—Pero si Jabor también ha venido —añadí—. Qué amable de vuestra parte pasaros por aquí.
—Creímos que tal vez te sentirías solo, Bartimeo. —El cuervo más cercano, el del ala herida, se sacudió y adoptó la forma del cocinero. Tenía un tajo muy feo en el brazo.
—No, no, estaba muy entretenido.
—Ya veo. —El cocinero se acercó para echarle una ojeada al orbe—. Vaya, vaya, estás en un aprieto.
Reí sin convicción.
—Bromitas aparte, viejo amigo, tal vez podrías arreglártelas para ayudarme a salir de aquí. Ya siento el cosquilleo de los barrotes.
El cocinero se acarició una de sus papadas.
—Un problema peliagudo, pero tengo la solución.
—¡Bien!
—Te conviertes en pulga o en cualquier otra forma de parásito de la piel y así tendrás unos cuantos minutos más de vida antes de que tu esencia quede destruida.
—Gracias, sí, un consejo muy útil. —Aquí ya daba boqueadas. El orbe se estaba acercando demasiado—. También podrías desarmar el orbe de alguna manera y dejarme escapar. Imagina mi gratitud.
El cocinero alzó un dedo.
—Se me ocurre otra cosa. Nos dices dónde has escondido el amuleto de Samarkanda y, si hablas rápido, tal vez entonces tengamos tiempo para destruir el orbe antes de que la espiches.
—¡Dale la vuelta a la secuencia y trato hecho!
El cocinero dio un profundo suspiro.
—No creo que te encuentres en posición de… —Se detuvo en seco ante el sonido de un aullido distante; en ese mismo momento una reverberación familiar cruzó la habitación.
—Está a punto de abrirse un portal —dije sin perder tiempo—. En el muro del fondo.
Faquarl miró al otro cuervo que seguía sobre el pilar estudiándose las garras.
—Jabor, ¿serías tan amable…? —El cuervo dio un paso hacia delante en el aire y se convirtió en un hombre alto de piel roja y brillante con cabeza de chacal. Cruzó la habitación a zancadas y tomó posición contra la pared del fondo: una pierna adelantada, la otra retrasada y ambas manos extendidas.
El cocinero se volvió hacia mí.
—Bien, Bartimeo…
Mi cutícula estaba comenzando a chamuscarse.
—Vayamos al grano —dije—. Los dos sabemos que si te digo dónde está, me dejaréis morir. También sabemos que, siendo así, es obvio que os proporcionaré información falsa solo para fastidiaros. Conque, diga lo que diga aquí dentro, no servirá de nada y eso significa que tenéis que dejarme ir.
Faquarl tamborileó los dedos en el borde de mi pilar, irritado.
—Me fastidia, pero ya veo dónde quieres ir a parar.
—Y ese aullido seguro que es una alarma —continué—. Los hechiceros que me metieron aquí mencionaron algo sobre legiones de horlas y utukku. Dudo que ni siquiera Jabor pudiera tragárselos a todos. Así que, tal vez, podríamos continuar esta discusión más tarde.
—De acuerdo. —Faquarl acercó la cara al orbe, que en aquellos momentos apenas era más grande que una mandarina—. Nunca podrías escapar de la torre sin nosotros, Bartimeo, así que no intentes ningún truco. He de advertirte que me encomendaron dos tareas, la primera era descubrir la ubicación del Amuleto. Si eso es imposible, la segunda es destruirte. No hace falta que te diga cuál me proporcionaría mayor placer.
Apartó el rostro. En ese momento, la falla oval apareció en la pared del fondo y se ensanchó hasta convertirse en el arco del portal. De entre la oscuridad comenzaron a surgir varias figuras: horlas[1] de rostro pálido con tridentes y redes plateadas en sus brazos de palillo. Una vez atravesado el portal, los escudos protectores que envolvían sus cuerpos se volverían invulnerables. Sin embargo, durante la entrada los escudos se debilitaban y sus esencias se veían expuestas momentáneamente. Jabor aprovechó la ocasión y disparó tres veloces detonaciones en rápida sucesión. Unas explosiones de un verde brillante envolvieron el arco de entrada. Gorjeando lastimeramente, los horlas cayeron al suelo encogidos sobre sí mismos, mitad del cuerpo dentro, mitad del cuerpo fuera del portal. Sin embargo, detrás llegó otra tropa que avanzó con fastidio y cuidado sobre los cuerpos de sus compañeros. Jabor volvió a disparar.
