20

El desmenuzamiento de una esfera de elementos en un recinto cerrado siempre es un espectáculo aterrador y destructivo. Cuanto más pequeño sea el recinto, o cuanto mayor sea la esfera, peores son las consecuencias. Por fortuna para Nathaniel y para la mayoría de los hechiceros que le acompañaban, el Westminster Hall era extremadamente grande y la esfera arrojada relativamente pequeña. Aun así, los efectos fueron considerables.

Cuando el cristal se despedazó, los elementos atrapados, que habían morado en su interior durante muchos años despreciando sus mutuas esencias y su limitada conversación, huyeron los unos de los otros con una violencia inusitada. Aire, tierra, fuego y agua; los cuatro elementos salieron disparados a velocidad punta de su diminuta prisión y desataron el caos en todas direcciones. La gente que se encontraba cerca fue propulsada hacia atrás, acribillada por piedras, lacerada por el fuego y barrida por un aluvión de agua. Casi todos los acompañantes de los hechiceros cayeron al suelo y quedaron desperdigados como bolos alrededor del epicentro de la explosión. Al encontrarse en la periferia del núcleo de la gente, Nathaniel consiguió evitar lo peor de la explosión; sin embargo, aun así se vio propulsado por el aire y arrojado a toda velocidad contra la puerta que daba a la terraza sobre el río.

Gran parte de los hechiceros más notables resultaron indemnes pues contaban con mecanismos de seguridad, en su mayoría genios cautivos con el cometido de materializarse en el instante en que cualquier tipo de magia ofensiva amenazara a su amo. Los escudos protectores absorbieron o desviaron las bolas de fuego, tierra y agua y derivaron las ráfagas de viento ululante hacia las vigas. Unos cuantos hechiceros menores y sus invitados no fueron tan afortunados; algunos fueron rebotando de una barrera defensiva a otra, sacudidos hasta la inconsciencia por los elementos liberados; otros fueron barridos por el suelo por pequeñas oleadas de agua hirviendo y acabaron en mitad de la sala amontonados en pilas y calados hasta los huesos.

El primer ministro había desaparecido. A pesar de que la esfera se había estrellado contra las piedras a tres metros de la tarima, un efrit verde oscuro había surgido de la nada, lo había envuelto en un manto hermético y había salido por una claraboya del techo con su fardo sin perder más tiempo.

Medio atontado por el impacto contra la puerta, Nathaniel trataba de ponerse en pie cuando vio que dos de los hombres de chaqueta gris corrían hacia él, cruzaban la puerta y salían a la terraza. Cuando el segundo pasó por encima de él, emitió un gruñido peculiarmente gutural que le puso los pelos de punta. Oyó un forcejeo en la terraza del río, un sonido rechinante parecido al de unas garras arañando el suelo y dos zambullidas distantes.

Estiró la cabeza con cuidado. No había nadie en la terraza. En la sala, la energía acumulada de los elementos liberados se había agotado. El agua corría a raudales por las juntas de las losas del suelo, terrones de tierra y fango salpicaban las paredes y las caras de los invitados y unas cuantas llamas seguían ardiendo en los bordes del paño púrpura del estrado. Muchos hechiceros comenzaban a moverse, trataban de ponerse en pie o ayudaban a otros a levantarse. Unos cuantos permanecieron tumbados en el suelo. Los criados corrían escalera abajo y entraban de las habitaciones contiguas. Poco a poco, gente comenzó a recobrar la voz; se oyeron gritos, sollozos y algunos chillidos tardíos y bastante redundantes.

Nathaniel se puso en pie pasando por alto el dolor agudo del nombro con el que había chocado contra la pared, y empezó a buscar a la señora Underwood con desespero. Resbaló sobre el revoltijo del suelo.

El hombre grueso del traje blanco estaba apoyado en las muletas hablando con Simon Lovelace y el anciano y arrugado hechicero. Ninguno parecía haber resultado herido en el ataque, aunque la frente de Lovelace lucía un moratón y los cristales de las gafas estaban resquebrajados. Cuando Nathaniel pasó a su lado, se agruparon y murmuraron juntos un conjuro para invocar a seis genios altos y esbeltos vestidos con túnicas plateadas que de súbito se materializaron frente a ellos. Les impartieron las órdenes y los demonios se alzaron en el aire, volaron a gran velocidad hacia la terraza y se alejaron.

