Nathaniel

31

Al otro lado del cristal roto, el cielo se iluminaba. La lluvia persistente que había estado cayendo desde el amanecer amainó hasta cesar. Nathaniel estornudó.

Londres se estaba despertando. Por primera vez, el tráfico apareció en la calle de allá abajo: mugrientos autobuses rojos de motores que avanzaban a regañadientes transportando a los primeros trabajadores hacia el centro de la ciudad, unos cuantos coches esporádicos que bramaban bocinazos a cualquiera que se les cruzara en el camino y también bicicletas con ciclistas encorvados bamboleándose dentro de sus pesados abrigos.

Poco a poco, las tiendas de enfrente comenzaron a abrir. Los dueños aparecieron y alzaron las persianas metálicas de los escaparates con un áspero traqueteo. A continuación dispusieron la mercancía: el carnicero plantó pedazos de carne roja en sus estantes esmaltados y el estanquero colocó un revistero sobre el mostrador. En la puerta de al lado, los hornos de la panadería llevaban varias horas en funcionamiento; una corriente cálida con olor a pan y donuts azucarados cruzó la calle y alcanzó al tembloroso y hambriento Nathaniel en la estancia vacía.

Muy cerca, en una calle contigua, comenzaba la actividad en un mercadillo. Se oían algunos gritos, unos alegres, otros roncos y guturales. Los niños pisaban con fuerza haciendo rodar barriles metálicos o carretillas cargadas de hortalizas. Un coche de la policía, que patrullaba en dirección norte por aquella calle, aminoró la marcha al pasar junto al mercadillo, luego aceleró de forma exagerada y salió disparado.

El sol colgaba sobre los tejados, un disco de un pálido color yerna de huevo, nublado por la bruma.

Cualquier otra mañana, la señora Underwood habría estado ocupada en la cocina preparando el desayuno. La veía allí mismo, frente a él: bajita, ajetreada, siempre alegre, trajinando en la cocina haciendo repicar la sartén en los fogones, cortando tomates, metiendo rebanadas de pan en la tostadora… esperando a que él bajase.

Cualquier otra mañana hubiera sido así. Sin embargo, ahora la cocina había desaparecido. La casa había desaparecido. Y la señora Underwood, la señora Underwood estaba…

Quería llorar; tenía la cara congestionada por las ganas de hacerlo. Era como si un dique refrenara un torrente de emoción a punto de desbordarse. Sin embargo, sus ojos permanecieron secos, no hubo alivio. Contempló allá abajo la creciente actividad de la calle, sin verla, ajeno a la humedad que le calaba los huesos. Siempre que cerraba los ojos, una sombra blanca e intermitente danzaba recortada contra la oscuridad: el recuerdo de las llamas.

La señora Underwood estaba…

Nathaniel respiró hondo, con tristeza. Enterró las manos en los bolsillos del pantalón y sintió el suave contacto del disco de bronce contra sus dedos, lo que le hizo dar un respingo y sacar la mano de inmediato. Todo su cuerpo se estremeció a causa del frío. Su cerebro también parecía congelado.

Su maestro… Había hecho todo lo que había podido por él, pero ella… Tendría que haberla avisado, tendría que haberla sacado de la casa antes de que ocurriera. Y en vez de eso, él…

Tenía que pensar. No era el momento de… Tenía que pensar en lo que tenía que hacer o estaba perdido.

Se había pasado la mitad de la noche corriendo como un loco por jardines y callejones del norte de Londres con la mirada perdida y la boca abierta. Lo que le quedaba de aquella noche era una serie de recuerdos fragmentados: se veía trepando muros, pasando como rayo por debajo de las farolas y obedeciendo de forma automática órdenes susurradas. Tenía la sensación de haberse arrimado a paredes frías de ladrillo y de haberse escurrido entre setos con el cuerpo empapado y lleno de cortes y de magulladuras. Incluso se había escondido detrás de una pila de estiércol con la cara apretada contra el fango enmohecido durante lo que le parecieron horas hasta que le aseguraron que el camino estaba libre. Le parecía tan real como un sueño.

Durante la huida había estado recordando la cara de terror de Underwood y viendo una cabeza de chacal alzándose de entre las llamas. También irreal. Sueños dentro de un sueño.

