33

En su sueño, estaba sentado en un jardín primaveral junto a una mujer. Una agradable sensación de paz lo envolvía. El escuchaba mientras ella hablaba y el sonido de su voz se mezclaba con el trino de los pájaros y el calor del sol en la cara. En su regazo descansaba un libro cerrado que ni se dignó a mirar; o bien no lo había leído o bien no deseaba hacerlo. La voz de la mujer subió y bajó. El rió y sintió que ella lo rodeaba con un brazo. En ese momento, una nube pasó por delante del sol y el aire se volvió frío. Una repentina ráfaga de viento abrió la tapa del libro y pasó las páginas ruidosamente. La voz de la mujer se volvió más grave y, por primera vez, él levantó la vista para mirarla. Bajo una mata de cabello rubio y largo, vio los ojos del genio y su boca hambrienta. El abrazo alrededor de los hombros se tensó y se vio empujado hacia su enemigo que abrió la boca…

Se despertó en una postura retorcida, con uno de los brazos alzado sobre la cara en actitud defensiva. El fuego se había consumido y la luz del cielo comenzaba a apagarse. La biblioteca estaba inundada de sombras. Tenían que haber pasado algunas horas desde que se había dormido, pero no se sentía fortalecido, solo entumecido y congelado. El hambre le atenazaba el estómago. Las piernas le temblaron cuando trató de ponerse en pie. Tenía los ojos secos y le escocían.

Con la luz que entraba por la ventana consultó la hora en su reloj. Las cuatro menos veinte, casi había pasado el día y Bartimeo todavía no había regresado.

Cuando cayó la noche, unos hombres con unos palos acabados en gancho salieron de las tiendas de enfrente y bajaron las persianas metálicas de los escaparates. Durante algunos minutos, el traqueteo y los golpes se hicieron eco a lo largo de la calle en ambas direcciones, como si los rastrillos de un centenar de castillos cayeran al unísono. Las farolas de la calle fueron encendiéndose una a una y Nathaniel observó que en las ventanas que había sobre las tiendas se iban corriendo unas finas cortinas. Los autobuses con ventanas luminosas retumbaban al pasar y la gente aceleraba el paso por la acera, deseosos de llegar a casa.

Y Bartimeo todavía no había vuelto. Nathaniel paseó impaciente por la fría y oscura habitación. El retraso lo enfurecía, aunque también se sentía indefenso, a merced de los acontecimientos. Como siempre. En todos los momentos críticos, desde el primer ataque de Lovelace el año anterior hasta el asesinato de la señora Underwood, Nathaniel había sido incapaz de responder; su debilidad le había costado muy cara en cada una de aquellas ocasiones. Sin embargo, las cosas iban a cambiar. No había nada que lo retuviera, no tenía nada que perder. Cuando el genio volviera…

—¡Segunda edición! ¡Ultimas noticias!

La voz llegó apagada desde la calle cada vez más oscura. Apretando la cara contra la ventana de la izquierda, vio una luz débil dando bandazos por la acera. Colgaba de un palo largo en una carretilla que se bamboleaba. El chico de los periódicos estaba de vuelta.

Nathaniel observó aproximarse al chico unos minutos mientras deliberaba qué hacer. Probablemente no hacía falta comprar otro periódico, no podía haber habido demasiados cambios desde la mañana. Sin embargo, el The Times era su único contacto con el mundo exterior; podría proporcionarle más información acerca de cómo iba la búsqueda de la policía, o acerca de la conferencia. Además, se iba a volver loco si no hacía algo. Hurgó en el bolsillo y comprobó cuánto dinero le quedaba. El resultado lo decidió. Caminando con cuidado en la penumbra, se dirigió a las escaleras, descendió hasta la planta baja y se escurrió a través del tablón suelto, hacia el callejón.

—Un ejemplar, por favor. —Se topó con el chico de los periódicos justo cuando estaba doblando la esquina con la carretilla para dejar la calle principal. El chico llevaba la gorra del revés y un mechón blanco y huidizo le caía sobre la frente. Miró a su alrededor y sonrió débilmente sin separar los labios.

—Otra vez tú. ¿Sigues en la calle?

—Un ejemplar. —Nathaniel tuvo la sensación de que el chico lo miraba fijamente. Le tendió las monedas con impaciencia—. ¿Qué pasa? Tengo dinero.

