Bartimeo

14

Sabía que nos las íbamos a tener cuando llegáramos al ático, así que me preparé para la ocasión. Primero tenía que decidir la forma que iba a adoptar; quería algo que lo angustiara de verdad, que le hiciera perder el control y, por extraño que parezca, que excluyera la mayoría de mis formas más espeluznantes. En realidad, quería aparecer como algún tipo de persona. Es chocante, pero que te insulte un espectro parpadeante o que te llame de todo una serpiente emplumada furiosa para un hechicero curtido no es ni la mitad de fastidioso que oírlo de la boca de algo que parezca humano. No me preguntéis por qué, tiene algo que ver con la forma en que funciona la mente humana.

Me figuré que lo mejor que podía hacer era aparecerme como otro chico de aproximadamente la misma edad, alguien que despertara los sentimientos infantiles de competidor directo y rivalidad. Aquello no era ningún problema, Ptolomeo tenía catorce años cuando le conocí, así que sería Ptolomeo.

Después de aquello, lo único que quedaba por hacer era revisar mis mejores contraconjuros y esperar plácidamente a poder volver a casa en breve.

Los lectores avispados habrán percibido un nuevo optimismo en mi actitud hacia el chico. No se equivocan. ¿Por qué? Porque sabía su nombre de nacimiento.[1]

No obstante, hay que reconocerlo: resultó peleón. Tan pronto como llegó a su habitación, se puso la bata, saltó al círculo y me invocó en voz alta. No tenía por qué gritar de aquella manera, estaba justo a su lado, correteando por el suelo.

Instantes después, el pequeño niño egipcio apareció en el círculo opuesto con su atuendo londinense. Le lancé una sonrisa radiante.

—Nathaniel, ¿eh? Muy elegante. La verdad es que no te pega, había imaginado algo más vulgar… Bert o Chuck, tal vez.

El chico estaba blanco de ira y miedo, adiviné el pánico en sus ojos. Recobró el control de sí mismo con gran esfuerzo y se le puso cara de mentiroso.

—Ese no es mi verdadero nombre. Ni siquiera mi maestro lo sabe.

—Sí, ya. ¿A quién estás tratando de tomar el pelo?

—Piensa lo que quieras. Te ordeno que…

No podía creerlo, ¡estaba tratando de volverme a mandar vete tú a saber dónde! Me reí en su cara, adopté una pose de duendecillo picarón con los brazos en jarras e interrumpí su enrevesado estilo.

—Anda y que te zurzan.

—Te ordeno que…

—¡Anda ya!

El chico casi sacaba espuma por la boca de lo enfadado que estaba.[2] Estampó el pie contra el suelo como un niño pequeño. Entonces, como había esperado, perdió el control y obviamente se dispuso a atacarme. De nuevo el torniquete sistemático, el favorito del bravucón. Escupió el conjuro y sentí que las bandas se acercaban.[3]

—Nathaniel —pronuncié su nombre entre dientes y, a continuación, las palabras del contraconjuro apropiado.

Las bandas invirtieron la órbita de inmediato. Se abrieron hacia fuera, lejos de mí y del círculo, como ondas en un lago. A través de las lentillas, el chico las vio dirigirse hacia él. Profirió un grito y, tras un momento de pánico, halló las palabras de cancelación; las farfulló y las bandas se desvanecieron.

Me sacudí una mota de polvo inexistente de la manga de mi chaqueta y le guiñé un ojo.

—Uf —dije—, casi te arrancan la cabeza.

Si el chico se hubiera tranquilizado, se habría percatado de lo que había sucedido, pero su rabia era desmedida. Lo más seguro es que creyera que había cometido un error, que había dicho algo cuando no tocaba. Respiró hondo y rebuscó entre su repertorio de canalladas. A continuación, dio una palmada y volvió a hablar.

No esperaba algo tan poderoso como la aguja estimulante. Desde cada una de las cinco puntas de la estrella en la que me encontraba, se alzó una brillante columna de vibrante electricidad que desprendía chispas. Era como si cinco rayos hubieran sido atrapados momentáneamente. Al instante siguiente, las columnas se habían unido en un rayo horizontal que me atravesó con la fuerza de una jabalina. Unas ondas eléctricas me recorrieron el cuerpo. Grité y me convulsioné, levantado del suelo por la fuerza de la descarga.

