16
Cuando salí por la ventana del ático del chico, tenía la cabeza tan llena de planes maestros y estratagemas complejas que no miré por dónde iba y choqué contra una chimenea. Algo simbólico, justo lo que significa la falsa libertad.
Seguí adelante, cortando el aire, un palomo más de entre tantos millones que pueblan la gran metrópolis. El sol me acariciaba las alas y el aire frío alborotaba mis preciosas plumas. Las hileras interminables de tejados grisáceos se extendían a mis patas y se perdían en el horizonte como los surcos de un gigantesco campo otoñal. Cómo me atraía aquella inmensidad… Quería volar hasta dejar muy lejos la maldita ciudad y no volver a mirar atrás. No volvería a ser invocado.
No obstante, no podía satisfacer aquel deseo. El niño había dejado muy claro qué sucedería si me negaba a espiar a Simon Lovelace y le echaba encima la porquería. Por descontado que podía ir a donde me apeteciera en aquel mismo momento; por descontado que podía escoger el método que se me antojara para hacerme con la información (sin olvidar que cualquier cosa que hiciera que perjudicara a Nathaniel, acabaría a su debido tiempo por perjudicarme también a mí); por descontado que el chico no me invocaría, por lo menos, durante un tiempo. (Estaba cansado y necesitaba recuperarse.)[1] Por descontado que contaba con un mes por delante para llevar a cabo la misión. Sin embargo, seguía obligado a obedecer sus órdenes a su plena satisfacción; si no, me esperaba una cita con el viejo carretero que en aquellos momentos, probablemente estaba acostumbrándose al espeso y oscuro lodo del lecho del Támesis.
La libertad es una fantasía, siempre tiene un precio.
Considerándolo con detenimiento, decidí que tenía la precaria opción de comenzar por un lugar conocido o por un hecho conocido. El lugar era la mansión de Simon Lovelace en Hampstead, en la que, por lo visto, se llevaban a cabo muchos de sus tejemanejes secretos. No me apetecía volver a entrar, aunque tal vez podía montar guardia fuera y vigilar quién entraba y quién salía. El hecho era que, según parecía, el amuleto de Samarkanda había llegado a las manos del hechicero por medios oscuros. Tal vez podía encontrar a alguien que supiera más sobre la historia reciente del objeto, por ejemplo quién había sido su último dueño.
De entre los dos puntos de partida, la visita a Hampstead parecía el mejor comienzo. Por lo menos sabía cómo llegar hasta allí.
En aquella ocasión me mantuve lo más alejado posible. Encontré una casa en la acera de enfrente que me proporcionaba una perspectiva aceptable de la fachada y de la entrada de la mansión, así que me posé allí y me encaramé al canalón. A continuación, estudié el terreno. La casa de Lovelace había sufrido algunos cambios desde la noche anterior: habían reparado la red protectora y la habían reforzado con una capa extra; también habían talado los árboles más chamuscados y se los habían llevado de allí. Lo más preocupante eran las criaturas altas, enjutas y rojizas que rondaban por el jardín en el cuarto y quinto plano.
No había señal alguna de Simon Lovelace, Faquarl o Jabor, aunque tampoco esperaba nada en aquellos momentos; estaba seguro de que todavía transcurriría una hora o así, de modo que ahuequé las alas contra el viento y me dispuse a iniciar la vigilancia.
Me tiré tres días en aquel canalón, tres días enteros. Me vino bien descansar, de eso no hay duda, pero el dolor que iba acrecentándose en el interior de mi manifestación me preocupaba. Además, estaba muy aburrido; no había ocurrido nada digno de mención.
Todas las mañanas, un anciano jardinero se paseaba por la finca esparciendo abono jardín arriba y abajo, allí donde las detonaciones de Jabor habían hecho impacto. Por las tardes, recortaba los tallos para guardar las apariencias y se entretenía pasando el rastrillo por delante de la puerta antes de entrar a tomar una taza de té. Era totalmente ajeno a aquellas cosas rojizas, tres de las cuales le acechaban en todo momento como gigantescas y amenazadoras aves de presa. No cabía duda de que solo los términos estrictos en los que se basaba la invocación de aquellas criaturas impedían que lo devoraran.
Todas las noches, una flotilla de esferas de rastreo aparecía para retomar su búsqueda por la ciudad. El hechicero permanecía dentro, sin duda organizando nuevos intentos para localizar el Amuleto. Me pregunté si Faquarl y Jabor habrían sufrido alguna represalia por haberme dejado escapar; esperaba que así fuera.
