Bartimeo

30

Todo el mérito se le debe al escritorio de Underwood. Era un modelo antiguo y macizo y, por fortuna, Jabor se había materializado en la otra punta. Los tres segundos que le llevó abrirse camino a golpes a través de él, me dieron tiempo para moverme. Hasta entonces había estado holgazaneando en el techo, en una grieta sobre la pantalla de la lámpara, pero en aquel momento me lancé como una flecha hacia abajo transformándome en una gárgola por el camino. Aterricé directamente sobre mi amo, lo agarré sin más ceremonias por el cuello y, puesto que Jabor bloqueaba la ventana, salté en dirección a la puerta.

Mi reacción pasó casi desapercibida, pues los hechiceros estaban ocupados. Envuelto en su red protectora, Underwood envió un rayo de fuego azul chispeante hacia Lovelace. El rayo alcanzó a Lovelace en el pecho de pleno y desapareció. El amuleto de Samarkanda lo había absorbido.

Me abrí camino hacia la puerta con el chico bajo el brazo y me dirigí hacia las escaleras. No había alcanzado lo alto de estas cuando una explosión colosal sacudió el pasillo a nuestras espaldas y nos envió contra la pared del fondo. El impacto me dejó aturdido y mientras me recuperaba, momentáneamente confundido, se oyó una serie de estruendos ensordecedores. Quizá el ataque de Jabor había sido demasiado apasionado; había sonado como si el suelo del estudio hubiera cedido bajos sus pies.[1]

No me llevó demasiado tiempo recomponer mi esencia y ponerle en pie, pero, tanto si os lo creéis como si no, en esos breves momentos aquel pobre chico desgraciado se había esfumado. Lo vi en el descansillo dirigiéndose hacia las escaleras… para bajarlas.

Sacudí la cabeza con incredulidad. ¿Qué le había dicho de mantenerse alejado de los problemas? Ya había caído derecho en las manos de Lovelace y había arriesgado la vida de ambos. Y míralo, allí estaba, dirigiéndose derechito hacia Jabor. Está muy bien lo de salir corriendo para salvar tu insignificante vida, pero al menos hazlo en la dirección correcta. Batí mis alas y emprendí el vuelo en triste persecución.

La segunda regla de oro para escapar es: no hagas ningún ruido innecesario. Cuando el chico alcanzó la planta baja, lo oí aullar muy clarito lo siguiente con un bramido que se hizo eco por toda la escalera: «¡Señora Underwood! ¡Señora Underwood! ¿Dónde está?». Sus gritos incluso resonaron por encima del estruendo que reverberaba por toda la casa.

Entorné los ojos y descendí el último tramo de escaleras hasta el vestíbulo que comenzaba a llenarse de volutas de humo. Una luminosidad roja danzante parpadeaba en el pasillo. El chico estaba delante de mí, lo vi trastabillando en dirección al fuego.

—¡Señora Underwood!

Entre el humo, a lo lejos, detecté un movimiento, una figura encorvada en un rincón detrás de una cortina de llamas. El chico también la vio y se tambaleó hacia allí. Apreté el vuelo con las garras extendidas.

—¿Señora Underwood? ¿Está usted…?

La figura se levantó enderezándose. Tenía la cabeza de una bestia.

El chico abrió la boca para gritar y en ese preciso momento lo atrapé agarrándolo por la cintura. Se conformó con un chillido ahogado.

—Soy yo, idiota. —Lo levanté de un tirón, hacia las escaleras—. Va a matarte. ¿Es que quieres morir junto a tu maestro?

Parecía desconcertado. Las palabras lo sorprendieron. Creo que hasta ese momento no había comprendido del todo lo que estaba ocurriendo a pesar de que se desarrollaba ante sus narices. Aunque me alegré de explicárselo; ya era hora de que fuera consciente de que sus acciones tenían consecuencias.

A través de un muro de llamas, apareció Jabor. La piel le brillaba como si se la hubiera untado de aceite; las llamas danzantes se reflejaban en él a medida que atravesaba el vestíbulo a zancadas.

Volvimos a subir las escaleras. Mis piernas se resentían del peso de mi amo ya que él iba arrastrando las suyas; parecía incapaz de moverse.

—Arriba —gruñí—. Esto es una casa adosada. Probaremos por el tejado.

Farfulló algo.

—Mi maestro…

—Está muerto —atajé—. Engullido, lo más seguro. —Lo mejor era ser preciso.

—Pero la señora Underwood…

—Seguro que le está haciendo compañía a su marido. Ya no puedes ayudarla.

Y entonces, lo creáis o no, el idiota comenzó a forcejear, agitando sus pequeños puños.

—¡No! —gritó—. ¡Yo tengo la culpa! ¡Tengo que encontrarla!

Se retorció como una anguila y acabó por escurrírseme de las manos. Segundos después se hubiera lanzado barandilla abajo hacia los brazos abiertos de Jabor, pero dejé escapar una maldición muy gráfica[2] y cogiéndolo por una oreja tiré de él hacia arriba.

