Nathaniel

23

Lo que iba a convertirse en el peor día de la vida de Nathaniel comenzó más o menos como iba a continuar. A pesar de volver del Parlamento tan tarde, dormirse le resultó casi imposible. Las últimas palabras de su maestro resonaban incesantemente en su cabeza provocando una agitación creciente: «Cualquiera en posesión de una propiedad de un hechicero robada sufrirá el castigo más severo». El castigo más severo… ¿Y qué era el amuleto de Samarkanda si no una propiedad robada?

Cierto, por un lado estaba seguro de que Lovelace había robado el Amuleto y por eso había enviado a Bartimeo en busca de pruebas. No obstante, por otra parte, él —o hablando con propiedad, Underwood— a su vez le había robado su pertenencia. Si Lovelace o la policía o alguien del gobierno lo encontraba en aquella casa… Es más, si Underwood lo descubría entre su colección, Nathaniel no se atrevía a pensar en las desgracias que seguirían. Lo que había comenzado como un ataque personal contra su enemigo, en aquellos momentos parecía un asunto mucho más temerario. Ahora ya no solo tenía a Lovelace en su contra, sino al brazo del poder del gobierno. Había oído hablar de los prismas de cristal que contenían los restos de los traidores que colgaban de las almenas de la Torre de Londres, testimonio más que elocuente. No era demasiado sensato arriesgarse a sufrir la ira gubernamental.

Para cuando la luz fantasmal que precede al alba comenzó a brillar en el cielo, Nathamel estaba seguro de una cosa: tanto si el genio había conseguido hacerse con una prueba como si no, tenía que deshacerse del Amuleto cuanto antes. Se lo devolvería a Lovelace y, no sabía cómo, pondría a las autoridades sobre aviso. Sin embargo, para aquello necesitaba a Bartimeo, y Bartimeo se había negado a comparecer ante él.

A pesar de su tremendo cansancio, Nathaniel llevó a cabo la invocación tres veces aquella mañana y las tres veces el genio no apareció. Durante el tercer intento, prácticamente sollozaba de pánico, farfullaba las palabras sin apenas importarle que una sílaba mal pronunciada pudiera ponerlo en peligro. Cuando acabó, esperó, respirando entrecortadamente y observando el círculo. Venga, venga.

Ni humo ni olor ni demonio.

Con una maldición, Nathaniel canceló la invocación, lanzó de un puntapié un recipiente de incienso a la otra punta de la habitación y se arrojó sobre la cama. ¿Qué estaba ocurriendo? Si Bartimeo había descubierto alguna manera de liberarse de su cometido… Aunque estaba seguro de que aquello era imposible; por lo que Nathaniel sabía, jamás demonio alguno había conseguido vina cosa por el estilo. Golpeó el puño inútilmente contra las mantas. Cuando el genio volviera, le haría pagar por el retraso, ¡lo sometería al péndulo dentado y contemplaría cómo se retorcía de dolor!

No obstante, mientras tanto, ¿qué podía hacer? ¿Utilizar el espejo mágico? No, más tarde. Las tres invocaciones lo habían agotado y tenía que recuperar fuerzas. Además, estaba la biblioteca de su maestro; aquel era el lugar por donde comenzar. Tal vez existieran otros métodos más avanzados de invocación que podría probar, quizá existiera información sobre los trucos que utilizaban los genios para evitar ser invocados.

Se levantó y echó la alfombra a patadas sobre los círculos de tiza del suelo. No había tiempo para ponerse a limpiar. En un par de horas tenía que reunirse con su maestro para, por fin, intentar la tan esperada invocación del sapillo corredor. Nathaniel gruñó de frustración, ¡era lo último que necesitaba! Hasta durmiendo podía invocar a ese diablillo, pero su maestro le haría repasar y volver a repasar todas las líneas y frases hasta que el proceso durara varias horas. Era un desperdicio de energía que podía ahorrarse perfectamente. ¡Su maestro era un botarate!

Nathaniel se dirigió a la biblioteca bajando ruidosamente las escaleras del ático y se dio de morros con su maestro que las subía en ese momento.

Underwood cayó hacia atrás, contra la pared, agarrándose la parte más ensanchada de su chaleco que había impactado con dureza contra uno de los codos de Nathaniel. Lanzó un grito de rabia y le pegó un coscorrón de refilón a su aprendiz en la cabeza.

