Nathaniel

29

Nathaniel se quedó solo en el descansillo aferrado a la barandilla como si temiera caerse. Un murmullo de voces procedía del comedor; se elevaba y se apagaba, pero apenas conseguía distinguirlo. El pánico que le embotaba la cabeza ahogaba cualquier otro sonido. «El único mal hechicero es el incompetente.» ¿Y qué era la incompetencia? La pérdida del control. Durante los últimos días, todo había ido escapándosele de las manos a un ritmo lento y regular. Primero, Bartimeo había descubierto su nombre de nacimiento. Lo había arreglado con lo de la lata de tabaco, pero el respiro no había durado mucho. De hecho, los desastres se habían continuado en rápida sucesión. Bartimeo había sido capturado por el gobierno, Underwood había descubierto sus actividades y su carrera se había visto arruinada antes de comenzar. Además, el demonio se había negado a obedecer sus órdenes y el mismo Lovelace estaba en la puerta. Y lo único que podía hacer era quedarse allí parado y mirar, incapaz de reaccionar. Se encontraba a merced de los acontecimientos que había puesto en marcha. Impotente…

Una vocecita se abrió paso a través de su autocompasión y lo hizo reaccionar. Era el suave murmullo de las zapatillas de la señora Underwood por el vestíbulo, pasando de la cocina al comedor. Llevaba el té. Nathaniel oyó el tintineo de la porcelana en la bandeja. Le siguió una llamada a la puerta, más tintineo cuando entró y, a continuación, el silencio.

En ese momento Nathaniel olvidó su complicada situación. El enemigo estaba dentro de casa. En unos instantes, sin duda forzaría o persuadiría a Underwood para que abriera su estudio y lo inspeccionaría. Encontraría el Amuleto y luego… ¿Qué haría Lovelace al señor Underwood o a su mujer?

Bartimeo le había dicho que esperara escaleras arriba y que se preparara para lo peor. Sin embargo, Nathaniel ya estaba harto de perder el tiempo sin hacer nada. Todavía no estaba acabado. La situación era desesperada, pero aún podía actuar. Los hechiceros estaban en el comedor. El estudio de Underwood estaba vacío. Si conseguía escabullirse dentro y recuperar el Amuleto, tal vez pudiera esconderlo en algún sitio a pesar de lo que dijera Bartimeo.

En silencio, con rapidez, se escurrió escaleras abajo hacia el descansillo inferior hasta el piso del estudio de su maestro y los talleres. Las voces apagadas procedentes de la planta baja habían subido el tono; creyó oír con claridad la de Underwood gritando. El tiempo apremiaba. Nathaniel cruzó las habitaciones hasta la puerta que conducía a las escaleras del estudio. Allí se detuvo. No se había acercado a aquella puerta desde que tenía seis años. Los recuerdos lejanos lo asaltaron y le hicieron estremecerse, pero se los sacudió de encima. Dio un paso hacia delante, bajó los escalones…

Y se detuvo en seco.

La puerta del estudio de Underwood estaba frente a él pintarrajeada con la estrella roja de cinco puntas. Nathaniel gruñó. Sabía reconocer un maleficio de fuego cuando lo tenía delante. Acabaría incinerado en cuanto tocara la puerta. Sin protección no podía continuar y la protección requería un círculo, una invocación, una preparación cuidadosa…

No obstante, no tenía tiempo para todo aquello. ¡Estaba indefenso! ¡Inútil! Estampó el puño contra la pared. De algún lugar alejado de la casa llegó un ruido que bien podría haber correspondido a un grito de terror.

Nathaniel corrió escaleras arriba, atravesó el descansillo y, al hacerlo, oyó que la puerta del comedor se abría y que alguien salía al vestíbulo. Iban hacia allí.

En ese momento, desde el piso inferior también le llegó la voz de la señora Underwood, angustiada e inquieta, una voz que le provocó una sacudida de miedo.

—¿Va todo bien, Arthur?

La respuesta fue apagada, cansina, casi irreconocible.

—Voy a enseñarle el estudio a Lovelace. Gracias, no necesitamos nada.

