario no te llevará a ninguna parte. No te lo voy a decir.
—¡No seas ridículo! Tengo que saberlo.
—Este demonio no te lo va a decir.
—¿Dónde está?
—Vigila dónde pones los pies, has pisado algo.
—¡Que me lo digas!
—Hace tiempo que quiero decirte algo: no me gusta que me llamen demonio. ¿Comprendido?
Respiró hondo.
—Vale.
—Es solo para que lo supieras.
—Muy bien.
—Soy un genio.
—Sí, muy bien. ¿Dónde está la cúpula?
—En el bosque. En estos momentos en el sexto plano, pero pronto cambiará de posición.
—Nos lo han puesto difícil.
—Sí. Las defensas ya suelen ser para eso.
El agotamiento se reflejaba en su cara, pero no había perdido la determinación.
—Bien, el objetivo está claro. La puerta tiene que indicar la entrada oficial a la finca, el único agujero en las cúpulas defensivas. Allí es donde comprobarán la identidad y los pases de la gente. Si la superamos, estaremos dentro.
—Preparado para que nos maniaten y nos maten —dije—. Yupi.
—La cuestión es —continuó—: ¿Cómo entramos?
Se sentó largo tiempo, haciéndose pantalla con la mano, contemplando la puesta de sol mientras este se ocultaba tras los árboles y los campos se cubrían con un manto de sombras frías y verdes. A intervalos irregulares, los centinelas aparecían y desaparecían sin dejar rastro (estábamos muy alejados para oler el sulfuro).
Un ruido distante atrajo nuestra atención hacia el camino que conducía al horizonte. Algo que desde un kilómetro y medio de distancia parecía una caja de cerillas negra se acercaba rugiendo a toda velocidad entre los setos, haciendo sonar la bocina con urgencia en cada curva; era el coche de un hechicero. Se aproximó al cruce, aminoró hasta detenerse y, tras asegurarse de que nada lo seguía, dobló a la derecha por el camino que conducía a Heddleham. Cuando se acercó a las puertas, dos de los centinelas saltaron hacia él a gran velocidad a través de los campos ensombrecidos, con las túnicas ondeando tras ellos como jirones andrajosos. Cuando llegaron a los setos que bordeaban el camino, no se acercaron más, sino que siguieron al coche a su misma velocidad el cual, en aquel momento, se acercó a las portaladas que estaban entre los árboles. Las sombras se habían compactado y era difícil distinguir lo que ocurría. El coche se detuvo delante de las puertas. Algo se le acercó. Los centinelas se retiraron hasta la hilera de árboles. En aquel momento, el coche reanudó la marcha, atravesó el arco y se perdió en la distancia. Su zumbido se desvaneció en el aire nocturno. Los centinelas regresaron volando a los campos.
El chico se sentó y estiró los brazos.
—Bien, eso nos indica lo que tenemos que hacer —concluyó.