No recordaba la persecución, aunque había habido algún momento en que habían estado a punto de ser atrapados. El zumbido de una esfera de rastreo, un extraño efluvio químico llevado por el viento… Aquello era todo lo que recordaba hasta que, poco antes del amanecer, habían acabado en una zona de callejones y casas estrechas de ladrillo rojo, y habían encontrado el edificio barrado con tablas.

Allí, por el momento, estaba escudado. Tenía tiempo para pensar, para decidir qué debía hacer.

Pero la señora Underwood estaba…

—Fría… la noche, ¿eh? —comentó una voz.

Nathaniel se separó de la ventana. Un poco más allá, en el otro extremo de la estancia, el chico que no era un chico lo observaba con ojos brillantes. Se había envuelto con una gruesa ropa de abrigo que había hecho aparecer: chaqueta mullida, tejanos nuevos, botas gruesas y gorro de lana. Parecía estar muy calentito.

—Estás temblando —dijo el chico—. Claro que no vas abrigado para una salida invernal. ¿Qué llevas debajo del jersey? Una camiseta, supongo. Y mira esos zapatos tan finos. Deben de estar empapados.

Nathaniel apenas lo escuchaba, tenía la cabeza muy lejos de allí.

—No es lugar para ir medio desnudo —insistió el chico—. ¡Mira! Grietas en las paredes, un agujero en el techo… Aquí estamos expuestos a las inclemencias del tiempo. ¡Brrrrrr! Qué frío.

Estaban en el piso superior de lo que a todas luces había sido un edificio público. La estancia desierta era cavernosa. A lo largo de las paredes, enyesadas y con manchas amarillas y verdes de moho, se extendían hileras y más hileras de estanterías vacías cubiertas de polvo, suciedad y cagadas de pájaros. Había melancólicas pilas de madera, que una vez debieron de ser mesas o sillas, amontonadas en un par de rincones. Unos ventanales daban a la calle y los anchos peldaños de las escaleras que conducían abajo eran de mármol. El lugar olía a humedad y a podredumbre.

—¿Quieres que te eche una mano con lo del frío? —preguntó el chico, mirándolo de reojo—. Solo tienes que decirlo.

Nathaniel no respondió. Su aliento se congeló ante su cara, genio se acercó un poco más.

—Podría hacer fuego —se ofreció—. Uno bien majo que diera calor. Sobre ese elemento tengo un control absoluto. ¡Mira! —Una diminuta llama titiló en el centro de su palma—. Toda esta madera echada a perder… ¿Qué crees que era este sitio? ¿Una biblioteca? Creo que sí. Supongo que hoy en día a los plebeyos ya no se les debe de permitir leer mucho que digamos, ¿verdad? Es lo que suele ocurrir. —La llama se avivó un poco—. Solo tienes que pedirlo, oh, mi amo. Lo haría como un favor, para eso están los amigos.

A Nathaniel le castañeaban los dientes. Antes que nada, incluso antes que el hambre que le roía el estómago como un perro, lo que Nathaniel necesitaba era calor. La pequeña llama danzó y se revolvió.

—Sí —accedió con voz ronca—. Enciéndeme un fuego.

La llama se extinguió al instante y el chico frunció el ceño.

—Vaya, eso no ha sido muy amable.

Nathaniel cerró los ojos y suspiró.

—Por favor.

—Mucho mejor.

Una pequeña chispa saltó y prendió fuego en una pila de madera cercana. Nathaniel se acercó arrastrando los pies y se acurrucó al lado, con las manos a unos milímetros de las llamas.

Durante un rato, el genio permaneció en silencio paseando arriba y abajo por la habitación. Nathaniel fue recuperando la sensibilidad de los dedos poco a poco, aunque su rostro permaneció entumecido. Al final se dio cuenta de que el genio se había vuelto a acercar y que estaba sentado en cuclillas, removiendo ociosamente una astilla de madera en el fuego.

—¿Qué tal? —preguntó—. Estás encandilado, ¿eh? —Esperó cortésmente una respuesta, pero Nathaniel no abrió la boca—. Te diré una cosa —prosiguió el genio en tono coloquial—, eres un bicho raro. A lo largo de mi vida he conocido a unos cuantos hechiceros y no hay muchos tan chiflados como tú. La mayoría tendría claro que aparecer delante de un enemigo poderoso para decirle que le has robado su tesoro no es una idea demasiado brillante. Sobre todo cuando te encuentras totalmente indefenso. Y en cambio tú vas y lo haces como si fuera lo más normal del mundo.

