17

Suministros Pinn era el tipo de tienda en la que solo los muy ricos o los muy valientes se atreven a entrar. Disfrutaba de una situación ventajosa en la esquina de Duke Street y Piccadilly y daba la impresión de que una cuadrilla de genios agotados hubiera soltado allí mismo una especie de palacio y que luego lo hubieran soldado a los edificios colindantes, más sosos. Los escaparates iluminados y los pilares dorados y estriados destacaban entre las librerías de los hechiceros y las casas de caviar y paté que flanqueaban el bulevar amplio y gris. Incluso desde el aire, su halo de refinada elegancia se percibía a casi una milla de distancia.

Tuve que ir con cuidado al aterrizar, muchas de las cornisas estaban protegidas por pinchos o estaban pintadas con una materia pegajosa para disuadir a palomas curiosas no deseadas como yo; así que, al final, me posé sobre una señal de tráfico desde la que tenía una buena perspectiva de la casa Pinn y procedí a reconocer el terreno. Todos y cada uno de los escaparates eran un monumento a la pretensión y a la vulgaridad a la que todos los hechiceros aspiraban en secreto: bastones engastados con joyas daban vueltas en pilares rotatorios, cristales de aumentos gigantescos enfocados sobre muestras cegadoras de anillos y brazaletes, maniquíes inclinados hacia delante y hacia atrás vestidos con pijoteros trajes italianos con alfileres de diamantes en la solapa… Fuera, en la calle, hechiceros vulgares y corrientes iban de un lado a otro con sus gastadas ropas de trabajo, contemplaban con codicia lo expuesto y se alejaban soñando con fama y riquezas. Había muy pocos no hechiceros a la vista. No era una zona plebeya de la ciudad.

A través de uno de los escaparates distinguí un alto mostrador de madera pulida detrás del cual se sentaba un hombre de perímetro inmenso vestido de blanco. Encaramado precariamente a un taburete, impartía órdenes a una pila de cajas tambaleantes a su lado. Dio una orden final, el hombre gordo desvió la mirada y la pila de cajas se puso en vacilante movimiento por la habitación. Segundos después, dio media vuelta y vi un trasgo[1] retacón bamboleándose bajo ellas. Cuando llegó junto a unas estanterías en uno de los rincones de la tienda, desenroscó una cola particularmente larga y, con una serie de movimientos hábiles, sacó las cajas una por una de lo alto de la pila y las colocó con cuidado en los estantes.

Supuse que el hombre gordo sería Sholto Pinn, el dueño de la tienda. El diablillo mensajero había dicho que era un hechicero y me percaté de que en un ojo llevaba un monóculo de montura de oro. Seguro que aquello era lo que le permitía ver la verdadera forma de su sirviente, puesto que en el primer plano el trasgo había adoptado la apariencia de un joven para no sobresaltar a los paseantes no mágicos. Según el estándar humano, Sholto era un tipo imponente; para la envergadura que tenía, sus movimientos eran gráciles y potentes; y tenía unos ojos vivos y penetrantes. Algo me dijo que sería complicado engañarlo, así que abandoné mi primer plan de adoptar apariencia humana para tratar de sacarle información.

El pequeño trasgo parecía una opción mejor, así que aguardé con paciencia a que se me presentara la ocasión.

Cuando llegó la hora de comer, el continuo goteo de clientes forrados hasta las cejas que entraban en Pinn aumentó. Sholto los adulaba y les hacía reverencias; a sus órdenes, el trasgo correteaba de un lado al otro de la tienda sacando cajas, capas, paraguas o cualquier otro artículo que le fuera requerido.

Hicieron algunas ventas, la hora de la comida acabó y los clientes fueron marchándose. Los pensamientos de Sholto se concentraron en su estómago. Dio al trasgo unas cuantas instrucciones, se puso un grueso abrigo negro y dejó la tienda. Lo observé mientras llamaba a un taxi y desaparecía entre el tráfico. Aquello iba bien; pasaría un rato fuera. Detrás de él, el trasgo había dado la vuelta a un cartel en la puerta donde se leía CERRADO y se había encaramado al taburete junto al mostrador en el que, imitando a Sholto, se dio aires de autoridad.