Mientras tanto, Faquarl no había perdido el tiempo. De un bolsillo de su bata, extrajo un aro de hierro del tamaño de un brazalete fijado a un extremo de una larga vara de madera. Miré el aro con recelo.[2]
—¿Y qué esperas que haga con eso? —le pregunté.
—Que lo atravieses de un salto, faltaba más. Imagina que eres un perro amaestrado de un circo. No te será difícil, estoy seguro, Bartimeo, has tenido muchos trabajos a lo largo de tu vida.
Sosteniendo un extremo con cuidado entre el pulgar y el índice, Faquarl colocó la vara de modo que el aro de hierro hiciera contacto con la superficie del orbe. Con un violento silbido, los filamentos de la barrera se separaron y se arquearon en torno al aro dejando un espacio libre a través de este.
—Lovelace ha reforzado el aro de manera especial para mejorar la resistencia metálica del hierro —continuó Faquarl—. Pero no va a durar para siempre, así que te sugiero que te des prisa en saltar.
Tenía razón. El canto exterior del aro ya estaba bullendo y fundiéndose a causa del poder del orbe. Como escarabajo, no tenía espacio para maniobrar, así que invoqué lo que quedaba de mi energía y me convertí en una mosca. Sin más dilación, di una vuelta rápida por el orbe para tomar carrerilla y, como un rayo, salí disparada a través del aro fundido hacia la libertad.
—Maravilloso —comentó Faquarl—. Nos ha faltado un redoble de tambores de acompañamiento.
La mosca aterrizó en el suelo y se convirtió en un halcón muy irritado.
—Ya había suficiente dramatismo para mi gusto, te lo aseguro —respondí—. ¿Y ahora?
Faquarl arrojó lo que quedaba del aro al suelo.
—Sí, será mejor que nos vayamos.
Un tridente de cabezas plateadas atravesó el aire y cayó con estrépito entre los dos, sobre las losas. Arriba, cerca del portal, medio ahogado por los cuerpos de los horlas, Jabor retrocedía poco a poco. Una nueva oleada de guardianes, utukku en su mayoría, avanzaba detrás de un resistente escudo colectivo que repelía las cada vez más débiles detonaciones de Jabor y las hacía rebotar por toda la habitación. Al final, un horla superó el portal y, con la armadura completamente formada, se coló con sigilo por uno de los lados del escudo. Jabor le disparó; la explosión alcanzó al horla en el pecho largo y chupado que la absorbió por completo. El horla esbozó una sonrisa glacial y se lanzó hacia delante haciendo girar la red como si se tratara de unas boleadoras.
Faquarl se convirtió en un cuervo y alzó el vuelo moviendo con esfuerzo una de las alas. Mi halcón lo siguió hacia el agujero. Me pasó una red justo por debajo y un tridente hundió sus dientes en el muro.
—¡Jabor! —gritó Faquarl—. ¡Nos vamos!
Eché un vistazo abajo. Jabor, que parecía conservar las fuerzas, estaba forcejeando con el horla. Sin embargo, no dejaban de entrar cada vez más. Concentré mis esfuerzos en alcanzar el agujero. Faquarl ya se había desvanecido a través de él, así que agaché el pico y me lancé hacia delante. Detrás de mí, una explosión colosal sacudió la estancia y oí la furia salvaje del aullido del chacal.
En el estrecho túnel, oscuro como boca de lobo, la voz de Faquarl sonaba apagada y extraña.
—Ya casi estamos fuera. A partir de ahora la forma de un cuervo sería la más apropiada.
—¿Por qué?
—Hay montañas de esas cosas ahí fuera. Podemos mezclarnos con la bandada y ganar tiempo mientras nos acercamos a los muros.
