19

Salvaron una hilera interminable de coches negros y relucientes en dirección a unas puertas metálicas. Para entonces, las expectativas de Nathaniel eran tales que apenas podía concentrarse en nada. Estaba tan distraído que casi chocó contra los dos delgados guardias que los hicieron detenerse junto a las puertas, y ni se percató de que su maestro extraía tres pases de plástico que fueron inspeccionados y devueltos. A duras penas se fijó en el ascensor recubierto de roble en el que entraron o en la diminuta esfera roja que los vigilaba desde el techo. Únicamente cuando las puertas se abrieron y se encontraron con el esplendor del Westminster Hall volvió a recobrar los sentidos, de sopetón.

Era un espacio inmenso, amplio y despejado, bajo un techo ir diñado armado con vigas ennegrecidas por el tiempo. Las paredes y los suelos estaban cubiertos de gigantescos y suaves bloques de piedra; las ventanas de arcos de medio punto estaban adornadas con intrincadas vidrieras. Al fondo, un ejército de puertas y ventanas se abría a una terraza que daba al río. Del techo colgaban unos faroles amarillos que también sobresalían de las paredes apoyados en soportes metálicos. En el hall tal vez ya hubiera unas doscientas personas esperando o paseando de aquí para allá aunque, envueltas por aquella gran inmensidad, parecía que el lugar estuviera casi vacío. Nathaniel tragó saliva. Se sintió reducido a una súbita insignificancia.

Se quedó junto al señor y la señora Underwood en lo alto del tramo de escaleras que conducía al hall. Un criado de traje negro se acercó con ligereza a ellos y se retiró con el abrigo de su maestro. Otro les hizo una seña cortés y comenzaron a bajar las escaleras.

Un objeto a la derecha llamó su atención: una estatua de un gris apagado, un niño arrodillado con ropajes extraños, la vista alzada y sosteniendo un limpiabarros en las manos. Aunque hacía mucho que el tiempo había borrado los detalles más sutiles del rostro, todavía conservaba una curiosa e implorante mirada que le puso la piel de gallina. Apretó el paso tratando de no acercarse demasiado a los talones de su maestro.

Se detuvieron al pie de las escaleras. Los criados se acercaron con copas de champán (que Nathaniel quería) y refresco de lima (que no quería, pero que recibió). El señor Underwood casi se bebió su copa de un trago y echó una rápida e incómoda ojeada a la gente de su alrededor. La señora Underwood dejó que su mirada vagara con una débil y distraída sonrisa. Nathaniel bebió de su vaso y contempló lo que le rodeaba.

Hechiceros de todas las edades daban vueltas por la sala, hablando y riendo. El salón era una confusión de trajes de etiqueta y vestidos elegantes, de relucientes dientes blancos y joyas centelleantes bajo la luz de los faroles. Unos cuantos hombres de rostro severo e idénticas chaquetas grises holgazaneaban cerca de la salida. Nathaniel dedujo que eran policías o hechiceros en turno de guardia, preparados para invocar genios ante el mínimo conato de problemas, aunque incluso con las lentillas no pudo captar ningún ente mágico presente en la sala.

Sin embargo, sí que reparó en varios jóvenes que se pavoneaban y algunas chicas de espaldas rectas que, a todas luces, eran aprendices como él. Sin excepción, charlaban en tono confidencial con otros invitados de forma distendida. De súbito, Nathaniel cayó en la cuenta de la incómoda situación de su maestro y la señora Underwood allí de pie, aislados y solos.

—¿No deberíamos hablar con alguien? —preguntó.

El señor Underwood lo fulminó con una mirada cargada de veneno.

—Creo que te dije que… —Se detuvo y llamó a un hombre robusto que acababa de bajar las escaleras—. ¡Grigori! Grigori no pareció particularmente contento.

—Ah, hola, Underwood.

—¡Qué agradable volverte a ver!

