18
Los dos días posteriores a su bautizo fueron duros para Nathaniel. Físicamente, estaba extenuado; la invocación de Bartimeo y el duelo mágico tenían mucho que ver. Cuando regresó de su escapada al Támesis, ya moqueaba un poco; por la noche se sorbía la nariz como un cerdito buscando algo y, a la mañana siguiente, tenía la cabeza embotada gracias a un auténtico resfriado que le hacía parecer un grifo abierto. Cuando se presentó en la cocina con aquella apariencia espectral, la señora Underwood lo miró, le hizo dar media vuelta y lo envió de nuevo a la cama. Lo siguió escaleras arriba con una bolsa de agua caliente, una montaña de sandwiches de manteca de cacao y una taza humeante de miel y limón. Desde las profundidades de sus mantas, Nathaniel le tosió las gracias.
—Ni lo menciones, John —contestó ella—. No quiero oírte decir ni pío en toda la mañana. Tenemos que ponernos mejor para el discurso del estado de la nación, ¿verdad? —Miró a su alrededor y frunció el ceño—. Huele mucho a cera —observó—. Y a incienso. No habrás estando practicando aquí, ¿verdad?
—No, señora Underwood. —Nathaniel maldijo su descuido para sus adentros. Ya había pensado en abrir la ventana para que se marchara el olor, pero la tarde anterior estaba tan cansado que se le había ido de la cabeza—. A veces pasa, los olores suben hasta aquí arriba desde el laboratorio del señor Underwood.
—Qué raro, nunca antes lo había notado.
Volvió a olisquear. Los ojos de Nathaniel se vieron atraídos como un imán hacia una punta de la alfombra por la que, para su horror, vio que asomaba una de las cinco puntas de una estrella que le incriminaba. Con una fuerza de voluntad sobrehumana, apartó la mirada y estalló en un enérgico acceso de tos. La señora Underwood se distrajo y le tendió la miel y el limón.
—Bébete esto, corazón, y luego, a dormir —dijo—. Volveré a subir a la hora de comer.
Mucho antes de que lo hiciera, había abierto la ventana y aireado la habitación a conciencia. Las tablas bajo la alfombra habían recibido un fregoteo que las había dejado como los chorros del oro.
Nathaniel guardaba cama. Su nuevo nombre, con el que la señora Underwood parecía haberse propuesto familiarizarse, silbaba en sus oídos con una cadencia extraña. Sonaba falso e incluso un poco ridículo: John Mandrake. Tal vez fuera adecuado para uno de esos hechiceros de los libros de historia; pero no tanto para un niño al que se le caían los mocos. Le resultaría difícil acostumbrarse a aquella nueva identidad y más aún olvidar su antiguo nombre.
Aunque estaba claro que, con Bartimeo rondando por allí, no se le iba a permitir olvidarlo con facilidad. Incluso con su salvaguardia —la lata de tabaco enterrada en el lecho del río—, Nathaniel no se sentía del todo seguro. Aunque trataba de alejarla de su mente por todos los medios, la angustia persistía. Era como un sentimiento de culpabilidad; lo pinchaba, recordándoselo, sin dejarlo descansar. ¿Y si había olvidado algo de vital importancia que el demonio pudiera descubrir? Tal vez en aquel mismo instante estaba maquinando un plan en vez de espiar a Lovelace como le había ordenado.
Daba vueltas sin cesar a incontables posibilidades mientras seguía tumbado entre los restos de peladuras de naranja y pañuelos de papel arrugados. Se sentía tentado de sacar el espejo mágico de su escondite bajo las tejas y comprobar con su ayuda qué hacía Bartimeo. Sin embargo, sabía que no era una buena idea. Tenía la cabeza embotada, la voz era un graznido débil y el cuerpo no tenía la fuerza suficiente para enderezarse, ya no digamos para controlar a un diablillo beligerante. Por el momento, el genio tendría que apañárselas por sus propios y discutibles medios. Seguro que todo saldría bien.
Las atenciones de la señora Underwood consiguieron que Nathaniel pudiera ponerse en pie a la mañana del tercer día.