—No he dicho que no lo tuvieras, amigo. El caso es que ya los he vendido todos. —Señaló el interior vacío de la carretilla—. Pero tienes suerte, a mi colega le deben de quedar algunos. Su puesto no es tan rentable como el mío.

—No importa. —Nathaniel se dio media vuelta para irse.

—Eh, pronto aparecerá por aquí, no tardará más de un minuto. Siempre quedo con él cerca de ese pub, el Nag’s Head, cuando acaba el día. Justo al doblar la esquina.

—Bueno… —Nathaniel vaciló. Bartimeo podría volver en cualquier momento y le había dicho que no saliera. ¿Le había dicho? ¿Quién era el que mandaba allí? Solo estaba al doblar la esquina, no pasaba nada—. De acuerdo —aceptó.

—Guay, vamos.

El chico se puso en marcha. La rueda de la carretilla chirriaba y traqueteaba sobre los adoquines desiguales. Nathaniel iba a su lado.

La calle lateral estaba menos transitada que la principal y poca gente pasó junto a ellos antes de que llegaran a la esquina. La calle siguiente estaba aún más tranquila. Un poco más allá había un bar, un edificio achaparrado y feo, de tejado plano y paredes de estucado gris. Un caballo igual de achaparrado y feo estaba dibujado en un rótulo mal pintado que colgaba sobre la puerta. Nathaniel se sintió confuso al distinguir una pequeña esfera de vigilancia que pendía a su lado sin impedir el paso.

El chico de los periódicos pareció intuir el desconcierto de Nathaniel.

—No te preocupes, no nos vamos a acercar al espía. Solo vigila la puerta para disuadirte de entrar. Eh, pero no funciona, la gente del Nag’s Head entra por detrás. Bueno, ahí está el viejo Fred.

Un callejón estrecho partía de la calle en una esquina, entre dos casas, y a su entrada había aparcada otra carretilla. Detrás, en las sombras del callejón, un joven alto con chaqueta negra de piel estaba apoyado con desgana contra la pared. Estaba contiendo una manzana con toda tranquilidad y los miraba con los ojos entornados.

—Hola, Fred —lo saludó el chico de los periódicos con efusividad—. He traído un amigo que quiere verte.

Fred no respondió. Le dio un bocado gigantesco a la manzana, la masticó despacio con la boca ligeramente abierta y se la tragó. Miró a Nathaniel de arriba abajo.

—Busca un periódico de la segunda edición —le explicó el chico.

—¿Ah sí? —preguntó Fred.

—Sí, yo me he quedado sin. Es el chico del que te hablé —añadió con rapidez el chico de los periódicos—. Lo lleva encima.

Cuando oyó aquello, Fred se enderezó, se estiró, arrojó lo que quedaba de la manzana a la calle y volvió la cara hacia ellos. La chaqueta de piel crujió al moverse. Le sacaba una cabeza a Nathaniel y encima era robusto. Un sinfín de granos en la barbilla y en las mejillas no le restaban méritos a su algo amenazadora apariencia. Nathaniel se sintió un poco incómodo, pero se irguió y habló con toda la seguridad y brusquedad que pudo reunir.

—Bueno, ¿tienes o no? No me gusta perder el tiempo.

Fred lo miró.

—Yo también me he quedado sin periódicos —dijo.

—No te preocupes. En realidad, tampoco lo necesito. —Lo único que quería Nathaniel era irse de allí cuanto antes.

—Espera… —Fred alargó una mano enorme y lo cogió por la manga—. No hace falta que salgas disparado. Todavía no han dado el toque de queda.

—¡Suéltame! ¡Déjame! —Nathaniel se revolvió para liberarse. Su voz sonaba tensa y aguda.

El chico de los periódicos le dio una amistosa palmadita en la espalda.

—No tengas miedo, no queremos problemas. ¿Tenemos pinta de hechiceros? No, ¿verdad? Pues entonces… Solo queremos hacerte unas cuantas preguntas, ¿verdad, Fred?

—Eso mismo.

No pareció que Fred ejerciera fuerza alguna, pero Nathaniel se vio arrastrado hacia el callejón, fuera de la vista del bar. Hizo todo lo que pudo para reprimir su miedo, cada vez mayor.

—¿Qué queréis? —preguntó—. No tengo dinero.

