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Por primera vez en la vida le estaba agradecido al chico. ¡Justo en el momento preciso! ¡Qué magnífica coincidencia! Ahora podría desaparecer ante sus narices, desvaneciéndome gracias a la invocación, mientras ellos se quedaban mirando boquiabiertos y tragaban saliva como peces desconcertados. Si me espabilaba, aún tendría el tiempo justo para pitorrearme de ellos antes de la partida.

Sacudí la cabeza compungido.

—Cuanto lo siento. —Sonreí—. Me hubiera encantado ayudaros, de verdad, pero tengo que irme. Tal vez podríamos dejar lo de la tortura y la cautividad para otra ocasión. Aunque con un pequeño cambio: yo estaré ahí fuera y seréis vosotros los que estaréis acurrucados dentro del orbe. Así que lo mejor será que te pongas a hacer régimen en serio, Sholto. Mientras tanto, vosotros dos, ¡ay!, anda y que os reduzcan las cabezas y… ¡au! ¡Aaah!

No fue mi réplica más desenvuelta, lo admito, pero el dolor que producía la invocación se estaba apoderando de mí. Era una sensación peor de lo normal, un poco más aguda, menos saludable. Y encima tardaba más de lo habitual.

Abandoné cualquier pretensión de pose descaradamente insolente y me retorcí de dolor en lo alto del pilar deseando que el chico acabara con aquello de una vez. ¿A qué estaba esperando? ¿No sabía que estaba agonizando? Además, tampoco podía retorcerme como es debido porque los filamentos de energía del orbe estaban demasiado cerca como para que uno se sintiera cómodo.

Tras un par de minutos más que desagradables, el despiadado tirón de la invocación se debilitó y se extinguió. Me dejó en una postura muy poco digna: hecho un ovillo, la cabeza entre las rodillas y los brazos sobre la cabeza. Agarrotado por la agonía acumulada, alcé la cara lentamente y con cautela me aparté el pelo de los ojos.

Seguía en el orbe. Los dos hechiceros también seguían allí, sonriéndome desde detrás de las paredes de mi prisión. Aquello no tenía buena pinta, lo mirases como lo mirases. Con tristeza y un millar de punzadas de dolor residuales, me estiré, me levanté y les devolví la mirada, implacable. Sholto reía en silencio para sí mismo.

—Ha valido la pena, querida Jessica —comentó—. La expresión de su cara era sublime.

La mujer asintió con la cabeza.

—Qué sincronización tan maravillosa —dijo—. Me alegro de que estuviéramos aquí para verlo. ¿Es que todavía no lo comprendes, criatura estúpida? —Su losa se aproximó un poco más—. Ya te lo dije, es imposible salir de un orbe de desconsuelo, y eso incluye la invocación. Tu esencia está atrapada ahí dentro y ni siquiera tu amo puede sacarte.

—Ella sabrá como hacerlo —contesté, y a continuación me mordí el labio como si me arrepintiera de lo que había dicho.

—¿Ella? —Los ojos de la mujer se abrieron como platos—. ¿Tu amo es una mujer?

—Miente. —Sholto Pinn sacudió la cabeza—. Se ve a la legua. Jessica, estoy cansado y además ya no llego a mi masaje matutino en los baños bizantinos, en estos momentos debería estar en la sauna. Permíteme sugerirte que la criatura necesita un poco más de estímulo, y que luego ella decida.

—Una idea admirable, querido Sholto.

La mujer entrechocó sus largas uñas cinco veces. Se produjo un zumbido y, un bandazo. ¡Momento de reducirse de tamaño a toda prisa! Volqué lo que quedaba de mi energía en una transformación apresurada y cuando los filamentos parpadeantes del orbe se cerraron sobre mí, me encogí en una nueva forma, en un gato elegante, encorvado y sinuoso, que rehuía los filamentos más bajos del orbe.

En cuestión de segundos, el orbe se encogió un tercio de sus dimensiones originales. El zumbido de su escandalosa energía retumbaba en mis orejas felinas aunque seguía quedando un espacio sustancial entre las paredes y yo. La mujer volvió a entrechocar las uñas y la velocidad de la mengua aminoró dramáticamente.