—¡Pequeño gamberro! ¡Podrías haberme matado!

—¡Señor! Lo siento, señor. No esperaba…

—¡Correteando por las escaleras como un bobo descerebrado, como un plebeyo! ¡Un hechicero guarda la compostura en todo momento! ¿A qué estás jugando?

—Lo siento de todo corazón, señor. —Nathaniel se estaba recuperando de la sorpresa y habló con docilidad—. Iba a la biblioteca para repasar algunas cosillas antes de la invocación de esta tarde. Disculpe si me he mostrado demasiado impaciente.

Su actitud humilde surtió efecto. Underwood resolló, pero su expresión se relajó.

—Bueno, si la intención era buena supongo que no puedo culparte. De hecho, iba a subir para decirte que, por desgracia, esta tarde no voy a estar en casa. Ha ocurrido algo grave y tengo… —Se detuvo; las cejas se agitaron y se unieron en un ceño—. ¿Qué es ese olor?

—¿Señor?

—Ese tufo… Lo llevas pegado a la ropa, muchacho. —Se inclino hacia él y lo olisqueó.

Lo-lo siento, señor, esta mañana olvidé lavarme. La señora Underwood ya me lo había mencionado.

—No estoy hablando de tu olor, muchacho, aunque la verdad es que no es agradable. No, se asemeja más a… romero… ¡Sí! Y laurel, y a hierba de San Juan. —De repente, sus ojos se abrieron como platos y parpadearon bajo la luz mortecina de las escaleras—. ¡Estás impregnado de incienso para invocaciones comunes!

—No, señor.

—¡No te atrevas a contradecirme, muchacho! ¿Cómo ha ido a…? —Una sospecha amaneció en sus ojos—. John Mandrake, ¡quiero ver tu habitación! Tú primero.

—Mejor que no, señor. Está hecha un desastre. Me avergonzaría que…

Underwood se levantó con los ojos en llamas y la barba chamuscada erizada. Parecía más alto de lo que Nathaniel jamás lo había considerado, aunque el hecho de que se encontrara en el escalón superior al de Nathaniel también ayudaba un poquito. Nathaniel sintió cómo se encogía de miedo.

Underwood agitó un dedo y señaló escaleras arriba.

—¡Andando!

Resignado, Nathaniel obedeció. En silencio, encabezó la marcha hacia su cuarto seguido por las pesadas botas de su maestro que pisaban con fuerza a sus espaldas. Cuando abrió la puerta, un olor inconfundible a incienso y a cera le golpeó la cara. Nathaniel dio un paso a un lado con tristeza mientras su maestro, inclinándose para salvar el techo bajo, entró en la habitación del ático.

Por unos segundos, Underwood supervisó la escena, una escena incriminatoria: un recipiente volcado con un rastro multicolor de incienso que se esparcía por todo el suelo, unas cuantas velas de invocación que seguían ardiendo dispuestas contra las paredes y sobre el escritorio, dos libros pesados sobre magia extraídos de la biblioteca de los estantes personales de Underwood abiertos sobre la cama… Lo único que no estaba a la vista eran los círculos de invocación, que permanecían escondidos bajo la alfombra. Nathaniel pensó que aquello le proporcionaba una posible vía de escape y se aclaró la garganta.

—Si me permite puedo explicárselo, señor. Su maestro no le hizo caso. Avanzó a grandes zancadas y le dio un puntapié a la alfombra, la cual retrocedió y dejó a la vista un extremo de un círculo y varias runas externas a este. Underwood se detuvo, cogió la alfombra y la retiró del todo hacia un lado de modo que el diagrama al completo quedó a la vista. Repasó las inscripciones por encima y luego, con un sombrío propósito dibujado en los ojos, se volvió hacia su aprendiz.

—¿Y bien?

Nathaniel tragó saliva. Sabía que no existía excusa alguna que pudiera salvarlo, pero tenía que probarlo.

—Estaba practicando los dibujos, señor —comenzó con voz insegura—. Me estaba acostumbrando a ellos. Le aseguro que no he invocado nada, señor. No me atrevería a…

Titubeó y se detuvo. Con una mano, su maestro señalaba el centro del círculo mayor donde la primera aparición de Bartimeo había dejado una evidente quemadura superficial. Con la otra, indicó las numerosas quemaduras de las paredes dejadas por la explosión de la aguja estimulante. A Nathaniel se le cayó el alma al suelo.