—Tenía que hacerlo —contestó Nathaniel, con sequedad. No quería hablar.

—Mmm… No dudo que tuvieras un plan brillante que yo y, ya puestos, Lovelace, igual no acabamos de comprender. ¿Te importaría explicarme cuál era?

—¡Silencio!

El genio arrugó la nariz.

—¿Ese era tu plan? Es sencillo, eso no puedo negarlo. Aun así, no olvides que allí atrás también arriesgaste mi vida cuando te entró ese extraño arranque de conciencia. —Metió la mano en el fuego y extrajo una brasa que sostuvo pensativo entre los dedos—. Una vez tuve un amo como tú, terco como una mula, algo que casi nunca jugaba a su favor. No vivió mucho. —Suspiró y devolvió la brasa a las llamas—. No importa, bien está lo que bien acaba.

Nathaniel miró al genio por primera vez.

—¿Bien está?

—Estás vivo, ¿eso no es bueno?

Por un instante, Nathaniel vio el rostro de la señora Underwood Mirándole a través de las llamas. Se frotó los ojos.

—Odio decir esto —confesó el genio—, pero Lovelace tenía razón. Lo de anoche te quedaba un poco grande. Los hechiceros no actúan como tú lo has hecho. Menos mal que estaba allí para rescatarte. Bueno, ¿adonde vas a ir ahora? ¿A Praga?

—¿Qué?

—Escucha, Lovelace sabe que escapaste y estará ahí fuera buscándote. Ya has visto lo que está dispuesto a hacer para mantenerte en silencio, así que lo mejor será que hagas mutis por el foro y dejes Londres para siempre. En el extranjero estarás a salvo, en Praga.

—¿Por qué debería ir a Praga?

—Los hechiceros de allí podrían echarte una mano. Además, también tienen buena cerveza, según me han dicho.

Nathaniel frunció los labios.

—No soy un traidor.

El chico se encogió de hombros.

—Pues si eso no entra en tus planes, entonces será mejor que lleves una vida tranquila. Hay montones de posibilidades. Veamos… mirándote diría que levantar cosas pesadas no va contigo, demasiado enclenque, eso descarta meterte a paleta.

Nathaniel frunció el ceño, indignado.

—No tengo intención alguna…

El genio lo ignoró.

—Aunque podrías aprovecharte de tu diminuto tamaño. ¡Sí! Barrendero, eso es. Siempre necesitan golfillos para deshollinar las chimeneas.

—¡Espera! No voy…

—O podrías convertirte en aprendiz de limpiador de alcantarillas. Coges un cepillo de cerdas, un gancho y un desatascador de goma y ya puedes culebrear por los túneles más estrechos en busca de obstrucciones.

—No pienso…

—¡Ahí fuera se te abre un mundo de posibilidades! Y todas ellas mejores que acabar siendo un hechicero muerto.

—¡Cállate! —El esfuerzo necesario para alzar la voz hizo que Nathaniel sintiera que su cabeza estuviera a punto de estallarle—. ¡No necesito tus consejos! —Con los ojos echando chispas, se puso en pie con dificultad. Las burlas del genio se habían abierto camino a través de su fatiga y de su dolor para avivar una furia contenida que lo consumió de súbito; una furia alimentada por el combustible de la culpabilidad, la conmoción y la angustia extrema. Lovelace había dicho que no existía el honor, que los hechiceros solo actuaban en beneficio propio. Muy bien, Nathaniel le tomaría la palabra, no volvería a tropezar con la misma piedra.

Sin embargo, Lovelace también había cometido un error: había subestimado a su enemigo, lo había tachado de débil y había tratado de matarlo. Pero Nathaniel había sobrevivido.

—¡¿Quieres que huya?! —gritó—. ¡No puedo! Lovelace ha asesinado a la única persona que se ha preocupado por mí. —Se detuvo. Le temblaba la voz, pero sus ojos continuaban secos.

—¿Underwood? ¡Debes de estar bromeando! ¡Te odiaba! ¡Era un hombre sensato!

—Me refiero a su mujer. Quiero que se haga justicia por ella, quiero venganza por lo que le ha hecho.

El efecto de aquellas palabras rotundas se vio algo empañado por la pedorreta del genio, que se levantó sacudiendo la cabeza con tristeza como si le pesara a causa de la gran sabiduría que contenía.

