26
A medida que se acercaba la noche, la agonía paralizante del miedo se cernía sobre Nathaniel. Paseando por su habitación como una pantera en una jaula, se sentía como si estuviera atrapado en distintas formas. Sí, la puerta estaba cerrada de modo que no podía escapar físicamente, pero aquel era el menor de sus problemas.
En ese preciso instante su sirviente Bartimeo estaba encarcelado en la Torre, sometido a cualquier tortura que a los hechiceros se les pasara por la cabeza. Si de verdad había provocado una carnicería en el centro de Londres, aquello era justo lo que el demonio se merecía. Sin embargo, Nathaniel era su amo. El era el responsable de sus crímenes. Y eso significaba que los hechiceros también lo buscarían a él. Bajo tortura, la amenaza de la reclusión perpetua se olvidaría. Bartimeo les diría el nombre de Nathaniel, la policía vendría y entonces… Con un estremecimiento causado por el miedo, Nathaniel recordó las heridas que Sholto Pinn mostraba la noche anterior. Las consecuencias no serían agradables. Aunque por algún milagro Bartimeo no abriera la boca, todavía quedaría Underwood. El maestro de Nathaniel ya le había prometido repudiarlo y tal vez algo peor. Lo único que tenía que hacer era leer las anotaciones garabateadas que se había llevado de la habitación de Nathaniel para descubrir con todo tipo de detalles lo que su aprendiz había invocado. Entonces le exigiría que le contara toda la historia. Nathaniel se estremeció al pensar en los métodos de persuasión que podría emplear.
¿Qué podía hacer? La señora Underwood le había sugerido una salida: le había aconsejado que le dijera la verdad. Sin embargo, solo con pensar que tenía que revelar sus secretos al rencoroso y sarcástico de su maestro, se ponía enfermo.
Dejando el dilema a un lado, Nathaniel invocó al diablillo extenuado y, haciendo caso omiso de sus protestas, lo envió a que espiara la Torre de Londres una vez más. Desde una distancia prudente, observó lleno de pánico cómo una horda enfurecida de demonios de alas verdes se lanzaba en picado sobre los parapetos como una nube de langostas y que luego, de súbito, se dispersaba en todas las direcciones por la capital.
—Impresionante, sí señor —comentó el espejo mágico—, de le mejorcito. Uno no suele codearse con genios de altos vuelos. ¿Quién sabe? —añadió—, tal vez algunos vienen a por ti.
—Encuentra a Underwood —gruñó Nathaniel—. Dime dónde está y qué está haciendo.
—Caramba, estamos de mala gaita, ¿eh? Veamos, Arthur Underwood… No, lo siento, también está en la Torre y no tengo acceso. Pero podríamos especular, ¿no? —El diablillo ahogó una risita—. Lo más probable es que en estos momentos esté charlando con tu amigo Bartimeo.
Seguir observando la Torre era inútil. Nathaniel arrojó el disco debajo de la cama, ya no le servía. Tendría que confesarlo todo, tendría que contárselo a su maestro, alguien por quien no sentía respeto alguno, alguien que no había sabido protegerlo, alguien que había agachado la cabeza y que había gimoteado ante Lovelace. Nathaniel se imaginaba sin problema alguno cómo expresaría Underwood su ira, con miradas desdeñosas, sorna y miedo por su propia e insignificante reputación. En cuanto a lo que pasaría después…
Alrededor de una hora más tarde, distinguió el eco de un portazo procedente de abajo. Se quedó paralizado a la espera de los temidos pasos de su maestro en los peldaños de las escaleras; sin embargo, durante largo rato, nadie apareció por su habitación. Cuando la llave abrió la cerradura, ya sabía que se trataba de la señora Underwood por su suave resuello. Llevaba una pequeña bandeja de té con un vaso de leche y un sandwich bastante reseco de tomate y pepino.
—Siento que sea tan tarde, John —se disculpó—. Te tenía preparada la comida desde hace siglos, pero tu maestro volvió a casa antes de que te la pudiera subir. —Tomó aire—. No puedo quedarme. Ahí abajo las cosas están un poco agitadas.
—¿Qué… qué está ocurriendo, señora Underwood?
—Cómete el sandwich, sé buen chico. Tienes pinta de necesitarlo, estás tan pálido… Estoy segura de que tu maestro no tardará mucho en llamarte.