Aquella era mi oportunidad así que cambié de disfraz, adiós al palomo. En su lugar en la puerta de Pinn apareció un diablillo mensajero a imagen y semejanza de aquel al que le había propinado una paliza en Hampstead. El trasgo alzó la vista sorprendido, me miró y me hizo una señal para que me marchara. Volví a llamar, aunque con mayor energía. Con un grito de exasperación, el trasgo se bajó del taburete de un salto, trotó hasta la puerta y abrió un resquicio. La campanilla de la tienda repicó.

—Está cerrado.

—Mensaje para el señor Sholto.

—Está fuera. Vuelve más tarde.

—No puedo esperar, jefe. Urgente. ¿Cuándo volverá?

—De aquí a una hora más o menos. El amo ha salido a comer.

—¿Adonde ha ido?

—No me ha facilitado esa información.

Aquel trasgo se daba aires de superioridad muy altaneros; era evidente que se consideraba demasiado bueno para hablar con diablillos como yo.

—No importa. Esperaré. —Y con un rápido movimiento me zafé y me colé por el resquicio de la puerta, me agaché por debajo de su brazo y entré en la tienda—. Vaya, cuánta elegancia, ¿no?

El trasgo me siguió, dejándose llevar por el pánico.

—¡Fuera! ¡Fuera! El señor Pinn me ha dado órdenes estrictas de no permitir que nadie…

—Tranqui, amigo. No te va a volar nada.

El trasgo se interpuso entre el estante más cercano de relojes de pulsera de plata y yo.

—¡Ya lo creo que no! ¡Con solo estampar el pie contra el suelo puedo llamar a un horla para que devore a cualquier ladrón o intruso! ¡Por favor, vete!

—Está bien, está bien. —Alicaído, me volví hacia la puerta—. Eres demasiado poderoso para mí. Y demasiado selecto. No todo el mundo podría llevar un sitio tan elegante como este.

—En eso tienes razón. —El trasgo era quisquilloso, pero también vanidoso y débil.

—Seguro que a ti no te apalean ni te aplican los punzones al rojo vivo.

—¡Por supuesto que no! Soy un modelo de eficiencia y el amo se muestra considerado conmigo.

Fue entonces cuando lo calé: era un colaboracionista de la peor especie. Deseaba pegarle un mordisco.[2] No obstante, esto me ayudó a enfocar el asunto de otra manera.

—¡Jo! —exclamé—. ¿Cómo no va a ser considerado? ¿Y por qué? Porque sabe lo afortunado que es al contar con tu ayuda. Ya veo que no puede pasar sin ti. Seguro que eres bueno acarreando cosas de aquí para allá y que llegas a las estanterías más altas con esa cola o la utilizas para barrer el suelo…

El trasgo se irguió.

—¡Enano descarado! ¡El amo me aprecia por encima de todo eso! ¡Te hago saber que se refiere a mí, delante de otros, tenlo en cuenta, como su ayudante y me deja a cargo de la tienda cuando se va a comer! Llevo las cuentas, le ayudo a buscar los artículos que se ofertan, tengo muchos contactos…

—Un momento. ¿Los artículos? —Di un silbido—. ¿Quieres decir que te deja toquetear la mercancía? ¿Sus cachivaches mágicos, amuletos y demás? ¡No me lo creo!

La repelente criatura sonrió como un tonto al oír aquello.

—¡Por supuesto que sí! El señor Pinn confía en mí sin reservas.

—¿El qué? ¿Cosas de verdad poderosas o solo los restos del mercado? Ya sabes, manos de gloria, espejos de mohoso y cosas por el estilo.

—¡Cosas poderosas, por descontado! ¡Los artículos más extraños y peligrosos! El amo tiene que asegurarse de sus poderes y comprobar que no son falsificaciones, y para eso necesita mi ayuda.

—¡No! Entonces ¿qué tipo de cosas? ¿Algo famoso?

—Ya me había hecho con un lugar, apoyado contra la pared. Aquel sirviente rastrero estaba tan henchido[3] de orgullo que había olvidado por completo lo de ponerme de patitas en la calle.

—¡Ja! Probablemente no has oído hablar de ninguno de ellos. Bueno, veamos… El plato fuerte del año pasado fue la tobillera de Nefertiti. ¡Causó sensación! Uno de los agentes del señor Pinn la desenterró en Egipto y la trajo en un vuelo especial. Se me permitió limpiarla. ¡Nada más y nada menos que limpiarla! Piensa en eso la próxima vez que te encuentres volando bajo la lluvia. El duque de Westminster se la quedó en una subasta por una suma considerable. Se dice —bajó la voz y se inclinó hacia mí— que era un regalo para su mujer, que es penosamente vulgar. La tobillera concede gran glamour y belleza a quien la luce, por eso Nefertiti conquistó al faraón, claro. Aunque, ¿qué sabrás tú de eso?[4]

—Ya.