—Lo que buscas no es justicia, chaval, es olvidar. Todo lo que tenías, lo perdiste anoche entre las llamas, así que ya no tienes nada que perder. Te leo el pensamiento como si se tratara del mío: quieres acabar cubierto de gloria enfrentándote a Lovelace.

—No, quiero justicia.

El genio rió.

—Será tan fácil seguir a tu maestro y a su mujer hacia la oscuridad… Mucho más fácil que comenzar una nueva vida. Tu orgullo domina tu sentido común y te conduce a la muerte. ¿Es que lo de anoche no te enseñó algo? No eres rival para él, Nat. Ríndete.

—Nunca.

—Pero si ni siquiera eres ya un hechicero de verdad. —Señaló las deterioradas paredes—. Mira a tu alrededor. ¿Dónde estamos? Esto no es una cómoda casa en el centro de la ciudad llena de libros y papeles. ¿Dónde están las velas? ¿Dónde está el incienso? ¿Dónde está la comodidad? Te guste o no, Nathaniel, has perdido todo lo que un hechicero necesita: riqueza, seguridad, respeto por ti mismo, un maestro… Seamos realistas, no tienes nada.

—Tengo mi espejo mágico —repuso Nathaniel—. Y te tengo a ti.

Apresuradamente, volvió a tomar asiento junto al fuego. El frío de la habitación aún le calaba los huesos.

—Ah, sí, a eso iba. —El genio comenzó a limpiar un espacio con la bota entre los escombros del suelo—. Cuando te hayas calmado un poco, te traeré una tiza y dibujarás un círculo para liberarme. —Nathaniel lo miró fijamente—. He cumplido mi cometido —continuó el chico egipcio—. Y más, mucho más. He espiado a Lovelace para ti, he averiguado cosas sobre el Amuleto, te he salvado la vida…

Nathaniel sintió la cabeza extrañamente ligera y embotada, como si la tuviera rellena de tela.

—¡Por favor, no corras para darme las gracias! —prosiguió el chico—. Me avergonzarías. Lo único que quiero es verte dibujar esa estrella de cinco puntas. Es lo único que necesito.

—No —se negó Nathaniel—. Todavía no.

—¿Perdón? —replicó el chico—. Debo de estar perdiendo oído a causa de ese espectacular rescate que anoche llevé a cabo. He creído oír que decías que no.

—Has oído bien, no voy a liberarte, todavía no.

Se hizo un profundo silencio. Al tiempo que Nathaniel la contemplaba, la pequeña fogata comenzó a consumirse como si la succionaran a través del suelo hasta que se extinguió. Con unos ruiditos crepitantes, el hielo comenzó a formarse sobre las brasas que segundos antes habían estado ardiendo con viveza. El frío le produjo ampollas en la piel. Su respiración se volvió dificultosa y dolorosa. Se puso en pie, tambaleante.

—¡Para! —dijo con voz entrecortada—. Vuelve a encender el fuego.

Los ojos del genio lanzaron un destello.

—Es por tu propio bien —respondió este—. Me acabo de dar cuenta de lo desconsiderado que estaba siendo. Supongo que no querrás volver a ver otro fuego, no después del que provocaste anoche. Te remordería demasiado la conciencia.

Unas imágenes parpadeantes aparecieron ante los ojos de Nathaniel: las llamas surgiendo de la cocina en ruinas.

—Yo no comencé el fuego —susurró—. No fue culpa mía.

—¿No? Tú escondiste el Amuleto y tú implicaste a Underwood.

—¡No! No entraba en el plan que Lovelace apareciera. Fue por seguridad…

El chico adoptó un aire burlón.

—Por supuesto, por la tuya.

—¡Si Underwood hubiera sabido hacer su trabajo, habría sobrevivido! ¡Hubiera podido rechazar a Lovelace y dar la alarma!

—Eso no te lo crees ni tú. Seamos realistas, fuiste tú quien los mató a ambos.

El rostro de Nathaniel se contrajo a causa de la ira.

—¡Iba a desenmascarar a Lovelace! ¡Iba a atraparlo con el Amuleto y a entregarlo a las autoridades!

—¿Y a quién le importa? Llegaste demasiado tarde. Fracasaste.