—¿Ha dicho algo?
—¡Santo Dios, John! ¿Es que nunca vas a dejar de hacer preguntas? Ha dicho muchas más cosas, pero nada que vayamos a discutir ahora. Tengo una olla con agua al fuego y tengo que hacerle algo rápido. Cómete el sandwich, corazón.
—¿Mi maestro está…?
—Se ha encerrado en su estudio con orden de que no le molesten. Salvo por la comida, claro. Por lo visto ocurre algo grave.
Algo grave. En ese instante Nathaniel tomó una decisión repentina. La señora Underwood era la única persona en la que confiaba, la única persona a la que le importaba. Se lo contaría todo a ella, lo del Amuleto y lo de Lovelace. Ella le ayudaría con Underwood, incluso con la policía, si fuera necesario. No sabía cómo, pero ella lo arreglaría todo.
—Señora Underwood…
Ella alzó una mano.
—Ahora no, John. No tengo tiempo.
—Pero, señora Underwood, necesito… ¡Ni una palabra más! Tengo que irme.
Y con una sonrisa tensa, se marchó. La puerta se cerró, la llave dio la vuelta y Nathaniel se la quedó mirando. Por un instante creyó estar a punto de llorar, pero una rabia terca lo invadió. ¿Es que acaso era un niño malo al que se deja triste en el ático mientras se prepara su castigo? No. ¡Era un hechicero! ¡No iba a permitir que le ignoraran!
Se habían llevado todos sus artilugios; no le quedaba nada, salvo el espejo mágico y lo único que podía hacer con aquello era observar. Aun así, la observación tal vez le llevara a la información. Y la información era poder.
Nathaniel le dio un mordisco al sandwich reseco y se arrepintió al instante. Dejó el plato a un lado, se dirigió hacia la claraboya y se asomó al manto de luces ambarinas de Londres que se extendía bajo el firmamento nocturno. Seguro que si Bartimeo había mencionado su nombre, Underwood o la policía estarían a punto de echarle el guante. Qué curioso. Aquello tan grave… ¿estaría relacionado con Bartimeo o no?
Underwood estaba abajo, seguro que al teléfono. La solución era sencilla: un poco de espionaje le aclararía la situación, así que Nathaniel recuperó el espejo mágico
—Mi maestro está en su estudio. Acércate para que pueda verlo; además, escucha y retransmíteme todo lo que diga con pelos y señales.
—Ahora somos un judas, ¿eh? ¡Perdón, perdón, está bien! Tu ética no es asunto mío. Bueno, manos a la obra.
El centro del disco se despejó y en su lugar apareció una visión clara y nítida del estudio de su maestro. Underwood estaba sentado en su silla de piel, inclinado hacia delante con ambos codos apoyados en el escritorio. En una mano sostenía el auricular del teléfono y agitaba y gesticulaba con la otra mientras hablaba. El diablillo se acercó un poco más y la agitación que mostraba el rostro de Underwood se hizo evidente. Estaba gritando a las claras.
Nathaniel dio un golpecito en el disco.
—¿Qué dice?
La voz del diablillo comenzó en medio de una oración. Había una ligera demora entre el movimiento de los labios de Underwood y el sonido que le llegaba a Nathaniel, pero comprobó que el diablillo estaba retransmitiéndolo al pie de la letra: «¿… estás diciendo? ¿Que han escapado los tres? ¿Y que han dejado montones de bajas? ¡Esto es insólito! Whitwell y Duvall tendrán que responder por esto… Sí bien, estoy bien, Grigori. Esto es un revés para mis investigaciones. Tenía intención de interrogarlo yo mismo… Sí, yo… Porque estoy seguro de que está relacionado con los robos de artilugios… Es la última escalada. Todo el mundo sabe que los artefactos de primera calidad se exponen en la tienda de Pinn; supongo que tenía intención de robarlos… Bueno, sí, eso significaría que hay un hechicero involucrado… Sí, sé que no es probable… Aun así, era una de mis mejores pistas, la única pista, para ser sincero, pero ¿qué esperaban si no me conceden fondos? ¿Y qué se sabe de sus identidades? ¿Tampoco ha habido suerte con eso? Esto debe de ser muy humillante para Jessica… Al menos sacamos algo bueno de este lamentable asunto… Sí, supongo que sí. Escucha, Grigori, cambiando de tema, quería preguntarte tu opinión sobre algo más personal…».
