Bartimeo

28

—Disculpa la intrusión, Arthur —se excusó Simon Lovelace.

Underwood acababa de entrar en su alargado y oscuro comedor cuando di con él; había empleado varios minutos junto al espejo del descansillo inferior para alisarse el pelo y arreglarse la corbata. No sirvió de nada, seguía pareciendo despeinado y apolillado al lado del joven hechicero, quien estaba junto al mantel estudiándose las uñas, frío y tenso como un muelle.

Underwood agitó la mano en un intento de demostrar una generosidad indiferente.

—Mi casa es tu casa. Disculpa el retraso, Lovelace. Por favor, toma asiento.

Lovelace no lo hizo. Llevaba un traje oscuro con una corbata verde oscura. La luz de la lámpara del techo se reflejaba en sus gafas que desprendían destellos a cada movimiento. Sus ojos eran invisibles, pero la piel bajo las gafas era gris, estaba fatigada y le colgaba.

—Pareces aturullado, Underwood —comentó.

—No, no, estaba liado arriba. Me falta un poco de aliento.

Había entrado en la habitación en forma de araña y me había arrastrado con discreción por el dintel y pared arriba hasta alcanzar la aislada penumbra del rincón más oscuro. Una vez allí, tejí aprisa varios hilos a mi alrededor para camuflarme todo lo que me fuera posible porque vi que el hechicero se había traído a su diablillo del segundo plano y que este estaba husmeando los rincones y las rendijas con sus peligrosos ojillos.

Cómo era posible que Lovelace hubiera encontrado la casa era algo que no me apetecía adivinar. A pesar de haberlo negado ante el crío, no cabía duda de que era una desagradable coincidencia que Lovelace hubiera llegado justo en el mismo momento que yo. Sin embargo, ya esclarecería aquello más tarde. El futuro del niño, y en consecuencia el mío, dependían de mi capacidad de reacción ante lo que ocurriera a continuación.

Underwood se sentó en su silla de costumbre y esbozó una sonrisa forzada.

—Bien… —dijo—. ¿Estás seguro de que no quieres tomar asiento?

—No, gracias.

—Bueno, por lo menos dile a ese diablillo tuyo que se esté quieto. Me está mareando —dijo con una súbita y mordaz aspereza.

Simon Lovelace chascó la lengua. El diablillo que se removía tras su cabeza se puso rígido al instante paralizando su rostro en una pose deliberadamente inoportuna, a medio camino entre el embobamiento y una sonrisa.

Underwood hizo todo lo que pudo para no prestarle atención.

—Tengo varios asuntos de los que ocuparme —prosiguió—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Simon Lovelace inclinó la cabeza con seriedad.

—Hace unas noches sufrí un robo —explicó—. Me robaron un objeto en casa mientras yo estaba fuera, una cosilla de cierto poder.

Underwood emitió un sonido de pesar.

—Lo siento mucho.

—Gracias. Es un objeto al que le tengo especial aprecio. Como es natural, quiero que me lo devuelvan.

—Es natural. ¿Crees que la Resistencia…?

—Y es en relación con esto por lo que hoy he venido a visitarte, Underwood.

Hablaba con lentitud y cuidado, dando un rodeo al tema. Tal vez esperaba no tener que hacer la acusación de forma directa. Los hechiceros son siempre prudentes con las palabras. Una frase apresurada, incluso en una crisis, puede conducir a la desgracia. No obstante, el mayor de los dos hizo caso omiso de la insinuación.

—Puedes contar con todo mi apoyo, faltaría más —aseguró Underwood con serenidad—. Esos robos son una abominación. Hace un tiempo que sabemos de la existencia de un mercado negro para ese tipo de artilugios robados y yo, por el momento, creo que su venta ayuda a financiar la resistencia a nuestro dominio. Ayer mismo fuimos testigos del tipo de atentados a los que pueden conducir. —Underwood enarcó las cejas con algo similar a la satisfacción—. Debo decir —continuó— que me sorprende oír que hayas sido víctima de un robo. Permíteme la franqueza, pero los más recientes los han sufrido hechiceros relativamente menores. Se cree que los ladrones suelen ser jóvenes, incluso niños. Hubiera jurado que tus defensas les habrían hecho frente.