Reticente como era a seguir ningún consejo de Faquarl sobre nada, no tenía ni idea de lo que nos esperaba fuera. Escapar de la torre era la prioridad; escapar de él ya vendría después. De modo que me concentré y cambié de forma.
—¿Has cambiado?
—Ajá. Es un disfraz que no había probado hasta ahora, pero no me ha sido muy difícil.
—¿Alguna señal de Jabor por ahí detrás?
—No.
—Ya vendrá. Bien, la salida al exterior está ahí enfrente. Hay un hechizo en el agujero de salida, así que todavía no lo habrán localizado. Sal volando rápido y directo hacia abajo. Verás un patio de cocina donde los cuervos se congregan a comer migas. Nos encontraremos allí y, sobre todo, no des el cante.
Oí unas uñas escarbando en el túnel delante de mí y, a continuación, un repentino estallido de luz. Tras la desaparición de Faquarl quedó a la vista el contorno de la salida cubierto por una malla de filamentos mágicos. Fui dando saltitos hasta que el pico chocó contra la barrera, lo presioné contra ella y empujé la cabeza a través de ella hacia el frío aire de noviembre. Sin más demora, me di un impulso para salir del agujero y comencé a planear hacia el patio de abajo.
Mientras descendía, un breve vistazo a mi alrededor me confirmó lo alejado que estaba de la salvación: los distantes tejados de Londres apenas se veían detrás de una serie de torres redondeadas y de murallas. Los guardianes las patrullaban y las esferas de rastreo se movían al azar de un lado al otro por el cielo. Ya se había dado la alarma. Desde algún sitio en lo alto aullaba una sirena y no demasiado lejos, dentro de aquel patio interior, batallones de policía corrían hacia un lugar fuera del alcance de mi visión.
Aterricé en un pequeño patio lateral, separado del resto del caos general por dos edificaciones anexas que se proyectaban desde el cubo de la torre principal. Los adoquines del patio estaban cubiertos de sobras grasientas de cortezas de beicon y de pan y por una bandada hambrienta de cuervos que no dejaban de graznar.
Uno de aquellos se acercó furtivamente.
—Mira que eres idiota, Bartimeo.
—¿Y ahora qué pasa?
—Tienes el pico azul brillante. Cámbialo.
Bueno, era la primera vez que me transformaba en cuervo. Además, había tenido que cambiar en la oscuridad. ¿Qué esperaba? Sin embargo, no era ni el lugar ni el momento para ponerse a discutir. Cambié el pico.
—De todas formas, te descubrirán a través del disfraz —le solté—. Debe de haber un millar de centinelas de diferentes tipos ahí fuera.
—Cierto, pero lo único que necesitamos es un poco de tiempo. Todavía no saben que somos cuervos y si estamos en medio de una bandada, les llevará unos segundos localizarnos. Lo único que necesitamos es que se pongan a volar.
Al principio, una bandada de cuervos picoteaba inocentemente los restos de cortezas de beicon frío, en paz con ellos mismos y con el mundo. Acto seguido, Faquarl les reveló su forma verdadera en el primer plano durante una fracción de segundo, más que suficiente. Cuatro cuervos cayeron fulminados al instante, a algunos otros se les cayo el almuerzo del pico y los demás levantaron el vuelo del patio en una bandada invadida por el pánico, graznando y dando zarpazos en el aire. Faquarl y yo estábamos en el corazón de la bandada, batiendo las alas con toda nuestra fuerza, arremolinándonos y lanzándonos en picado con los demás, tratando con desesperación que no nos dejaran atrás.
Nos dirigimos hacia arriba, por encima del tejado plano de la gran torre del homenaje donde ondeaba una bandera enorme y se apostaban unos centinelas humanos que estaban vigilando las aguas del Támesis; luego, hacia abajo y barrimos el patio gris del otro lado. En torno a veinte estrellas de cinco puntas, toscas y permanentes, que habían sido pintadas en el centro de la plaza de armas y, mientras pasaba como una flecha, atisbé un ejército formidable de espíritus que aparecían de su interior invocados en ese momento por una tropa de hechiceros uniformados de gris. Los espíritus eran menores, la mayoría de ellos diablillos con pretensiones,[3] aunque en masa podrían suponer un problema. Esperaba que la bandada de cuervos no fuera a posarse allí.