—¿Qué más teníamos? La piel de lobo de Rómulo, la flauta de Chartres, el cráneo del fraile Bacon… Podría continuar, pero te aburriría.

—Demasiado sofisticado para mí, jefe. Oye, te diré algo de lo que he oído hablar por ahí: el amuleto de Samarkanda. Mi amo lo ha mencionado alguna que otra vez; eso seguro que nunca lo has limpiado.

Sin embargo, aquel comentario casual puso el dedo en la llaga. Los ojos del trasgo se abrieron de par en par y agitó la cola.

—¿Quién es tu amo? —preguntó con sequedad—. ¿Y dónde llevas el mensaje? No veo que lleves nada.

—Claro que no lo ves. Lo llevo aquí, ¿vale? —Me di unas palmaditas en la cabeza con una garra—. En cuanto a mi amo, no es ningún secreto, se llama Simon Lovelace. Tal vez lo hayas visto alguna vez.

Involucrar al hechicero en aquello fue toda una apuesta; sin embargo, la actitud del trasgo había cambiado ante la mención del Amuleto y no quería alimentar sus sospechas negándome a responder. Por fortuna, pareció impresionado.

—Ah, el señor Lovelace, ¿no? Tú eres nuevo a su servicio, ¿verdad? ¿Dónde está Nittles?

—Anoche extravió un mensaje. El amo lo entrepunzó bien entrepunzado.

—¿De verdad? Siempre he creído que Nittles era demasiado frívolo. Le está bien empleado. —Aquel pensamiento reconfortante pareció relajar al trasgo; una mirada soñadora apareció en sus ojos—. Un verdadero caballero, el señor Lovelace, el cliente perfecto. Siempre viste con elegancia y pide las cosas con educación. Gran amigo del señor Pinn, por supuesto. ¿Así que estaba interesado en el Amuleto? Claro, no me sorprende teniendo en cuenta lo ocurrido. Un asunto feo… y seis meses después todavía no han atrapado al asesino.

Aquello me hizo aguzar las orejas, aunque no lo aparenté. Me rasqué la nariz con indiferencia.

—Sí, el señor Lovelace dijo que había sucedido algo malo. Aunque no dijo el qué.

—Claro, ¿cómo se lo iba a contar a una insignificancia como tú? Hay gente que dice que fueron los de la «Resistencia», sean quienes sean. O un hechicero renegado. Eso es lo más probable. No sé, uno piensa que con todos los medios con los que cuenta el Estado…

—¿Y qué le ocurrió al Amuleto? Voló, ¿no?

—Sí, lo robaron. Y hubo un asesinato de por medio truculento. Por favor, fue tan triste… Pobrecillo señor Beecham. —Y diciendo aquello, aquella parodia de trasgo se secó una lágrima—.[5] Me has preguntado si habíamos tenido aquí el Amuleto. Bueno, por supuesto que no. Era demasiado valioso para presentarlo en el mercado abierto. Durante mucho tiempo estuvo en poder del gobierno y durante estos últimos treinta años se guardaba bajo vigilancia en la finca del señor Beecham, en Surrey. Alta seguridad, con portales y todo. El señor Beecham solía mencionárselo de vez en cuando al señor Pinn cuando venía a visitarnos. Era un buen hombre. Duro, pero justo; admirable en cualquier caso. Por Dios…

—¿Y alguien le robó el Amuleto a Beecham?

—Sí, hace seis meses. No forzaron ni uno solo de los portales, los guardianes no se enteraron de nada, pero un buen día, entrada la noche, ya no estaba. ¡Desapareció! Y allí quedó el pobre señor Beecham, tendido en un charco de sangre junto al estuche vacío. ¡Muerto y bien muerto! Debía de encontrarse en la habitación con el Amuleto cuando los ladrones entraron y, antes de que pudiera pedir ayuda, le cortaron el cuello. ¡Qué tragedia! El señor Pinn estuvo muy apenado.

—No lo dudo. Es terrible, jefe, de lo más terrible.