La mañana del tercer día, un dulce arrullo de insinuación desbarató mi concentración. Una paloma pequeña de buena presencia había aparecido en el canalón, a mi derecha, y me miraba con una inclinación de cabeza claramente intencionada. Aquel pájaro tenía algo que me hizo sospechar que era una hembra. Emití lo que esperaba que fuera un arrullo altanero y desdeñoso y desvié la mirada hacia otro lado. La paloma dio vinos saltitos coquetones por el canalón. Justo lo que me faltaba: un pájaro enamorado. Me alejé un poco; ella se acercó a saltitos. Volví a alejarme. Ya estaba en la punta del canalón, encaramado sobre la abertura del tubo de la cañería.
Por tentador que fuera convertirse en un gato callejero y ponerle las plumas de punta, era demasiado arriesgado transformarse tan cerca de la mansión. Estaba a punto de volar a cualquier otro sitio, cuando por fin vi que algo salía de la residencia de Simon Lovelace.
Un agujerito circular se ensanchó en la brillante red azul y un diablillo verde botella con alas de murciélago y hocico de cerdo lo atravesó. El agujero se cerró tras él, el diablillo comenzó a batir las alas y voló calle abajo a la altura de las farolas. Llevaba un par de cartas en una garra.
En ese momento, un arrullo ronroneante gorjeó directamente en mi oído. Medio volví la cabeza… y me encontré directamente con el pico de aquella paloma insensata; con taimada y femenina astucia había aprovechado la oportunidad para arrimarse a mí. Mi respuesta fue elocuente y seca. Le metí la punta del ala en el ojo y le di una patada en el plumaje. Tras aquello, alcé el vuelo tras el diablillo.
Estaba claro que se trataba de algún tipo de mensajero al que le habrían encomendado algo demasiado peligroso o secreto para transmitirlo por teléfono o por correo habitual. Ya antes había visto criaturas de aquella clase.[2] No importaba lo que llevara; aquella era mi primera oportunidad para espiar las actividades de Lovelace.
El diablillo se dejaba llevar sobre los jardines impulsado por el viento y remontaba el vuelo en las corrientes de aire caliente. Le seguí dándole un poco de brío a mis alas rechonchas. Mientras procedía con la persecución, consideré la situación con detenimiento. Lo más seguro y sensato era dejar a un lado los sobres que llevaba y concentrarme en entablar amistad con él. Por ejemplo, podía adoptar la apariencia de otro diablillo mensajero, iniciar una conversación y tal vez ganarme su confianza durante el curso de varios encuentros «fortuitos». Si era paciente, cordial y lo bastante fortuito, seguro que con el tiempo él acabaría por levantar la liebre…
Aunque también podía darle una paliza. Era un enfoque más expeditivo y directo y, por lo general, me solía decantar por aquel. De modo que seguí al diablillo a una distancia prudente y lo ataqué en Hampstead Heath.
Cuando llegamos a una zona lo bastante apartada, me transforme en gárgola; a continuación me abalancé sobre el pobre diablillo, lo abatí en el aire y caímos a tierra hechos un ovillo entre unos cuantos árboles achaparrados. Llegados a aquel punto, lo sujeté con un pie y le propiné un buen zarandeo.
—¡Quita pallá! —aulló, agitando las cuatro patas con garras—. ¡Ya me las pagarás! ¡Te voy a hacer picadillo, lo juro!
—¿De verdad? —Lo arrastré hasta un matorral y lo retuve inmovilizado bajo una pequeña roca. Solo asomaban el hocico y las patas—. Bien —dije, sentándome encima de la piedra con las piernas cruzadas y arrancándole los sobres de una pata—. Primero voy a leer esto; luego, ya hablaremos. Ya me estás diciendo con pelos y señales lo que sabes sobre Simon Lovelace.
Fingiendo que no me afectaban las francamente sorprendentes palabrotas que llegaban de allí abajo, estudié los sobres. Eran muy diferentes: uno era plano y estaba en blanco, sin nombre ni marca, y estaba lacrado con una gotita de cera roja. El otro era más ostentoso, era de papel de vitela amarillento y suave y el lacre llevaba el sello del hechicero: SL. Estaba dirigido a alguien que se llamaba Señor R. Devereaux.
—Primera pregunta —comencé—: ¿Quién es R. Devereaux?
—¡Estás de guasa! —La voz del diablillo sonó apagada, pero insolente—. ¿No sabes quién es Rupert Devereaux? ¿Es que eres tonto o qué?
—Un pequeño consejo —le advertí—, por lo general no es muy inteligente ser grosero con alguien más grande que tú, especialmente cuando te tiene atrapado debajo de una roca.
—Te puedes meter tu consejo por…
***[3]
—Te lo volveré a preguntar: ¿quién es Rupert Devereaux?
