—¡El Times! ¡Primera edición!
El chico de los periódicos empujaba la carretilla por la acera con parsimonia y se detenía cuando los peatones le tendían unas monedas. Había mucha gente y el chico avanzaba con lentitud. Apenas había alcanzado la panadería cuando Nathaniel y Bartimeo salieron con sigilo del callejón junto a la biblioteca abandonada y cruzaron la calle en su dirección.
Nathaniel aún guardaba en el bolsillo unas cuantas monedas del dinero que había robado del jarrón de la señora Underwood días atrás. Le echó un vistazo a la carretilla que iba hasta los topes de ejemplares de The Times, el periódico oficial del gobierno. El chico de los periódicos llevaba una gorra a cuadros enorme, guantes sin dedos y un largo abrigo oscuro que casi le llegaba hasta los tobillos. Tenía las puntas de los dedos moradas a causa del frío. De vez en cuando rugía lo mismo con voz ronca: «¡El Times! ¡Primera edición!».
Nathaniel apenas tenía experiencia en el trato con la plebe. Llamó al chico con la voz más grave y autoritaria que supo adoptar:
—The Times. ¿Cuánto es?
—Cuarenta peniques, chaval.
Con frialdad, Nathaniel le tendió las monedas y recibió un periódico a cambio. El chico de los periódicos lo miró, al principio sin apenas reparar en él y, a continuación, con lo que pareció un repentino y profundo interés. Nathaniel hizo el gesto de continuar su camino, pero el chico se dirigió a él.
—Pareces hecho polvo, colega —dijo con alegría—. ¿Has estado fuera toda la noche?
—No. —Nathaniel adoptó una expresión seca con la que esperaba frenar más preguntas curiosas.
No funcionó.
—Claro, claro —insistió el chico de los periódicos—. Y no te culparía por no admitirlo si lo hubieras hecho. Sin embargo, debes andarte con cuidado con el toque de queda, la policía anda husmeando más de lo habitual.
—¿Qué toque de queda? —preguntó el genio.
El chico abrió los ojos de par en par.
—¿Dónde has estado, tío? Después del vergonzoso ataque al Parlamento hay toque de queda toda la semana a partir de las ocho de la tarde. No es de mi incumbencia, pero con las esferas de rastreo y la Policía Nocturna ahí fuera, será mejor que os busquéis un agujero donde meteros antes de que ellos os encuentren y os coman. Me parece que hasta ahora habéis tenido suerte. Mirad, si lo necesitáis, podría encontraros un buen sitio donde pasar la noche. Es un antro seguro y el lugar al que acudir —hizo una pausa, miró a ambos lados de la calle y bajó la voz— si tenéis algo que quisierais vender.
Nathaniel lo miró sin inmutarse.
—Gracias, no lo tengo.
El chico se rascó la nuca.
—Como quieras. Bueno, no puedo entretenerme charlando, algunos trabajamos. Me voy. —Cogió los vástagos de la carretilla y siguió adelante, pero Nathaniel se percató de que el chico volvía la vista atrás de vez en cuando.
—Qué raro —comentó Bartimeo—. ¿A qué ha venido eso?
Nathaniel se encogió de hombros. Ya lo había apartado de su mente.
—Ve a buscarme algo de comida y ropa de abrigo. Yo me vuelvo a la biblioteca a leer esto.
—Muy bien. Intenta no meterte en líos mientras estoy fuera. El genio dio media vuelta y se mezcló con la gente.
El artículo aparecía en la segunda página, encajonado entre la petición mensual del Ministerio de Trabajo de nuevos aprendices y una breve reseña sobre la campaña italiana. Ocupaba tres columnas. Subrayaba con pesar las muertes del ministro de Asuntos Internos, Arthur Underwood, y de su mujer, Martha, en un grave incendio. El fuego había comenzado hacia las diez y cuarto de la noche y los bomberos y los hechiceros en servicio de guardia solo lo habían conseguido extinguir tres horas después. Para entonces, el edificio entero había sido pasto de las llamas. Dos casas colindantes se habían visto gravemente afectadas y se había evacuado a sus ocupantes como medida de seguridad. Se desconocía la causa del incendio, pero la policía tenía mucho interés en interrogar al aprendiz del señor Underwood, John Mandrake, de doce años, cuyo cuerpo no había sido encontrado. Algunos testimonios confusos dijeron haberlo visto salir corriendo del lugar. Se rumoreaba que Mandrake era algo inestable; de todos era sabido que el año anterior había atacado a varios destacados hechiceros y se recomendaba a la gente que se aproximara a él con cautela. La muerte del señor Underwood, concluía el artículo, constituía una lamentable pérdida para el gobierno. Había servido con eficacia en el ministerio toda su vida y había hecho contribuciones significativas, ninguna de las cuales el periódico tenía espacio para describir.