Me mostré tan desolado como un diablillo podía, pero dentro de mí brincaba de alegría. Aquella era justo la apetitosa información que buscaba. Así que Simon Lovelace había hecho que robaran el Amuleto para él… e incluso había habido un asesinato para conseguirlo. El hombre de barba negra que Nathaniel había visto en el estudio de Lovelace debió de dirigirse directamente allí después de asesinar a Beecham. Además, tanto si trabajaba por cuenta propia o para algún tipo de organización secreta, Lovelace le había robado el Amuleto al mismísimo gobierno, por lo que estaba involucrado en una traición. Bueno, si aquello no complacía al crío, es que yo era un mohoso.

Una cosa era segura: Nathaniel se había metido en arenas movedizas en el mismo instante en que me ordenó robar el Amuleto, mucho más movedizas de lo que podía llegarse a imaginar. Cabía pensar que Simon Lovelace no se detendría ante nada para recuperarlo… y para silenciar a cualquiera que supiera algo sobre el asunto.

Aunque ¿por qué se lo había robado a Beecham? ¿Qué le había empujado a arriesgarse a que recayera sobre él la ira del gobierno? Conocía la reputación del Amuleto, pero no la naturaleza exacta de su poder. Tal vez aquel trasgo podría ayudarme en aquel particular.

—Ese Amuleto debe de ser la bomba —insinué—. Útil, ¿no?

—Eso es lo que dice mi amo. Se comenta que contiene uno de los seres más poderosos que existen, uno de los que moran en las profundidades del Otro Lado, allí donde reina el caos. Protege a su portador de los ataques de…

Los ojos del trasgo se perdieron a mis espaldas y se detuvo con un grito ahogado. Lo envolvió una sombra, una sombra imponente que crecía a medida que se extendía sobre el suelo pulido. La campanilla repicó cuando se abrió la puerta de Suministros Pinn y permitió que durante un breve instante se colara el ruido del tráfico de Piccadilly en el cómodo silencio de la tienda. Me volví lentamente.

—Vaya, vaya, Simpkin —murmuró Sholto Pinn mientras cerraba la puerta empujándola con un bastón de marfil—. Conque invitando a los amigos mientras estoy fuera, ¿no? Cuando el gato no está…

—N-n-no, amo, en absoluto. —El lloriqueante desdichado hacía reverencias mientras reculaba como podía. Su henchida cabeza comenzó a desinflarse a ojos vistas. Qué espectáculo. Me quedé donde estaba, tan pancho, apoyado contra la pared.

—¿No es un amigo? —La voz de Sholto era grave, sonora y estruendosa; te hacía pensar en un rayo de sol sobre la madera ennegrecida por el tiempo, en tarros de cera de abeja y en botellas de vino de Oporto.[6] Era una voz alegre que siempre parecía a punto de quebrarse en una risita gutural. Una sonrisa jugueteaba en sus finos y anchos labios, pero los ojos eran fríos y duros. De cerca era incluso más grande de lo que había esperado, una inmensa mole blanca. Con el abrigo de pieles puesto y en la penumbra, podría confundírsele con el trasero de un mamut.

Simpkin, en su retirada, había topado con el mostrador.

—No, amo. E-es un mensajero para usted. T-t-trae un mensaje.

—¡Me dejas estupefacto, Simpkin! ¡Un mensajero con un mensaje! Extraordinario. ¿Y por qué no has cogido el mensaje y te has deshecho de él? Te dejé bastante trabajo para hacer.

—Lo hizo, amo, lo hizo. ¡Acaba de llegar!

—¡Más extraordinario todavía! ¡Te he estado observando con mi espejo mágico y os he visto conversando como verduleras durante los últimos diez minutos! ¿Cómo te lo explicas? Tal vez la vista me esté comenzando a fallar a mi avanzada edad. —El hechicero extrajo su monóculo de un bolsillo del chaleco, se lo colocó sobre el ojo izquierdo,[7] y avanzó un par de pasos balanceando el bastón con despreocupación. Simpkin se estremeció, pero no contestó—. Bien. —De repente, el bastón se desvió hacia mí—. Tu mensaje, diablillo. ¿Dónde está?

Hice una respetuosa reverencia.

—Se lo confié a mi memoria, señor. Mi amo lo consideró demasiado importante para escribirlo en un papel.