Los pájaros no mostraron deseo alguno de detenerse; el miedo los empujaba hacia delante, sorteando las fortificaciones de la torre. Alguna que otra vez dio la impresión de que se dirigían hacia una muralla exterior, aunque en todas y cada una de ellas dieron media vuelta.
En cierto momento me vi tentado a separarme del grupo y a dirigirme hacia allí solo, pero la aparición en las almenas de un extraño centinela azul y negro con cuatro patas de araña me disuadió. No me gustaba su aspecto y estaba demasiado cansado tras mi cautiverio y mis forzados cambios de aspecto como para arriesgarme a exponerme a su poder desconocido.
Por fin llegamos a un nuevo patio encajado entre los edificios del castillo; una de las paredes daba a un terraplén de hierba que se alzaba hasta una muralla. Los cuervos se posaron en el terraplén y comenzaron a pulular de un lado al otro, picoteando el suelo sin ton ni son.
Faquarl se me acercó a saltitos con un ala colgando del pecho; seguía sangrando.
—Estos pájaros no van a abandonar este sitio —comenté—. Aquí los alimentan.
El cuervo asintió con la cabeza.
—Nos han llevado tan lejos como han podido, pero funcionará. Esa muralla es exterior. La saltamos y somos libres.
—Pues vamos.
—Un minuto, tengo que descansar. Y, tal vez. Jabor…
—Jabor está muerto.
—Tú ya lo conoces, Bartimeo. —Faquarl se picoteó el ala herida y tiró de una pluma que tenía en un coágulo de sangre—. Dame un minuto. ¡Ese utukku! Quién lo hubiera imaginado.
—Se acercan diablillos —susurré.
Un batallón se había escurrido a través de un arco en el rincón más alejado del patio y estaban desplegándose para dar comienzo a una meticulosa inspección de todos y cada uno de los ladrillos y piedras. Seguíamos ocultos en medio de la bandada de cuervos, pero no por mucho tiempo.
Faquarl escupió una nueva pluma en la hierba que, por un instante, se transformó en una tira de gelatina contorsionista antes de fundirse.
—Muy bien. Arriba, por encima y fuera. No te pares por nada.
—Después de ti. —Hice un educado ademán con un ala.
—No, no, Bartimeo, después de ti. —El cuervo flexionó una pata enorme con garras—. Estaré detrás en todo momento, así que, por favor, sé original y no trates de escapar.
—Qué mente tan retorcida y desconfiada.
Los diablillos se acercaban poco a poco, husmeando el suelo como perros. Alcé el vuelo y salí disparado hacia las almenas, a toda velocidad. Cuando me acercaba a estas, divisé un centinela patrullando por el adarve. Era un pequeño trasgo con un cuerno de bronce abollado sujeto a un lado de la cabeza. Por desgracia, él también me vio a mí. Antes de que pudiera reaccionar, ya se había llevado a los labios la boquilla del cuerno y le había dado un soplido brusco y fuerte que al instante desencadenó un torrente de respuestas a lo largo de la muralla, agudas y graves, sonoras y débiles, alejadas. Ya estaba, nuestro camuflaje había sido descubierto de un soplido. Driblé en su dirección con las garras preparadas. Dio un chillido, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás por encima del borde de la muralla. Atravesé las almenas como un rayo, me elevé por encima de un terraplén de rocas negras y tierra y me alejé de la torre en dirección a la ciudad.