—¡Gracias a ti, demonio! ¡Si no los hubieras conducido hasta la casa, nada de eso habría ocurrido! —Nathaniel se aferró a aquella idea como un náufrago a una tabla de salvación—. ¡Es culpa tuya y voy a hacer que pagues por ello! ¿Crees que vas a volver a ser libre alguna vez? ¡Pues ni lo sueñes, porque vas a quedarte aquí para siempre! ¡Lo que te espera es la reclusión perpetua!

—Así que ¿esas tenemos? En ese caso… —el falso chico dio un paso al frente y, de repente, se encontró a su lado—, también podría matarte en este mismo momento. ¿Qué tengo que perder? De todas formas acabaré en la lata, así que al menos primero tendría la satisfacción de romperte el cuello. —Posó la mano con suavidad en el hombro de Nathaniel.

Nathaniel sintió un cosquilleo por todo el cuerpo. Aguantó la tentación irresistible de huir corriendo y lo miró a los ojos oscuros Y vacíos.

Durante un buen rato, ninguno de los dos dijo nada. Al final, Nathaniel se pasó la lengua por los labios resecos.

—No será necesario —dijo con voz pastosa—. Te liberaré antes de que acabe el mes.

El genio lo atrajo hacia sí.

—Libérame ahora mismo.

—No. —Nathaniel tragó saliva—. Aún queda trabajo por hacer

—¿Trabajo? —El genio frunció el ceño y le golpeó el hombro con la mano—. ¿Qué trabajo? ¿Qué queda por hacer?

Nathaniel se obligó a no moverse.

—Mi maestro y su mujer están muertos y tengo que vengarlos Lovelace tiene que pagar por lo que ha hecho.

Los labios susurrantes estaban muy cerca, pero Nathaniel no percibió respiración alguna contra su cara.

—Pero si ya te lo he dicho, Lovelace es demasiado poderoso. No tienes ninguna posibilidad de vencerlo. Olvídalo, como yo. Suéltame y olvida tus problemas.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Yo… yo se lo debo a mi maestro. Era un buen hombre.

—No, no lo era. Esa no es la razón. —El genio le estaba susurrando directamente en la oreja—. En estos momentos no te mueve ni la justicia ni el honor, chaval, sino la culpabilidad. No eres capaz de asumir las consecuencias de tus acciones y lo que buscas es acallar lo que les has hecho a tu maestro y a su mujer. Bien, si esa es la forma en que a los humanos os gusta sufrir, allá vosotros, pero a mí no me metas.

Nathaniel habló con una firmeza que no sentía.

—Si aprecias en algo tu libertad, me obedecerás hasta que acabe el mes.

—De todas formas, ir a por Lovelace es casi lo mismo que un suicidio… tanto el tuyo como el mío. —El chico esbozó una sonrisa muy poco halagüeña—. Y, siendo así, no veo por qué no debería matarte ahora.

—¡Tiene que haber una forma de desenmascararlo! —Nathaniel no pudo contenerse, hablaba muy rápido—. Solo hay que pensarlo con calma. Hagamos un trato: tú me ayudas a vengarme de Lovelace y después yo te libero de inmediato. Así ya no habrá duda de en qué bando estamos porque a los dos nos interesa que salga bien.

Al genio le brillaron los ojos.

—Como siempre, un acuerdo loable y justo dictado únicamente por una de las partes. Muy bien, no tengo elección; pero si en algún momento nos pones en peligro a cualquiera de los dos sin necesidad alguna, te lo advierto, lo primero que haré será vengarme.

—Hecho.

El chico dio un paso atrás y soltó el hombro de Nathaniel. Nathaniel retrocedió con los ojos abiertos de par en par y resollando. Tarareando suavemente, el genio se dirigió a la ventana y, de camino, volvió a prender el fuego como si tal cosa. Nathaniel trató de calmarse, de recobrar el control. Una nueva oleada de tristeza lo invadió, pero no se rindió a ella, no era el momento. Tenía que parecer fuerte ante su esclavo.

—A ver, amo, ilumíname —dijo el genio—. ¿Qué hacemos?

Nathaniel trató de que su voz pareciera lo más neutral posible.

—Primero, necesito comida y, tal vez, ropa nueva. Luego pondremos en común la información que tenemos sobre Lovelace y el Amuleto. También deberíamos saber qué piensan las autoridades acerca de… acerca de lo que ocurrió anoche.

—Lo último es fácil —opinó Bartimeo, señalando la ventana—. Mira ahí fuera.