El chico de los periódicos rió.

—No vamos a robarte, colega. Solo queremos hacerte unas preguntas, ya te lo he dicho. ¿Cómo te llamas?

Nathaniel tragó saliva.

—Eh… John Lutyens.

—¿Lutt-yens? Qué pijo. ¿Qué estás haciendo por aquí, John? ¿Dónde vives?

—Esto… en Highgate. —En cuanto lo dijo, supo que había cometido un error. Fred silbó. El tono del chico de los periódicos fue educadamente escéptico.

—Muy bonito. Esa zona de la ciudad es de los hechiceros, John. ¿Eres un hechicero?

—No.

—¿Y tu amigo?

Nathaniel se quedó descolocado por un momento.

—¿Mi… mi amigo?

—El chico moreno y majete que estaba contigo esta mañana.

—¿Él? ¿Majete? Lo conocí por ahí. No sé adonde ha ido.

—¿De dónde has sacado la ropa?

Aquello fue demasiado para Nathaniel.

—¿Qué es esto? —se rebeló—. ¡No tengo por qué responderos! ¡Dejadme en paz! —Un residuo de soberbia había regresado a su carácter. No iba a permitir que un par de plebeyos lo interrogasen. Aquella situación era absurda.

—Tranquilízate —dijo el chico de los periódicos—. Solo nos interesas tú… y lo que llevas en el abrigo.

Nathaniel parpadeó. Lo único que llevaba en el bolsillo era su espejo mágico y nadie le había visto usarlo, de eso estaba seguro. Solo lo había sacado en la biblioteca.

—¿En mi abrigo? No llevo nada.

—Ya lo creo —repuso Fred—. Stanley lo sabe, ¿verdad, Stanley?

El chico de los periódicos asintió con la cabeza.

—Ajá.

—Miente si dice que ha visto algo.

—Ah, es que no lo he visto —lo corrigió el chico.

Nathaniel frunció el ceño.

—Todo esto es absurdo. Dejadme ir, por favor.

¡Aquello era intolerable! Si Bartimeo estuviera por allí cerca, les enseñaría a aquellos plebeyos lo que significaba el respeto.

Fred le echó un vistazo a su reloj en la penumbra de la calle.

—Se acerca el toque de queda, Stanley. ¿Quieres que se lo quite?

El chico de los periódicos suspiró.

—Mira, John —dijo con paciencia—, solo queremos ver lo que has robado, nada más. No somos ni polis ni hechiceros, así que no tienes por qué andarte con rodeos. Y, ¿quién sabe?, tal vez nosotros podríamos hacer que valiera la pena. Además, ¿qué vas a hacer tú con eso? ¿Utilizarlo? Así que, enséñanos qué llevas en el bolsillo izquierdo. Si no, tendré que dejar que Fred haga su trabajo.

Nathaniel comprendió que no tenía elección. Metió la mano en el bolsillo, extrajo el disco y, sin decir nada, se lo tendió.

El chico de los periódicos examinó el espejo mágico a la luz de la linterna dándole varias vueltas.

—¿Qué opinas, Stanley? —preguntó Fred.

—Moderno —dictaminó al fin—. Muy rudimentario. Diría que es casero. Nada especial, pero vale la pena quedárselo. —Se lo pasó a Fred para que lo examinara.

Una sospecha cobró forma en la mente de Nathaniel. La reciente serie de robos de artilugios era una gran preocupación para los ministros. Devereaux lo había mencionado en su discurso, mientras que su maestro había relacionado los crímenes con la misteriosa Resistencia que había atacado el Parlamento dos días antes. Se creía que los plebeyos llevaban a cabo los robos y que luego ponían los objetos mágicos a disposición de los enemigos del gobierno. Nathaniel recordó al joven de ojos delirantes de la terraza de Westminster Hall y la esfera de elementos girando en el aire. Tal vez estuviera ante una prueba de primera mano de la Resistencia en acción. Su corazón comenzó a latir rápido. Tenía que andarse con cuidado.

—¿Es… es valioso? —preguntó.

—Sí —afirmó Stanley—. Es útil en las manos adecuadas. ¿Cómo te lo has agenciado?

Nathaniel pensó rápido.