No había tiempo que perder, no había tiempo para mirar atrás. Me impulsé hacia delante con las alas tan rápido como pude. Debajo de mí vi una ancha calle gris de tráfico denso; a continuación, una manzana de garajes de tejado plano, una calle estrecha, más tejas planas, una curva del Támesis, un muelle y una lonja, otra calle… ¡Eh! ¡Aquello no estaba mal, estaba escapando con mi salero habitual! La Torre de Londres ya debía de estar a una milla de distancia. Bien pronto podría…
Alcé la mirada y parpadeé, estupefacto. ¿Qué significaba aquello? La Torre de Londres se dibujaba ante mí. Grupos de figuras voladoras estaban concentrándose sobre la torre del homenaje central. ¡Estaba regresando atrás! A mi orientación le había pasado algo grave. Perplejo, doblé en una chimenea y volví a salir disparado en la dirección opuesta. La voz de Faquarl sonó detrás de mí.
—¡Bartimeo, detente!
—¿No los has visto? —grité a mis espaldas, por encima de un ala—. ¡En unos segundos los tendremos encima!
Redoblé la velocidad, haciendo caso omiso de las tajantes advertencias de Faquarl. Varios tejados aparecieron y desaparecieron debajo de mí, luego la oleosa extensión del Támesis, que crucé en un tiempo récord, después…
La Torre de Londres, como antes. Las figuras voladoras salían disparadas en todas direcciones, cada grupo seguía una esfera de rastreo. Un grupo se dirigía en mi dirección. El instinto me decía que diera media vuelta y saliera volando, pero estaba demasiado confuso. Me posé sobre un tejado. Segundos después, Faquarl apareció a mi lado, jadeando y con improperios en la punta del pico.
—¡Idiota! ¡Ahora volvemos a estar donde empezamos!
Entonces caí en la cuenta.
—Quieres decir que…
—La primera torre que has visto era un espejismo reflectante que tendríamos que haber atravesado. Lovelace me lo advirtió,[4] ¡y el señor no iba a pararse a escuchar, claro! ¡Maldita sea mi ala herida y maldito seas tú, Bartimeo!
El batallón de genios voladores estaba cruzando las murallas exteriores. Apenas nos separaba una calle de distancia. Faquarl se encorvó con desaliento detrás de una chimenea.
—Jamás conseguiremos escapar volando de ellos.
Me vino la inspiración.
—Entonces no volaremos. Ahí atrás hemos pasado unos semáforos.
—¿Y qué? —La educación habitual de Faquarl estaba comenzando a terminársele.
—Haremos autostop.
Manteniendo el edificio entre los rastreadores y yo, descendí en picado por el tejado hacia el cruce en el que una hilera de coches hacía cola en un semáforo en rojo. Me posé en la acera, cerca de la cola de la hilera, con Faquarl a los talones.
—Bien, momento de transformarse —anuncié.
—¿En qué?
—En algo con garras fuertes. Rápido, el semáforo está cambiando.
Antes de que Faquarl pudiera protestar, dejé la acera de un salto y me metí debajo del coche más cercano tratando de pasar por alto el pestazo a gasolina, el humo de los coches y las nauseabundas vibraciones que se intensificaron cuando el conductor aceleró. Sin remordimiento alguno, me despedí del cuervo y tomé la forma de un diablillo menor estigio, una simple maraña de músculo con púas. Agujas y púas se dispararon hacia fuera y se hundieron en el asqueroso metal de los bajos del coche, de ese modo iba bien sujeto cuando este comenzó a moverse y a alejarse. Esperaba que Faquarl fuera demasiado lento para seguirme, pero no cayó esa breva. Otro diablillo menor apareció a mi lado agarrado con todas sus fuerzas entre las ruedas y sin sacarme el ojo de encima.
No hablamos mucho durante el trayecto pues el motor hacía demasiado ruido. Además, los diablillos menores estigios le dan más a los dientes que a la lengua.
Una eternidad después, el coche se detuvo, el conductor bajó y se alejó. Se hizo el silencio. Con un gruñido, liberé mis diversos e intrincados agarraderos y me dejé caer con pesadez en el asfalto, grogui a causa de las náuseas provocadas por el movimiento y el olor de la tecnología.[5] Faquarl no estaba mejor. Sin hablar, nos transformamos en un par de viejos gatos algo lamentables que salieron renqueando de debajo del coche y que atravesaron un parterre hacia una espesa mata de arbustos. Una vez allí, por fin nos relajamos y adoptamos nuestras formas preferidas.
