21
El manto de oscuridad que envolvía mi mente se disipó. Al instante estaba tan despierto como siempre, con todas mis percepciones claras como el agua y dispuesto a dar un salto mortal para entrar en acción. ¡Era el momento de escapar!
Salvo que no lo era.
Mi mente trabaja en varios niveles a la vez.[1] Se me conoce por saber mantener una charla mientras formo las palabras de un conjuro y estudio varias vías de escape al mismo tiempo. Este tipo de cosas a menudo resultan útiles. Sin embargo, en aquel momento no necesité más que un nivel cognitivo para saber que la fuga era totalmente imposible. Me había metido en una buena.
Si bien, lo primero es lo primero. Algo que sí podía hacer era mejorar mi aspecto. En cuanto me desperté, vi que mi forma se había deteriorado mientras había estado inconsciente. La apariencia de halcón se había ido esfumando hasta convertirse en un vapor denso y untuoso que chapoteaba de un lado al otro suspendido en el aire como si estuviera impulsado por una marea diminuta. En realidad, aquella sustancia era lo que más se acercaba a mi esencia pura[2] mientras estoy encadenado a la tierra. Aunque, a pesar de su noble naturaleza, no era del todo atractiva.[3] Por consiguiente, adopté sin mayor demora la apariencia de una esbelta joven envuelta en una simple túnica antes de añadirle un par de pequeños cuernos a su cuero cabelludo, para divertirme.
Una vez hecho esto, evalué lo que me rodeaba con cierta dosis de cinismo. Estaba en lo alto de un pequeño pedestal o pilar de piedra que se alzaba a unos dos metros en medio de un suelo de losas. En el primer plano todo estaba despejado; sin embargo, del segundo al séptimo, estaba atrapado en algo asqueroso: una pequeña esfera de energía de un poder considerable formada por filamentos blancos y entrecruzados que se abombaban hacia fuera partiendo de lo alto del pilar, alrededor de mis esbeltos pies, y que se unían sobre mi delicada cabeza. No tenía que tocar los filamentos para saber que si lo hacía me infligirían un dolor insufrible y me propulsarían hacia atrás.
No había ni un resquicio, ni un solo punto débil en mi prisión; no podía salir. Estaba atrapado dentro de la esfera como un pez simplón en una pecera.
No obstante, a diferencia del pececillo, yo disponía de buena memoria. Conseguí recordar lo que había sucedido antes de salir despedido de la tienda de Sholto: el cepo plateado atrapándome, las pezuñas del efrit al rojo vivo fundiéndose en el pavimento, el olor a romero y ajo ahogándome hasta perder la conciencia como la mano de un asesino… y la rabia. ¡Yo, Bartimeo, rebajado en una calle de Londres! Sin embargo, ya habría tiempo para la ira. En aquel momento tenía que mantener la calma y buscar una solución.
Al otro lado de la superficie de la esfera, se extendía una estancia amplia de cierta antigüedad. Las paredes estaban construidas con sillares grises y el techo lo formaban pesados tablones de madera. Una única ventana en lo alto de una pared dejaba entrar un débil rayo de luz que apenas conseguía abrirse camino hasta el suelo a través de las arremolinadas partículas de polvo. En la ventana había encajada una barrera mágica similar a la de mi prisión. Por la habitación se diseminaban más pilares iguales al mío. La mayoría se veían abandonados y estaban vacíos; no obstante, sobre uno se aguantaba en equilibrio una pequeña esfera azul muy densa y brillante. Era difícil estar seguro, pero creí ver que dentro se contorsionaba algo.
No había puertas, aunque aquello no significaba nada. Los portales temporales eran muy habituales en las prisiones de los hechiceros; el acceso a una estancia exterior (o interior) no es posible salvo a través de portalones que se abren mediante una combinación pronunciada por hechiceros celadores de confianza. Aunque consiguiera escapar de mi esfera prisión, sería fastidiosamente difícil superar a estos últimos.
Y tampoco es que los guardianes lo pusieran más fácil. Eran dos utukku[4] enormes, que desfilaban imperturbables por la estancia. Uno de ellos tenía la cara y el penacho de un águila del desierto con un imponente pico curvado y feroz y plumas que se le erizaban. El otro tenía una cabeza de buey que expulsaba un hálito húmedo por las ventanas del hocico. Ambos caminaban como hombres sobre sus soberbias piernas, tenían manos grandes y venosas, que sujetaban lanzas de puntas plateadas, y unas alas emplumadas recogidas sobre las musculosas espaldas. Sus ojos recorrían la estancia sin cesar de un lado al otro; la cubrían milímetro a milímetro con su estúpida y torva mirada.