—Esto…

Por un instante, dio la impresión de que el señor Underwood iba a perder la compostura. Con el rostro contraído por la rabia, dio dos pasos rápidos en dirección a Nathaniel y levantó la mano preparada para descargarla contra el chico. Nathaniel se estremeció, pero no llegó a recibir el golpe. La mano bajó.

—No —dijo su maestro sin resuello—. No. Tengo que estudiar qué voy a hacer contigo. Me has desobedecido de cientos de maneras y al hacerlo has arriesgado tu vida y la de la gente de esta casa. Has jugado con magia que ni siquiera puedes llegar a comprender. ¡Pero si ahí está el Compendio de Fausto y La boca de Ptolomeo! Has invocado, o tratado de invocar, un genio de al menos el decimocuarto nivel e incluso has tratado de atraparlo con la estrella de cinco puntas de Adelbrand, una empresa que ni siquiera yo me atrevería a llevar a cabo. El hecho de que no lo hayas conseguido no te exime de tu crimen. ¡Niño estúpido! ¿Tienes ni la más remota idea de lo que un ser como ese podría hacerte en el caso de que cometieras ni el más mínimo error? ¿Es que las lecciones que te he dado todos estos años no han servido de nada? Ya el año pasado tendría que haberme dado cuenta de que no se podía confiar en ti cuando tu deliberado atropello contra mis invitados estuvo a punto de echar mi carrera al traste. Tendría que haberme deshecho de ti en ese mismo momento, cuando todavía no tenías nombre. ¡Nadie se lo habría pensado dos veces! ¡Pero ahora que estás bautizado y que aparecerás en la siguiente edición del almanaque no puedo deshacerme de ti con tanta facilidad! Me harían preguntas, tendría que rellenar formularios y mi juicio volvería a ponerse en entredicho. No, tengo que estudiar qué voy a hacer contigo, aunque el cosquilleo de mi mano me incita a invocar de inmediato a un injuriador y dejarte a su piadoso cuidado.

Se detuvo para recuperar el aliento. Nathaniel había retrocedido hasta acabar sentado en el borde de la cama sin un ápice de energía.

—Créeme —continuó su maestro—, ningún aprendiz me desobedece como tú lo has hecho. Si no tuviera que acudir al ministerio de forma urgente, me encargaría de ti ahora mismo. Por el momento, te quedarás encerrado en esta habitación hasta que regrese. Aunque primero —de una zancada se acercó al armario de Nathaniel y abrió la puerta de par en par— veamos si no tienes ninguna otra sorpresita escondida por aquí.

Durante los siguientes diez minutos, Nathaniel solo pudo quedarse sentado con ojos entristecidos mientras su maestro rebuscaba por la habitación. El armario y la cómoda fueron registrados y revueltos y las escasas prendas de ropa quedaron esparcidas por el suelo. Encontró varias bolsas de incienso, una pequeña provisión de tizas de colores y uno o dos fajos de anotaciones que Nathaniel había recopilado durante sus estudios extracurriculares. Solo el espejo mágico, a buen recaudo en su escondite bajo el alero, permaneció a resguardo.

El señor Underwood recogió el incienso, los libros, las tizas y las anotaciones.

—Repasaré estos garabatos cuando vuelva del ministerio —comentó— por si tengo que hacerte más preguntas sobre tus actividades antes de que recibas tu castigo. Mientras tanto, quédate aquí y reflexiona sobre tus pecados y la ruina de tu carrera.

Sin una palabra más, salió del ático y echó el cerrojo a la puerta tras él.

El corazón de Nathaniel era una piedra cayendo en picado al fondo de un pozo profundo y oscuro. Se sentó inmóvil en la cama, escuchando el repicar de la lluvia sobre la claraboya y, a lo lejos, a su maestro dando furibundos portazos mientras iba de habitación en habitación. Al final, un portazo distante le aseguró que el señor Underwood había dejado la casa.

No supo cuánto tiempo después, el sonido de una llave en la cerradura lo sacó de su ensimismamiento con un respingo. El miedo hizo que el corazón le diera un vuelco. No podía ser que su maestro ya estuviera de vuelta. Fue la señora Underwood la que entró llevando un pequeño cuenco de sopa de tomate en una bandeja. La dejó en la mesa y se lo quedó mirando. Nathaniel no pudo devolverle la mirada.