Sentado bajo la ventana, Nathaniel dejó caer el periódico. Hundió la cabeza en el pecho y cerró los ojos. Ver publicada fría y claramente la confirmación de lo que ya sabía, fue un duro revés que le hizo tambalearse y que le permitió derramar unas cuantas lágrimas, aunque el dolor se mantuvo esquivo, contenido. No valía la pena. Estaba demasiado cansado para cualquier cosa. Lo único que quería era dormir.
Lo sacudió una bota, y no con suavidad precisamente. Se despertó con un respingo.
Allí estaba el genio, sonriendo de oreja a oreja. Llevaba una bolsa de papel de la que salía un humo que se ensortijaba de forma prometedora. Un hambre canina venció la dignidad de Nathaniel, que atrapó la bolsa y casi vertió la taza de plástico de café sobre su regazo. Para su alivio, debajo de la taza había dos paquetes cuidadosamente envueltos en papel satinado que contenían un bocadillo de carne y otro vegetal. Nathaniel no había comido nada tan delicioso en toda su vida. En dos minutos los dos bocadillos habían desaparecido y estaba sentado, respirando con dificultad, acunando el café entre sus dedos llenos de sabañones.
—Menudo espectáculo —se burló el genio.
Nathaniel sorbió el café.
—¿De dónde has sacado todo esto?
—Lo he robado. Le dije al charcutero que me lo preparara y luego salí corriendo cuando fue a la caja registradora. Nada del otro mundo. Llamaron a la policía.
Nathaniel gruñó.
—Lo que faltaba.
—No te preocupes. Estarán buscando a una mujer rubia y alta con un abrigo de pieles. Por cierto —señaló un bulto pequeño entre los escombros del suelo—, encontrarás ropa más apropiada ahí dentro. Abrigo, pantalón, gorro y guantes. Espero que sean de tu talla, cogí la más esmirriada que encontré.
Unos minutos más tarde, Nathaniel estaba mejor alimentado, mejor vestido y reanimado en parte. Se sentó junto al fuego para entrar en calor. El genio estaba en cuclillas cerca de él, contemplando las llamas.
—Creen que lo he hecho yo. —Nathaniel señaló el periódico.
—Bueno, ¿y qué esperabas? Lovelace no va a confesarse culpable, ¿no? ¿Qué hechicero haría algo tan tonto? —Bartimeo lo miró con toda la intención—. El objetivo de iniciar el incendio era el de borrar cualquier rastro de su visita. Y, puesto que no consiguió matarte, se ha encargado de que te cuelguen el muerto.
—La policía me busca.
—Sí, la policía por un lado y Lovelace por el otro. Habrá puesto a sus rastreadores a trabajar. Un leve movimiento atenazante. Eso es lo que quiere, tenerte huyendo, aislado, quitarte de en medio.
Nathaniel rechinó los dientes.
—Ya veremos. ¿Y si me entrego a la policía? Podrían registrar la casa de Lovelace y encontrar el Amuleto.
—¿Crees que van a hacerte caso? Eres un hombre buscado. Utilizo «hombre» en el más amplio de los sentidos posibles, obviamente. Y aunque no te buscasen, me lo pensaría dos veces antes de entregarme a las autoridades. Lovelace no actúa en solitario. También está su maestro, Schyler.
—¿Schyler? —Claro, el anciano de cara roja y arrugada—. ¿Schyler es su maestro? Sí… lo conozco. Les oí hablar del Amuleto en el Parlamento. También hay otro que se llama Lime.
El genio asintió con la cabeza.
—Y eso podría ser solo la punta del iceberg. Un montón de esferas de rastreo salieron tras de mí cuando robé el Amuleto. Tuvo que ser obra de varios hechiceros. Si es una conspiración a gran escala y te entregas a las autoridades, no puedes confiar en que nadie que ocupe una posición de poder no esté sobornado y te liquide. Por ejemplo, Sholto Pinn, el comerciante de artilugios, podría estar en el ajo. Es uno de los amigos íntimos de Lovelace y, de hecho, ayer mismo estaba comiendo con él. Lo descubrí poco antes de que me detuvieran en la tienda de Pinn sin que pudiera evitarlo.