Estaban subiendo las escaleras. Nathaniel quedó atrapado por una indecisión agónica. ¿Qué debía hacer? Justo cuando alguien doblaba la esquina, se escondió en cuclillas detrás de la puerta más cercana y la cerró casi del todo. Respirando con dificultad, trató de espiar a través del pequeño resquicio que le permitía tener una visión del descansillo.

Pasó una lenta procesión encabezada por el señor Underwood. Llevaba el pelo y las ropas desbaratadas, los ojos desorbitados y la espalda encorvada como si cargara con un gran peso. Detrás lo seguía Simon Lovelace con los ojos ocultos tras las gafas; sus labios no eran más que una delgada y sombría línea. Detrás de él venía una araña afanándose por entre las sombras de la pared.

La procesión desapareció en dirección al estudio. Nathaniel retrocedió, la cabeza le daba vueltas y sentía náuseas a causa de la culpabilidad y el miedo. El rostro de Underwood… A pesar del extremo desprecio que sentía por su maestro, verle en aquel estado lo rebeló contra todo lo que le habían enseñado. Sí, era débil; sí, era mezquino; sí, había tratado a Nathaniel con un desdén constante, pero aquel hombre era un ministro, uno de los trescientos del gobierno, y no había robado el Amuleto. Eso lo había hecho Nathaniel.

Se mordió el labio. Lovelace era un criminal. ¿Quién sabía lo que sería capaz de hacer? Que Underwood cargara con la culpa, se lo merecía. Nunca había defendido a Nathaniel y había despedido a la señorita Lutyens, que también sufriera él. En primer lugar, ¿por qué Nathaniel había dejado el Amuleto en el estudio si no era para protegerse cuando apareciera Lovelace? Podía mantenerse al margen como había dicho el genio y prepararse para salir corriendo si fuera necesario.

Nathaniel hundió la cabeza entre las manos.

No podía salir corriendo, no podía esconderse. Aquel consejo se lo había ofrecido un demonio traicionero y taimado. Salir corriendo y esconderse no era la conducta propia de un hechicero honorable. Si dejaba que su maestro se enfrentara solo a Lovelace, ¿cómo podría volver a mirarse a la cara? Si su maestro sufría, la señora Underwood también sufriría, y aquello no podría soportarlo. No, no había otra solución. Ahora que la crisis se le venía encima, Nathaniel descubrió, para su sorpresa y horror, que tenía que actuar. A pesar de las consecuencias, tenía que intervenir.

Incluso pensar en lo que estaba haciendo le provocaba náuseas. Sin embargo, lo consiguió. Poco a poco, arrastrándose paso a paso, cruzó la puerta y el descansillo hacia las escaleras del estudio. Escalones abajo, de uno en uno.

A cada paso su sentido común le gritaba que diera media vuelta y que huyera, pero se resistió. Salir corriendo equivaldría a defraudar a la señora Underwood. Entraría allí y confesaría la verdad, pasara lo que pasara.

La puerta estaba abierta; el maleficio de fuego estaba desactivado. Una luz amarillenta se proyectaba del interior.

Nathaniel se detuvo en el umbral. Parecía como si su cerebro se hubiera paralizado. No comprendía del todo lo que estaba a punto de hacer. Empujó la puerta y entró justo a tiempo para ser testigo del momento del descubrimiento.

Lovelace y Underwood estaban de espaldas a él, junto a un aparador. Abrieron las puertas del armario de par en par y, sin dejar de escudriñarlo, la cabeza de Lovelace se propulsó hacia delante como la de un gato a la caza y extendió la mano para apartar algo a un lado. A continuación profirió un grito triunfal. Lentamente, se volvió y alzó la mano ante la cara de Underwood, pálida como un cadáver.

Nathaniel dejó caer los hombros. Qué pequeño parecía el amuleto de Samarkanda, qué insignificante mientras colgaba de los dedos de Lovelace en su fina cadena de oro. Pendía con suavidad, lanzando destellos bajo la luz del estudio.

Lovelace sonreía.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?

Underwood sacudía la cabeza confundido e incrédulo. En aquellos pocos segundos, había envejecido.

—No —murmuró—. Es una trampa… Me estás tendiendo una trampa…

Lovelace ni siquiera lo miraba, no le quitaba los ojos de encima a su premio.

—No imagino lo que creías que podías hacer con él —observó—. Invocar a Bartimeo debió de ser suficiente para extenuarte.

