Bartimeo

24

Si pones un escarabajo no mucho más grande que una caja de cerillas junto a una gigantesca torre de cuatro metros de alto con cabeza de buey blandiendo una lanza de plata, te puedes esperar cualquier cosa menos una batalla entre iguales, en especial si el escarabajo está atrapado dentro de un pequeño orbe que incinerará su esencia con solo que le toque una antena extraviada. Cierto, hice lo que pude para prolongar el asunto suspendiéndome en lo alto del pilar con la vaga esperanza de poder salir disparado hacia un lado cuando la lanza intentara aplastarme. Aunque, para ser honestos, lo hice sin demasiada convicción. Estaba a punto de ser machacado por un zote con el coeficiente intelectual de una pulga, así que cuanto antes acabáramos con aquello, mucho mejor.

De modo que me sorprendí un poco cuando el grito de guerra del utukku se vio interrumpido por una orden ladrada justo cuando la lanza iba a descender sobre mi cabeza.

—¡Baztuk, detente!

Pico de Águila había hablado y la alarma que dejaba traspasar su voz era clara. Una vez que se ha decidido a hacer algo, a un utukku le resulta muy difícil dar marcha atrás. Cabeza de Buey detuvo la trayectoria en picado de la lanza con dificultad, pero la mantuvo en alto sobre el orbe.

—¿Y ahora qué, Xerxes? —gruñó—. ¡No trates de privarme de mi venganza! Llevo veintisiete siglos deseando tener a Bartimeo en mi poder.

—Entonces no te importará esperar un minuto más. No va a irse a ninguna parte. Escucha, ¿no oyes algo?

Baztuk ladeó la cabeza hacia un lado. Dentro del orbe, dejé de hacer zumbar mis alas y también me dispuse a escuchar. Se oía un débil repiqueteo, tan bajo y sutil que era imposible decidir de dónde procedía.

—No es nada. Serán obreros del exterior o los humanos que están patrullando; les encanta. Ahora, cállate, Xerxes. —Baztuk no se decantaba por prestarle al asunto ni un segundo más. Los nervios de sus antebrazos se tensaron cuando volvió a preparar la lanza.

—No son obreros; se oye demasiado cerca. —Xerxes tenía las plumas del penacho erizadas. Estaba nervioso—. Deja en paz a Bartimeo y ven a escuchar. Quiero localizarlo.

Con una maldición, Baztuk se alejó a zancadas de la columna. Xerxes y él recorrieron el perímetro de la habitación con las orejas pegadas a las paredes y murmurándose el uno al otro que no pisara tan fuerte. Mientras tanto, el débil repiqueteo continuaba, irregular e ilocalizable hasta la desesperación.

—No sé de dónde viene. —Baztuk raspó la lanza contra la pared—. Podría venir de cualquier sitio. ¡Espera! Tal vez lo esté haciendo él. —Miró malvadamente en mi dirección.

—Inocente, señoría —me proclamé.

—No seas idiota, Baztuk —objetó Pico de Águila—. El orbe le impide utilizar su magia más allá de la barrera. Se trata de otra cosa. Creo que deberíamos dar la alarma.

—Pero si no ha pasado nada. —Cabeza de Buey parecía invadido por el pánico—. Nos castigarán. Al menos déjame matar primero a Bartimeo —suplicó—, no puedo dejar pasar esta oportunidad.

—Creo que deberíais pedir ayuda —les advertí—. Estoy casi seguro de que es algo que vosotros no podéis solucionar. Carcoma, quizá. O un pájaro carpintero desorientado.

Baztuk soltó un espumarajo de un metro en el aire.

—¡Esto ya pasa de castaño oscuro, Bartimeo! ¡Muere! —Hizo una pausa—. Un momento, si te pones a pensar podría ser carcoma…

—¿En un edificio de pura roca? —se burló Xerxes—. No creo.

—¿Y se puede saber qué te convierte en un experto de repente?

Estalló una nueva discusión. Mis dos captores se enfrentaron cara a cara, ufanándose y empujándose, enfurecidos por la estupidez del otro y por mis comentarios esporádicos.

Mientras tanto, el repiqueteo continuaba. Hacía ya un rato que había localizado el origen en una de las piedras en lo alto de una pared, no demasiado lejos de la única ventana. Mientras azuzaba la riña, no desvié la vista de aquel punto, algo que se vio recompensado tras unos minutos cuando una discreta cortina de polvo cayó en un hilillo de entre dos sillares. Segundos después, apareció un agujerito que se agrandó rápidamente mientras más polvo y esquirlas caían propulsadas por algo pequeño, afilado y negro.

Para mi contrariedad, tras seguir con lo suyo por toda la habitación en un intercambio de bofetones y chillidos de nenita, Xerxes y Baztuk acabaron descansando cerca del misterioso agujero. Era cuestión de tiempo que notaran la caída en espiral del polvo, así que decidí que tenía que arriesgarlo todo en una táctica final.

—¡Eh, vosotros, par de zampadunas! —grité—. ¡La luna brilla sobre los cuerpos de vuestros compañeros! ¡Los chacales se llevan a su guarida las cabezas cortadas para que sus cachorros jueguen con ellas![1]

Tal como esperaba, Baztuk dejó de inmediato de tirar de las plumas de Xerxes y Xerxes sacó sus dedos de la nariz de Baztuk. Ambos se volvieron lentamente hacia mí con la palabra «muerte» escrita en los ojos. Por el momento, bien. Calculé que tendría unos treinta segundos antes de que hiciera acto de presencia lo que fuera que estuviera entrando por el agujero. Si se retrasaba, era genio muerto. Si no era a manos de Baztuk y Xerxes, entonces se encargaría el orbe que para entonces, ya se había encogido hasta el tamaño de una uva esmirriada.