—¿No me digas? —El ojo detrás del monóculo me miró de arriba abajo—. Y tu amo es…

—¡Simon Lovelace, señor! —Di un taconazo y me puse firme—. Y si me da permiso, señor, se lo transmitiré ahora y luego partiré. No deseo hacerle perder más tiempo.

—Muy bien. —Sholto Pinn se acercó y me examinó detenidamente con ambos ojos—. El mensaje, por favor, procede.

—Solo lo siguiente, señor: «Apreciado Sholto, ¿también te han invitado al Parlamento esta noche? A mí no. Parece ser que el primer ministro se ha olvidado de mí y me siento bastante menospreciado. Ruego recomendación mediante respuesta inmediata. Buena suerte, Simon». Ese es, señor, palabra por palabra. —Aquello me sonaba lo bastante plausible, pero no quería forzar la suerte. Volví a saludarlo y me dirigí hacia la puerta.

—¿Menospreciado, eh? Pobre Simón. Mmm… —El hechicero meditó unos segundos—. Antes de que te vayas, ¿cómo te llamas, diablillo?

—Esto… Bodmin, señor.

—Bodmin. Mmm… —Sholto Pinn se rascó la papada con un grueso y enjoyado dedo—. Ya veo que estás ansioso por volver junto a tu amo, Bodmin, pero antes de que te vayas tengo dos preguntas que hacerte.

—Ah… por supuesto, señor. —Me detuve a regañadientes.

—Qué diablillo más educado, de eso no hay duda. Bien, en primer lugar: ¿por qué Simon no quería dejar por escrito una nota tan inofensiva? No parece demasiado peligrosa y podría haber acabado fragmentada en la memoria de un demonio menor como tú.

—Gozo de buena memoria, señor. Se me conoce por ello.

—Aun así, no es lo normal. No importa. Mi otra pregunta… —Y aquí Sholto dio uno o dos pasos hacia delante y casi se inclinó sobre mí. Era muy efectivo inclinándose sobre algo. Dentro de aquella forma no me sentía ni la mitad de pequeño—. Mi otra pregunta es la siguiente: ¿por qué Simon no me ha pedido consejo en persona hace quince minutos, cuando nos hemos visto para comer?

Vaya. Tocan a retirada.

Di un salto hacia la salida, pero aunque fui rápido, Sholto lo fue más. Golpeó su bastón contra el suelo y lo proyectó hacia delante. Un rayo de luz salió disparado del extremo y, al colisionar con el suelo, despidió plasmas globulares que se congelaban al instante cuando tocaban algo. Los sorteé con un salto mortal, atravesé una nube de vapor helado y aterricé en lo alto de un cajón de exposición que estaba hasta los topes de ropa interior de satén. El bastón emitió un nuevo rayo. Antes de que diera en el blanco, yo ya estaba en el aire, saltando por encima de la cabeza del hechicero y aterrizando de golpe sobre el mostrador del que los papeles salieron disparados en todas direcciones.

A continuación, me di media vuelta y lancé una detonación. Impacto de pleno en la espalda del hechicero y lo propulsó hacia delante, directo hacia el cajón de exposición congelado. Estaba envuelto por un campo protector —cuando repasé los planos pude ver que formaba bonitos destellos dorados—, así que, aunque se salvó del agujero que quería hacerle, sí que conseguí que le cortara la respiración. Se hundió resollando bajo un revoltijo de calzoncillos congelados. Me dirigí hacia el escaparate más cercano con la intención de abrirme paso hacia el exterior atravesándolo.

Había olvidado a Simpkin. Salió veloz de detrás de un estante de capas y lanzó un bastón gigantesco (con una etiqueta en la que se leía XL) directo hacia mi cabeza. Me agaché, el bastón se estampó contra el cristal frente al mostrador y Simpkin retrocedió para repetir el lanzamiento. Salté sobre él, le arranqué el bastón de las garras y le di un tortazo que modificó el relieve de su rostro. Con un gruñido, cayó hacia atrás encima de una pila de sombreros ridículos y seguí mi camino.

Entre dos maniquíes distinguí un buen trecho de escaparate de un cristal transparente y curvado que refractaba la luz del sol convirtiéndola en los suaves colores del arco iris. Era muy bonito y parecía caro. Disparé una detonación que lanzó una nube de esquirlas de vidrio pulverizado a la calle, y me escurrí hacia el agujero.