—Fascinante —le comentó a Sholto—. En un momento crítico, va y se convierte en un gato del desierto. Muy egipcio. Me parece que este ha tenido una larga carrera. —A continuación se volvió hacia mí—. El orbe continuará encogiéndose, demonio —advirtió—. Unas veces más rápido; otras, más lento. Al final llegará a ser un punto. Serás vigilado constantemente, de modo que, si en cualquier momento te apetece hablar, solo tienes que decirlo. Si no es así, adiós muy buenas.

Como contestación, el gato bufó y escupió. Aquello fue lo más articulado que pude conseguir en aquel momento.

Las losas volvieron a descender hasta su posición inicial. Sholto y la mujer regresaron junto al arco y el portal se los tragó. La franja se cerró y la pared recobró la misma apariencia de siempre. Pico de Águila y Cabeza de Buey retomaron la guardia. Los mortales filamentos blancos del orbe zumbaban, brillaban e iban menguando de forma apenas perceptible.

El gato se hizo un ovillo en lo alto de la columna y envolvió la cola alrededor del cuerpo, tan pegada a este como le fue posible.

Durante las siguientes horas, mi situación se hizo aun más incómoda. Al principio, el gato me duró bastante; sin embargo, al final el orbe se había encogido tanto que tenía agachadas las orejas por debajo de los bigotes y comencé a sentir que la punta de la cola se me chamuscaba. A continuación, tuvo lugar una sucesión de transformaciones. Sabía que me vigilaban así que no hice lo más obvio, que hubiera sido convertirme en una pulga de inmediato; eso solo habría provocado que el orbe se hubiera encogido muy rápido para adecuarse a mi nuevo tamaño. En su lugar, me sometí a una serie de variedades peludas y escamosas manteniéndome lo suficientemente alejado de los centelleantes barrotes de la prisión en cada cambio. Primero, una liebre; luego, un tití; a continuación, un ratón de campo normal y corriente. Supongo que si juntáis todas mis formas tendréis una tienda de mascotas bastante presentable, aunque tal vez mejor sería en otro momento.

Por mucho que lo intenté, no conseguí concebir ningún plan infalible de escapada. Podría ganar un poco de tiempo hilando una larga y compleja mentira para la mujer, pero esta no tardaría mucho en descubrir que le estaba tomando el pelo y acabaría conmigo en menos que canta un gallo. Mala idea.

Para empeorar las cosas, el maldito niño trató de invocarme en un par de ocasiones más. No se rendía con facilidad, seguramente creía que había cometido algún error la primera vez, lo que acabó por causarme tanto malestar que casi decidí entregarlo.

Casi, pero no. No tenía sentido tirar la toalla justo entonces, pues siempre cabía la posibilidad de que sucediera algo.

—¿Estuviste en Angkor Thom? —volvió a la carga Cabeza de Buey, tratando de ubicarme.

—¿Qué? —En esos momentos era el ratón de campo. Hice todo lo que pude para sonar desdeñoso, aunque los ratones de campo como mucho suenan fastidiados.

—Ya sabes, el Imperio jemer. Aquí el menda trabajó para los hechiceros imperiales cuando conquistaron Tailandia. ¿Tuviste algo que ver con aquello? ¿Eras un rebelde?

—No.[1]

—¿Estás seguro?

—¡Sí! ¡Claro que estoy seguro! Me confundes con otro. Anda, olvida eso un momento y escucha. —El ratón de campo bajó la voz y habló por debajo de una patita alzada—: Es evidente que eres un tipo listo, se nota que ya llevas un tiempo en la brecha y que has trabajado para muchos de los imperios más sanguinarios. Mira, tengo amigos influyentes. Si me sacas de aquí, matarán a tu amo por ti y te liberarán de tu ata dura. —Si Cabeza de Buey hubiera sido un lumbreras, habría jurado que me miraba con escepticismo. Sin embargo, descartándolo, insistí—. ¿Cuánto tiempo llevas encerrado aquí, haciendo de guardián? —pregunté—. ¿Cincuenta años? ¿Cien? Esto no es vida para un utukku, ¿no? Cualquier día podrías encontrarte en un orbe como este.