—Mantengo —insistió Underwood con un hilo de voz— que no sé nada de ese Bartimeo y que no sé nada de ese objeto ni de cómo ha llegado hasta aquí.

Nathaniel oyó una nueva voz, aguda y temblorosa. Era la suya.

—Dice la verdad —intervino—. Yo lo cogí. La persona que busca soy yo.

El silencio que siguió a aquella declaración se prolongó durante unos cinco segundos. Ambos hechiceros se volvieron al instante para mirarlo de hito en hito boquiabiertos. Las cejas del señor Underwood se alzaron, se hundieron y luego volvieron a elevarse reflejando su completo desconcierto. Lovelace fruncía el ceño, atónito.

Nathaniel aprovechó la oportunidad para dar un paso al frente.

—Fui yo —repitió con algo más de firmeza ahora que ya estaba todo decidido—. Él no sabe nada de esto. Déjelo en paz.

Underwood parpadeó y sacudió la cabeza. Parecía dudar de las pruebas que le daban sus sentidos. Lovelace ni pestañeaba, tenía los ojos ocultos clavados en Nathaniel. El amuleto de Samarkanda colgaba con suavidad entre sus dedos inmóviles.

Nathaniel se aclaró la garganta, que tenía seca. No se atrevía ni a imaginar lo que podía ocurrir a continuación. No había pensado en que pasaría después de su confesión. En algún sitio de la estancia fechaba su sirviente, de modo que no estaba del todo indefenso. Si era necesario, esperaba que Bartimeo acudiera en su ayuda.

Su maestro por fin recobró la voz.

—Pero ¿qué estás diciendo, atontado? No tienes ni idea de lo que estamos discutiendo. ¡Sal de aquí ahora mismo! —Algo cruzó su mente—. Espera, ¿cómo has salido de la habitación?

A su lado, la expresión ceñuda de Lovelace se torció de repente en una sonrisita nerviosa. Rió por lo bajo.

—Un momento, Arthur. Tal vez te estés precipitando.

Por un instante, Underwood recuperó un fugaz atisbo de su cólera habitual.

—¡No seas absurdo! ¡Este mocoso no puede haber cometido el crimen! Para empezar, tendría que haber salvado mi maleficio de fuego, por no hablar de tus defensas.

—E invocar a un genio del decimocuarto nivel —murmuró Lovelace—. No lo olvidemos.

—Exacto. La sola idea es abs… —Underwood enmudeció. Una comprensión súbita apareció en sus ojos—. Espera… Tal vez… ¿Será posible? Lovelace, hoy mismo he pillado a este mocoso en su habitación con todo lo necesario para una invocación y con la estrella de cinco puntas de Adelbrand dibujada con tiza. Tenía libros complicados, por ejemplo La boca de Ptolomeo. Di por sentado que había fracasado, que le perdía la ambición. Pero ¿y si me equivoqué?

Simon Lovelace no dijo nada; no le quitaba los ojos de encima a Nathaniel.

—Hace una hora —continuó Underwood—, le pillé espiándome en mi estudio. Tenía un espejo mágico, algo que nunca le había dado. Si es capaz de eso, ¿quién sabe con qué otros crímenes podría atreverse?

—Aun así —dijo Lovelace en voz baja—, ¿por qué me robó a mí?

Por su comportamiento, Nathaniel adivinó que su maestro no sabía lo que era el Amuleto y se dio cuenta de que aquello podría salvarlo. ¿Y si Lovelace también creía lo mismo de Nathaniel? Habló atropelladamente tratando de sonar tan infantil como le fuera posible.

—Solo fue una chiquillada, señor —dijo—. Una broma. Quería vengarme porque me pegó. Le pedí al demonio que le quitara algo, cualquier cosa. Iba a quedármelo hasta que fuera mayor y, esto… hasta que pudiera descubrir de qué se trataba y cómo utilizarlo. Espero que no sea muy valioso, señor. Siento mucho haberle causado alguna molest…

Su voz fue apagándose, muy consciente de lo poco convincente que era la historia. Lovelace seguía con sus ojos clavados en él, pero Nathaniel no consiguió adivinar nada en aquella expresión. Sin embargo, por primera vez en la vida, su maestro le creyó y se desató toda su furia.