—Tienes razón —asintió—. Yo, esto… lo robé. Estaba en Highgate, no vivo allí, claro, y pasaba por delante de una casa enorme cuando vi una ventana abierta… y algo que brillaba en una de las paredes. Así que me colé dentro y lo cogí. No me vio nadie. Pensé que podría venderlo, eso es todo.

—Todo es posible, John —dijo el chico de los periódicos—. Todo es posible. ¿Sabes para qué sirve?

—No.

—Es un disco de adivinación de un hechicero o un espejo mágico… algo así.

Nathaniel comenzó a recobrar la confianza en sí mismo. Iba a resultar fácil engañarlos. Abrió la boca para imitar lo que imaginó que sería el gesto de sorpresa de un plebeyo.

—¿Qué…? ¿Con eso se ve el futuro?

—Quizá.

—¿Sabes utilizarlo?

Stanley lanzó un escupitajo a la pared.

—¡Vaya fullero de mierda! Debería darte un puñetazo por eso.

Nathaniel retrocedió confundido.

—Lo siento… no pretendía… bueno, esto, si es valioso, ¿conocéis a alguien que quisiera comprarlo? La cosa es que necesito dinero.

Stanley miró a Fred, quien asintió lentamente.

—¡Tienes suerte! —anunció Stanley, con voz alegre—. Fred dice que sí y yo siempre estoy de acuerdo con el viejo Fred. Conocemos a alguien que podría hacerte una buena oferta y, tal vez, ayudarte si las cosas no te van demasiado bien. Ven con nosotros y concertaremos una entrevista.

Aquello era interesante, pero poco conveniente. No podía ir dando vueltas por Londres hacia una cita a ciegas. Ya había estado fuera de la biblioteca demasiado tiempo y acudir a la conferencia de Lovelace era mucho más importante. Además, necesitaría a Bartimeo si iba a mezclarse con aquellos criminales. Nathaniel sacudió la cabeza.

—Ahora no puedo ir —repuso—. Dime quién es o adonde tengo que ir y me encontraré con vosotros más tarde.

Los dos jóvenes lo miraron inexpresivos.

—Lo siento —se disculpó Stanley—. No se trata de ese tipo de encuentros. Ni tampoco ese tipo de alguien. De todos modos, ¿eso que tienes que hacer es tan importante?

—Tengo que ir a buscar a… esto, a mi amigo. —Maldijo en silencio. Error.

Fred se removió inquieto y la chaqueta crujió.

—Acabas de decir que no sabías dónde estaba.

—Esto, sí… tengo que verle.

Stanley miró el reloj.

—Lo siento, John, ahora o nunca. Tu amigo puede esperar. Creía que querías venderlo.

—Claro que quiero, pero esta noche no. Vuestra propuesta me parece muy interesante, pero ahora no puedo. Mirad, me encontraré con vosotros aquí, mañana. A la misma hora, en el mismo sitio. —Se estaba poniendo muy nervioso y hablaba demasiado deprisa. Intuyó que los otros comenzaban a sospechar y a dudar de él. Lo único que le importaba era alejarse de ellos lo antes posible.

—Ni hablar. —El chico de los periódicos se caló la gorra—. Creo que esto no nos lleva a ninguna parte, Fred. ¿Qué te parece si nos largamos?

Fred asintió. Sin acabar de creérselo, Nathaniel vio que se metía el espejo mágico en el bolsillo de la chaqueta y dejó escapar un grito airado.

—¡Eh! ¡Es mío! ¡Devuélvemelo!

—Has perdido tu oportunidad, John. Si ese es tu nombre. Lárgate.

Stanley se agachó para coger los vástagos de la carretilla. Fred empujó a Nathaniel, que se golpeó contra las piedras húmedas de la pared. Nathaniel sintió que perdía la compostura. Con un grito ahogado, cayó sobre Fred y comenzó a aporrearlo con los puños y a darle patadas a troche y moche.

—¡De-vu-él-ve-me el dis-co!

La puntera de una bota impactó con dureza contra la espinilla de Fred que lanzó un aullido de dolor. El puño de Fred cogió impulso y golpeó a Nathaniel en la mejilla. Lo siguiente que recordaba es que estaba tumbado en medio de la mugre del suelo mientras la cabeza le daba vueltas y contemplaba cómo Fred y Stanley desaparecían a toda prisa por el callejón con sus carretillas trastabillando y brincando detrás de ellos.