La ira de Nathaniel estalló.
—¡Fuiste demasiado imprudente! ¡Te pedí que investigaras a Lovelace, no que me pusieras en peligro!
—Calma, calma. Eso es precisamente lo que estaba haciendo. Fue en la tienda de Pinn donde descubrí cosas sobre el Amuleto. Lovelace había hecho que se lo quitaran a un hechicero del gobierno llamado Beecham, a quien el ladrón degolló. El gobierno lo quiere recuperar a cualquier precio. Habría descubierto más cosas, pero invocaron a un efrit y me llevó a la Torre.
—Pero te escapaste. ¿Cómo?
—Ah, bueno, eso es lo interesante —prosiguió Bartimeo—. Fue el mismo Lovelace quien me sacó de allí. Debió de oírle decir a Pinn o a algún otro que un genio de increíble maestría había sido capturado y debió de preguntarse si no se trataría de mí, el ladrón de su Amuleto. Envió a sus genios Faquarl y Jabor a una misión de rescate, una empresa extremadamente peligrosa. ¿Por qué crees que lo hizo?
—Porque quería el Amuleto, está claro.
—Exacto. Y según dijo anoche, tiene que utilizarlo pronto. Faquarl dijo lo mismo, que van a usarlo para algo grande en un par de días. El tiempo es una cuestión vital.
Un recuerdo medio enterrado se agitó en la mente de Nathaniel.
—Alguien dijo en el Parlamento que Lovelace iba a celebrar muy pronto un baile o una conferencia en algún lugar fuera de Londres.
—Sí, eso también lo averigüé. Lovelace tiene una mujer, una novia o una conocida llamada Amanda. Ella es la anfitriona de la conferencia en algún lugar al que asistirá el primer ministro. Vi a esa Amanda en la casa de Lovelace cuando robé el Amuleto. Lovelace se esforzaba por seducirla… así que no es su mujer. Dudo que haga mucho que se conocen.
Nathaniel rumió unos instantes.
—Oí que Lovelace le decía a Schyler que quería cancelar la conferencia, pero eso fue cuando todavía no había recuperado el Amuleto.
—Ya, pero ahora vuelve a tenerlo.
Un nuevo arranque de rabia hizo que a Nathaniel le diera vueltas la cabeza.
—El amuleto de Samarkanda. ¿Descubriste qué propiedades tiene?
—Poco más de lo que siempre he sabido. Su larga reputación dice de él que es un artilugio de gran poder. De hecho, el chamán que lo forjó también era un hechicero poderoso, mucho más que cualquiera de esos pobres insignificantes. Su tribu no tenía libros ni pergaminos así que el conocimiento se transmitía de forma oral y memorística. En resumen, el Amuleto protege al que lo lleva de cualquier ataque mágico. Más o menos vendría a ser eso. No es un talismán, no puede utilizarse para atacar y matar a tus rivales. Solo sirve de protección. Los amuletos…
Nathaniel lo cortó en seco.
—¡No me des clases! Ya sé qué hacen los amuletos.
—Por si acaso. No estoy seguro de lo que les enseñan a los niños hoy en día. Bueno, fui testigo de los poderes del Amuleto cuando se lo coloqué en el estudio a Underwood, siguiendo tus indicaciones.
El rostro de Nathaniel se contrajo en una mueca.
—¡No se lo estaba colocando a nadie para inculparlo!
—Claro, claro, pero funcionó a las mil maravillas con un maleficio de fuego, sin problemas, lo absorbió como quien no quiere la cosa. Y anoche también rechazó el patético ataque de Underwood, como debiste de ver mientras colgabas debajo de mi brazo. Uno de mis informadores me aseguró que se rumorea que el Amuleto contiene un ente de los abismos del Otro Mundo. Si es así, tiene que ser muy poderoso.
A Nathaniel le escocían los ojos y se los frotó. Necesitaba dormir.
—Sea lo que sea lo que puede llegar a hacer exactamente el Amuleto —continuó el genio—, está claro que Lovelace va a utilizarlo en los próximos días en la conferencia que ha organizado. ¿Cómo? Es difícil de decir. ¿Por qué? Fácil: está acumulando poder. —Bostezó—. La vieja historia de siempre.
Nathaniel lo maldijo.
—¡Es un renegado! ¡Un traidor!
—Es un hechicero normal y corriente. Tú eres igual.