—¡Esto es la gota que colma el vaso, Mandrake! —bramó—. ¡Comparecerás ante los tribunales! ¡Y aunque te libres de la cárcel, tu aprendizaje dará fin y te pondrán de patitas en la calle! ¡Te expulsaré! ¡Se te cerrarán todas las puertas! ¡Te convertirás en un indigente entre la plebe!

—Sí, señor. —Lo que fuera con tal de que Lovelace se marchara.

—Lo único que puedo hacer es pedirte disculpas, Lovelace. —Underwood se enderezó y sacó pecho—. Ambos hemos sido importunados, me ha traicionado y te ha robado un tesoro de lo más poderoso, ese Amuleto. —Le echó una mirada al pequeño óvalo de oro que pendía de la mano de Lovelace y en ese fatídico instante se dio cuenta de lo que era. Emitió un breve grito ahogado que se estrelló contra sus dientes, un sonido inaudible; no obstante, Nathaniel lo oyó con total claridad. Lovelace ni se inmutó.

El rubor abandonó las mejillas de Underwood. Alzó la vista como un rayo hacia el rostro de Lovelace para comprobar si se había dado cuenta de algo. Los ojos de Nathaniel hicieron otro tanto. A través de las palpitaciones que martilleaban su cabeza, oyó a Underwood tratando de continuar donde se había detenido.

—Y… y ambos nos aseguraremos de que obtenga su justo castigo, sí, por supuesto que lo haremos; se arrepentirá del día en que se le ocurrió…

El otro hechicero alzó una mano. Underwood calló al instante.

—Bien, John Mandrake —dijo Simón Lovelace—. Me tienes casi patidifuso. Sí, se me ha importunado, los últimos días han sido duros para mí. Pero, mira, he recuperado mi tesoro y las aguas han vuelto a su cauce. Por favor, no te disculpes. Invocar a un genio como Bartimeo a tu edad no es poca cosa; controlarlo durante varios días es aún más sorprendente. También has conseguido irritarme, algo que no ocurre muy a menudo, y engañaste a Underwood, lo que en cierto modo es menos insólito. Muy inteligente. Únicamente has caído al final. ¿Qué te llevó a reconocer tu acción? Me hubiera encargado de Underwood sin levantar demasiado barullo y tú te habrías salvado. —Su voz era tranquila y controlada. Underwood trató de hablar de inmediato, pero Lovelace lo interrumpió—. Silencio, hombre. Quiero oír las razones del chico.

—Porque no era culpa suya —respondió Nathaniel, imperturbable—. Él no sabía nada. Usted y yo teníamos algo pendiente, tanto si usted lo sabía como si no, y él debía mantenerse al margen. Por eso he bajado. —La comprensión de la total inutilidad de su acto le cayó encima como una losa.

Lovelace rió entre dientes.

—Debido a cierto sentido infantil de la nobleza, ¿no? —comentó—. Me lo temía. El honorable camino de la acción. Heroico, pero estúpido. ¿De dónde lo has sacado? De Underwood no, eso seguro.

—Le robé porque cometió una injusticia conmigo —continuó Nathaniel—. Quería desquitarme, eso es todo. Castígueme si lo desea, no me importa. —Su actitud de malhumorada resignación ocultaba una esperanza cada vez mayor. Tal vez Lovelace no se había dado cuenta de lo que sabían del Amuleto, tal vez le impondría un castigo simbólico y se iría.

Era evidente que Underwood esperaba lo mismo. Agarró a Lovelace del brazo con vehemencia.

—Simon, como has visto yo no tengo absolutamente nada que ver en todo este asunto. Ha sido este muchacho perverso y maquinador. Puedes hacer con él lo que quieras. Cualquiera que sea el castigo que se le imponga a este crimen, eres muy libre de administrarlo. Lo dejo por completo en tus manos.

Con suavidad, Lovelace se deshizo de su mano.

—Gracias, Underwood. Le administraré su castigo en breve.

—Bien.

—Después de ocuparme de ti.