—Bien, espero que estés contento —dijo ella con voz neutra—. Por lo que Arthur me ha dicho, te has portado muy mal.

Si bien el rapapolvo airado de su maestro casi lo había adormecido, aquellas pocas palabras de la señora Underwood, impregnadas como lo estaban de una decepción muda, le llegaron a Nathaniel hasta lo más profundo de su corazón y el último vestigio de autocontrol lo abandonó. Alzó la mirada hacia ella sintiendo cómo se agolpaban las lágrimas en sus ojos.

—¡Ay, Nath… John! —Nunca la había oído tan exasperada—. ¿Por qué no pudiste esperar? ¡La señorita Lutyens solía decir que ese era tu peor defecto y tenía razón! Has tratado de ponerte a correr antes de aprender a caminar y no sé si algún día tu maestro podrá perdonarte.

—Nunca me perdonará. Lo ha dicho —dijo Nathaniel con un hilo de voz, tratando de contener las lágrimas.

—Está muy enfadado, John, y con razón.

—Dijo que mi… que mi carrera estaba arruinada.

—No me sorprendería que fuera eso exactamente lo que te mereces.

—¡Señora Underwood!

—Aunque tal vez, si eres sincero y honesto con él sobre lo que has hecho, existe una posibilidad de que te escuche cuando vuelva, una posibilidad muy pequeña.

—No lo hará, está demasiado enfadado.

La señora Underwood se sentó en la cama junto a Nathaniel y le pasó un brazo sobre los hombros.

—No creerás que es algo nuevo, ¿verdad?, esto de que un aprendiz trate de hacer demasiadas cosas demasiado pronto. Es algo que a menudo distingue a aquellos de mayor talento. Arthur está furioso, pero también impresionado, puedes creerme. Creo que deberías confiar en él, sométete a su misericordia. Eso le gustará. Nathaniel se sorbió la nariz.

—¿Usted cree, señora Underwood?

Como siempre, el consuelo de su presencia y sosegado sentido común atravesó sus defensas y aplacó su orgullo. Tal vez tuviera razón; tal vez debería decirle la verdad sobre todo.

—Yo también haré todo lo que pueda para calmarlo —continuó la señora Underwood—. Dios sabe que no te lo mereces. ¡Mira cómo tienes la habitación!

—La limpiaré ahora mismo, señora Underwood, ahora mismo. —Se sentía un poco consolado. Tal vez le diría a su maestro hasta lo de sus sospechas sobre Lovelace y el Amuleto. Sería doloroso, pero más sencillo.

—Primero tómate la sopa. —Se levantó—. Asegúrate de que lo tienes todo preparado para decírselo a tu maestro cuando vuelva.

—¿Por qué ha tenido que ir el señor Underwood al ministerio? Es domingo.

Nathaniel ya estaba recogiendo la ropa y devolviéndola a los cajones.

—Una urgencia, corazón. Han cogido a un genio delincuente en el centro de Londres.

Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Nathaniel.

—¿Un genio?

—Sí. No sé los detalles, pero por lo visto iba disfrazado de uno de los diablillos del señor Lovelace. Irrumpió en la tienda del señor Pinn y causó muchos desperfectos, pero enviaron un efrit y lo cogieron enseguida. Ahora lo están interrogando. Tu maestro cree que el hechicero que envió al genio tiene que tener alguna relación con esos robos de artilugios que tanto le han estado dando la lata… y quizá también con la Resistencia. Quiere estar allí cuando le saquen la información. Pero esto no es tu principal preocupación, ¿verdad, John? Tienes que ponerte a pensar en lo que le vas a decir a tu maestro. ¡Y friega ese suelo hasta que brille!

—Sí, señora Underwood.

—Buen chico. Volveré más tarde a por la bandeja.

Tan pronto como la puerta volvió a cerrarse, Nathaniel corrió hacia la claraboya, la abrió de golpe y rebuscó el disco de bronce bajo las tejas frías y mojadas. Se lo llevó adentro y cerró la ventana contra la cortante lluvia. El disco estaba frío. Le llevó varios minutos de llamadas insistentes que la cara del diablillo apareciera con expresión de fastidio.

—¡Jo! —se quejó—. Ha pasado un rato. Creía que ya te habías olvidado de mí. ¿Ya te has decidido a dejarme salir?