—Justo a tiempo —observó la señora Underwood—. Esta tarde es la gran salida.
—¿Quién más irá? —preguntó Nathaniel. Estaba sentado con las piernas cruzadas en un rincón de la cocina sacándole brillo a sus zapatos.
—Los trescientos ministros y ministras del Gobierno, sus maridos y mujeres, algunos aprendices bautizados muy afortunados y unos cuantos parásitos, o sea, los hechiceros menores del funcionariado o del ejército a punto de ser promocionados, pero que todavía no conocen a la persona adecuada. Es una buena ocasión para descubrir quién tiene poder y quién no, John, por no decir lo que lleve puesto cada uno. En la reunión estival, en junio, algunas de las ministras experimentaron con unos caftanes al estilo de Samarkanda. Causó gran sensación, aunque no se puso de moda, claro. Ay, John, por favor, concéntrate. —Se le había caído el cepillo.
—Perdone, se me ha resbalado. ¿Por qué de Samarkanda, señora Underwood? ¿Qué es lo que tiene de moderno?
—Ni la más mínima idea. Si ya has terminado con tus zapatos, será mejor que le pases el cepillo a la chaqueta.
Era sábado y no había clases que pudieran distraerlo del acontecimiento que iba a celebrarse, por lo que, a medida que transcurría el día, iba sintiéndose cada vez más dominado por un frenético y creciente nerviosismo. A las tres en punto, algunas horas antes de lo necesario, ya estaba vestido con sus ropas más elegantes y paseaba arriba y abajo por la casa; actividad que continuó hasta que su maestro asomó la cabeza en su habitación y le ordenó con sequedad que se detuviera:
—¡Deja de aporrear el suelo, muchacho! ¡Me está entrando dolor de cabeza! ¿O prefieres quedarte esta tarde en casa?
Nathaniel sacudió la cabeza como atontado y descendió de puntillas hasta la biblioteca en la que buscó nuevos conjuros de imposición para genios de rango medio para pasar el rato y así evitar meterse en líos. El tiempo transcurrió de forma agradable y todavía estaba absorto en el aprendizaje del dificultoso conjuro para el péndulo dentado, cuando el señor Underwood irrumpió en la estancia con su mejor abrigo agitándose tras él.
—¡Estás aquí, cabeza de chorlito! ¡Te he estado buscando por toda la casa! Un minuto más y nos habríamos marchado.
—Disculpe, señor. Estaba leyendo…
—Ese libro seguro que no, pedazo de alcornoque. Es del cuarto nivel y está escrito en copto, no te hagas ilusiones. Estabas dormido y no lo niegues. Venga, espabila de una vez o te quedarás aquí.
Nathaniel tenía los ojos cerrados cuando su maestro había entrado, le resultaba más fácil memorizar las cosas de aquel modo. Pensándolo bien, tal vez había sido un golpe de suerte puesto que así no tendría que dar explicaciones. Segundos después, el libro descansaba olvidado en la silla y Nathaniel le pisaba los talones a su maestro fuera de la biblioteca. Le siguió hasta el vestíbulo medio atontado, con los ojos abiertos de par en par y el corazón desbocado, cruzó la puerta de entrada y salió a la oscuridad de la noche en la que la señora Underwood, con un vestido verde brillante y algo parecido a una boa de peluche alrededor del cuello, les esperaba sonriente junto al coche negro.
Nathaniel solo había subido en una ocasión al coche de su maestro y no lo recordaba. Se instaló en la parte de atrás, maravillándose del tacto del asiento de piel lustrosa y del extraño y falso olor a pino del ambientador que colgaba del espejo retrovisor.
—Siéntate bien y no toques las ventanillas. —Los ojos del señor Underwood lo fulminaron a través del espejo. Nathaniel colocó las manos en el regazo y dio comienzo el viaje hacia el Parlamento.