La señora Underwood se sentó sobre su trasero con expresión perpleja. Nathaniel se agachó a su lado.

—¿Está bien?

Tenía la barbilla embadurnada de barro y el pelo alrededor de una oreja estaba ligeramente chamuscado; por lo demás, parecía ilesa. Lágrimas de alivio se agolparon en los ojos de Nathaniel.

—Sí, sí, creo que sí, John, no hace falta que me abraces con esa fuerza. Menos mal que no te ha pasado nada. ¿Dónde está Arthur?

—No lo sé. —Nathaniel buscó entre los maltrechos invitados—. Ah, allí está.

Era evidente que su maestro no había tenido tiempo de parapetarse tras una defensa efectiva a juzgar por la apariencia de su barba, que en aquellos momentos parecía las dos mitades de un árbol alcanzado por un rayo. La elegante camisa y chaqueta se habían volatilizado y solo llevaba puesto un chaleco ennegrecido y una corbata algo humeante. Los pantalones no habían corrido mejor suerte; le comenzaban demasiado abajo y terminaban demasiado arriba. La señora Underwood se encontraba junto a un grupo en similares circunstancias, en cuyos rostros enrojecidos y manchados de hollín se leía una expresión de desconcertada indignación.

—Creo que vivirá —opinó Nathaniel.

—Ve a ayudarle, John. Venga, estoy bien, de verdad. Solo tengo que sentarme un ratito.

Nathaniel se acercó a su maestro con precaución. No le extrañaría nada que Underwood acabara por echarle la culpa del desastre.

—¿Señor? ¿Está usted…?

Su maestro no pareció percatarse de su presencia. Un destello de ira brillaba bajo sus cejas ennegrecidas. Con un esfuerzo sobrehumano, recompuso los jirones de su vestimenta y los unió mediante el único botón que se aguantaba. Se alisó la corbata e hizo un ligero gesto de dolor a causa del calor que aún desprendía. A continuación, se acercó a grandes zancadas al grupo más cercano de desconcertados invitados. Sin saber qué debía hacer, Nathaniel lo siguió.

—¿Quién era? ¿Lo visteis? —preguntó Underwood con sequedad.

Una mujer cuyo vestido de noche colgaba de sus hombros como un pañuelo mojado sacudió la cabeza.

—Ha ocurrido todo tan deprisa…

Muchos asintieron.

—Un objeto vino por detrás…

—A través de un portal, creo, un hechicero separatista…

—Dicen que alguien entró por la terraza… —intervino un hombre canoso con voz quejumbrosa.

—No creo, ¿para qué está la seguridad si no?

—Disculpe, señor…

—Esa Resistencia… ¿Creéis que…?

—Lovelace, Schyler y Pinn han enviado demonios rastreadores río abajo.

—Señor…

—Ese villano seguro que ha saltado al Támesis y la corriente lo ha arrastrado.

—¡Señor! ¡Yo lo vi!

Underwood por fin se volvió hacia Nathaniel.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Yo lo vi, señor. Al chico de la terraza.

—Por todos los cielos, si estás mintiendo…

—No, señor, antes de que la lanzara, señor. Tenía una esfera azul en la mano; entró corriendo por la puerta y la arrojó, señor. Era moreno, un chico, un poco mayor que yo, señor. Delgado, vestido de negro y llevaba un abrigo, creo. Después de que la lanzara ya no vi nada más. Era una esfera de elementos, estoy seguro, señor, una pequeña, así que no tenía por qué ser un hechicero para romperla.

Nathaniel hizo una pausa para recobrar el aliento, repentinamente consciente de que en su entusiasmo había revelado un conocimiento de la magia mayor del apropiado en un aprendiz que todavía no había invocado a su primer mohoso. Sin embargo, ni Underwood ni ninguno de los otros hechiceros parecieron darse cuenta de aquello. Se tomaron unos momentos para digerir sus palabras y, a continuación, le dieron la espalda y comenzaron a cuchichear a velocidad vertiginosa, interrumpiéndose entre ellos deseosos de proclamar sus teorías.

—Tiene que ser cosa de la Resistencia. Pero ¿son o no son hechiceros? Siempre he dicho que…

—Underwood, Asuntos Internos es tu departamento. ¿Se ha registrado el robo de alguna esfera de elementos? Si es así, ¿qué demonios se está haciendo al respecto?