En ese momento, la crónica del diablillo se detuvo aunque Underwood seguía hablando con la boca pegada al auricular. Nathaniel propinó una sacudida correctiva al disco ante la que apareció la cara del diablillo.
—¡Eh, eso no hacía falta!
—El sonido, ¿qué le pasa al sonido?
—Está susurrando, ¿vale? No oigo nada. Y no es seguro acercarse más.
—¡Quiero oírlo!
—Pero jefe, ya sabes que hay un límite de seguridad. Los hechiceros suelen disponer de sensores de protección; ya sabes, incluso ese tipo.
El rostro de Nathaniel estaba enojado e hinchado por la tensión y olvidó la prudencia.
—Hazlo. Que no te lo tenga que volver a repetir.
El diablillo no contestó. La cara de Underwood reapareció, tan cerca que casi llenaba el centro del disco. Los pelillos que le asomaban por las ventanas de la nariz aparecían con encantador detalle en tres dimensiones. El hechicero estaba asintiendo con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Supongo que debería sentirme halagado… Si, si lo miras así el muchacho es un testimonio de mi duro trabajo e inspiración. Bueno, mi viejo maestro… —Se detuvo con un estremecimiento, como si algo frío lo hubiera rozado—. Perdona, Grigori. Es que he sentido que…
Nathaniel observó cómo abría los ojos y enarcaba las familiares cejas con brusquedad. De súbito, la perspectiva del disco aumentó, |como si el diablillo estuviera retirándose de la habitación a toda velocidad. Underwood pronunció una sílaba en alto y la voz del diablillo trató de imitarla, pero se cortó a la mitad como si se hubiera apagado una radio. La imagen persistió fluctuando de forma extraña.
—Diablillo, ¿qué está pasando? —Nathaniel no pudo evitar un temblor en su voz.
Nada. El diablillo se había quedado mudo.
—Te ordeno que abandones el estudio y vuelvas a mí.
Sin respuesta.
La imagen del disco no era demasiado alentadora. Aunque fluctuante, Nathaniel distinguió a Underwood colgando el teléfono, levantándose lentamente y dando la vuelta al escritorio mientras examinaba con detenimiento a su alrededor —arriba, abajo, en todas direcciones—, como si buscara algo que sabía que estaba ahí. La imagen se agitó aún más; el diablillo parecía que había redoblado sus esfuerzos por escapar, aunque en vano. Con pánico creciente, Nathaniel propinó nuevas y frenéticas sacudidas al disco en balde. El diablillo estaba paralizado, incapaz de hablar o de moverse.
Underwood se acercó a un armario al fondo del estudio, rebuscó en él y reapareció con un cilindro metálico. Lo agitó y un polvo blanco, que se esparció a gran velocidad por la habitación hasta llenarla, salió propulsado de cuatro pequeños agujeros que había en la tapa. Hiciera lo que hiciese el polvo, el efecto fue inmediato. Underwood dio un respingo y alzó la mirada para clavarla directamente en Nathaniel. Era como si el disco fuera una ventana y él estuviera mirando a través de ella. Por un instante Nathaniel pensó que su maestro lo estaba viendo, aunque enseguida se dio cuenta de que tan solo se trataba de que había descubierto al diablillo suspendido en el aire.
Aterrorizado, Nathaniel distinguió cómo su maestro se agachaba hasta la alfombra y estiraba de un extremo de una cinta. Una enorme sección cuadrada de alfombra se despegó y cayó a un lado. Debajo había dibujadas dos estrellas de cinco puntas. Su maestro entró en la más pequeña sin despegar los ojos del diablillo paralizado y comenzó a decir algo. Instantes después, una aparición alargada y neblinosa emergió del círculo mayor y Underwood dictó una orden. La aparición hizo una reverencia y desapareció. Para incredulidad de Nathaniel, el cuerpo de Underwood pareció estremecerse y escurrirse fuera de sí mismo. Su maestro seguía dentro de la estrella de cinco puntas, pero otra versión de él, fantasmal y transparente, se alzaba a su lado.