—Ya —respondió Simón Lovelace entre dientes.

—¿Crees que está relacionado con el ataque al Parlamento?

—Un momento, por favor. —Lovelace alzó una mano—. Tengo razones para sospechar que el robo del… de mi objeto, no fue obra de la llamada Resistencia, sino de un hechicero.

Underwood frunció el ceño.

—¿Eso crees? ¿Estás seguro?

—Sé qué llevó a cabo la incursión. Se hace llamar con el espantoso nombre de Bartimeo. Un genio de medio pelo, gran insolencia y escasa inteligencia.[1] Nada especial. Cualquier cabeza de chorlito podría haberlo invocado. Es decir, un cabeza de chorlito que fuera hechicero, no un plebeyo.

—Sin embargo —objetó Underwood con suavidad—, ese Bartimeo se llevó tu objeto.[2]

—¡Menudo inepto! ¡Se dejó identificar! —Lovelace recobró la compostura con dificultad—. No, no, estás en lo cierto. Se lo llevó.

—Y en cuanto a quién lo invocó…

Las gafas emitieron un destello.

—Bueno, Arthur, por eso es por lo que estoy aquí. Para verte.

Se hizo un silencio momentáneo mientras las neuronas de Underwood luchaban por hacer la conexión. Con éxito, por fin. Diversas emociones compitieron por el control de su rostro y, a continuación, todas fueron barridas por una especie de tersura glacial. La temperatura de la habitación descendió en picado.

—Disculpa —dijo, muy tranquilo—. ¿Qué has dicho?

Simon Lovelace se inclinó hacia delante y descansó ambas manos en la mesa. Tenía una manicura perfecta.

—Arthur —dijo—, últimamente Bartimeo no ha pasado desapercibido. En cuanto a esta mañana, estaba encarcelado en la Torre de Londres tras haber atacado a Pinn en Piccadilly.

Underwood se tambaleó de sorpresa.

—¿Ese genio? ¿Cómo… cómo lo sabes? No consiguieron sacarle el nombre… Y… ha escapado, esta misma tarde…

—Pues sí, lo ha hecho. —Lovelace no le explicó cómo—. Tras su huida, mis agentes lo descubrieron. Siguieron a Bartimeo por todo Londres… hasta aquí.[3]

Underwood sacudió la cabeza, aturdido.

—¿Hasta aquí? ¡Mentira!

—No hace ni diez minutos que desapareció por tu chimenea en forma de nube tóxica. ¿Te sorprende que viniera de inmediato a reclamar mi objeto? Y ahora que estoy aquí… —Lovelace alzó la cabeza como si oliera algo delicioso—. Sí, siento su aura. Está muy cerca.

—Pero…

—Nunca hubiera dicho que se trataba de ti, Arthur. No es que no creyera que codiciabas mis tesoros, simplemente creía que carecías de los medios para llevártelos.

El viejo abrió y cerró la boca como un besugo, emitiendo sonidos inarticulados. El diablillo de Lovelace crispó su expresión por un instante y la cambió por una diferente y más violenta para luego volver a la original. Su amo golpeteó la mesa con el índice, con suavidad.

—Podría haber irrumpido en tu casa a la fuerza, Arthur. Habría estado en mi derecho. Sin embargo, prefiero ser educado. Además, ese objeto es de mi propiedad y, como estoy seguro que sabrás muy bien, es bastante… polémico. Ninguno de los dos querría que se supiera de su presencia en nuestras casas, ¿no? Así que, si me lo devuelves sin perder más tiempo, estoy seguro de que podríamos llegar a algún tipo de… entendimiento que nos beneficiara a ambos. —Se enderezó mientras una mano jugueteaba con el puño de una manga—. Estoy esperando.