La ira se impuso sobre la desorientación y tomó el control de su sentido de la prudencia. Se puso en pie con esfuerzo y partió tras ellos, tambaleante.

No podía ir rápido. La noche se había cerrado sobre el callejón; las paredes eran cortinas de un gris apenas más claro que el vacío impenetrable que lo envolvía. Nathaniel avanzó a tientas, paso a paso, palpando con una mano los ladrillos de su derecha, atento al delatador chirrido y crujido de las carretillas delante de él. Parecía que Fred y Stanley también se habían visto obligados a aminorar la marcha; el traqueteo de la huida no acababa de apagarse, podía adivinar su rumbo en cada cruce.

Su impotencia volvió a enfurecerlo. ¡Maldito genio! ¡Nunca estaba cuando se le necesitaba! Si cogía a los ladrones, iban a sufrir tal… Y ahora, ¿por dónde? Se detuvo junto a una ventana alta con barrotes que tenía una buena capa de mugre. En la distancia, distinguió el ruido de las ruedas de las carretillas aporreando los adoquines. El desvío a la izquierda. Hacia allí se dirigió.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que el sonido que iba siguiendo había cambiado. Unos susurros sustituyeron el ruido de las carretillas. Prosiguió con mayor cautela, pegándose a la pared, andando con tiento para no pisar los charcos.

El final del callejón daba a una calle estrecha y adoquinada, flanqueada por pequeños talleres abandonados y barrados con tablas. Las sombras amordazaban las entradas como telas de araña. Un suave olor a serrín pendía en el aire.

Vio las carretillas en medio de la calle. El palo con la linterna de Stanley había sido extraído de la carretilla y, en aquellos momentos, brillaba débilmente en una entrada con marquesina. Bajo el débil cerco de luz, tres figuras hablaban en voz baja: Fred, Stanley y alguien más, una figura esbelta vestida de negro. Nathaniel no pudo distinguir su rostro.

Nathaniel apenas respiraba; se esforzó por oír lo que decían. Nada. Estaba demasiado lejos. En aquellos momentos no podía enfrentarse a ellos, pero cualquier información podría serle útil en un futuro, así que valía la pena arriesgarse. Se acercó con sigilo un poco más. No hubo suerte. Lo único que consiguió averiguar fue que Fred y Stanley callaban mientras la otra figura hablaba como si estuviera rodeada de admiradores. Tenía una voz aguda, joven y dura. Un poco más cerca…

Al siguiente paso, su bota chocó contra una botella de vino vacía colocada junto a la pared. Se bamboleó, tintineó débilmente contra los ladrillos y recobró el equilibrio. No cayó, pero el tintineo fue suficiente. La luz a la entrada de la puerta se movió y tres rostros se volvieron hacia él: el de Stanley, el de Fred y…

Solo lo vio un instante, pero aquella imagen quedó grabada de forma indeleble en su memoria. El rostro de una chica, pálido y adolescente, se dio la vuelta de repente en medio de un cabello liso y oscuro. Tenía los ojos abiertos de par en par, sorprendidos, pero no temerosos sino furibundos. La oyó emitir una orden y, a continuación, vio que Fred se abalanzaba sobre él y consiguió distinguir que algo claro y brillante se dirigía hacia él en la oscuridad. Nathaniel se agachó de inmediato y se golpeó una sien contra los ladrillos de la pared. Sintió el sabor de la bilis en la garganta y vi una lucecita delante de sus ojos. Se derrumbó en el charco al pie la pared.

Ni del todo consciente ni del todo despierto, se encontró tendido inmóvil, con los ojos cerrados y el cuerpo laso, sin saber apenas dónde estaba. Oyó acercarse el golpeteo de unos pasos, un chirrido metálico y el crujido del cuero. Sintió una presencia cerca de él, algo ligero que le rozaba la cara.

—No le has dado. Está inconsciente, pero sigue vivo —comentó una voz de chica.

—Si quieres le corto el cuello, Kitty —dijo la de Fred.

Nathaniel no supo precisar la duración de la pausa que siguió continuación.

—No… solo es un pobre imbécil. Vámonos.

El silencio inundó el callejón en penumbra. Hasta bastante después de que su cabeza dejara de darle vueltas y bastante después de que el agua hubiera empapado su ropa y lo hubiera calado hasta los huesos, Nathaniel permaneció muy quieto. No se atrevía a moverse.