Nathaniel

15

En cuanto el genio se hubo transformado en palomo y salió volando por la ventana, Nathaniel corrió el cierre y las cortinas y se desplomó en el suelo. Estaba más pálido que un muerto y su cuerpo se estremecía a causa del agotamiento. Permaneció cerca de una hora apoyado contra la pared con la mirada perdida.

Lo había hecho, sí, lo había hecho bien. Había vencido al demonio, estaba de nuevo bajo su control. Lo único que tenía que hacer era trabajar en el conjuro del encadenamiento a la caja de lata y Bartimeo se vería obligado a servirle durante tanto tiempo como deseara. Todo iba a salir bien, no tenía por qué preocuparse de nada. De nada en absoluto.

Al menos eso fue lo que se dijo. Sin embargo, las manos le temblaban en el regazo, el corazón le latía desbocado en el pecho y las reafirmaciones hechas para tranquilizarse que trató de invocar huyeron de su mente. Enojado, se obligó a respirar hondo y unió las manos con fuerza para detener el temblor. Por descontado, aquel miedo era natural, había esquivado la aguja estimulante por una milésima de segundo. Era la primera vez que le había rondado la muerte y aquel upo de cosas seguro que tenían consecuencias. En unos minutos todo volvería a la normalidad; podría trabajar en el conjuro, tomar el autobús hacia el Támesis…

El genio sabía su nombre de nacimiento. Sabía su nombre de nacimiento. Bartimeo de Uruk, Sakhr al-Yinni de Al-Arish… Le había permitido descubrir su nombre. La señora Underwood lo había pronunciado, el genio la había oído y en ese mismo instante la regla fundamental se había roto. En aquellos momentos, Nathaniel estaba expuesto, tal vez para siempre.

Sintió que el pánico le atenazaba la garganta, aquella fuerza casi le asfixiaba. Que él recordara, era la primera vez; sus ojos se anegaron en lágrimas. La regla fundamental… Si la rompías, estabas perdido. Los demonios siempre encontraban la forma de aprovecharse; dales algo de poder y tarde o temprano te tendrán a sus pies. A veces llevaba años, pero siempre…

Recordó haber leído casos de estudio famosos. Werner de Praga: había permitido que un inofensivo diablillo a su servicio descubriera su nombre de nacimiento; a su debido tiempo, el diablillo se lo había dicho a un trasgo, el trasgo a un genio y el genio a un efrit. Y tres años después, cuando Werner estaba cruzando Wenceslas Square para comprar una salchicha ahumada, un torbellino lo arrancó del suelo. Durante varias horas, sus aullidos ensordecieron a la gente de la ciudad, que siguió con sus asuntos hasta que aquel remolino acabó en lluvia de pedacitos del hechicero sobre veletas y chimeneas. Y aquel destino ni siquiera había sido el más horripilante con el que se había topado un hechicero negligente. También estaba Paulo de Turín, Septimus Manning, Johann Faust…

Un sollozo se abrió paso a través de los labios de Nathaniel y el débil y patético sonido lo sacó de su ensimismamiento desesperado y autocompasivo. ¡Ya estaba bien!, todavía no estaba muerto y el demonio seguía bajo su control o lo estaría una vez que se hubiera deshecho de la caja de lata como debía. Recuperaría la compostura.

Nathaniel se puso en pie con dificultad, le flaqueaban las piernas. Con gran esfuerzo, relegó sus miedos a un segundo plano y dio comienzo a los preparativos. Volvió a dibujar la estrella de cinco puntas, cambió el incienso y encendió velas nuevas. Entró a hurtadillas en la biblioteca de su maestro y volvió a repasar los conjuros. A continuación, rellenó la lata de tabaco con romero, la colocó en el centro de su círculo y comenzó el conjuro de la reclusión indefinida. Tras cinco minutos interminables, tenía la boca seca y se le quebraba la voz, pero un aura gris acerada comenzó a brillar sobre la superficie de la cajita de lata. Una llama bailó sobre ella y se extinguió. Nathaniel pronunció el nombre de Bartimeo, añadió una fecha astrológica en la que la reclusión daría comienzo y finalizó. La cajita permaneció igual; Nathaniel la introdujo en el bolsillo de su chaqueta, apagó las velas y echó la alfombra sobre las marcas del suelo. Luego, se desplomó en la cama.

Cuando la señora Underwood le llevó la comida a su marido una hora más tarde, compartió su inquietud con él.