—No puedo decir nada, información confidencial.

—Deja de tomarnos el poco pelo chamuscado que nos queda, hombre. ¡Tenemos derecho a saberlo!

—Damas, caballeros… —dijo alguien sin alzar la voz, aunque el efecto fue inmediato. El clamor cesó y todas las cabezas se volvieron. Simon Lovelace había aparecido junto al grupo. El pelo volvía a estar en su sitio y a pesar de las gafas rotas y el moretón de la frente, estaba tan elegante como siempre. Nathaniel sintió que se le secaba la boca. Lovelace los repasó con una mirada rápida.

—No intimiden al pobre Underwood, por favor —pidió. Por un instante, la sonrisa brilló en su rostro—. El pobre hombre no es el responsable de esta catástrofe. Parece ser que el asaltante ha entrado por el río.

Un hombre de barba negra señaló a Nathaniel.

—Eso es lo que ha dicho el chico.

Los ojos oscuros se clavaron en Nathaniel y se abrieron ligeramente cuando lo reconoció.

—El joven Underwood. Así que lo viste, ¿no?

Nathaniel asintió con la cabeza sin decir palabra.

—Bien, tan espabilado como siempre, por lo que veo. ¿Ya tiene nombre, Underwood?

—Esto… sí. John Mandrake. Ya lo he inscrito oficialmente.

—Bien, John. —Los ojos oscuros se centraron en él—. Habrá que felicitarte, hasta ahora de todos con los que he hablado ninguno lo había visto. La policía necesitará tu declaración en su momento.

Nathaniel logró recuperar el habla:

—Sí, señor.

Lovelace se volvió hacia los otros.

—El asaltante dejó una barca bajo la terraza, saltó al dique del río y le cortó el cuello al guardia. Solo hemos encontrado un poco de sangre, así que creemos que arrojó el cuerpo al Támesis. También parece ser que saltó al agua después del ataque y dejó que lo arrastrara la corriente. Debe de haberse ahogado.

—¡Es inaudito! —rezongó el hombre de la barba negra—. ¿En qué estaba pensando Duvall? La policía tenía que haber previsto una cosa así.

Lovelace alzó una mano.

—Estoy de acuerdo; sin embargo, ya hay dos agentes siguiéndole la pista. Encontrarán algo, aunque el agua suele apagar el rastro del olor. He enviado unos cuantos genios a las orillas, siento no poder deciros nada más. Demos gracias que el primer ministro está a salvo y que no ha muerto nadie importante. Permitidme una sugerencia: regresad a casa para descansar… ¿y tal vez para cambiaros de ropa? No me cabe duda de que dentro de poco contaremos con algo más de información. Ahora, si me disculpáis…

Con una sonrisa se apartó del grupo y se alejó en dirección a otro corrillo de invitados. Lo siguieron con la mirada, boquiabiertos.

—De todos los arrogantes… —El hechicero de barba negra se detuvo con un bufido—. Cualquiera diría que no es más que el viceministro de Comercio. Uno de estos días se encontrará con un efrit. Bueno, yo no me voy a quedar aquí esperando, vosotros haced lo que queráis.

Se alejó a grandes zancadas. Uno a uno, los demás lo imitaron. El señor Underwood, sin decir palabra, recogió a su mujer, quien estaba ocupada comparando moratones con una pareja del Foreign Office, y con Nathaniel trotando a sus espaldas, abandonó la agitada confusión de Westminster Hall.

—Lo único que espero —dijo su maestro— es que esto los anime a concederme más fondos. Si no lo hacen, ¿qué esperan? ¡Con un mísero departamento de seis hechiceros! ¡Yo no hago milagros!

Durante la primera mitad del trayecto, el coche se había sumido en un profundo silencio y en el olor de la barba chamuscada. Sin embargo, cuando dejaron el centro de Londres, Underwood se mostró repentinamente parlanchín. Parecía como si algo le hubiera estado dando vueltas en la cabeza.

—No es culpa tuya, cariño —lo tranquilizó la señora Underwood con dulzura.

—No, ¡pero me echarán las culpas! ¡Ya los oíste, muchacho, ahí, acusándome de todos los robos!

—¿Qué robos, señor? —se atrevió a preguntar Nathaniel.