—Es el primer ministro británico, oh Señor… Señor Supremo Munificente y Misericordioso.
—No me digas…[4] Lovelace se mueve en círculos poderosos. Veamos qué tiene que decirle al primer ministro…
Sacando la más afilada de mis garras, abrí el lacre con cuidado para causar el mínimo estropicio y lo dejé a buen recaudo junto a mí, sobre la roca. A continuación, abrí el sobre. No era la carta más emocionante que he interceptado.
Apreciado Rupert:
Ruego aceptes mis más profundas y humildes disculpas, pero pudiera ser que esta noche me retrasase en el Parlamento. Ha surgido algo urgente en relación con el gran evento de la semana que viene y debo tratar de resolverlo hoy. No desearía que se demorara ninguno de los preparativos. Espero que estimes conveniente prescindir de mi presencia si me retraso.
Permíteme aprovechar esta oportunidad para reiterar una vez más nuestro eterno agradecimiento por habernos ofrecido la oportunidad de ser la sede de la conferencia.
Amanda ya ha redecorado el salón y ahora está en el proceso de equipar tu suite con muebles nuevos y delicados (al estilo nouveau persa). Ya ha encargado tus manjares preferidos, incluyendo las lenguas frescas de alondra.
Reitero mis disculpas. Sin duda alguna, no faltaré a tu discurso.
Tu leal e indefectiblemente obediente servidor,
SIMON
El típico y degradante modo de expresión de los hechiceros; el tipo de memeces lisonjeras que te deja un regusto empalagoso en el paladar. Y encima tampoco es que fuera demasiado esclarecedor, aunque, al menos, no tuve dificultad alguna en imaginar qué era aquello tan «extremadamente urgente». Solo podía tratarse del Amuleto desaparecido, seguro. Además, era evidente que tenía que solucionarlo antes de un «gran evento» de la semana posterior, una conferencia o algo así. Tal vez valiera la pena investigar aquello. En cuanto a «Amanda», solo podía tratarse de la mujer que había visto con Lovelace durante mi primera incursión en la mansión. Sería útil saber algo más sobre ella.
Volví a meter la carta en el sobre con cuidado, cogí el lacre y, aplicando con destreza una pequeña llamarada, derretí la parte inferior. A continuación, volví a pegar el sello y ¡listos! Como nuevo. Después, abrí el segundo sobre; dentro había una hojita de papel con el siguiente breve mensaje:
Las entradas siguen sin aparecer. Tendremos que cancelar la actuación.
Te ruego que consideres nuestras alternativas. Nos vemos esta noche en el P.
¡Mucho mejor! Mucho más sospechoso: ninguna dirección, sin firma al final, todo enigmático y vago. Y, como cualquier mensaje secreto que se precie, el verdadero sentido estaba oculto. O por lo menos lo estaría para cualquier humano zoquete que se arriesgara a descifrarlo. En cambio, yo enseguida conseguí desentrañar aquel galimatías sobre las «entradas» extraviadas. Lovelace volvía a hablar del Amuleto. Por lo visto el crío estaba en lo cierto, tal vez el hechicero sí tuviera algo que esconder. Había llegado el momento de hacerle a mi amigo el diablillo unas cuantas preguntas directas.
—Bien —dije—, el sobre en blanco: ¿adonde lo llevas?
—A la residencia del señor Schyler, oh Supr… Supremo y Majestuoso Señor. Vive en Greenwich.
—Y ¿quién es el señor Schyler?
—Creo, oh Luz de Todos los Genios, que es el antiguo maestro del señor Lovelace. Intercambio su correspondencia con regularidad. Ambos son ministros del gobierno.
—Ya veo. —Bueno, algo es algo, aunque no demasiado.
¿Qué se traían entre manos? ¿Qué era aquella «actuación» que podría acabar cancelada? Según las pistas de las dos cartas, parecía que Lovelace y Schyler iban a encontrarse aquella tarde en el Parlamento para discutir sus asuntos. Bien valdría la pena estar allí para oír lo que tuvieran que decir.
Mientras tanto, retomé las pesquisas:
—Simon Lovelace: ¿qué sabes de él? ¿De qué va esa conferencia que está organizando?
El diablillo lanzó un grito de desesperación.
—Oh, Brillante Rayo de Luz Estrellada, cuánto me apena, pero ¡no lo sé! ¡Así acabe en una hoguera por mi ignorancia! Yo únicamente transporto mensajes, desgraciado de mí. Voy a donde me dicen y regreso con las respuestas, nunca me desvío de mi ruta y nunca me detengo… a menos que sea tan afortunado como para ser abordado por vuestra eminencia y quedar espachurrado debajo de una piedra.