El señor Underwood avanzó unos pasos hacia al hombre, prácticamente se abalanzó sobre él en su entusiasmo por entablar conversación. La señora Underwood y Nathaniel se quedaron solos.

—¿No nos va a presentar? —preguntó Nathaniel irritado.

—No te preocupes, corazón. Es importante que tu maestro hable con gente que está en lo alto. Nosotros no tenemos necesidad de hablar con nadie, ¿verdad? Pero podemos observar, cosa que siempre es un placer. —Chasqueó la lengua—. La verdad es que este año los trajes son muy ñoños.

—¿El primer ministro está aquí, señora Underwood?

Ella estiró el cuello.

—No, creo que no, corazón. Todavía no, pero ahí está el señor Duvall, el jefe de policía. —A cierta distancia, un hombre corpulento vestido de uniforme gris escuchaba con paciencia a dos mujeres jóvenes que parecían estar charlando animadamente con él al mismo tiempo—. Me lo presentaron en una ocasión. Un hombre encantador y muy poderoso. Veamos, ¿quién más? Claro, sí. ¿Ves a aquella dama de allí? —Nathaniel la miró. Era sorprendentemente delgada, con el pelo muy corto y blanco. Tenía los dedos aferrados al pie de su copa como las garras cerradas de un pájaro—. Es Jessica Whitwell. Tiene algo que ver con Seguridad; una hechicera de gran renombre. Fue la que cazó a los infiltrados checos hace diez años. Invocaron un marid y se lo lanzaron, pero ella creó un vacío que los succionó. Ella sólita y con un coste de vidas mínimo. Así que… no la contraríes cuando seas mayor, John.

Rió y apuró su copa. Al instante apareció un criado a sus espaldas que la rellenó casi hasta el borde. Nathaniel también rió. Como a menudo ocurría en su compañía, descubrió que se le contagiaba parte de la serenidad de la señora Underwood. Se relajó un poco.

—¡Mira, mira! El duque y la duquesa de Westminster. —Un par de criados con librea se abrieron paso a empujones. Nathaniel recibió un empellón sin contemplaciones. Una mujer bajita de mal genio con un vestido negro anticuado y sin gracia, un brazalete de oro y una expresión imperiosa se abrió camino a codazos a través de la multitud. Un hombre de apariencia cansina la seguía pegado a sus talones. La señora Underwood los siguió con la mirada, maravillada—. Qué mujer tan espantosa, no sé qué ve el duque en ella. —Volvió a probar el champán—. Y aquel de allí… ¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido? Es el empresario Sholto Pinn.

Nathaniel estudió al hombre grande y orondo con traje de lino blanco que bajaba renqueante las escaleras apoyándose en un par de muletas. Se movía como si aquello le resultara sumamente doloroso. Su rostro estaba cubierto de cardenales y llevaba un ojo morado y cerrado. Dos criados pululaban a su alrededor, abriéndole paso hacia unas sillas dispuestas contra la pared.

—No tiene muy buen aspecto —observó Nathaniel.

—La verdad es que no. Habrá sufrido algún lamentable accidente, tal vez un artilugio resultó defectuoso, pobre hombre…

Envalentonada por el champán, la señora Underwood siguió instruyendo a Nathaniel en el conocimiento de muchos de los grandes hombres y mujeres que llegaban al salón, la flor y nata del gobierno y la sociedad londinense, las personas más influyentes de Londres (y aquello, por descontado, significaba del mundo entero). Como la señora Underwood se extendió en los logros más relevantes de todas aquellas personas, Nathaniel cayó en la cuenta de lo alejado que estaba de todo aquel glamour y poder. El sentimiento de autosatisfacción que le había reconfortado en el coche había sido relegado al olvido y había sido sustituido por una frustración hiriente. Volvió a atisbar a su maestro unas cuantas veces, siempre en la periferia de un corrillo, tolerado con reticencia o ignorado. Desde el incidente de Lovelace, intuía lo inútil que Underwood era, y allí tenía una prueba más. Todos sus colegas sabían que era débil. Nathaniel rechinó los dientes con rabia. ¡Ser el aprendiz desdeñado de un hechicero desdeñado! No era el comienzo en la vida que quería o merecía…

La señora Underwood lo zarandeó con urgencia.