—No. —Nathaniel no estaba de humor para monsergas—. Bartimeo. Encuéntralo. Quiero ver dónde está y qué está haciendo. Ahora mismo, o enterraré este disco en la tierra.

—¿Quién se ha levantado con el pie izquierdo hoy? ¡Existe una cosa que se llama pedir las cosas por favor! Bueno, lo intentaré, pero me han pedido cosas más fáciles, incluso tú. —Murmurando y forzando unas muecas, la cara del bebé se desvaneció para volver a reaparecer, débilmente, como si se encontrara muy lejos—. ¿Has dicho Bartimeo? ¿De Uruk?

—¡Sí! ¿Cuántos más conoces?

—Pues te vas a llevar una sorpresa, señor Cascarrabias. Bueno, no contengas la respiración. Esto puede llevar un poco de tiempo.

El disco se quedó en blanco. Nathaniel lo arrojó en la cama, luego se lo pensó mejor y lo escondió debajo del colchón, fuera de la vista. Muy agitado, procedió a ordenar su habitación, limpió el suelo hasta que cualquier indicio de las estrellas de cinco puntas hubo desaparecido, incluso las marcas de la cera de las velas. Guardó la ropa con esmero y devolvió todo a su sitio. Luego se tomó la sopa. Estaba fría.

La señora Underwood volvió para llevarse la bandeja y superviso la habitación con aprobación.

—Buen chico, John —lo felicitó—. Ahora arréglate un poco y, ya que estás, también lávate. ¿Qué ha sido eso?

—¿El qué, señora Underwood?

—Me ha parecido oír una vocecilla.

Nathaniel también lo había oído. Un apagado «¡Eh!» procedente de debajo de la cama.

—Creo que ha sido abajo —se atrevió a decir Nathaniel con un hilo de voz—, tal vez alguien está llamando a la puerta.

—¿Sí? Será mejor que vaya a ver. —Un poco dubitativa, se marchó y cerró la puerta tras ella. Nathaniel retiró el colchón a un lado.

—¿Y bien? —gruñó.

El rostro de bebé tenía unas enormes bolsas debajo de los ojos y, en cierto modo, parecía sin afeitar.

—Bueno, he hecho todo lo que he podido —respondió—. No se me puede pedir más.

—¡Enséñamelo!

—Ahí va.

La cara se esfumó y la sustituyó una vista distante de Londres. Una lengua plateada que tenía que ser el Támesis serpenteaba a través del telón de fondo entre un caos de almacenes y embarcaderos gris oscuro. Caía la lluvia que medio oscurecía la escena, pero Nathaniel enseguida distinguió el centro de la imagen: un castillo gigantesco protegido por interminables vueltas de muros altos y grises. En el centro destacaba una torre del homenaje gigantesca y cuadrada con la bandera del Reino Unido ondeando en el tejado central. Furgones policiales de laterales negros patrullaban por el patio del castillo junto a tropas de figuras diminutas, ninguna de ellas humana.

Nathaniel sabía lo que estaba viendo, pero no quería admitir la realidad.

—¿Y esto qué tiene que ver con Bartimeo? —le espetó.

El diablillo tenía la voz cansada y ronca.

—Ahí es donde está, según creo. Localicé su pista en el centro de Londres, pero ya estaba fría y era débil. Conduce hasta ese sitio y no puedo acercarme más a la Torre de Londres, como bien debes saber. Demasiados ojos avizores. Incluso a esta distancia unas cuantas esferas escolta han estado a punto de pescarme. Estoy hecho polvo. ¿Algo más? —añadió al ver que Nathaniel no reaccionaba—. Necesito echarme una siestecita.

—No, no, eso es todo.

—La primera cosa sensata que has dicho en todo el día. —Pero el diablillo no desapareció—. Si está ahí, ese Bartimeo tiene problemas —observó de un talante más alegre—. ¿No habrás sido tú el que lo ha mandado ahí, verdad?

Nathaniel no respondió.

—La Virgen —murmuró el diablillo—. En ese caso, déjame decirte que tienes tantos problemas como él. Supongo que en estos momentos debe de estar soltando tu nombre. —Una sonrisa de oreja a oreja dejó a la vista sus afilados y pequeños dientes. Le hizo una pedorreta y se desvaneció.

Nathaniel se sentó muy rígido, sosteniendo el disco entre las manos. La luz natural de la habitación comenzó a apagarse poco a poco.