—Baztuk, ¿me harías el favor de descargar el primer golpe? —le pidió Xerxes con educación.

—Muy amable de tu parte, Xerxes —respondió Baztuk—. Después podrás trocear lo que quede como más te plazca.

Ambos levantaron las lanzas y se acercaron a mí. A sus espaldas, el repiqueteo cesó de repente y del agujero de la pared, que en aquellos momentos se había hecho bastante grande, asomó un pico brillante, aguzado como un yunque. A aquello lo siguió una cabeza con un penacho negro como el carbón acabado en un ojo redondo y luminoso. El ojo parpadeó mientras supervisaba la escena a un lado y al otro y, a continuación, en silencio, el resto del pájaro comenzó a escurrirse por el agujero retorciéndose de una manera muy poco propia de un ave. Con una sacudida y un saltito, un enorme cuervo negro se posó en el borde de la piedra. En cuanto las plumas de la cola salieron del agujero, otro pico apareció detrás de estas.

Para entonces, el utukku había alcanzado el pilar. Baztuk llevó el brazo hacia atrás. Carraspeé.

—Mira detrás de ti.

—¡No te va a funcionar conmigo, Bartimeo! —gritó Baztuk. Propulsó el brazo hacia delante y la lanza comenzó a dirigirse como una saeta en mi dirección. Un destello negro se interpuso en su camino, agarró el asta de la lanza con el pico y continuó el vuelo, arrancándosela de la mano del utukku. Baztuk soltó un grito de desconcierto y se volvió. Xerxes también se dio media vuelta.

Un cuervo estaba posado en una columna vacía con la lanza en el pico.

Con aire vacilante, Baztuk dio un paso hacia aquel y con un cuidado deliberado, el cuervo cerró el pico sobre el asta metálica. La lanza se partió en dos y ambas mitades cayeron al suelo. Baztuk se detuvo en seco.

Otro cuervo bajó revoloteando y descansó en el pilar vecino, estaban en silencio, observando al utukku sin pestañear. Baztuk miró a su compañero.

—Esto… ¿Xerxes?

Pico de Águila graznó en tono de alerta.

—Da la alarma, Baztuk —dijo—. Yo me ocuparé de ellos.

Dobló las rodillas y dio un salto en el aire. Al desplegar sus enormes alas blancas se oyó un ruido de ropa haciéndose jirones. Un aleteo, dos; se elevaba cada vez más alto, casi hasta el techo. Ángulo las alas y las tensó; dio media vuelta y se lanzó de cabeza con las alas pegadas al cuerpo y la lanza en una mano, a toda velocidad hacia un cuervo que le esperaba sin inmutarse. Una expresión vacilante apareció en los ojos de Xerxes. Ya casi estaba encima del cuervo y este ni se había movido. Un súbito miedo sustituyó a la duda. Volvió a desplegar las alas de un tirón y, a la desesperada, trató de ladearse para evitar la colisión. El cuervo abrió el pico de par en par. Xerxes gritó.

Fue todo tan rápido que las formas se desdibujaron: un abrir y cerrar de pico y al buche. Unas cuantas plumas revolotearon hasta posarse en las piedras que rodeaban el pilar. El cuervo seguía allí con una mirada distraída en los ojos, pero Xerxes había desaparecido.

Baztuk se dirigió a la pared donde se había abierto el portal y rebuscó a tientas en uno de los saquitos que llevaba atados a la cintura. El segundo cuervo brincó con pereza de un pilar a otro y le cortó el paso. Con un grito desesperado, Baztuk le arrojó la lanza. No alcanzó al cuervo y se hundió hasta la empuñadura en uno de los lados del pilar. El cuervo sacudió la cabeza con pesar y extendió las alas. Baztuk desgarró el saquito para abrirlo, extrajo un pequeño silbato de bronce y se lo llevó a los labios.

De nuevo una confusión de movimientos, un remolino de viento demasiado veloz para seguirlo con la vista. La verdad sea dicha, Baztuk fue rápido. Distinguí cómo agachaba la cabeza y embestía con los cuernos. Segundos después, el remolino de viento lo había engullido. Cuando este desapareció, Baztuk también lo había hecho. El cuervo se posó con poca elegancia en el suelo goteando sangre verde por un ala.

Dentro del orbe, el escarabajo daba botes de un lado al otro.

—¡Bien hecho! —los felicité tratando de que mi voz pareciera un poco menos aguda y aflautada—. No sé quiénes sois, pero ¿que os parece si me sacáis…?

Mi voz fue apagándose. A causa del orbe, solo podía ver a los recién llegados en el primer plano, en el cual, hasta aquel momento, habían mantenido su camuflaje de cuervo. Tal vez se dieron cuenta de aquello porque, de repente, en cuestión de milésimas de segundo, me mostraron sus verdaderas personalidades en el primer plano. Tan solo fue un destello, pero no necesité más; ya sabía quiénes eran.

Atrapado en el orbe, el escarabajo tragó saliva con dificultad.

—Vaya —dije—. Hola.

—Hola, Bartimeo —respondió Faquarl.