—¿Qué? ¡Cómo te atreves! Te…
—Bueno, tal vez todavía no. Date unos años. —El genio parecía un poco aburrido—. En fin, ¿qué sugieres que hagamos?
Una idea cruzó el pensamiento de Nathaniel.
—Me pregunto… —dijo—. El Parlamento sufrió un ataque hace un par de días. ¿Crees que Lovelace también está detrás de eso?
El genio pareció vacilar.
—Lo dudo, demasiado aficionado. Además, a juzgar por la correspondencia de Lovelace, Schyler y él no esperaban que sucediera nada en aquella velada.
—Mi maestro creía que era obra de la Resistencia… esa gente que odia a los hechiceros.
Bartimeo sonrió de oreja a oreja.
—Parece mucho más probable. Ten cuidado, puede que ahora estén desorganizados, pero al final darán contigo. Siempre es lo mismo. Mira Egipto, mira Praga…
—Praga es decadente.
—Lo decadente de Praga son sus hechiceros. Esos ya no tienen poder alguno. Mira eso… —En una zona de la biblioteca, donde las estanterías podridas se habían desmoronado, las paredes estaban decoradas con capas de graffiti y ciertos jeroglíficos cuidadosamente dibujados—. Maldiciones del Reino Ancestral —dijo Bartimeo—. Por aquí tenéis una clase de delincuentes muy formados. Ese grande dice: «Muerte a los caciques». Ese eres tú, Natty, si no me equivoco.
Nathaniel no le hizo caso, estaba tratando de organizar sus pensamientos.
—Es muy peligroso ir a las autoridades con lo de Lovelace —dijo despacio—. Así que solo nos queda una alternativa. Asistiré a la conferencia y allí descubriré el complot.
El genio tosió con toda la intención.
—Creo que ya hemos hablado algo sobre riesgos innecesarios. Ten cuidado, esa idea me suena bastante suicida.
—No si lo planeamos con cuidado. Lo primero que necesitamos saber es dónde y cuándo va a tener lugar la conferencia. Eso va a ser peliagudo. Tendrás que averiguarme esa información. —Nathaniel maldijo—. ¡Pero eso llevará tiempo! Si tuviera ciertos libros y el incienso necesario… ¡podría organizar una tropa de diablillos para que espiaran a todos los ministros a la vez! No, serían difíciles de controlar. O podría…
El genio había cogido el periódico y lo estaba hojeando.
—O podrías leer la información publicada.
—¿Qué?
—Aquí, en la circular del Parlamento. Escucha: «Miércoles, dos de diciembre, Heddleham Ham. Amanda Cathcart celebrará la Conferencia Anual y el Baile de Invierno. Asistirán, entre otros, Su Excelencia Rupert Devereaux, Angus Nash, Jessica Whitwell, Chloe Baskar, Tim Hiddick, Sholto Pinn y demás miembros de la élite».
Nathaniel le arrancó el periódico de las manos y lo leyó.
—Amanda Cathcart… Esa debe de ser la novia de Lovelace. No hay duda, tiene que ser esto.
—Qué lástima que no sepamos dónde está Heddleham Hall.
—Mi espejo mágico lo averiguará.
Nathaniel extrajo el disco de bronce del bolsillo. Bartimeo lo miró con recelo.
—Lo dudo. Es lo más malo que he visto en mi vida.
—Lo he hecho yo.
Nathaniel pasó la mano dos veces por encima del disco y murmuró una invocación. A la tercera llamada apareció la cara del diablillo dando vueltas como si se encontrara en una noria. Alzó una ceja medio sorprendido.
—Pero ¿no la habías palmado? —preguntó.
—No.
—Qué lástima.
—Deja de dar vueltas —gruñó Nathaniel—. Tengo un encargo para ti.
—Un momentito —dijo el diablillo deteniéndose en seco—. ¿Quién es ese que está contigo?
—Bartimeo, otro de mis esclavos.
—Ya le gustaría —dijo el genio.
El diablillo frunció el ceño.
—¿Ese es Bartimeo? ¿El de la Torre?
—Sí.
—Pero ¿no la ha palmado?
—No.
—Qué lástima.
—Es de los que dan guerra. —Bartimeo se estiró y bostezó—. Dile que se ande con cuidado. Me escarbo los dientes con diablillos de su tamaño.
El bebé puso cara de escepticismo.
—¿Ah sí? Pues yo me desayuno genios como tú, colega.