Se me escapó un suave suspiro bastante casto y pudoroso. La verdad era que las cosas no pintaban demasiado bien. Sin embargo, todavía no me habían vencido. A juzgar por el impresionante tamaño de la prisión, lo más probable es que estuviera en las manos del gobierno, aunque lo mejor era asegurarse. Lo primero que tenía que hacer era sonsacar a los guardianes toda la información de la que dispusieran.[5]
Dejé escapar un silbido ligeramente desvergonzado. El utukku más cercano (el de la cabeza de águila) me miró y me apuntó con la lanza con un movimiento brusco. Sonreí con encanto.
—Hola.
El utukku silbó como una serpiente y me mostró su afilada lengua roja de pájaro. Se aproximó haciendo amagos con la lanza.
—Cuidadito con eso —le advertí—. Impresiona más si la sujetas de pie. Parece como si estuvieras intentando ensartar un malvavisco con una brocheta.
Pico de Águila se acercó un poco más. Mantenía los pies en el suelo a dos metros por debajo de mí y aun así era lo suficientemente alto como para mirarme cara a cara. Se guardó mucho de acercarse demasiado a la pared brillante de mi esfera.
—Vuelve a hablar cuando no te toca —me amenazó el utukku— y te dejaré como un colador. —Me apuntó con la punta de la lanza—. Plata, nada más y nada menos. Puede atravesar tu esfera y pincharte si no te callas.
—Entendido. —Me retiré un tirabuzón de la frente—. Ya veo que estoy a tu merced.
—Correcto. —El utukku hizo el gesto de alejarse, pero un pensamiento solitario consiguió abrirse camino a través del páramo de su mente—. Ahí mi colega —añadió señalando a Cabeza de Buey, quien nos estaba observando en la distancia con sus diminutos ojos rojos— dice que te ha visto antes en alguna otra parte.
—No lo creo.
—Hace mucho tiempo, aunque tenías otra apariencia. Dice que está seguro de que te ha olido antes, aunque no sabe decir cuándo con certeza.
—Puede que tenga razón, he estado fuera de circulación un tiempo. Disculpa, pero soy muy mala con las caras, no puedo ayudarle. ¿Dónde estamos exactamente? —Traté de cambiar de tema, incómodamente consciente de que la conversación podía volverse con rapidez hacia la batalla de Al-Arish. Si Cabeza de Buey era un superviviente y sabía mi nombre…
El penacho del utukku se abatió sopesando la pregunta.
—No pasa nada porque lo sepas —decidió al fin—. Estamos en la Torre, en la Torre de Londres. —Saboreó las palabras y golpeó la base de la lanza contra el suelo para enfatizarlas.
—Ah, qué bien, ¿no?
—Para ti no mucho.
Algún que otro comentario frívolo hacía cola para pronunciarse; sin embargo, los reprimí con esfuerzo y permanecí callado. No quería que me ensartaran. El utukku se alejó para retomar la vigilancia, pero distinguí a Cabeza de Buey acercándose, husmeando y olisqueando el aire con su hocico húmedo y repugnante.
Cuando estuvo tan cerca de mi esfera que los espumarajos que expulsaba silbaban y burbujeaban cuando se estrellaban contra los filamentos blancos cargados de energía, dejó escapar un bramido atormentado.
—Te conozco —dijo—. Conozco tu olor. Hace mucho tiempo, si, pero yo nunca olvido. Sé cómo te llamas.
—¿Un amigo de un amigo, tal vez? —Miré la punta de su lanza con nerviosismo. A diferencia de Pico de Águila, no la balanceaba de un lado al otro.
—No, un enemigo.
—Es un fastidio cuando no puedes recordar algo que tienes en la punta de la lengua —comenté—. ¿Verdad? Y mira que te esfuerzas en recordarlo, pero la mitad de las veces no puedes porque un idiota te interrumpe con chuminadas y no hay manera de…
Cabeza de Buey dejó escapar un bramido de rabia.
—¡Cállate! ¡Ya casi lo tenía!
Un temblor estremeció la habitación, vibró por todo el suelo y ascendió por el pilar. De inmediato, Cabeza de Buey se dio media vuelta y atravesó la estancia para regresar a su posición contra una pared desnuda. A unos cuantos metros, Pico de Águila hizo lo mismo. Entre ellos, apareció una grieta oval en el aire que se ensanchó en la base hasta convertirse en un arco dilatado. El interior estaba oscuro, una oscuridad de la que surgieron dos figuras que fueron cobrando color y dimensión a medida que se abrían camino a través del viscoso vacío del portal. Ambas eran humanas, aunque de formas tan diferentes que apenas era posible creerlo. Una de ellas era Sholto.
Estaba tan orondo como siempre, pero cojeaba notablemente, como si todos los músculos le dolieran. También me complació ver que su bastón lanzarrayos había sido sustituido por un par de muletas normales y corrientes. Parecía como si un elefante acabara de levantarse de su cara. Y juro que llevaba la montura del monóculo unida con cinta adhesiva. Tenía un ojo morado y cerrado. Me permití una sonrisa. A pesar del aprieto en el que me encontraba, la vida aún me deparaba ocasiones de las que disfrutar.