Nathaniel miraba por la ventanilla mientras el coche se dirigía hacia el sur. Las incontables y brillantes luces de Londres —faros, farolas, escaparates, ventanas, esferas de vigilancia— desprendían destellos en rápida sucesión frente a su rostro. Las contemplaba con los ojos abiertos de par en par, sin pestañear, absorbiéndolo todo. Atravesar la ciudad era un acontecimiento especial de por sí, algo que Nathaniel apenas había experimentado, pues su conocimiento del mundo se limitaba, en gran parte, a los libros. De vez en cuando, la señora Underwood lo acompañaba en autobús a hacer salidas forzosas para comprar ropa y zapatos y, en una ocasión, mientras el señor Underwood estaba fuera por negocios, habían visitado el zoo. No obstante, casi nunca había traspasado los límites de Highgate y, por descontado, nunca de noche. Como siempre, las dimensiones gigantescas de todo aquello lo dejaron sin habla, la profusión de calles y callejas, los jirones de luz que dejaban atrás… La mayoría de las casas eran muy diferentes a las de la calle de su maestro; mucho más pequeñas, humildes y más juntas las unas a las otras. Parecían congregarse alrededor de edificios enormes desprovistos de ventanas, con tejados planos y chimeneas altas; seguramente las fábricas en las que los plebeyos se reunían con algún propósito banal. Como tales, no le interesaron demasiado.
La plebe también aparecía de vez en cuando. A Nathaniel siempre le sorprendía la cantidad de ellos que había. A pesar de la oscuridad y de la llovizna vespertina, las calles eran un hervidero de plebeyos de cabezas gachas que iban y venían apresurados como las hormigas de su jardín, que entraban y salían de las tiendas o que, a veces, desaparecían por las esquinas de destartalados bares a través de cuyas ventanas de vidrios glaseados se proyectaba una luz cálida y anaranjada. Todos los establecimientos de aquel tipo contaban con su propia esfera de vigilancia que se suspendía a la vista sobre la puerta. Siempre que alguien pasaba por debajo, la esfera se balanceaba y producía un parpadeo de un rojo más intenso.
El coche acababa de pasar uno de aquellos bares, un establecimiento particularmente grande frente a una estación de metro, cuando el señor Underwood golpeó el salpicadero con el puño con tanta fuerza que Nathaniel dio un respingo.
—¡Ahí tienes uno, Martha! —exclamó—. ¡Uno de los peores! Si por mí fuera, la Policía Nocturna se pasaría mañana por aquí y se llevaría a todo bicho viviente que hubiera dentro.
—Ay, la Policía Nocturna no, Arthur —protestó su mujer, con voz afligida—. Seguro que existen medios mucho mejores para reeducarlos.
—No sabes de qué estás hablando, Martha. Enséñame un bar de Londres y te enseñaré un templo de plebeyos oculto en él. En el ático, en el sótano, en una habitación secreta detrás de la barra… he visto de todo. Los de Asuntos Internos han hecho redadas muy a menudo, pero nunca encuentran evidencias, y menos aún a aquellos a quienes vamos buscando. Solo habitaciones vacías y unas cuantas sillas y mesas. Hazme caso, en esos agujeros y antros de perversión es donde empiezan todos los problemas. El primer ministro tendrá que tomar medidas aunque, para entonces, quién sabe qué tipo de atrocidad habrán cometido. ¡Las esferas de vigilancia no son suficientes! Tenemos que tirar esos antros abajo, es lo que le he dicho esta tarde a Duvall. Pero, claro, como nadie me escucha…
Hacía tiempo que Nathaniel había aprendido a no preguntar por muy interesado que estuviera en algo. Estiró el cuello y observó cómo las luces anaranjadas del bar se apagaban y reducían tras ellos. Entraban en el centro de Londres, donde los edificios se hacían cada vez más grandes y majestuosos, tal como correspondía a la capital del Imperio. El número de coches privados aumentaba mientras que los escaparates se volvían más amplios y vistosos. Hechiceros y plebeyos paseaban por las calles.
—¿Qué tal ahí atrás, corazón? —preguntó la señora Underwood.
—Muy bien, señora Underwood. ¿Falta mucho?
—Un par de minutos, John.
Su maestro lo miró a través del espejo retrovisor.