—Ya puedes decirlo. Bien, ¿quién es el más allegado a Lovelace? ¿A quién le llevas mensajes con mayor frecuencia?
—Oh, Glorioso y Supremo Señor de Gran Renombre, tal vez el señor Schyler es su corresponsal más frecuente. Aparte de este, ningún otro sobresale. Son en su mayoría políticos y gente de peso en la sociedad londinense. Todos hechiceros, por descontado, pero varía mucho. El otro día, por ejemplo, llevé un mensaje a Tim Hildick, el secretario de Estado de la Administración Local, a Sholto Pinn de Suministros Pinn y a Quentin Makepeace, el empresario teatral, con respuesta incluida. Es una muestra representativa.
—Suministros Pinn. ¿Qué es eso?
—Si otro me lo preguntara, oh Aquel que es Grande y Terrible, hubiera dicho que es un pobre ignorante; en ti, es señal de esa sencillez encantadora fuente de toda virtud. Suministros Pinn es el proveedor más prestigioso de artilugios mágicos de todo Londres. Se encuentra en Piccadilly y Sholto Pinn es el propietario.
—Interesante. Así que si un hechicero quisiera comprar un artilugio tendría que dirigirse a la tienda de Pinn.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Lo siento, oh el Milagroso, es difícil pensar en nuevos títulos cuando haces preguntas cortas.
—Por esta vez, pase. Así que, aparte de Schyler, ¿no hay nadie más entre sus contactos? ¿Estás seguro?
—Sí, Ser Superior. Tiene muchos amigos, no podría decirte solo uno.
—¿Quién es Amanda?
—No sabría decirte, oh As. Tal vez sea su mujer. Nunca le he llevado mensajes.
—«Oh, As.» Te estás estrujando los sesos, ¿eh? Muy bien. Dos preguntas más. Primera: ¿alguna vez has visto o le has llevado un mensaje a un hombre alto de barba negra con una capa de viaje manchada y guantes? Ceño fruncido, misterioso. Segunda: ¿con qué sirvientes cuenta Simón Lovelace? No me refiero a esbirros como tú, sino a poderosos como yo. Espabílate y puede que retire la piedra antes de irme.
—Ojalá pudiera satisfacer todos vuestros deseos —la voz del diablillo era quejumbrosa—, Señor de Todo lo que Contemplas; pero, primero, mucho me temo que nunca he visto a esa persona con barba y, segundo, no tengo acceso a ninguna de las estancias interiores del hechicero. Encierran entes formidables, siento su poder; aunque, por fortuna, nunca me he topado con ellos. Lo único que sé es que esta mañana el amo plantó trece voraces krels en el jardín. ¡Trece! Uno ya es lo suficientemente malo, siempre se abalanzan sobre mis piernas cuando llego con una carta.
Medité un instante. Mi mejor pista era la conexión con Schyler; Lovelace y él se traían algo entre manos que sin duda tenía que ver con aquello y si me dejaba caer por el Parlamento aquella noche, podría descubrir de qué se trataba. Sin embargo, aún faltaban muchas horas para aquella reunión así que, mientras tanto, decidí hacerle una visita a Suministros Pinn de Piccadilly. Con toda seguridad, Lovelace no había obtenido allí su amuleto, pero tal vez podría enterarme de algo sobre el pasado reciente de la baratija.
Percibí una ligera sacudida bajo la piedra.
—Si ya has terminado, oh Indulgente, ¿se me podría permitir seguir mi camino? Si me retraso en las entregas me infligen los punzones al rojo vivo.
—De acuerdo. —No es inusual engullir a los diablillos menores que caen en las manos de uno, pero aquel no era mi estilo.[5] Me bajé de la piedra y la retiré a un lado. Un mensajero delgado como una hoja de papel se dobló por un par de sitios y se puso en pie con dificultad.
—Aquí están tus cartas. No te preocupes, no las he falsificado.
—¿Y a mí qué si lo has hecho?, oh Soberbio Meteoro Oriental. Yo solo transporto los sobres. Ni puñetera idea de lo hay dentro.
Superada la crisis, el diablillo ya volvía a lo que es habitual entre los de su detestable calaña.
—No le hables a nadie de nuestro encuentro o te estaré esperando la próxima vez que salgas.
—Venga, ¿crees que me gusta meterme en líos? Ni hablar. Bueno, si la paliza ya se ha terminado, entonces me largo.
Con unos cuantos aleteos furiosos de sus ásperas alas, el diablillo alzó el vuelo y desapareció entre los árboles. Esperé unos minutos, luego me convertí de nuevo en un palomo y también yo ahuequé el ala en dirección sur, sobre el parque solitario, hacia el lejano Piccadilly.