Si Underwood hubiera comprendido una sola palabra de lo que Lovelace estaba diciendo, podría haberse salvado.[4] Si hubiera recordado las fechorías de su aprendiz y hubiera sumado dos más dos, todo habría salido bien. Sin embargo, en medio de su confusión, no consiguió ver más allá de la falsa acusación que se le imputaba y, airado, se levantó de la silla.

—¡Pomposo advenedizo! —gritó—. ¿Cómo te atreves a acusarme de robo? No tengo tu objeto, no sé nada de él y menos aún quiero saberlo. ¿Por qué habría de robártelo? No soy un político adulador como tú, no soy de esos pelotas que te clavan un cuchillo por la espalda. ¡Yo no voy escarbando por ahí buscando poder e influencia como un topo en un pozo ciego! Y aunque lo hiciera, no me complicaría la vida robándote a ti. Todo el mundo sabe que tu estrella está perdiendo brillo. No vale la pena atacarte. No, tus agentes han equivocado. O lo más probable es que te hayan mentido. ¡Bartimeo no está aquí! No sé nada de él. ¡Y tu baratija no está en mi casa!

Mientras hablaba, la cara de Simón Lovelace pareció retroceder hasta la oscuridad, aunque la luz de la lámpara seguía jugando en la superficie de sus gafas. Sacudió la cabeza lentamente.

—No seas estúpido, Arthur —le advirtió—. ¡Mis informadores no me mienten! Son entes poderosos que se postran ante mis órdenes.

Underwood avanzó la barbilla con aire desafiante.

—Fuera de mi casa.

—No tengo que decirte qué tipo de recursos tengo a mi disposición —prosiguió Simón Lovelace—. Pero si bajas la voz todavía estaríamos a tiempo de evitar una escena.

—No tengo nada que decir. Tu acusación es falsa.

—Muy bien, entonces…

Simón Lovelace chascó los dedos. Al instante, de la nada apareció su diablillo que aterrizó de un salto sobre la superficie de caoba de la mesa del comedor. Hizo una mueca forzada y un bulbo comenzó a hincharse al final de la cola que al final se convirtió en una punta de borde dentado. El diablillo descendió su trasero con parsimonia e hizo girar la cola. A continuación, la punta se hundió en la superficie brillante de la mesa y la tajó como lo hace un cuchillo con la mantequilla. El diablillo atravesó el ancho de la mesa a zancadas arrastrando la cola por la madera y partiéndola en dos. A Underwood se le salieron los ojos de las órbitas. Lovelace sonrió.

—¿Una reliquia familiar, Arthur? —preguntó—. Me lo temía.

El diablillo casi había alcanzado el extremo opuesto cuando se oyó una repentina llamada en la puerta. Los dos hombres se volvieron. El diablillo se detuvo en seco. La señora Underwood entró llevando una bandeja cargada.

—El té —anunció—. Y unas cuantas pastitas; son las favoritas de Arthur, señor Lovelace. Las dejaré aquí, ¿me permiten?

Mudos de asombro, los hechiceros y el diablillo la observaron mientras se aproximaba a la mesa. Con gran cuidado, dejó la pesada bandeja sobre esta, a medio camino entre la hendidura aserrada y el extremo en el que se encontraba Underwood. En medio del silencio sepulcral, descargó una enorme tetera de porcelana (el diablillo invisible tuvo que dar un paso atrás para evitarla), dos tazas, dos platillos, dos platos, todo un surtido de pastitas y varios objetos de su mejor cubertería. El extremo de la mesa se tambaleó perceptiblemente bajo el peso y se oyó un ligero chasquido.

La señora Underwood volvió a recoger la bandeja y sonrió a la visita.

—Adelante, sírvase usted mismo, señor Lovelace. Unos cuantos kilitos más no le vendrían nada mal.

Bajo su franca mirada, Lovelace cogió una pastita. La mesa se tambaleó. El hechicero esbozó una sonrisa.

—Muy bien. Llamadme si os apetece otra taza. —Con la bandeja bajo el brazo, la señora Underwood salió de allí presurosa. Observaron cómo se marchaba.

La puerta se cerró.

Todos a una, hechiceros y diablillos volvieron su atención hacia la mesa.