Mascullé «Nathaniel» y, a continuación, un contraconjuro, como antes. El efecto fue inmediato, la descarga se esfumó y caí al suelo. Pequeños rayos se dispersaron en todas direcciones. El chico se tiró a tierra justo a tiempo; una descarga eléctrica que lo hubiera matado atravesó limpiamente su agitada bata cuando cayó al suelo. Otros rayos toparon con su cama y escritorio; uno perforó el jarrón de flores y rajó el vidrio por la mitad; los demás se fundieron con las paredes, acribillándolas de pequeñas quemaduras en forma de asterisco. Monísimo.

El chico tenía la bata sobre la cara. Poco a poco, alzó la cabeza y observó a su alrededor por debajo de ella. Le envié un cordial visto bueno con el pulgar hacia arriba.

—Sigue intentándolo —le animé, con una sonrisa—. Algún día, si trabajas duro y dejas de cometer estos fallos tan tontos, podrías convertirte en un brujo adulto de verdad.

El chico no dijo nada y se puso en pie con dificultad. Por pura chiripa, se había arrojado al suelo sin moverse del sitio, de modo que continuaba a salvo dentro de su estrella de cinco puntas. No me importaba, ya me esperaba al siguiente fallo. No obstante, su cerebro volvía a trabajar. Se quedó quieto durante un minuto e hizo balance de la situación.

—Será mejor que te me saques de encima cuanto antes —le recomendé con amabilidad—. El viejo Underwood subirá a comprobar qué es todo este jaleo.

—No, no vendrá. Estamos demasiado arriba.

—Solo a dos pisos.

—Y no oye por un oído; nunca oye nada.

—Su parienta…

—Calla, estoy pensando. Entonces es que has hecho algo, las dos veces… ¿El qué…? —Chascó los dedos—. ¡Mi nombre! ¡Eso es! Lo has utilizado para desviar mis conjuros, maldito seas.

Me estudié las uñas con detenimiento, con las cejas enarcadas.

—Puede que sí, puede que no. Adivina, adivinanza.

El niño volvió a estampar el pie contra el suelo.

—¡Para! ¡No me hables de ese modo!

—¿Cómo?

—¡Como lo has hecho! Te comportas como si fueras un crío.

—Mira quien habla, chaval.

Aquello era divertido. Estaba irritándolo de verdad. La pérdida de su nombre le había hecho perder los estribos. Estaba a pocos segundos de otro ataque, lo intuía, había adoptado la postura y todo lo demás. Adopté una pose similar, aunque de defensa, como la de un luchador de sumo. Ptolomeo fue en su día de la misma altura que aquel chico, cabello oscuro y el resto[4] así que hacíamos un conjunto simétrico muy estético.

Con esfuerzo, el chico se controló. Era fácil de adivinar que repasaba rápidamente todas las lecciones tratando de recordar qué debía hacer. Había caído en la cuenta de que despacharme con un castigo normal y corriente era algo imposible; se lo hubiera devuelto.

—Lo conseguiré de algún modo —murmuró misteriosamente—. Espera y verás.

—Uy, qué miedo —respondí—. Mira cómo tiemblo.

El chico estaba pensándoselo mucho. Lucía unas enormes bolsas grises bajo los ojos y cada vez que formulaba un conjuro se agotaba un poco más, algo que me convenía. Se tiene noticias de algunos hechiceros que han caído muertos a causa de un esfuerzo excesivo. Es un estilo de vida muy estresante este que llevan los pobrecillos.

Siguió pensando durante un buen rato. Bostecé ostentosamente e hice aparecer un reloj en la muñeca para poder echarle una ojeada.

—¿Por qué no le preguntas al jefe? —sugerí—. Te echaría una mano.

—¿A mi maestro? Debes de estar bromeando.

—No a ese viejo chinado, al que te está dirigiendo contra Lovelace.

El chico frunció el ceño.

—No hay nadie, no tengo jefe. —Me llegó el turno de parecer confuso—. Actúo por mi cuenta.