—¡Allí! John, ¿lo ves? ¡Es él! ¡Es él!

—¿Quién?

—Rupert Devereaux, el primer ministro.

Nathaniel no tenía ni idea de dónde había salido; sin embargo, de súbito, estaba allí. Un hombre bajo, delgado, de cabello castaño claro, en el centro de una marabunta de trajes de etiqueta a cual mejor y vestidos de gala, y aun así ocupaba como por milagro un espacio aislado de serenidad. Estaba escuchando a alguien mientras asentía con la cabeza y sonreía débilmente. ¡El primer ministro! El hombre más poderoso de Gran Bretaña, tal vez del mundo entero… Incluso a aquella distancia, a Nathaniel le invadió una cálida oleada de admiración. Lo único que quería era acercarse y contemplarlo, escuchar sus palabras. Intuyó que todo el mundo deseaba lo mismo, que bajo la superficie de toda conversación, la atención estaba dirigida en aquella dirección. No obstante, cuando apenas había acabado de asimilar todo aquello, la marabunta cerró filas y la figura atildada y delgada desapareció de la vista.

A su pesar, Nathaniel se dio media vuelta, resignado probó su lima… y se quedó paralizado.

Cerca del pie de las escaleras había dos hechiceros. Al contrario que casi todos los invitados, no mostraban interés alguno en el primer ministro. Estaban charlando animadamente con las cabezas muy juntas. Nathaniel respiró hondo. Los conocía a ambos, vaya si los conocía. Sus rostros habían quedado grabados en su memoria desde la humillación del año anterior: el anciano de la piel arrugada y sonrojada, más ajado y encorvado que nunca, y el joven de piel sudorosa con el cabello lacio cayéndole sobre el cuello del traje; los amigos de Lovelace. Y si ellos estaban presentes, Lovelace no debía de andar demasiado lejos.

Unos pinchazos molestos estallaron en el estómago de Nathaniel, una señal de debilidad que lo contrarió. Se pasó la lengua por los labios resecos. Calma, no había nada que temer. Lovelace no podía seguir la pista del Amuleto hasta él aunque se encontraran cara a cara. Primero sus rastreadores tendrían que entrar en la casa de Underwood para detectar su aura. Estaba escudado. No, tenía que aprovechar aquella oportunidad como cualquier hechicero que se precie. Si se acercaba a sus enemigos, tal vez podría oír lo que tuvieran que decir.

Miró a su alrededor. La atención de la señora Underwood se había desviado, estaba conversando con un caballero bajito y rechoncho y acababa de estallar en carcajadas. Nathaniel comenzó a escurrirse entre la gente siguiendo una trayectoria que lo llevaría hasta las sombras de las escaleras, próximo al lugar en el que se encontraban los hechiceros.

A medio camino, vio que un hombre se detenía en mitad de una frase y que alzaba la vista hacia la entrada de la galería. Nathaniel siguió su mirada y el corazón le dio un vuelco.

Allí estaba: Simon Lovelace, con la cara sonrojada y sin aliento; era evidente que acababa de llegar. Se quitó el abrigo con gesto enérgico y se lo arrojó a un criado antes de ajustarse las solapas de la chaqueta y apretar el paso en dirección a las escaleras. Tenía la misma apariencia que Nathaniel recordaba: las gafas, el pelo peinado hacia atrás, la energía de sus movimientos, la boca ancha que ametrallaba una sonrisa a todo aquel junto al que pasaba. Rechazó el champán que le ofrecieron y trotó escaleras abajo en dirección a sus amigos.