—¡Deja de retorcerte! —le pedí—. ¿Es que no has hecho ya bastantes acciones inútiles por hoy?

—La señora Underwood…

—No querrás morir tú también —aventuré—.[3] Sí, es culpa tuya pero, esto, no te culpes. La vida es para los vivos… Bueno, lo que sea. —Perdí fuelle.[4]

Fuera o no fuera a consecuencia de mis sabias palabras, el chico dejó de forcejear. Le había pasado el brazo alrededor del cuello y lo arrastraba escaleras arriba, doblando las esquinas, medio volando, medio caminando, tan rápido como me lo permitía su peso. Alcanzamos el segundo descansillo y continuamos subiendo hacia el ático. Justo debajo, los peldaños crujían y se astillaban bajo los pies de Jabor.

Cuando llegamos a lo alto, mi amo había recobrado suficientemente la compostura como para avanzar tambaleándose casi sin ayuda. Y así, como la pareja patosa que siempre va rezagada en una carrera con los pies atados y que recibe unos aplausos compasivos, llegamos vivos a la habitación del ático. Que ya era algo, supongo.

—¡La ventana! —grité—. ¡Tenemos que llegar al tejado! —Empujé a Nathaniel hacia la claraboya y la abrí de un puñetazo. Un aire frío se coló a través de ella. La traspasé volando y, posándome en el techo, alargué una mano hacia la habitación—. Venga —dije—. Fuera.

Para mi sorpresa, el endiablado niño dudó. Arrastró los pies hasta una esquina de la habitación, se agachó y cogió algo. Era su espejo mágico. ¿No te digo? Una muerte espantosa con cabeza de chacal pisándole los talones y él va y se entretiene en aquello. Solo entonces se acercó como si tal cosa a la claraboya sin expresión alguna en el rostro.

Una de las cosas buenas de Jabor es su lentitud. Le llevó su tiempo salvar las engañosas escaleras. Si el que venía detrás hubiera sido Faquarl, nos habría atrapado, habría cerrado y barrado la claraboya e incluso le habría colocado un nuevo y bonito estor antes de que llegáramos a ella. Aun así, mi amo estaba tan atontado que apenas lo tenía al alcance de mi mano cuando Jabor apareció en lo alto de las escaleras con chispas de fuego irradiando de su cuerpo y prendiendo a su alrededor en las ropas de la casa. Vio al chico, alzó una mano, dio un paso al frente… y se dio un mamporrazo contra el dintel de la pequeña puerta del ático.

Aquello me proporcionó el segundo que necesitaba. Me colgué de la claraboya cogiéndome con los pies como un mono gibón, agarré al chico por debajo de un brazo y me impulsé hacia arriba para alejarme del agujero. Cuando caímos sobre las tejas, la claraboya escupió una llamarada. Todo el edificio se estremeció.

El chico se habría quedado allí ensimismado toda la noche si le hubiera dejado, mirando embobado las estrellas. Estaba conmocionado, creo. Tal vez hasta entonces nadie había tratado de acabar con él en serio. Por el contrario, mi reacción nació de la larga experiencia. En un santiamén volví a estar en pie. Lo levanté y traqueteé por el tejado inclinado mientras me agarraba fuertemente con las garras.

Me dirigí hacia la chimenea más próxima y, empujando al chico para que se acuclillara detrás, eché un ojo atrás, al camino por el que habíamos venido. El calor de la parte inferior estaba teniendo su efecto: las tejas saltaban y pequeñas llamas danzaban a través de las grietas. En algún lugar de por allí abajo, un grupo de vigas de madera crujió y cedió.

Percibí un movimiento en la claraboya; un pájaro negro enorme aleteaba para alejarse del fuego. Se posó sobre el caballete del tejado y cambió de forma. Jabor miró a su alrededor. Yo me agaché detrás de la chimenea y eché un rápido vistazo al cielo.

No había señal alguna de los demás esclavos de Lovelace, ni genios ni esferas de rastreo. Tal vez creía que no los necesitaba pues ya había recobrado el Amuleto. Eso se lo dejaba a Jabor.

La calle era una hilera de hogares uniformes, lo que nos proporcionaba una vía de escape que se perdía en la distancia, a lo largo de toda la sucesión de casas adosadas. A la izquierda, los tejados eran como una repisa oscura sobre el cerco de luz de las farolas de la calle. A la izquierda, estos daban a una maraña de jardines entre sombras, plagados de árboles demasiado grandes y de arbustos. Un poco más adelante, a uno de los árboles grandes se le había permitido crecer cerca de la casa. Aquello prometía.

Sin embargo, el chico seguía lento, así que no podía confiar en que alzara el vuelo con rapidez. Jabor nos trincaría con una detonación antes de que hubiéramos avanzado cinco metros.

Me arriesgué a echar una rápida ojeada por la esquina de la chimenea de ladrillo. Jabor se acercaba con la cabeza un tanto inclinada, olisqueando nuestro rastro. No le faltaba mucho para descubrir nuestro escondite y vaporizar la chimenea. Había llegado el momento de idear un plan brillante e infalible. Y si eso fallaba, ya improvisaría.