Silbé.

—¿Quieres decir que me invocaste tú sólito? Nada mal… para un crío. —Traté de que mi tono resultara convenientemente adulador—. Bien, pues déjame darte un consejo: lo mejor que puedes hacer es dejarme ir. Necesitas descansar, ¿te has mirado en el espejo? Me refiero a uno que no contenga un diablillo. Ya tienes arrugas de preocupación y eso no es bueno para tu edad. De aquí a nada te saldrán canas y ¿qué harás entonces, cuando te encuentres con tu primer súcubo?[5] Que salga corriendo, eso es lo que conseguirás.

Estaba hablando demasiado, lo sabía, pero no podía evitarlo, estaba preocupado. El chico me miraba con una expresión calculadora que no me gustaba nada.

—Además —continué—, si me voy, nadie sabrá que tienes el Amuleto. Podrás utilizarlo en completo secreto. Es una mercancía valiosa… parece que la quiere todo el mundo. No te lo he dicho antes, pero una chica trató de abalanzarse sobre mí para quitármelo cuando daba vueltas por la ciudad.

El chico frunció el ceño.

—¿Qué chica?

—A mí que me registren. —Omití mencionar que, en realidad, aquello era lo que la chica había conseguido hacer. Se encogió de hombros.

—El que me interesa es Simon Lovelace —dijo, casi para sí mismo—, no el Amuleto. Me humilló y voy a destruirlo por ello.

—Tanto odio no es bueno —aventuré.

—¿Por qué?

—Estooo…

—Te contaré un secreto, demonio —continuó él—. A fuerza de trabajar en mi magia,[6] vi cómo se hizo Simon Lovelace con el amuleto de Samarkanda. Meses atrás, un extraño, moreno, con barba negra y capa, llegó a su casa en mitad de la noche. Le llevaba el Amuleto y se lo entregó a cambio de dinero. Fue un encuentro furtivo.

Resoplé.

—¿Y qué tiene de extraño? Es el trato habitual entre los hechiceros, deberías saberlo. Se pirran por un secretismo innecesario.

—Fue más que eso. Lo vi en los ojos de Lovelace y en los del extraño, había algo ilegal, poco limpio en todo aquello. La capa del hombre estaba manchada de sangre fresca.

—Sigo sin sorprenderme, el asesinato forma parte del juego para los de tu calaña. Es decir, tú ya estás obsesionado con la venganza y no tendrás más de seis años.

—Doce.

—Para el caso es lo mismo. No, no hay nada inusual en todo ello. Ese tipo con las manchas de sangre probablemente dirija un negocio bien conocido. Saldrá en las páginas amarillas si te dejas guiar por tus dedos.

—Quiero averiguar quién es.

—Mmm. Con barba negra y capa, ¿eh? Eso reduce nuestros sospechosos a más o menos el cincuenta y cinco por ciento de los hechiceros de Londres. Ni siquiera excluye a todas las mujeres.

—¡Deja de hablar! —Parecía que el chico había llegado a su límite.

—¿Y ahora qué ocurre? Creía que nos llevábamos bien.

—Sé que robaron el Amuleto y que alguien resultó muerto para conseguirlo. Cuando lo encuentre, desenmascararé a Lovelace y contemplaré su destrucción. Esconderé el Amuleto, lo atraeré hacia él y avisaré a la policía al mismo tiempo. Lo cogerán con las manos en la masa. Aunque primero quiero saberlo todo sobre él y qué es lo que se trae entre manos, quiero conocer sus secretos, cómo hace negocios, quiénes son sus amigos, ¡todo! Necesito descubrir quién tenía antes el Amuleto y qué es lo que hace exactamente. Y tengo que averiguar por qué Lovelace lo robó. Con este fin, te ordeno, Bartimeo…

—Un momento. ¿No te olvidas de algo?

—¿De qué?

—Sé tu verdadero nombre, chato, lo que significa que tengo cierto poder sobre ti. Las cosas ya no son como antes, ¿verdad? —El chico hizo una pausa para considerar aquello—. Ahora ya no puedes lastimarme con tanta facilidad —continué—. Y eso limita tu campo de acción. Lánzame algo y te lo devolveré.