—Tiempo suficiente para hacerte una advertencia —le avisó—. Esta noche me representas. Estaremos bajo el mismo techo que los grandes hechiceros del país, o sea, hombres y mujeres de un poder que ni siquiera puedes llegar a imaginar. Mete la pata y arruinarás mi reputación. ¿Sabes lo que le ocurrió al aprendiz de Disraeli?
—No, señor.
—Sucedió en un discurso del estado de la nación similar a este. El aprendiz tropezó en los escalones de Westminster mientras presentaban a Disraeli ante la asamblea. Chocó contra su maestro y lo lanzó rodando escaleras abajo. La duquesa de Argyle detuvo la caída de Disraeli. Por fortuna era una mujer con bastante relleno.
—Sí, señor.
—Disraeli se levantó y pidió disculpas a la duquesa con gran cortesía. A continuación, se volvió hacia su tembloroso y lloriqueante aprendiz en lo alto de las escaleras y dio una palmada. El aprendiz cayó de rodillas, suplicante, aunque en vano. La oscuridad envolvió la sala durante unos quince segundos. Cuando se disipó, el aprendiz había desaparecido y en su lugar había una estatua de hierro macizo con la forma exacta del pobre muchacho. En sus manos suplicantes había un limpiabarros en el que todo aquel que ha entrado al salón durante los últimos doscientos cincuenta años se ha podido limpiar los zapatos.
—¿De verdad, señor? ¿Lo veré?
—Lo que quiero que entiendas, muchacho, es que si me pone en evidencia me aseguraré de que también haya un perchero a juego. ¿Comprendido?
—Completamente, señor. —Nathaniel tomó nota mentalmente de revisar la fórmula de la petrificación. Intuyó que requería la invocación de un efrit de poder considerable. Por lo que sabía de las aptitudes de su maestro, dudaba que tuviera la más mínima posibilidad de llevar a cabo un conjuro como aquel. Esbozó una débil sonrisa en la oscuridad.
—No te muevas de mi lado —prosiguió el señor Underwood—. No hables salvo que te dé permiso y no mires directamente a ningún hechicero, no importa qué deformidades puedan tener. Y ahora, calladito, ya hemos llegado y tengo que concentrarme.
El coche aminoró la velocidad y se unió a una procesión de coches negros similares que avanzaba por la explanada gris de Whitehall. Pasaron una sucesión de monumentos de granito erigidos en honor a los hechiceros victoriosos de la época victoriana y a los héroes caídos en la Primera Guerra Mundial; a continuación, unas cuantas esculturas monolíticas que representaban las virtudes ideales (el patriotismo, el respeto a la autoridad y la entrega de la mujer a sus deberes). Detrás, se alzaban los sobrios edificios de oficinas de cientos de ventanas tras las que se alojaba el gobierno imperial.
La marcha aminoró aún más. Nathaniel comenzó a reparar en los grupos de espectadores silenciosos que observaban el paso de los coches desde la calzada. Según creyó, parecían sombríos, incluso hostiles; la mayoría tenían la cara triste y demacrada. Hombretones de uniforme gris se paseaban con aire despreocupado un poco más alejados con los ojos puestos en la multitud. Todo el mundo —policías y plebeyos por igual— parecía muy frío.
A salvo en la aislada comodidad del coche, una sensación de autosatisfacción comenzó a prender en Nathaniel. Ya formaba parte de las cosas, era un privilegiado de camino al Parlamento. Era alguien importante, distinto de los demás, y aquello le hacía sentir bien. Por primera vez en su vida, experimentó la calmosa euforia del poder obtenido sin esfuerzos.
Momentos después, el coche entró en Parliament Square y doblaron a la izquierda para atravesar unas portaladas de hierro forjado. El señor Underwood mostró un pase, alguien les hizo una seña para que continuaran y el coche cruzó un patio adoquinado y descendió por una rampa hacia un aparcamiento subterráneo iluminado por fluorescentes de neón. El señor Underwood aparcó en una plaza libre y apagó el motor.
En la parte de atrás, los dedos de Nathaniel se hundieron en el asiento de piel. Temblaba de emoción reprimida. Habían llegado.