Nathaniel aceleró el paso. En pocos segundos había alcanzado un espacio vacante junto al amplio pasamanos. Estaba cerca del pie de las escaleras y del extremo del pasamanos que se curvaba para formar un poste de arranque ornamental rematado por un jarrón de piedra. Desde detrás del jarrón, por un lado divisaba el cogote del hechicero sudoroso y, por el otro lado, parte de la chaqueta del anciano. Lovelace ya había descendido las escaleras y quedaba fuera de su campo de visión.

El jarrón impedía que lo descubrieran. Se acomodó y se apoyó contra la parte posterior del poste adoptando lo que esperaba que pareciera un estilo elegante y desenvuelto. A continuación, aguzó el oído para distinguir sus voces de entre el barullo generalizado. Conseguido. Lovelace hablaba en un tono áspero e irritado:

—No ha habido suerte y he probado con todo tipo de incentivos. Nada de lo que he invocado me ha sabido decir quién lo controla.

—Bah, has estado perdiendo el tiempo —contestó el anciano con su marcado acento—. ¿Cómo iban a saberlo los otros demonios?

—No es mi estilo descartar posibilidades, pero tienes razón. Además, las esferas también han resultado inútiles. De modo que tal vez tendremos que plantearnos un cambio de planes. ¿Recibisteis mi mensaje? Creo que deberíamos cancelarlo.

—¿Cancelarlo? —protestó una tercera voz, presumiblemente la del hombre sudoroso.

—Siempre le puedo echar las culpas a la chica.

—No creo que eso sea muy sensato —advirtió el anciano en voz tan baja que Nathaniel apenas pudo oírlo—. Si lo cancelas, Devereaux la tomará contigo aún más. Codicia todos los lujos que le has prometido. No, Simón, tenemos que mantener la compostura. Sigue buscando, todavía nos quedan unos cuantos días. Puede que al final aparezca.

—¡Si no, será mi ruina! ¿Sabes a cuánto sube esa habitación?

—Calma, estás levantando la voz.

—De acuerdo. Pero ¿sabes lo que me saca de quicio? Que quien lo haya hecho está aquí, en algún sitio. Observándome, riéndose… Cuando descubra quién es, lo…

—¡Baja la voz, Lovelace! —repitió el hombre sudoroso—. Simón, tal vez deberíamos ir a algún sitio más apartado…

Detrás del poste, Nathaniel retrocedió como si le hubieran dado una descarga eléctrica. Se alejaban. No sería conveniente encontrarse cara a cara con ellos. Sin perder más tiempo, se apartó de las sombras de la escalera y se mezcló entre el gentío. Una vez se hubo alejado lo suficiente como para sentirse a salvo, volvió la vista atrás. Lovelace y sus acompañantes apenas se habían movido; una hechicera de avanzada edad se les había unido sin mayor miramiento y no dejaba de parlotear para desespero de sus interlocutores.

Nathaniel bebió un poco más de lima y recobró la compostura. No había entendido todo lo que había oído, pero la ira de Lovelace era placenteramente evidente. Si quería averiguar algo más, tendría que invocar a Bartimeo. Tal vez incluso era posible que su esclavo ya se encontrara por allí siguiéndole la pista a Lovelace. Había que reconocer que no había percibido nada con sus lentillas, aunque el genio tendría un aspecto distinto en cada uno de los cuatro primeros planos. Cualquiera de aquellas personas que parecían de carne y hueso podría ser una envoltura que ocultara al demonio.

Se detuvo junto a un pequeño corrillo de hechiceras, ensimismado por un instante en sus pensamientos. Poco a poco, la conversación se abrió paso hasta él:

—… tan atractivo. ¿Está comprometido?

—¿Simon Lovelace? Con una mujer que ahora no recuerdo cómo se llama.

—Será mejor que te olvides de él, Devina, ya no es el niñito mimado.