La forma fantasmal se elevó en el aire, chocó los talones y fluyó hacia delante, directo hacia el lugar en que el indefenso diablillo seguía retransmitiendo la panorámica del estudio. Nathaniel gritó varias órdenes y agitó el disco con rabia, pero no pudo hacer nada para detener el lento avance de su maestro. Cada vez más cerca, más cerca… Las cejas espectrales no estaban alzadas y los ojos brillantes no apartaban la mirada. La silueta de Underwood llenó el disco; parecía que fuera a atravesarlo.
A continuación, nada. El disco volvió a mostrar el estudio y el cuerpo de carne y hueso de Underwood que seguía inmóvil en la estrella de cinco puntas.
A pesar del pánico, Nathaniel sabía a la perfección qué estaba sucediendo. Tras localizar al espía y paralizarlo, Underwood había decidido seguir el cordón astral hasta su origen para descubrir la identidad del hechicero enemigo. El origen podía encontrarse a millas de distancia; tal vez su maestro esperaba un largo viaje en su forma de genio-controlado. Si así era, estaba a punto de llevarse una sorpresa.
Nathaniel se dio cuenta demasiado tarde de lo que tenía que hacer. ¡La ventana! Si conseguía lanzar el disco a la calle, tal vez su maestro no adivinaría…
Solo había dado un par de pasos en dirección a la claraboya cuando, en silencio, la cabeza traslúcida de Arthur Underwood brotó a través de las tablas del suelo. Era transparente y brillante, de una fosforescencia verdosa. La punta de la barba chamuscada era una prolongación del suelo. Lenta, muy lentamente, la cabeza giró noventa grados hasta que al fin avistó a Nathaniel sobre él con el espejo mágico en las manos.
Acto seguido, apareció una expresión en el rostro de su maestro que Nathaniel no había visto antes. No se trataba del familiar aire desdeñoso e impaciente que había caracterizado durante tanto tiempo la tutela de Underwood; ni siquiera la ira de la que había sido testigo aquella mañana tras el descubrimiento hecho en su habitación. Al principio se trató de una mirada de sorpresa inaudita y, luego, de un súbito estallido de tal rencor que las rodillas de Nathaniel no pudieron seguir sosteniéndolo. Se le cayó el disco de las manos, retrocedió hasta la pared y trató de hablar, pero no pudo.
La cabeza fantasmagórica lo miraba fijamente desde el centro del suelo de la habitación. Nathaniel le devolvió la mirada incapaz de apartar los ojos. A continuación, la voz de Underwood —muy apagada y distante, tal vez porque la emitía el cuerpo de carne y hueso que estaba en el estudio de abajo— llegó resonando desde el disco boca abajo.
—Traidor.
Nathaniel abrió la boca, pero lo único que escapó fue un graznido ahogado.
—¡Traidor! Me has traicionado. Descubriré quién te ha ordenado que me espíes. —Volvió a decir la voz.
—Nadie… No es nadie… —Nathaniel solo consiguió articular el más mínimo de los susurros.
—¡Prepárate! Voy a por ti.
La voz se apagó. La cabeza de Underwood desapareció suelo abajo dando vueltas en espiral y el brillo fosforescente se disipó con él. Con dedos temblorosos, Nathaniel recogió el disco y observó. Tras unos segundos, la panorámica del estudio se volvió neblinosa al tiempo que la forma espiritual de su maestro volvía a entrar a través del diablillo. Se escurrió por la alfombra hasta donde le esperaba el cuerpo. Al llegar a su lado, adoptó la misma postura y se fundió consigo mismo. Segundos después, Underwood volvía a ser él mismo y la vaga aparición regresó al otro círculo. Con una palmada, Underwood despidió al genio. Este hizo una reverencia y se esfumó. Dejó la estrella de cinco puntas con los ojos en llamas y de una zancada salió de la visión en dirección a la puerta del estudio.
Mientras tanto, el conjuro que le había lanzado al diablillo se desvaneció y la cara de bebé volvió a llenar el disco. Soltó un soplido de alivio.
—¡Buf! Que sepas que eso no le ha sentado nada bien a mi cuerpo —se quejó—. Ese horrible viejo escurriéndose a través de mí y subiendo por mi cordón… Solo de pensarlo, se me ponen los pelos de punta.
—¡Cállate! ¡Cállate! —Además de estar invadido por el miedo, trataba de pensar.