—Estoy preocupada por el chico —le confesó—. Apenas ha probado el sandwich. Se ha desplomado sobre la mesa, blanco como la nieve, como si hubiera estado despierto toda la noche. Algo lo ha asustado o está enfermando. —Hizo una pausa—. ¿Cariño?

El señor Underwood estaba contemplando la disposición de la comida de su plato.

—No hay chutney de mango, Martha. Sabes que me gusta para acompañar el jamón y la ensalada.

—Ya no queda, cariño. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Comprar más. Es obvio, ¿no? Por todos los cielos, mujer…

—Con el niño.

—¿Mmm…? Ah, él está bien. El chaval solo está nervioso por lo del bautizo y la invocación de su primer diablillo. Recuerdo lo aterrado que estaba yo… mi maestro casi tuvo que obligarme a entrar en el círculo. —El señor Underwood pinchó un trozo de jamón y se lo llevó a la boca—. Dile que se reúna conmigo en la biblioteca de aquí a una hora y media y que no se olvide del Almanaque. No. Que sea de aquí a una hora, después tendré que llamar a Duvall para hablar sobre lo de esos dichosos robos, maldito sea.

En la cocina, Nathaniel solo había conseguido engullir medio sandwich. La señora Underwood le desgreñó el pelo.

—Arriba ese ánimo —dijo—. ¿Te preocupa el bautizo? No debes preocuparte, Nathaniel es bonito, pero hay montones de nombres igual de bonitos. Piensa que puedes elegir el que más te guste, dentro de un límite, siempre que ningún otro hechicero de hoy en día ya se llame así. Los plebeyos no disfrutan de este privilegio, ya lo sabes, ellos tienen que conformarse con el que les ha tocado.

Comenzó a trajinar de un lado al otro, llenando la tetera y buscando la leche sin parar de hablar. Nathaniel sentía el peso de la cajita de lata en el bolsillo.

—Me gustaría salir un rato, señora Underwood —comentó—. Necesito tomar un poco el fresco.

Lo miró sin comprender.

—Pero si no puedes, corazón. No antes de tu bautizo; tu maestro te quiere en la biblioteca de aquí a una hora. Y dice que no te olvides del Almanaque Nominativo. Aunque, ahora que lo dices, la verdad es que pareces bastante paliducho. Supongo que un poco de aire fresco te vendrá bien. Seguro que no se da cuenta si sales cinco minutos.

—No se preocupe, señora Underwood. Me quedo.

¿Cinco minutos? Necesitaba dos horas, tal vez más. Tendría que deshacerse de la cajita de lata más tarde y confiar en que Bartimeo no intentara nada mientras tanto. La señora Underwood sirvió una taza de té y se la plantó encima de la mesa, delante de él.

—Esto dará un poco de color a tus mejillas. Es un gran día para ti, Nathaniel; cuando vuelva a verte, serás otra persona. Es probable que esta sea la última vez que te llame por tu nombre antiguo, así que supongo que debería comenzar a olvidarlo ya mismo.

¿Por qué no podría haber comenzado a olvidarlo esta mañana?, se dijo Nathaniel; una pequeña y maliciosa parte de él deseaba culparla por su negligente afecto; sin embargo, sabía que aquello era injusto. Era culpa de él que el demonio hubiera rondado por allí y la hubiera oído. Escudado, enigmático y eficaz. Ni era ni tenía ninguna de aquellas cosas. Tomó un trago de té y se quemó la boca.

—Entra, muchacho, entra. —Su maestro, sentado en una silla de respaldo alto junto a la librería del escritorio, casi parecía cordial. Observó a Nathaniel con detenimiento mientras este se acercaba y le señaló un taburete junto a él—. Siéntate, siéntate. Bueno, pareces más elegante que de costumbre. Incluso llevas chaqueta, ¿eh? Me complace ver que comprendes la importancia de la ocasión.

—Sí, señor.

—Correcto. ¿Dónde está el Almanaque? Bien, echémosle un vistazo …

El libro estaba encuadernado en piel verde y lustrosa con una tira de cerda de buey que servía de punto de libro. Jaro slav se lo había entregado el día anterior y todavía no lo había leído. El señor Underwood abrió la cubierta con delicadeza y estudió la página del título:

—Almanaque Nominativo de Loew, tricentésima nonagésima quinta edición. Cómo pasa el tiempo. Yo escogí mi nombre en la tricentésima quincuagésima edición, ¿te lo puedes creer? Lo recuerdo como si fuera ayer.

—Sí, señor. —Nathaniel reprimió un bostezo. Los excesos de la mañana estaban haciendo mella en él, aunque tenía que concentrarse en lo que en aquellos momentos los ocupaba. Estuvo atento mientras su maestro pasaba las páginas sin dejar de hablar.