Nathaniel estampó un pie contra el suelo.
—¿Vais a callar de una vez y dejarme dar la orden? Soy yo el que está al mando. Bien. Diablillo; quiero que me muestres el edificio conocido como Heddleham Hall, cerca de Londres. Pertenece a una mujer llamada Amanda Cathcart. ¡Venga! ¡Ponte en marcha con tu misión!
—Espero que ese edificio no esté muy lejos. Mi cordón astral tiene un límite, ya lo sabes.
El disco se nubló. Nathaniel esperó impaciente a que se despejara.
Y esperó.
—Ese espejo mágico es más lento que una tortuga —observó Bartimeo—. ¿Estás seguro de que funciona?
—Por supuesto. Es un objetivo difícil, por eso está tardando tanto. Y no pienses que tú te vas a librar tan fácilmente. Cuando encontremos la casa, quiero que vayas allí a echarle un vistazo para ver qué está pasando. Lovelace debe de estar preparando algún tipo de trampa.
—Pues tendría que tratarse de una muy ingeniosa para engañar a todos esos hechiceros que van a ir el miércoles. ¿Por qué no pruebas a agitarlo un poco?
—¡Funciona, ya te lo he dicho! ¿Ves? Ahí está.
El diablillo reapareció, refunfuñando y resollando como si le faltara el aliento.
—Y a ti ¿qué es lo que te pasa? —jadeó—. La mayoría de los hechiceros utilizan sus espejos para espiar en la ducha a la gente que le mola. Pero tú no, claro, eso sería demasiado sencillo. Jamás me había acercado a un sitio tan vigilado. Esa casa es casi tan infernal como la Torre. Redes gatillo, centinelas que se materializan al azar… de todo. Tuve que retroceder en cuanto me acerqué. Esta es la mejor imagen que he podido captar.
Una imagen muy borrosa ocupó el centro del disco. Se adivinaba un edificio emborronado con varias torretas o torres, rodeado de bosques, y una larga carretera que se acercaba a la casa por uno de los lados. También se veían un par de puntos negros moviéndose a gran velocidad por el cielo, detrás del edificio.
—¿Ves esas cosas? —apuntó la voz del diablillo—. Centinelas. Me sintieron en cuanto me materialicé. Eso son ellos viniendo a por mí. Rápidos, ¿eh? No me extraña que tuviera que largarme cagando leches.
La imagen desapareció y la sustituyó la del bebé.
—¿Qué tal?
—Inútil —opinó Bartimeo—. Seguimos sin saber dónde está la casa.
—Ahí te equivocas. —La cara del bebé adoptó una expresión petulante que no encajaba con la de un niño pequeño—. Está a unos ochenta kilómetros al sur de Londres y a unos quince kilómetros al oeste de la línea de ferrocarril de Brighton. Una propiedad enorme. Es imposible pasarla de largo. Puede que sea lento, pero hago las cosas a conciencia.
—Puedes partir. —Nathaniel pasó la mano sobre el disco que volvió a quedar despejado—. Ahora, pongámonos manos a la obra —dijo—. La abundancia de protección mágica confirma que es el lugar donde se va a celebrar la conferencia. El miércoles… Tenemos dos días para llegar allí.
El genio resopló con insolencia.
—Dos días para que volvamos a estar a merced de Lovelace, Faquarl, Jabor y un centenar de hechiceros perversos que creen que eres un pirómano. Qué bien. No puedo contener la emoción.
El rostro de Nathaniel se endureció.
—Hemos hecho un trato, ¿recuerdas? Lo único que tenemos que hacer es planearlo bien. Ve a Heddleham Hall, acércate todo lo que puedas y encuentra un modo de entrar. Yo te espero aquí, tengo que dormir.
—De verdad que los humanos tenéis muy poco aguante. Muy bien, me voy. —El genio se levantó.
—¿Cuánto tiempo te llevará?
—Unas cuantas horas. Volveré antes de que se haga de noche. Hay toque de queda y las esferas saldrán, así que no abandones el edificio.
—¡Deja de decirme lo que tengo que hacer! ¡Vete ya! Espera, antes de que te vayas, ¿cómo enciendo el fuego?
Unos minutos después, el genio partió. Nathaniel se tumbó en el suelo, cerca de las llamas crepitantes. Su angustia y culpabilidad yacían junto a él, como sombras; sin embargo, su cansancio fue más fuerte que ambas unidas. En menos de un minuto se quedó dormido.