—Mira, haznos un favor —continuó el diablillo—. No te queda demasiado tiempo, así que ¿no podrías dejarme libre ahora? Antes de que la palmes, digo. La vida es muy triste en este disco, no sabes lo solo que uno se siente. Venga, jefe. Te lo agradecería mucho. —El intento del bebé por esbozar una sonrisa de oreja a oreja fue interrumpido cuando Nathaniel arrojó el disco contra la pared—. ¡Eh! Bien, ¡entonces espero que te aproveche lo que se te viene encima!
Nathaniel corrió hacia la puerta del ático y forcejeó desesperado con el pomo. No sabía a qué altura estaba, pero oía las pisadas de su maestro subiendo las escaleras.
—Está muy enfadado —añadió el diablillo—. Incluso su forma astral casi me escabecha cuando me atravesó. Ojalá no estuviera mirando al suelo, me encantaría ver qué ocurre cuando llegue.
Nathaniel se dirigió de un salto al armario y lo empujó con frenesí; pensaba arrastrarlo hasta dejarlo delante de la puerta para bloquear la entrada. Demasiado pesado; no tenía fuerza suficiente. Comenzó a faltarle el aire y a resollar.
—Pero ¿qué problema hay? —preguntó el diablillo—. Eres un gran hechicero, ¿no?; pues invoca algo que te salve el pellejo. Tal vez un efrit, él te sacará del atolladero. ¿Qué me dices de ese Bartimeo con el que estás obsesionado? ¿Dónde está cuando lo necesitas?
Sollozando, Nathaniel se tambaleó hasta el centro de la habitación y se volvió lentamente para enfrentarse a la puerta.
—Desagradable, ¿eh? —la voz del diablillo rezumaba satisfacción—, eso de estar a merced de otro. Ahora ya sabes lo que se siente. Asúmelo, chaval, estás solo. No tienes a nadie que te ayude.
Algo dio unos golpecitos en la ventana de la claraboya. Tras un instante en el cual el corazón estuvo a punto de parársele, Nathaniel volvió la vista. Un palomo alborotado estaba posado al otro lado del cristal aleteando como un poseso. Dubitativo, Nathaniel se acercó.
—¿Bartimeo?
El palomo golpeteó el pico varias veces contra el cristal y Nathaniel alzó la mano para descorrer el pasador.
Una llave hizo ruido en la cerradura. Con un golpetazo, la puerta de la habitación se abrió de par en par. Allí estaba Underwood con la cara sonrojada por el esfuerzo y enmarcada por una barba y un rebelde mechón canosos. El brazo de Nathaniel cayó a un lado y él se volvió hacia su maestro. El palomo se había esfumado de la ventana.
A Underwood le llevó un momento recuperar el resuello.
—¡Maldito muchacho! ¿Quién te controla? ¿Cuál de mis enemigos?
A Nathaniel le temblaba todo el cuerpo, pero se obligó a permanecer inmóvil y mirar a su maestro a los ojos.
—Nadie, señor. Yo…
—¿Es Duvall? ¿O Mortensen? ¿O Lovelace?
Nathaniel torció el gesto ante el último nombre.
—Ninguno de ellos, señor.
—¿Quién te ha enseñado a utilizar el espejo? ¿Quién te ha pedido que me espíes?
A pesar del miedo, la rabia prendió llama en el corazón de Nathaniel y respondió con desdén:
—¿Acaso duda de mi palabra? Ya se lo he dicho, no hay nadie.
—¡Aun ahora sigues con tus mentiras! ¡Muy bien! Mira esta habitación por última vez porque nunca más volverás a verla. Iremos a mi estudio en el que disfrutarás de la compañía de mis diablillos hasta que se te suelte la lengua. ¡Andando!
Nathaniel vaciló, pero no había nada que hacer. La mano de su maestro descendió sobre su hombro y lo aferró como una prensa. Fue arrastrado hasta la puerta y escaleras abajo.
En el primer descansillo se encontraron con la señora Underwood apurada y sin resuello. Cuando vio el aire desventurado de Nathaniel y la ira en el rostro de su marido, abrió los ojos de par en par, apenada, pero no dijo nada.
—Arthur —jadeó—, tienes visita.
—No tengo tiempo. Este muchacho…
—Dice que se trata de algo de extrema gravedad.
—¿Quién? ¿Quién lo dice?
—Simon Lovelace, Arthur. Prácticamente ha irrumpido en la casa.