—La semana que viene celebrará una conferencia, ¿no? Es tan guapo…

—Tuvo que hacerle la pelota a Devereaux durante mucho tiempo para que diera su visto bueno. No, su carrera no está prosperando demasiado rápido. El primer ministro lo marginó, el año pasado Lovelace solicitó un puesto en el Ministerio del Interior, pero Duvall se lo impidió. Lo odia, no recuerdo por qué.

—El que está con Lovelace es el viejo Schyler, ¿no? ¿Qué habrá invocado para tener esa cara? He visto a diablillos con mejor aspecto.

—Lovelace escoge unas compañías muy curiosas para un ministro, y no me hagáis hablar más. ¿Quién es el de la gomina?

—Lime, creo. Agricultura.

—Un tipo raro…

—Por cierto, ¿dónde tendrá lugar esa conferencia?

—Donde Cristo perdió la sandalia. Fuera de Londres.

—Oh, no, ¿en serio? Qué pesadez, seguro que nos acabarán persiguiendo campesinos con horcones.

Bueno, si eso es lo que el primer ministro quiere…

—Espantoso.

Aunque es tan guapo…

—John.

—Qué frívola eres, Devina. Aunque me gustaría saber de dónde ha sacado ese traje.

—¡John!

La señora Underwood, con la cara sonrojada —tal vez por el calor que hacía en la sala—, se materializó frente a Nathaniel y lo cogió por el brazo.

—John, ¡te estaba llamando! El señor Devereaux está a punto de pronunciar su discurso. Tenemos que ir al fondo, solo los ministros se quedan al frente. Espabila.

Se hicieron a un lado al tiempo que un instinto visceral de rebaño condujo a los invitados, acompañados de tacones repiqueteantes y roces de vestidos, hacia un pequeño estrado cubierto por una tela de color púrpura que habían entrado sobre ruedas desde una habitación contigua. Nathaniel y la señora Underwood se vieron zarandeados de manera desagradable entre la agitación general y acabaron en un rincón, al fondo, cerca de las puertas que daban a la terraza. El número de invitados había aumentado considerablemente desde que habían llegado; Nathaniel calculó que en aquellos momentos habría varios cientos de personas en la sala.

Con un salto jovial, Rupert Devereaux subió al estrado.

—Damas, caballeros, ministras, ministros… Es un honor teneros aquí esta noche. —Tenía una voz atractiva, grave aunque cadenciosa, llena de autoridad. Estallaron unos aplausos y ovaciones espontáneos. La señora Underwood estuvo a punto de derramar su copa de champán a causa del nerviosismo. A su lado, Nathaniel aplaudió entusiasmado—. Pronunciar un discurso sobre el estado de la nación siempre es un deber agradable —continuó Devereaux—, puesto que implica estar rodeado de gente maravillosa. —Estallaron nuevos vítores y aclamaciones que a punto estuvieron de hacer estremecer las vigas del techo de la sala—. Gracias. En el día de hoy me complace poder informaros del éxito de nuestras campañas en todos los frentes, tanto en casa como en el extranjero. Dentro de un momento entraré en detalles; sin embargo, permitidme anunciaros que nuestros ejércitos han llegado a un punto muerto con los rebeldes italianos cerca de Turín y que allí se han parapetado para pasar el invierno.

Asimismo, nuestros batallones alpinos han aniquilado una fuerza expedicionaria checa… —durante un instante, su voz se vio ahogada por el aplauso general— y han destruido a unos cuantos de sus genios. —Hizo una pausa—. En el frente nacional, se han vuelto a alzar voces de preocupación por una nueva oleada de robos insignificantes en Londres; solo en las últimas semanas se nos ha informado del robo de varios artilugios mágicos. Bien, todos sabemos que se trata de acciones organizadas por un puñado de traidores, insignificantes tarambanas de poca monta. Sin embargo, si no los erradicamos, la plebe podría seguir su ejemplo haciendo honor al rebaño descerebrado que es. Por consiguiente, tomaremos medidas muy severas para detener este vandalismo. Todo aquel sospechoso de ser un elemento subversivo será detenido y se le denegará el derecho a un juicio. Estoy seguro de que con estos poderes especiales, Asuntos Internos pronto tendrá a los cabecillas a buen recaudo.