El cocinero se derrumbó sobre un tocón de árbol.
—Me las pagarás, Bartimeo —dijo jadeando—. No lo he pasado peor en mi vida.
El niño egipcio soltó una risita.
—Nos ha sacado de allí, ¿no? Estamos a salvo.
—Una de mis púas perforó el tanque de gasolina y estoy empapado. Me va a salir un sarpullido.
—Deja de quejarte. —Eché un vistazo a través del follaje: una calle residencial, enormes casas adosadas por parejas y montones de árboles. No había nadie a la vista salvo una niña pequeña que jugaba a tenis en una calle cercana—. Estamos en una urbanización —anuncié—. En las afueras de Londres, o más lejos.
Faquarl se limitó a gruñir. Lo miré de reojo; estaba volviendo a examinar la herida que Baztuk le había infligido. Tenía mal aspecto. Estaría debilitado.
—Aun con este tajo puedo darte guerra, Bartimeo, así que ven aquí y siéntate. —El cocinero hizo un gesto de impaciencia—. Tengo algo importante que decirte.
Con mi obediencia habitual, me senté en el suelo con las piernas cruzadas, como solía hacer Ptolomeo. No me acerqué demasiado; Faquarl apestaba a gasolina.
—Primero —dijo—, yo ya he cumplido con mi parte del trato: sabiendo que era un error, te he salvado el pellejo. Ahora te toca a ti. ¿Dónde está el amuleto de Samarkanda?
Vacilé. Lo único que me impedía darle el nombre y el número de Nathaniel era la existencia de esa caja de lata en el fondo del Támesis. Cierto, estaba en deuda con Faquarl por mi liberación, pero el interés personal era lo primero.
—Mira, no creas que no te estoy agradecido por ayudarme a fugarme —respondí—, pero no lo tengo fácil para cumplirlo. Mi amo…
—Es mucho menos poderoso que el mío. —Faquarl se inclinó hacia delante con brío—. Deja que apele a tu estúpido e insignificante sentido común y piensa un segundo, Bartimeo. Lovelace quiere recuperar el Amuleto como sea, tanto como para enviarnos a Jabor Y a mí a entrar en la prisión más segura de su gobierno y salvarle la misera vida a un esclavo como tú.
—Pues sí que lo quiere, sí —admití.
—Imagínate lo peligroso que era tanto para nosotros como para él. Se lo jugaba todo. Solo eso ya debería decirte algo.
—¿Y para qué quiere el Amuleto? —pregunté, tratando de cambiar de tema.
—Ah, eso no puedo decírtelo. —El cocinero se dio unos toquecitos en un lado de la nariz y sonrió de manera cómplice—. Lo que sí puedo decirte es que descubrirás que unirte a nosotros en esta empresa te beneficiará. Tenemos un amo que llegará muy lejos, ya sabes a qué me refiero.
—Todos los hechiceros dicen lo mismo —comenté con desdén.
—Va a llegar muy lejos y muy pronto, en cuestión de días, y el amuleto es vital para su éxito.
—Tal vez, pero ¿compartiremos su éxito? He oído este tipo de tonterías muchas veces. ¡Los hechiceros nos utilizan para ganar más poder y luego se limitan a redoblar nuestro encadenamiento! ¿Qué sacamos nosotros de todo esto?
—Tengo planes, Bartimeo.
—Sí, sí, ¿no los tenemos todos? Además, nada de todo esto cambia el hecho de que sigo sometido a mi encargo original. Existen castigos severos…
—¡Los castigos se pueden sufrir! —Faquarl se golpeó un lado de la cabeza con frustración—. ¡Mi esencia todavía se está recuperando de los castigos que Lovelace nos infligió cuando desapareciste con su Amuleto! ¡En realidad nuestra existencia, y no finjas pena, Bartimeo, que no te importa un pimiento, nuestra esencia aquí no es otra cosa que una serie de castigos! ¡Solo cambian los malditos hechiceros!; en cuanto uno tiene el pie en la sepultura ya hay otro que desempolva nuestros nombres y nos vuelve a invocar. Ellos pasan, nosotros perduramos.