La cabeza se acercó a los barrotes. Un resoplido nasal salió disparado en mi dirección y me dejó gotitas pegajosas de moco por todo el pelaje.

—¿Qué amigos?

—Esto… un marid… uno grande… y cuatro efrits, muy poderosos, más fuertes que yo… Podrías unirte a nosotros…

La cabeza se retiró con un gruñido de desdén.

—¡Debes de pensar que soy idiota!

—No, no. —El ratón de campo se estremeció—. Eso es lo que ese Pico de Águila de allí piensa. Dijo que no te unirías a nuestro plan. Pero bueno, si no te interesa… —Con una sacudida y un medio saltito, el ratón de campo le dio la espalda.

—¿Qué? —Cabeza de Buey dio la vuelta con rapidez a la columna sosteniendo la lanza cerca del orbe—. ¡No me des la espalda! ¿Qué es lo que ha dicho Xerxes?

—¡Eh! —Pico de Águila se acercó a toda prisa desde la esquina al fondo de la estancia—. ¡He oído mi nombre! ¡Deja de hablar con el prisionero!

Cabeza de Buey lo miró con rencor.

—Yo hablo con quien me da la gana. ¿Conque crees que soy idiota, eh? Pues no lo soy, que lo sepas. ¿De qué va ese plan?

—¡No se lo digas, Xerxes! —susurré en alto—. No le digas nada.

Pico de Águila produjo un sonido áspero con el pico.

—¿Plan? No sé de qué hablas. El prisionero te está engañando, Baztuk. ¿Qué te ha estado diciendo?

—Muy bien, Xerxes —dije alegremente—. Yo no he mencionado… ya sabes.

Cabeza de Buey blandió la lanza.

—Creo que soy yo el que debería hacer las preguntas, Xerxes —dijo—. ¡Has estado conspirando con el prisionero!

—No, imbécil.

—¿Imbécil yo?

La que se lió: hocico contra pico, los dos sacando pecho y enarbolando plumas del penacho, gritando y dándose puñetazos en los pechos acorazados… El pan de cada día. A los utukku siempre fue fácil tomarles el pelo. En su exaltación, me olvidaron por completo, algo que ya servía a mis planes. En condiciones normales, me hubiera deleitado contemplando cómo uno se lanzaba al cuello del otro; sin embargo, en aquellos momentos, apenas me servía de consuelo para el lío en el que me había metido.

El orbe había vuelto a tensarse de manera incómoda, de modo que volví a encogerme; esta vez me convertí en un escarabajo. No es que aquello cambiara mucho las cosas, pero al menos retrasaba lo inevitable y me ofrecía espacio para corretear de un lado al otro en lo alto del pilar, batiendo mis alas con rabia y algo de desesperación. ¡Ese crío, Nathaniel! ¡Si algún día conseguía salir de allí, descargaría tal venganza sobre él que pasaría a formar parte de las leyendas y las pesadillas de la gente! ¡Que yo, Bartimeo, que había hablado con Salomón y Hiawatha, tuviera que vérmelas de aquella manera, como un escarabajo aplastado por un enemigo demasiado arrogante como para quedarse a verlo! ¡No! Incluso en aquel aprieto, encontraría la manera. Correteé de un lado al otro, de aquí para allá, pensando, elucubrando. Imposible, no había escapatoria. La muerte se acercaba con paso firme por todos lados. Era difícil pensar que la situación pudiera empeorar.

Una bocanada de aliento, un rugido, un ojo desencajado y rojo bajó hasta mi altura.

—¡Bartimeo!

Bueno, pues parecía que sí podía empeorar. Cabeza de Buey ya no estaba riñendo; acababa de recordar quién era yo.

—¡Ahora te conozco! —gritó—. ¡Tu voz! ¡Sí, eres tú, el exterminador de mi pueblo! ¡Por fin! ¡Llevo esperando este momento veintisiete siglos!

Cuando te enfrentas a un comentario de este tipo, es difícil pensar en algo que decir.

El utukku alzó la lanza de plata y aulló el grito triunfal de guerra que los de su especie siempre pronuncian antes del golpe de gracia.

Me puse a batir las alas. Ya sabéis, a la desesperada, para presentar batalla.