Demasiado tarde. Al tiempo que el escaparate se hacía añicos, se accionó la trampa: los maniquíes se volvieron sobre sus talones. Estaban hechos de una madera oscura y pulida, unos maniquíes sin rasgos humanos, con un óvalo suave y alargado por cabeza. Tal vez con una incipiente insinuación de nariz, pero sin boca ni ojos. Lucían el último atuendo de moda entre los brujos: trajes negros unisex de fina raya diplomática blanca y solapas muy afiladas; camisas blancas de un tono amarillento, de cuello alto y bien almidonado; corbatas de colores atrevidos… No llevaban zapatos, de cada pernera asomaba un simple muñón de madera.

Cuando salté entre ellos, sus brazos se proyectaron hacia delante con la intención de obstruirme el paso. De las profundidades de cada manga apareció una cuchilla de plata que encajó en sus manos sin dedos con un clic. Iba demasiado rápido para detenerme, aunque aún llevaba conmigo el bastón XL. Blandieron las cuchillas en dirección a mí describiendo dos arcos sincronizados. Levanté el bastón delante de mi cara justo a tiempo; las dos cuchillas se hundieron en él y casi lo seccionaron obligándome a detenerme en seco dolorosamente.

Por un instante sentí la fría aura de la plata contra mi piel,[8] luego solté el bastón y me impulsé hacia atrás. Los maniquíes agitaron sus cuchillas; mi bastón cayó al suelo en dos mitades. Doblaron las rodillas y saltaron…

Di una voltereta hacia atrás en el aire, por encima del mostrador. Las cuchillas de plata se clavaron en el parquet, justo donde segundos antes estaba yo.

Tenía que transformarme y rápido (el halcón iría bien), pero también tenía que defenderme. Antes de que pudiera decidir cómo lo haría, ya volvían a estar encima de mí, silbando por el aire, el viento alborotaba sus cuellos descomunales. Me arrojé a un lado y fui a caer sobre una pila de cajas de regalo vacías. Un maniquí aterrizó sobre el mostrador; el otro, detrás de él. Sus cabezas lisas se volvieron hacia mí.

Sentí que mi energía disminuía. Demasiados cambios, demasiados encantamientos en demasiado poco tiempo. Sin embargo, todavía no estaba todo perdido. Lancé un averno sobre el maniquí más próximo, el que se acercaba sigilosamente por el mostrador. Una explosión de fuego azul estalló en el frontal de su camisa blanca recién planchada y comenzó a extenderse con rapidez por toda la prenda. La corbata se apergaminó y la chaqueta ardió. El maniquí no le prestó atención, tal como estaba obligado a hacer[9] y volvió a levantar la cuchilla. Retrocedí. El maniquí dobló las rodillas, preparado para saltar. El fuego se extendía por su torso, el cuerpo de madera barnizada ya estaba en llamas. El maniquí dio un gran salto en el aire para caer sobre mí mientras las llamas danzaban a sus espaldas como una capa desplegada. En el último segundo, di un salto a un lado y el maniquí se golpeó contra el suelo con dureza. Se oyó un crujido. La debilitada y llameante madera se había astillado a causa del impacto. El maniquí dio una zancada desequilibrada hacia mí mientras su cuerpo se torcía en un ángulo grotesco. A continuación, las piernas cedieron. Se desplomó en un revoltijo de extremidades humeantes que iban ennegreciéndose.

Estaba a punto de hacer lo mismo con su compañero, que había salvado la hoguera de un brinco y se aproximaba a toda velocidad, cuando un débil ruido a mis espaldas me avisó de la recuperación parcial de Sholto Pinn. Volví la vista: Sholto estaba medio incorporado, parecía que hubiera sido atacado por una manada de búfalos en estampida. Un par de slips cubrían su frente en un ángulo favorecedor. Sin embargo, seguía siendo peligroso. Tanteó en busca de su bastón, lo encontró y apuntó en mi dirección. El rayo de luz salió disparado una vez más; sin embargo, yo ya había desaparecido del lugar y los plasmas envolvieron al segundo maniquí en el aire. Con las extremidades irremediablemente congeladas se estrelló contra el suelo y una de las piernas se hizo añicos.

Sholto lanzó una maldición y miró frenético a su alrededor. En realidad no tenía que buscarme muy lejos. Estaba justo encima de él, haciendo equilibrios en lo alto de una estantería no empotrada.