La amoratada mole de Sholto hacía parecer a la mujer que se hallaba a su lado aún más delgada de lo que era en realidad. Una garza encorvada; lucía una blusa gris y una falda negra y larga, y llevaba el cabello cano y liso muy corto, por detrás de las orejas. Su rostro era todo pómulos y ojos y carecía de color; incluso sus pupilas parecían desteñidas, dos canicas apagadas del color del agua de lluvia incrustadas en la cabeza. Unos dedos largos y afilados como bisturís asomaban por las mangas de volantes. Arrastraba el olor de la autoridad y el peligro; los utukku afirmaron los talones y saludaron cuando pasó por delante y, con un chasquido de sus dedos de uñas demasiado afiladas, el portal a sus espaldas se cerró en el vacío.
Atrapado en mi esfera, les observé acercarse. Gordo y flaca, renqueante y encorvada. Durante todo aquel tiempo, Sholto no me había quitado el ojo bueno de encima.
Se detuvieron a escasos metros de mí. La mujer volvió a chascar los dedos y, para mi sorpresa, las losas bajo sus pies se elevaron lentamente en el aire. Los diablillos cautivos bajo las losas dejaban escapar gruñidos de vez en cuando mientras cargaban con el peso; aunque, por otro lado, era un movimiento bastante suave. Apenas ni un tembleque. Poco después las piedras cesaron la ascensión y los dos hechiceros me miraron cara a cara, a mi altura. Les devolví la mirada, impasible.
—Con que ya te has despertado, ¿eh? —observó la mujer. Su voz sonaba a cristales rotos en una cubitera—.[6] Bien, entonces tal vez podrás ayudarnos. Lo primero, tu nombre. No voy a perder el tiempo llamándote Bodmin; hemos repasado los registros y sabemos que es una identidad falsa. El único genio con ese nombre falleció en la guerra de los Treinta Años.
Me encogí de hombros y no dije nada.
—Queremos saber tu nombre, el propósito con el que fuiste a la tienda del señor Pinn y todo lo que sepas sobre el amuleto de Samarkanda. Y, sobre todo, queremos saber la identidad de tu amo.
Me retiré el pelo del ojo hacia atrás. Mi mirada vagó por la habitación de forma cansina. La mujer no se enfureció ni se impacientó, sino que mantuvo el tono desapasionado.
—¿Vas a entrar en razón? —preguntó—. Nos lo puedes decir ahora mismo o más tarde. Depende de ti. Por cierto, el señor Pinn cree que no vas a entrar en razón. Por eso ha venido, desea ver cómo sufres.
Le guiñé un ojo al maltrecho Sholto.
—Adelante —le animé (con bastante más alborozo del que en realidad sentía)—, devuélveme el guiño. Es un buen ejercicio para un ojo morado.
El hechicero enseñó los dientes, pero no dijo nada. La mujer hizo un gesto y las losas se deslizaron hacia delante.
—No te encuentras en posición de ser insolente, demonio. Permíteme que te aclare la situación. Estás en la Torre de Londres, adonde se lleva a todos los enemigos del Gobierno para infligirles su castigo. Tal vez ya has oído hablar de este lugar. Durante ciento cincuenta años, hechiceros y espíritus de todo tipo han acabado aquí y ninguno ha salido vivo, salvo si así lo decidíamos. Esta estancia está protegida por tres envolturas de maleficios de retención. Cada una de las envolturas está vigilada por batallones de horlas y utukku que patrullan sin descanso. No obstante, para llegar hasta ellos antes tienes que abandonar la esfera, cosa que es imposible. Te encuentras en un orbe de desconsuelo. Si lo tocas, hará pedazos tu esencia. A una orden mía —pronunció una palabra y los filamentos de energía de la esfera parecieron estremecerse y crecer—, el orbe se encogerá. Tú también puedes encoger, no me cabe duda, de modo que, en principio, podrías evitar acabar reducido a cenizas. Sin embargo, el orbe puede encogerse hasta la nada… y eso es algo que tú no puedes hacer.
No pude evitar echar una ojeada al pilar vecino con su densamente comprimida esfera azul. Algo había estado allí dentro y allí seguían sus restos. La esfera se había encogido al máximo. Fue como atisbar una araña muerta en el fondo de una botella de cristal oscuro. La mujer había seguido mi mirada.
—Eso mismo —me confirmó—. ¿He dicho suficiente?
—Si hablo —respondí, dirigiéndome a ella por primera vez—, ¿qué ocurrirá conmigo después? ¿Qué es lo que te impide acabar por exprimirme de todas formas?