—Todavía puedo seguir teniéndote encadenado a mi voluntad, todavía tienes que obedecer mis órdenes.

—Cierto, tus órdenes son la única razón que me ata a este mundo. No puedo librarme de ellas sin que tú liberes el fuego abrasador.[7] Sin embargo, puedes estar seguro de que soy capaz de hacerte la vida imposible mientras cumplo tus órdenes. Por ejemplo, mientras estoy espiando a Simon Lovelace, ¿por qué no debería delatarte a otros hechiceros? Lo único que antes me impedía hacerlo era el miedo a las consecuencias. No obstante, ahora ya no me preocupan tanto. Y aunque me prohibieras explícitamente delatarte, encontraría el modo de jugártela. Se me podría escapar tu nombre de nacimiento entre algunos conocidos; no conseguirás conciliar el sueño por miedo a lo que podría hacerte.

Estaba indeciso, eso se veía a todas luces. Sus ojos revoloteaban de un sitio a otro, como si buscaran una fisura en mi razonamiento. Sin embargo, yo estaba pero que muy tranquilo: encomendarle una misión a un genio que conoce tu nombre es como arrojar cerillas encendidas a una fábrica de fuegos artificiales. Tarde o temprano tendría consecuencias; lo mejor que podía hacer era dejarme ir y esperar que nadie más me invocara mientras él viviera.

O eso es lo que creía. No obstante, era un niño inusualmente inteligente y con muchos recursos.

—No —contestó despacio—. No puedo detenerte si quieres traicionarme, lo único que puedo hacer es asegurarme de que sufras junto a mí. Veamos… —Rebuscó en los bolsillos de su bata desgastada—. Por aquí debe de haber algo… ¡Ajá! —Su mano apareció sosteniendo una cajita de metal abollada en la que estaban inscritas con estilo florido las palabras EL VIEJO CARRETERO.

—¡Es una caja de tabaco! —exclamé—. ¿No sabes que fumar mata?

—Ya no contiene tabaco —respondió el chico—. Es uno de los recipientes para el incienso de mi maestro. Ahora está lleno de romero.

Levantó un poco la tapa; en efecto, un instante después, una ráfaga de aquella hedionda fragancia llegó hasta mí y me puso de punta los pelos del cogote. Algunas hierbas son fatídicas para nuestra esencia y el romero es una de ellas. Por consiguiente, a los hechiceros les sale por las orejas.[8]

—Yo tiraría eso y lo llenaría de tabaco de verdad —le advertí——. Mucho más sano.

El chico cerró la tapa.

—Te voy a enviar a una misión —dijo—. En cuanto te hayas ido, formularé el conjuro de reclusión indefinida que te encadenará a esta caja. El conjuro no hará efecto de inmediato; de hecho, se hará efectivo de aquí a un mes, a contar desde hoy. Si por cualquier razón no me encuentro por aquí para cancelar el conjuro antes de que acabe el mes, te verás arrastrado hacia la caja y quedarás atrapado en ella hasta que vuelva a abrirse. ¿Qué te parece? Unos cuantos cientos de años encerrado en una cajita de romero. A tu cutis le irá a las mil maravillas.

—Tienes una mente maquiavélica, ¿no? —protesté con desánimo.

—Y por si te sientes tentado a sufrir el castigo, ataré un ladrillo a la cajita y la arrojaré al Támesis antes de que acabe el día. Así que no esperes que alguien te libere antes.

—No lo hago.

Muy cierto. No me pierde el optimismo.[9]

El rostro del crío tenía un aire desagradablemente triunfante. Parecía el típico niño antipático que te acaba de ganar la mejor canica en el recreo.

—Así que, Bartimeo —dijo, exultante—, ¿qué me dices a eso?

Le dediqué una sonrisa radiante.

—¿Qué tal si te olvidas de todo este ridículo asunto de la caja y confías en mí?

—Ni por asomo.

Hundí la cabeza entre los hombros. Ese es el problema ¿veis? No importa lo que intentes, al final los hechiceros siempre encuentran la manera de jugártela.

—Muy bien, Nathaniel —acepté—. Exactamente, ¿qué es lo que quieres que haga?