Todos los estantes estaban llenos de ficheros meticulosamente clasificados y muestras de escudos, estatuas y estuches antiguos bellamente dispuestos que, sin duda, habían sido birlados a sus dueños por todo el mundo. Debían de valer una fortuna. Apoyé la espalda contra la pared, planté los pies con firmeza en lo alto de la estantería y empujé con fuerza. La estantería crujió y se tambaleó. Sholto oyó el quejido, alzó la vista y vi cómo se le desorbitaban los ojos por el horror. Le di el empujón decisivo con un poco de mala uva, pensando en los indefensos genios atrapados dentro de los maniquíes desplomados.

La estantería quedó unos segundos suspendida. Un pequeño canope egipcio fue el primero en caer seguido de cerca por un cofre de teca para el incienso. A continuación, cambió el centro de gravedad, los estantes dieron una sacudida y toda la estructura se desplomó con increíble rapidez sobre el despatarrado hechicero. Sholto tuvo tiempo para medio grito antes de que sus artículos lo sepultaran.

Ante el estruendo del impacto, los coches de Piccadilly dieron un volantazo y colisionaron unos contra otros. Una nube de incienso y polvo funerario se elevó de entre los restos desparramados de la selecta mercancía de Sholto.

Hasta aquel momento estaba satisfecho de mi actuación; no obstante, siempre es mejor dejarlo cuando vas ganando. Observé los tablones con detenimiento, pero nada parecía agitarse debajo. No sabía decir si el escudo protector había bastado para salvarlo, aunque no importaba porque por fin era libre para irme.

Una vez más, me dirigí hacia el agujero del escaparate. Y una vez más, una figura se interpuso para bloquearme la salida: Simpkin. Me detuve a medio salto.

—Por favor —le rogué—, no me hagas perder el tiempo. Ya te he hecho una cara nueva. —Como el dedo de un guante de goma, su protuberante nariz anterior seguía aplastada hacia dentro. Parecía irritado.

—Has herido al amo —dijo con un susurro nasal.

—Sí, ¡y tú deberías estar dando saltos de alegría! —le espeté—. Si fuera tú, iría a rematar la faena, no me estaría quejando por los rincones como tú, despreciable chaquetero.

—Tardé semanas en colocar esa estantería.

Perdí la paciencia.

—Tienes un segundo para desaparecer de mi vista, traidor.

—¡Demasiado tarde, Bodmin! He accionado la alarma. Las autoridades han enviado un ef…

—Ya, ya. —Reuniendo lo que me quedaba de energía, me transformé en un halcón. Simpkin no esperaba una metamorfosis como aquella de un humilde diablillo mensajero. Se tambaleó hacia atrás, yo salí disparado por encima de su cabeza mientras depositaba un excremento de despedida en su cuero cabelludo ¡y por fin salí al aire libre!

En estas, descendió sobre mí una red de hilos plateados que me arrastró y me arrojó contra el suelo de Piccadilly. Los hilos eran un cepo de los más resistentes: me retenía en todos los planos. Se adhirió al revoloteo de mis plumas, al pataleo de mis patas y a los chasquidos de mi pico. Luché con todas mis fuerzas, pero los hilos se aferraron a mí saturados de tierra, el elemento que me es más extraño, y del agónico tacto de la plata. No podía transformarme, no podía lanzar ningún conjuro, ni grande ni pequeño. Mi esencia se lastimaba ante el más mínimo roce con los hilos; cuanto más aleteaba, peor era.

Tras unos segundos, me rendí. Me quedé allí, acurrucado bajo la red, un pequeño e inmóvil montoncito de alas. Uno de mis ojos asomó por debajo del codo del ala. Atisbé más allá del mortífero entramado de hilos, el suelo gris que seguía mojado tras la última lluvia y cubierto por una fina capa de centelleantes fragmentos de cristal. Y procedentes de alguna parte, llegaron las carcajadas estridentes de Simpkin.

A continuación, las losas de la acera se oscurecieron bajo una sombra descendente. Dos pezuñas enormes y afiladas se posaron con un débil tintineo sobre las losas. El cemento borboteó y saltó allí donde se posó cada una de las pezuñas.

Un gas cargado de las emanaciones tóxicas del ajo y el romero se elevó alrededor de la red. Me estaba intoxicando, la cabeza me daba vueltas, los músculos perdían fuerza…

A continuación, la oscuridad envolvió al halcón y, como una vela parpadeante, extinguió la llama de su conciencia.