Dejé al chico recostado y me enderecé detrás de la chimenea en forma de gárgola. Jabor me vio. Cuando disparó, cerré las alas un instante y me dejé caer en el aire. La detonación pasó como un rayo por encima de mi cabeza, que descendía en picado, y describió una parábola por encima del tejado para acabar explotando, sin causar daño alguno,[5] en algún lugar de la calle. Volví a batir las alas y remonté el vuelo hasta acercarme a Jabor sin perder de vista el pequeño muro de llamas que lo rodeaba y que resquebrajaba las tejas y prendía en las vigas ocultas que sostenían el tejado.

Alcé mis garras en un gesto sumiso.

—¿No podríamos discutir esto? Tu amo querrá al chico vivo.

Jabor no era muy dado a la charla. Una nueva detonación estuvo a punto de zanjar la discusión. Me puse a dar vueltas a su alrededor tan rápido como pude para que no se alejara demasiado del lugar en que se encontraba. Cada vez que disparaba, la potencia de su descarga debilitaba la sección de tejado que lo sostenía y, cada vez que aquello ocurría, el tejado se estremecía de forma un poco más violenta. Sin embargo, yo me estaba quedando sin fuerzas, mis artimañas eran cada vez menos hábiles. Los hilos de una detonación me cortaron un ala y caí rodando sobre las tejas. Jabor dio un paso adelante.

Alcé una mano y disparé una descarga en respuesta. Fue débil y baja, demasiado baja como para crearle problemas a Jabor. Impacto en las tejas, a sus pies. Ni siquiera se inmutó. De hecho, estalló en una sonora carcajada…

… que fue cortada en seco por el desmoronamiento de la sección entera del tejado. La viga central, que se extendía a lo largo del edificio, se partió en dos; las viguetas cedieron y maderos, yeso y tejas se precipitaron al infierno de la casa llevándose a Jabor con ellos. Tuvo que ser una buena caída; cuatro pisos en llamas hasta el sótano. Gran parte de la casa debió de caerle encima.

Las llamas crepitaron a través del agujero. Mientras me agarraba al borde de la chimenea y saltaba al otro lado por encima de ella, sonó como un estallido de aplausos.

El chico seguía allí, acuclillado, con la mirada perdida y sin brillo en los ojos.

—He conseguido unos minutos —anuncié—, pero no hay tiempo que perder. Muévete.

Se tratara o no del tono amistoso de mi voz lo que lo logró, se puso en pie con esfuerzo y suficiente rapidez. Sin embargo, se puso en marcha arrastrando los pies por el tejado con el garbo y la elegancia de un cadáver andante. A aquella velocidad le hubiera llevado una semana acercarse al árbol. Un anciano con ojos de cristal lo hubiera atrapado, no digamos ya un genio furibundo. Eché un vistazo a mis espaldas. Todavía no había señal alguna de que nos persiguieran, solo las llamas que rugían a través del agujero. Sin perder un segundo, reuní todas las fuerzas que me quedaban y me cargué el chico al hombro. A continuación, corrí todo lo rápido que pude por el tejado.

Cuatro casas o así más adelante, nos encontramos junto al árbol, un abeto de hoja perenne. Las ramas más cercanas solo se encontraban a cuatro metros. Saltable. No obstante, primero tenía que descansar. Descargué al chico sobre las tejas y comprobé que seguíamos solos. Nada. Jabor tenía problemas. Me lo imaginé destrozándolo todo a su alrededor en medio del fuego incandescente del sótano, enterrado bajo toneladas de escombros en llamas, tratando de salir de allí.

Percibí un movimiento súbito entre las llamas. Había llegado el momento de irse.

No le ofrecí al muchacho la opción de dejarse llevar por el pánico. Lo cogí por la cintura, corrí tejado abajo y salté desde el borde. El chico no abrió la boca cuando saltamos al aire, recortados contra la luz anaranjada del fuego. Mis alas se batieron en frenesí manteniéndonos en el aire el tiempo suficiente hasta que, en un caos de azotes, de pinchazos y de chasquidos de ramas, nos zambullimos en la espesura del árbol.

Me agarré al tronco para detener la caída. El chico se sujetó a una rama. Eché un vistazo atrás, a la casa, y distinguí una figura negra moviéndose despacio, recortada contra el fuego.

Cogiéndome al tronco sin demasiada fuerza, dejé que resbaláramos. Durante el descenso, la corteza se abría en dos por donde pasaban las garras. Aterrizamos en la hierba húmeda, en medio de la oscuridad al pie del árbol.

Volví a poner al chico en pie.

—Y ahora, ¡ni mu! —le susurré—. Y mantente debajo de los árboles.

A continuación, mi amo y yo avanzamos a hurtadillas hacia la húmeda oscuridad del jardín mientras el zumbido de los motores aumentaba en la calle que había más allá y otra viga de las grandes se desmoronaba sobre los escombros incandescentes de la casa de su maestro.