—El Almanaque, muchacho, recoge todos los nombres oficiales utilizados por los hechiceros entre la época dorada de Praga y el presente. Muchos han sido usados más de una vez. Al lado de cada uno hay un registro que indica si en la actualidad el nombre está en uso, si no, se puede escoger sin problemas. O puedes inventarte uno nuevo. Mira, aquí: «Underwood, Arthur; Londres». Soy el segundo en utilizar ese nombre, muchacho. El primero fue un jacobeo eminente, un hombre muy cercano al rey Jacobo I, creo. Bueno, lo he estado meditando y creo que harías bien en seguir los pasos de uno de los grandes hechiceros.

—Sí, señor.

—Tal vez Theophilus Throckmorton. Fue un destacado alquimista. Y… sí, veo que la combinación está libre. ¿No? ¿No te dice nada? ¿Qué te parece Balthazar Jones? ¿No te convence? Bueno, tal vez este sea difícil de igualar. ¿Sí, muchacho? ¿Alguna sugerencia?

—¿William Gladstone está libre, señor? Lo admiro.

—¡Gladstone! —Los ojos de su maestro se le salieron de las órbitas—. Solo de pensarlo… Hay nombres, muchacho, demasiado grandes o demasiado recientes para que puedan ser tocados. ¡Nadie se atrevería! Sería el summum de la arrogancia ocupar su lugar. —Las cejas se le erizaron—. Si no eres capaz de hacer una elección sensata, elegiré por ti.

—Disculpe, señor. No sé en qué estaba pensando.

—La ambición está muy bien, jovencito, pero debes ocultarla. Si es muy obvia, te encontrarás arrojado a las llamas antes de cumplir los veinte. Un hechicero no debe atraer la atención sobre él demasiado pronto, y mucho menos antes de haber invocado a su primer mohoso. Bueno, le echaremos un vistazo juntos desde el principio…

Tardaron una hora y veinticinco minutos en hacer la elección, un tiempo angustioso para Nathaniel. Su maestro parecía tener gran afecto por los hechiceros oscuros con nombres oscuros y Fitzgibbon, Treacle, Hooms y Gallimaufry fueron descartados con ciertas dificultades. Del mismo modo, las preferencias de Nathaniel siempre parecían demasiado arrogantes u ostentosas para el señor Underwood. No obstante, al final eligieron uno. Cansinamente, el señor Underwood extrajo la solicitud oficial, escribió el nuevo nombre y la firmó. Nathaniel también tenía que firmarla, en una enorme casilla al final de la página. Su firma era picuda e imprecisa, pero aquella era la primera ocasión que la usaba. Volvió a leerla entre dientes: John Mandrake.

Era el tercer hechicero con aquel nombre. Ninguno de sus predecesores había alcanzado gran importancia; sin embargo, para entonces, a Nathaniel le traía sin cuidado. Cualquier cosa era mejor que Treacle. Estaba bien.

Su maestro dobló el papel, lo introdujo en un sobre marrón y se reclinó en la silla.

—Bien, John —dijo—, ya está. Le pondré un sello en el ministerio y ya existirás oficialmente. Sin embargo, no vayas llenándote de ínfulas, apenas sabes nada, como comprobarás cuando mañana trates de invocar al sapillo corredor. De todos modos, la primera etapa de tu educación se ha completado, gracias a mí.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Solo Dios sabe que han sido seis años largos y tediosos. A menudo pensé que no llegarías hasta aquí. La mayoría de los maestros te hubieran puesto de patitas en la calle tras el pequeño incidente del año pasado y yo, sin embargo, seguí insistiendo. No importa, de ahora en adelante podrás llevar las lentillas.

—Gracias, señor. —Nathaniel no pudo evitar un parpadeo. Ya las llevaba puestas.

La voz del señor Underwood adoptó un tono complaciente.

—Si todo va bien, en unos años te habremos colocado en un puesto de provecho, tal vez como subsecretario en uno de los ministerios menores. No estarás demasiado rodeado de glamour, pero el trabajo encajará a la perfección con tus modestas aptitudes. No todos los hechiceros pueden aspirar a convertirse en ministros importantes como yo, John. Aunque eso no debe impedirte que hagas tu propia contribución, por escasa que sea. Mientras tanto, como aprendiz, podrás ayudarme en conjuros triviales y recompensarme un poco por todo el esfuerzo que he invertido en ti.

—Será un honor, señor.

Su maestro agitó una mano en señal de despedida permitiendo a Nathaniel darse la vuelta y adoptar una expresión avinagrada. Estaba a medio camino de la puerta, cuando su maestro recordó algo.