Con un estrépito ensordecedor, el único tirante de madera que la unía cedió. Un extremo de la mesa, junto con tetera, tazas, platillos, platos, el surtido de pastitas y varias piezas de su mejor cubertería se vinieron abajo. El diablillo saltó para ponerse a salvo y aterrizó en la repisa de la chimenea, junto al centro de flores secas.

Se hizo un breve silencio.

Simon Lovelace arrojó su pastita al revoltijo del suelo.

—Lo que puedo hacerle a una mesa de madera, puedo hacérselo a un cabeza dura, Arthur —lo amenazó.

Arthur Underwood lo miró.

—Era mi mejor tetera —dijo de manera extraña, como si lo hiciera desde la lejanía.

Dio tres silbidos, estridentes y agudos. Se oyó una respuesta, grave y retumbante, y de las baldosas de delante de la chimenea se alzó un trasgo robusto y musculoso de cara azul. Underwood le hizo una señal y volvió a silbar una vez más. El trasgo saltó y dio media vuelta en el aire. Cayó sobre el diablillo, que se retiró acobardado detrás de las corolas, lo sacó de allí con sus garras desprovistas de dedos y comenzó a exprimirlo haciendo caso omiso de la punta dentada que se agitaba. La esencia del pequeño diablillo se contrajo y se desdibujó, moldeada como si fuera masilla. En un periquete, había sido espachurrado, cola y todo, en una bola pastosa y amarillenta. El trasgo alisó la superficie de la bola, la lanzó al aire, abrió la boca y se la tragó.

Underwood se volvió hacia Lovelace, que observaba todo aquello con los labios fruncidos.

Confieso que el vejete me sorprendió; hizo mejor alarde de recursos del que esperaba. Sin embargo, el esfuerzo de haber hecho surgir a aquel trasgo se estaba cobrando su precio. Tenía la nuca sudorosa. Lovelace también lo sabía.

—Una última oportunidad —le espetó—. Devuélveme lo que es mío o subiré la apuesta. Condúceme hasta tu estudio.

—¡Ni hablar! —Underwood estaba a su lado, tenso e iracundo. Hizo caso omiso a los avisos del sentido común.

—Entonces, observa. —Lovelace se alisó el cabello engominado hacia atrás y pronunció unas cuantas palabras entre dientes. El comedor se estremeció; todo lo que este contenía tembló. La pared del fondo de la habitación se hizo insustancial. Retrocedió, reculando cada vez más lejos hasta que desapareció de la vista. En su lugar, se abrió hasta el infinito un pasillo de dimensiones inciertas. Mientras Underwood no le quitaba la vista de encima, apareció una figura al rondo del pasillo que comenzó a moverse en dirección a ellos, haciéndose cada vez más grande con gran rapidez, aunque flotando, Pues no movía las piernas.

Underwood lanzó un grito entrecortado y se tambaleó hacia atrás. Se golpeó contra su silla.

Y ya podía gritar, ya. Aquella figura me era familiar: cuerpo corpulento, cabeza de chacal…

—¡Deténlo! —La cara de Underwood se quedó blanca como la cera; se agarró a la silla para sostenerse.

—¿Qué ha sido eso? —Simón Lovelace se llevó la mano a la oreja—. No te he oído.[5]

—¡Deténlo! ¡De acuerdo, tú ganas! ¡Te llevaré a mi estudio! ¡Dile que se vaya!

La figura ganó tamaño. Underwood comenzó a recular. El trasgo puso cara de desolación y se retiró a toda prisa a través de las baldosas. Yo me removí en mi esquina preguntándome qué iba a hacer cuando Jabor acabara de entrar en la habitación.[6]

De repente, Lovelace hizo una señal. El pasillo infinito y la figura que se acercaba desaparecieron. La pared volvía a estar allí como antes, con la fotografía amarillenta de la abuela sonriente de Underwood colgando en el centro.

Underwood estaba de rodillas junto a los restos de su servicio de té. Temblaba de tal modo que apenas podía mantenerse derecho.

—¿Por dónde se va a tu estudio, Arthur? —preguntó Simon Lovelace.