El discurso sobre el estado de la nación continuó varios minutos, generosamente puntuado por los estallidos de alegría de los asistentes. El poco fundamento que pudiera tener pronto degeneró en una retahíla de tópicos sobre las virtudes del Gobierno y la maldad de sus enemigos. Al cabo de un rato, Nathaniel comenzó a aburrirse; casi sentía cómo el cerebro se le volvía gelatina cuando se esforzaba por mantener la atención. Finalmente, se dio por vencido y desvió la mirada.

Medio vuelto, distinguió la terraza a través de una puerta entreabierta. Las aguas negras del Támesis se extendían más allá de la balaustrada de mármol, moteadas aquí y allá por los reflejos de las luces amarillentas de la orilla sur. El río estaba crecido y fluía hacia la izquierda bajo el puente de Westminster, camino a los Docklands y el mar.

Era evidente que alguien más también había decidido que el discurso era demasiado tedioso para soportarlo y había salido a la terraza. Nathaniel lo vio de pie, un paso atrás del baño de luz que se proyectaba desde la sala. Tenía que ser un invitado muy temerario si se permitía hacer caso omiso del primer ministro con tanto descaro. Lo probable es que solo se tratara de un empleado de seguridad.

Los pensamientos de Nathaniel divagaron. Imaginó el lecho lodoso del Támesis; la lata de Bartimeo ya estaría medio enterrada, perdida para siempre en la veloz corriente oscura.

De reojo atisbo que el hombre de la terraza hacía un movimiento repentino, resuelto, como si hubiera extraído algo grande de debajo de la chaqueta o del abrigo. Nathaniel trató de concentrarse en la figura, pero esta estaba envuelta en la oscuridad. Detrás de él, oyó resonar la meliflua voz del primer ministro.

—… ha llegado el momento de la consolidación, amigos míos. Somos la élite mágica más grandiosa sobre la faz de la Tierra; somos superiores…

La figura dio un paso al frente, hacia la puerta. Las lentillas de Nathaniel registraron un destello irisado en la oscuridad; algo que no acababa de estar del todo en un plano.

—… debemos seguir el ejemplo de nuestros ancestros y esforzarnos en…

Vacilante, Nathaniel trató de decir algo, pero tenía la lengua pastosa pegada al paladar.

La figura entró en la sala de un salto: un joven de ojos oscuros y delirantes, con tejanos negros, anorak negro y la cara embadurnada de un aceite o una pasta oscura. En las manos llevaba una brillante esfera azul del tamaño de un pomelo que emitía pulsaciones lumínicas. Nathaniel descubrió que unos diminutos objetos blancos se arremolinaban en su interior y daban vueltas sin parar.

—… extender nuestro dominio. Nuestros enemigos se debilitan…

El joven alzó un brazo. La esfera lanzó un destello bajo la luz de las lámparas. Se oyó un grito ahogado entre la multitud; alguien lo había visto.

—… Sí, os vuelvo a repetir…

Nathaniel abrió la boca en un grito mudo. El chico proyectó el brazo y la esfera abandonó la mano.

—… se debilitan.

La esfera azul dibujó un arco en el aire sobre la cabeza de Nathaniel y sobre las cabezas de la concurrencia. A Nathaniel, paralizado por su avance como un ratón hipnotizado por el balanceo de una serpiente, se le antojó que la trayectoria duraba una eternidad. La sala enmudeció a excepción del apenas audible zumbido de la esfera… y del agudo y atragantado chillido de una mujer entre los asistentes.

La esfera desapareció sobre las cabezas de la concurrencia y, a continuación, se oyó un ruido de cristales rotos y, una fracción de segundo después, la explosión.