Por un segundo, Underwood se quedó paralizado; instantes después, con un giro veloz, e inesperado en un hombre de su edad, pues corrió hacia la puerta abierta. Justo en el momento en que pasaba junto a Nathaniel, una ráfaga de viento procedente de la nada cerró la puerta de golpe. Underwood forcejeó con el pomo y tiró de él con todas sus fuerzas, pero este no se movió. Con un gruñido de pavor, se dio media vuelta. Nathaniel y él estaban frente a Simón Lovelace. A Nathaniel le temblaron las piernas. Miró a su alrededor desesperado en busca de Bartimeo, pero la araña no estaba a la vista.

Con sumo cuidado, Lovelace cogió el amuleto de Samarkanda por la cadena y se lo colgó al cuello.

—No soy idiota, John —dijo—. Es posible que no sepas qué es este objeto, pero, francamente, no puedo arriesgarme. Y no me cabe duda de que el pobre Arthur sí que lo sabe.

Al oír aquello, Underwood extendió una mano en forma de garra y agarró a Nathaniel por el cuello. Su voz estaba rota por el pánico.

—¡Sí, pero no diré nada! ¡Puedes confiar en mí, Lovelace! ¡Por lo que a mí respecta, puedes quedarte el Amuleto para los restos! Pero el muchacho es un estúpido entrometido y se le ha de silenciar antes de que lo suelte todo. ¡Mátalo ahora y el problema se habrá resuelto! —Sus uñas se hundieron en la piel de Nathaniel mientras le hacía avanzar un paso. Nathaniel gritó, invadido por el pánico.

Una sonrisita se dibujó en el rostro de Lovelace.

—¡Qué lealtad de un maestro hacia su aprendiz! Conmovedor. Verás, John, Underwood y yo vamos a darte una última lección sobre el arte de llegar a ser hechicero y con nuestra ayuda tal vez comprenderás tu error al querer vengarte de mí hoy. Creías en la idea del hechicero honorable, del que asume la responsabilidad de sus acciones. Mera propaganda, eso no existe. El honor, la honestidad y la justicia no existen. Cada hechicero actúa en su propio beneficio, aprovechando todas las oportunidades que se le presentan. Cuando es débil, evita el peligro, razón por la cual los mediocres se desloman dentro del sistema como Arthur sabe tan bien, ¿verdad, Underwood? Pero cuando alguien es eficaz, ataca. ¿Cómo crees que Rupert Devereaux se hizo con el poder? Hace veinte años su maestro asesinó al anterior primer ministro en un golpe de Estado y él heredó el título. Esa es la verdad. Así es como se ha hecho desde siempre. Cuando la semana que viene utilice el Amuleto, estaré siguiendo una gran tradición que se remonta hasta Gladstone. —Las gafas desprendieron un destello y alzó una mano en actitud de comenzar un gesto—. Puede que te consuele saber que, incluso antes de que llegaras, había decidido matarte a ti y a todo el que hubiera en la casa. No puedo dejar nada al azar. De modo que tu estupidez al bajar, en realidad no ha cambiado nada.

La imagen de la señora Underwood escaleras abajo, en la cocina, cruzó la mente de Nathaniel como un relámpago. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

—Por favor…

—Eres débil, muchacho, como tu maestro. —Lovelace dio una palmada. La luz del estudio de repente se apagó. Un temblor estremeció el suelo. Nathaniel sintió que algo aparecía en la esquina más alejada de la habitación, pero el miedo lo paralizó, ni se atrevió a mirar.

A su lado, Underwood pronunció las palabras de un sortilegio de protección. Una red de un verde brillante se alzó para envolverlo. Nathaniel quedó fuera, indefenso.

—¡Maestro!

En ese momento, como un pozo derrumbándose en una mina de pizarra, una voz espantosa resonó por toda la habitación.

—¡¿Qué deseas?!

—Destruye a esos dos y a cualquier otro ser viviente que encuentres en la casa. Redúcelo todo a cenizas —respondió la voz de Lovelace.

Underwood lanzó un chillido.

—¡Llévate al muchacho! ¡Déjame a mí!

Empujó a Nathaniel con una fuerza impetuosa. Nathaniel trastabilló, se tambaleó y cayó al suelo. Sus ojos estaban arrasados por las lágrimas. Trató de levantarse, consciente de su total indefensión. Muy cerca, oyó un ruido de astillado y abrió la boca para gritar pero entonces unas garras descendieron y lo cogieron por el cuello.