Me encogí de hombros.
—Creo que ya hemos tenido esta conversación antes. Gran Zimbabwe, ¿no?
La furia de Faquarl se apaciguó y asintió con la cabeza.
—Tal vez, pero siento que se acerca el cambio y si tuvieras un poco de sentido común, también lo sentirías. La decadencia de un imperio siempre conlleva tiempos poco estables: disturbios en las calles, hechiceros riñendo como niños con los cerebros reblandecidos por el lujo y el poder… Ambos hemos sido testigos de todo eso en incontables ocasiones, los dos. Ocasiones como esta nos proporcionan mayores oportunidades para actuar. Nuestros amos se vuelven holgazanes, Bartimeo, nos dan más poder de acción.
—No todos.
—Lovelace es uno de esos. Sí, es fuerte, de acuerdo, pero es imprudente. Desde la primera vez que me invocó las limitaciones de su cargo en el Ministerio han frustrado sus planes. Se desvive por emular a los grandes hechiceros del pasado, por intimidar al mundo con sus logros. Y, en consecuencia, se preocupa por tocar todas las teclas del poder como por un hueso enterrado haría un perro. Emplea todo su tiempo en intrigas y conspiraciones, en incansables intentos de superar a sus rivales, nunca descansa. Además, no está solo. Hay otros como él en el gobierno, algunos incluso más imprudentes que él. Ya los conoces, cuando los hechiceros arriesgan mucho, suelen durar poco. Tarde o temprano cometerán un error y nos darán nuestra oportunidad, tarde o temprano llegará nuestro día. —El cocinero alzó la vista al cielo—. Bueno, sigamos adelante —continuó—. Esta es mi oferta final: llévame hasta el Amuleto y te prometo que, sea cual sea el castigo que sufras, Lovelace se encargará de ti. Tu amo, sea quien sea, no podrá ponerse en su camino. Seremos compañeros, Bartimeo, no enemigos. Eso será un gran cambio, ¿no?
—Apasionante —comenté.
—O… —Faquarl colocó las manos en las rodillas dispuesto a la acción— morirás aquí y ahora entre estas malezas de un lugar cualquiera. Sabes que nunca antes me has vencido, la suerte siempre te ha salvado el pellejo,[6] pero esta vez no.
Mientras estaba considerando con seriedad aquella declaración y debatiendo hacia dónde tenía que salir corriendo, nos interrumpieron. Se oyó un pequeño crujido de hojas al tiempo que algo caía de las ramas y rebotaba con suavidad hasta nuestros pies: una pelota de tenis. Faquarl se levantó de un salto del tocón y yo me puse en pie, pero era demasiado tarde para esconderse. Alguien estaba abriéndose camino hasta el centro del bosquecillo.
Era la niña pequeña que había visto jugar en la calle. Tendría unos seis años, pecosa, pelo alborotado, una camiseta ancha que le llegaba hasta las rodillas… Nos miró medio fascinada, medio asustada.
Durante un par de segundos, nadie se movió. La niña nos miró. Faquarl y yo miramos a la niña quien, al final, habló:
—Hueles a gasolina —dijo la niña.
No le contestamos. Faquarl comenzó un gesto con la mano e intuí su reprochable intención.
¿Por qué actué entonces? Por puro interés personal, porque con Faquarl distraído momentáneamente se me presentaba la oportunidad perfecta para escapar. Y si al final resultaba que también salvaba a la niña, bueno, pues sería justo porque había sido ella quien me había dado la idea.
Hice saltar una pequeña chispa en el extremo de un dedo y se la arrojé al cocinero.
Se oyó un sonido suave, como el de un fuego de gas encendido, y a continuación Faquarl era una bola de fuego amarillo-anaranjada. Cuando comenzó a dar tumbos de aquí para allá, bramando de dolor, prendiendo fuego a las hojas a su alrededor, la niña pequeña lanzó un chillido y salió corriendo. Buena idea; yo hice lo mismo.[7]
Instantes después estaba en el aire y lejos, volando a toda velocidad hacia Highgate y hacia el estúpido y el mal nacido de mi amo.