Underwood golpeó el volante con frustración.

—¡Esos que ha llevado a cabo la que se hace llamar Resistencia, por supuesto! Objetos mágicos robados por todo Londres a hechiceros descuidados. Objetos como esferas de elementos. Si mal no recuerdo, en enero se llevaron unas cuantas de un almacén. Crímenes de este tipo se han hecho cada vez más frecuentes en los dos últimos años, ¡y se supone que yo debo ponerles fin con seis hechiceros en Asuntos Internos!

Nathaniel estaba envalentonado; se inclinó hacia el asiento delantero:

—Disculpe, señor, pero ¿quién es la Resistencia?

Underwood dobló una esquina demasiado rápido, sorteó a una ancianita por los pelos y la lanzó contra la alcantarilla al sobresaltarla cuando golpeó el claxon con el puño.

—Un atajo de traidores a los que no les gusta que tengamos el mando —gruñó—. Como si no hubiéramos sido los creadores de la riqueza y el esplendor de este país. Nadie sabe quiénes son, pero lo que es seguro es que no son muchos. Un puñado de plebeyos que obtienen apoyo en los lugares de encuentro; unos cuantos agitadores atolondrados a quienes molesta la magia y lo que esta hace por ellos.

—Entonces ¿no son hechiceros, señor?

—¡Por supuesto que no, botarate, esa es la cuestión! ¡Son tan mediocres como el estiércol! Nos odian a nosotros y a todo lo mágico, ¡y quieren derrocar al gobierno! Como si eso fuera posible.

Aceleró para pasar un semáforo en rojo y agitó el brazo con impaciencia a los peatones que regresaban al puerto seguro de la acera.

—Pero ¿por qué robarían objetos mágicos, señor? Es decir, ya que odian las cosas mágicas…

—Quién sabe. Tienen ideas descabelladas; ¿cómo no?, solo son plebeyos. Tal vez crean que así debilitan nuestro poder. ¡Como si perder unos cuantos artilugios fuera a servir de algo! Sin embargo, existen algunos dispositivos que pueden utilizar sin ser hechiceros, como hoy has visto. Puede que estén almacenando armas para un asalto futuro, tal vez a instancias de un gobierno extranjero. Vete a saber. Hasta que los encontremos y los aniquilemos, claro.

—¿Este ha sido su primer ataque en serio, señor?

—El primero de esta envergadura. Se han producido unos cuantos incidentes que apenas son dignos de mención, espejos de mohosos arrojados contra coches oficiales, ese tipo de cosas. Algunos hechiceros han resultado heridos. En una ocasión, el conductor se estrelló y mientras estaba inconsciente le robaron del coche el maletín que contenía algunos artículos mágicos. Fue bastante violento para él, el pobre idiota. Pero la Resistencia ha ido demasiado lejos. ¿Dijiste que el asaltante era joven?

—Sí, señor.

Interesante… Se nos ha informado de la presencia de jóvenes en la escena de otros crímenes. Aun así, jóvenes o mayores, esos ladrones se arrepentirán el día que les pongamos las manos encima, después de lo de esta noche, cualquiera en posesión de un objeto robado a un hechicero sufrirá el castigo más severo que nuestro gobierno pueda imponer. No les espera una muerte fácil, eso tenlo por seguro. ¿Has dicho algo, muchacho?

Nathaniel había emitido un sonido involuntario, algo entre un ahogo y un chillido. Había pasado frente a sus ojos una súbita imagen del amuleto de Samarkanda robado escondido en el estudio de Underwood. Sacudió la cabeza en silencio.

El coche dobló la última esquina y zumbó por la silenciosa y oscura calle. Underwood entró en el aparcamiento delante de la casa.

—Ya verás, muchacho —dijo—, el gobierno tendrá que ponerse manos a la obra. Lo primero que haré por la mañana será pedir más personal para mi departamento. Entonces tal vez comenzaremos a pescar a esos ladrones. Y cuando lo hagamos, los haremos trizas.

Bajó del coche y cerró la puerta de un portazo dejando tras él una fragancia punzante a pelo chamuscado. La señora Underwood volvió la cabeza hacia el asiento trasero. Nathaniel estaba sentado muy tieso con el cuello rígido, mirando al vacío.

—¿Chocolate caliente antes de irte a la cama, corazón? —le propuso.