—Una cosa más —dijo—. Tu bautizo se ha realizado en su momento. De aquí a dos días, compareceré ante el Parlamento para escuchar el discurso del estado de la nación que el primer ministro dirige a los miembros más antiguos de su gobierno. Es un acto en gran parte ceremonial, pero en él perfilará la futura política tanto nacional como internacional. Los aprendices bautizados también están invitados, junto a sus esposas; por lo que, siempre que no me contraríes antes, te llevaré conmigo. ¡Será una experiencia reveladora vernos a todos los maestros hechiceros juntos!

—Sí, señor. ¡Muchísimas gracias, señor!

Que recordara, era la primera vez que, al hablar con su maestro, su entusiasmo fuera verdadero. ¡El Parlamento! ¡El primer ministro! Dejó la biblioteca y corrió escaleras arriba hacia su habitación y el tragaluz a través del cual los lejanos edificios del Parlamento apenas eran visibles bajo el cielo plomizo de noviembre. Para Nathaniel, el perfil de la torre parecía bañado de luz.

Poco más tarde, recordó la lata de tabaco en el bolsillo.

Todavía quedaban dos horas para cenar. La señora Underwood seguía en la cocina, mientras que su maestro estaba al teléfono en su estudio. A hurtadillas, Nathaniel dejó la casa por la puerta principal tras coger cinco libras de un tarro con dinero para las reparaciones que la señora Underwood guardaba en una estantería del vestíbulo. En la calle principal, cogió un bus en dirección al sur.

Los hechiceros no eran conocidos por utilizar el transporte público. Se sentó en los asientos del fondo, tan lejos como pudo de los demás pasajeros, observándolos por el rabillo del ojo mientras subían y bajaban. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes; jóvenes vestidos con colores apagados, chicas con joyas en sus cuellos que desprendían destellos. Charlaban, reían o se sentaban en silencio; leían periódicos, libros y revistas en papel cuché. Humanos, sí, pero era fácil adivinar que no disfrutaban de poder alguno. Para Nathaniel, cuya experiencia con la gente era muy limitada, aquello los hacía extrañamente bidimensionales. Sus conversaciones no parecían versar sobre nada y los libros que leían se le antojaban triviales. Aparte de sentir que la mayoría de ellos eran algo vulgares, poco más podía decirse.

El autobús llegó a Blackfriars Bridge y al río Támesis al cabo de media hora. Nathaniel descendió, avanzó hasta la mitad del puente y se inclinó sobre la barandilla de hierro forjado. El río estaba crecido; sus impetuosas y turbias aguas discurrían bajo él mientras la irregular superficie formaba remolinos sin cesar. A ambas orillas, edificios de oficinas sin ventanas se apiñaban por encima de las calles que estaban por encima del muro de contención y en las que los faros de los coches y las farolas comenzaban a encenderse. Los edificios del Parlamento, Nathaniel lo sabía, se alzaban en un recodo del río. Nunca antes había estado tan cerca de ellos; la sola idea hizo que el corazón se le acelerara.

Ya llegaría el momento; primero tenía que llevar a cabo un cometido de importancia vital. Extrajo de uno de los bolsillos una bolsa de plástico y medio ladrillo que había encontrado en el jardín de su maestro. Del otro, sacó la lata de tabaco. Ladrillo y cajita acabaron en la bolsa, que ató por las asas con un nudo doble. Nathaniel echó una rápida ojeada a los lados. Otros viandantes pasaban apresurados a su lado con las cabezas gachas y los hombros encogidos. Nadie miraba en dirección a él. Sin más preámbulos, arrojó el paquete por encima de la barandilla y lo siguió con la mirada mientras caía.

Abajo… abajo… Al final no era más que una mancha blanca; apenas consiguió distinguir el chapuzón. Se acabó. Hundido como una piedra.

Nathaniel se subió el cuello de la chaqueta para protegerse del viento que soplaba sobre el río. Estaba a salvo. Bueno, tan a salvo como podía estarlo dadas las circunstancias. Había cumplido su amenaza. Si Bartimeo se atrevía a traicionarlo…

Comenzó a llover cuando regresaba sobre sus pasos en dirección a la parada del autobús. Caminó despacio, ensimismado en sus pensamientos, casi chocándose con varios peatones apresurados que iban en dirección contraria. Lo maldijeron al pasar por su lado, pero él apenas se dio cuenta. A salvo, aquello era lo único que importaba…

A cada paso, un gran cansancio se apoderaba de él.