—Si cooperas, te dejaremos ir —contestó—. No tenemos ningún interés en matar esclavos.
Sonó tan brutalmente franca que casi la creí. Aunque no del todo. Antes de que pudiera reaccionar, Sholto Pinn carraspeó para atraer la atención de la mujer. Habló con dificultad, como si las costillas lo atormentaran.
—El ataque —susurró—. La Resistencia…
—Ah, sí. —La mujer se volvió hacia mí—. Incluso tendrás más posibilidades de conseguir un indulto si puedes ofrecernos información acerca de un incidente acaecido ayer por la noche, tras tu captura…
—Un momento —la interrumpí—. ¿Cuánto tiempo me habéis mantenido inconsciente?
—Poco menos de veinticuatro horas. Te hubiéramos interrogado anoche pero, como ya he dicho, el incidente… No hemos venido a retirar la red plateada hasta hace treinta minutos. Tu capacidad de recuperación me tiene impresionada.
—No es nada del otro mundo, cuestión de práctica.[7] Bueno, ese incidente… Cuéntame qué ha ocurrido.
—Se trata del ataque de un grupo terrorista que se hace llamar la Resistencia. Proclaman que aborrecen todo tipo de magia, aunque creemos que deben de tener algún tipo de contacto mágico. Tal vez genios como tú invocados por hechiceros enemigos. Es posible.
Otra vez esa Resistencia. Simpkin también los había mencionado. Él creía que eran los responsables del robo del Amuleto; sin embargo, el único responsable de aquello era Lovelace. Tal vez también estuviera detrás de este último atentado.
—¿Qué tipo de ataque?
—Una esfera de elementos. Inútil, al azar.
No casaba con el estilo de Lovelace. Lo imaginaba un hombre más dado a la intriga y al sigilo, de esos que aprueban asesinatos mientras mordisquean canapés de pepino en recepciones al aire libre. Además, la nota que le envió a Schyler sugería que estaban planeando algo para un poco más adelante.
Mis cavilaciones se vieron bruscamente interrumpidas por un gruñido gutural de mi viejo amigo Sholto.
—¡Se acabó! No va a decirte nada por voluntad propia. ¡Reduce el orbe, querida Jessica, para que se retuerza y empiece a cantar! Ambos estamos muy ocupados para perder el tiempo en esta celda.
Por primera vez, la línea de finos labios que formaba la boca de la mujer se ensanchó en una especie de sonrisa.
—El señor Pinn está impaciente, demonio —dijo—. No le importa si hablas o no, siempre que el orbe se ponga manos a la obra No obstante, yo prefiero seguir el procedimiento adecuado. Ya te he dicho lo que queremos, ahora ha llegado el momento de que hables.
A aquello le siguió una pausa. Me gustaría añadir que cargada de suspense; me gustaría añadir que reñía con mi conciencia sobre si descubrir el pastel acerca de lo de Nathaniel y mi misión, que torrentes de duda afluían dramáticamente a mis delicadas facciones mientras mis captores esperaban sobre ascuas conocer cuál sería mi decisión; me gustaría añadir todo esto, pero sería mentira.[8] Conque, en realidad, se trató de una especie de pausa bastante más pesada, sombría y lúgubre durante la cual traté de resignarme al dolor que sabía que se avecinaba.
Nada me hubiera proporcionado mayor placer que traicionar a Nathaniel como se merecía. Les habría dado todo: nombre, dirección, número de calzado… Incluso me habría arriesgado a adivinar lo que le medía el tiro de los pantalones si lo hubiesen querido. También les habría hablado de Lovelace, de Faquarl y de dónde podían encontrar el amuleto de Samarkanda. Habría cantado como un canario; había tantas cosas que decir… No obstante, si lo hacía, me buscaría la ruina. ¿Por qué? Porque había muchas posibilidades de que, de todas formas, acabarán exprimiéndome en el orbe, y 2) aunque me dejaran ir, asesinarían a Nathaniel o le causarían cualquier otra molestia por el estilo y yo acabaría encerrado con el Viejo Carretero en el fondo del Támesis. Solo con pensar en aquel romero me moqueaba la nariz.[9]
Mejor una rápida extinción en el orbe que una eternidad de sufrimientos. Conque me froté mi delicada barbilla y esperé el inicio de lo inevitable.
Sholto gruñó y miró a la mujer. Ella dio unos golpecitos a su reloj.
—Se acabó el tiempo —anunció—. ¿Y bien?
Entonces, como si estuviera escrito por la mano de un novelista pésimo, ocurrió algo inesperado. Estaba a punto de lanzarles una última retahíla de improperios apasionados (aunque ingeniosos), cuando experimenté una sensación dolorosa y familiar en las entrañas. Un sinfín de tenazas al rojo vivo estiraban de mí, remolcando mi esencia. ¡Me estaban invocando!