13

Durante el largo y húmedo otoño, Nathaniel se retiraba al jardín siempre que le era posible. Cuando el tiempo acompañaba, se llevaba consigo los libros de las estanterías de su maestro y devoraba su contenido con una avidez carente de remordimientos mientras las hojas llovían sobre el asiento de piedra y el césped. En los días lluviosos, se sentaba y observaba las gotas que colgaban de los arbustos, sus pensamientos daban vueltas y más vueltas por senderos familiares de resentimiento y venganza.

Progresó rápidamente en sus estudios pues el odio azuzaba su mente. Nathaniel leyó y memorizó todos los ritos de invocación, los encantamientos de los que un hechicero pudiera rodearse para prevenir un ataque, las palabras poderosas que azotaban al demonio desobediente o que lo obligaban a retirarse en un santiamén… Si topaba con un pasaje difícil, tal vez uno escrito en samaritano o en copto, u oculto en clave mediante una runa intrincada, y sentía que su ánimo desfallecía, solo tenía que alzar la vista hacia la estatua gris verdosa de Gladstone para recuperar su determinación.

Gladstone se había vengado de todo aquel que le había ofendido, había mantenido su honor y se le aclamaba por aquello. Nathaniel planeaba hacer lo mismo aunque la impaciencia ya no lo dominaba; desde entonces en adelante solo la utilizaría para animarse a continuar. Si había aprendido una dolorosa lección, era la de no actuar hasta que estuviera preparado de verdad, por lo que durante largos y solitarios meses trabajó sin descanso para conseguir su primer objetivo: la humillación de Simon Lovelace.

Los libros de historia que Nathaniel estudiaba rebosaban de innumerables episodios de enfrentamientos entre hechiceros rivales. En ocasiones, los hechiceros más poderosos habían ganado, a pesar de que a menudo el sigilo o la astucia los habían derrotado. Nathaniel no tenía intención alguna de retar de frente a su formidable enemigo… Por lo menos no hasta que hubiera acumulado mayor poder. Lo derrotaría por otros medios.

Las lecciones que recibía en aquella época eran una aburrida distracción. Tan pronto como las había retomado, Nathaniel había adoptado una máscara de obediencia y arrepentimiento ideada para convencer a Arthur Underwood de que consideraba su travesura un asunto que le causaba la mayor de las vergüenzas. Aquella máscara jamás se escurría, ni siquiera cuando en el laboratorio le encomendaban las tareas más tediosas y banales. Si su maestro le soltaba un sermón por haber cometido el más absurdo de los errores, Nathaniel solo permitía que una chispa de descontento cruzara su rostro. Bajaba la cabeza y se apresuraba a enmendar su error. En apariencia, era el aprendiz perfecto: deferente con su maestro y jamás demostrando impaciencia alguna por el paso de tortuga al que progresaban sus estudios en aquellos momentos.

En realidad, era así porque Nathaniel había dejado de considerar a Arthur Underwood como su verdadero maestro. Sus maestros eran los hechiceros de la antigüedad, quienes le hablaban a través de los libros y le permitían aprender a su propio ritmo ofreciendo a su mente maravillas que se multiplicaban a cada paso. Ellos no lo trataban con condescendencia ni lo traicionaban.

Arthur Underwood había perdido el derecho a la obediencia y al respeto de Nathaniel en el momento en que no consiguió protegerlo de las burlas y las agresiones físicas de Simon Lovelace. Nathaniel sabía que aquello no se hacía. A todo aprendiz se le enseñaba que su maestro era su padre a todos los efectos. Él o ella lo protegían hasta que era lo bastante grande como para defenderse por sus propios medios. Arthur Underwood había fracasado en aquello, se había quedado mirando la injusta humillación de Nathaniel; primero, en la fiesta y luego, en el aula. ¿Por qué? Porque era un cobarde que temía el poder de Lovelace. Y lo peor de todo: había despedido a la señorita Lutyens.

A partir de breves conversaciones con la señora Underwood, Nathaniel descubrió que mientras él había estado suspendido boca abajo y el diablillo de Lovelace le atizaba, la señorita Lutyens había hecho lo que había podido para ayudarlo. Oficialmente, se la había despachado por «insolencia e impertinencia», aunque se dejaba entrever que en realidad trató de agredir al señor Lovelace, algo que impidieron los compañeros de este. Cuando meditaba sobre aquello, la sangre de Nathaniel hervía incluso con más fuerza que cuando pensaba en su humillación. Ella había tratado de protegerlo y, por haberlo hecho, por haber hecho exactamente lo que el señor Underwood debería haber hecho, su maestro la había despedido. Era algo que Nathaniel no olvidaría jamás. Sin la señorita Lutyens, la señora Underwood era la única persona cuya compañía le reportaba algo de bienestar. Su cariño salpicaba sus días de estudio y compensaba el frío distanciamiento de su maestro y la indiferencia de sus profesores. Sin embargo, no podía confiarle sus planes, eran demasiado peligrosos. Para estar escudado y ser eficaz uno había de conducirse secretamente. Un verdadero hechicero solo se guiaba por su propio consejo.

Tras varios meses, Nathaniel se impuso su primera y verdadera prueba: la tarea de invocar a un diablillo menor. Aquello conllevaba ciertos riesgos puesto que, a pesar de estar bastante seguro de los conjuros, ni poseía las lentillas para observar los tres primeros planos, ni había recibido el nuevo nombre oficial. Se preveía que ambas cosas ocurrieran cuando Underwood diera el visto bueno, al principio de su mayoría de edad; no obstante, Nathaniel no podía esperar hasta aquel día tan lejano. Las gafas del laboratorio le ayudarían a ver. En cuanto al nombre… No le daría al demonio ni una sola oportunidad de saberlo.

Nathaniel robó una vieja plancha de bronce del laboratorio de su maestro y recortó, con gran dificultad, un tosco disco. Durante varias semanas le sacó brillo, lo pulió y volvió a sacarle brillo hasta que relució a la luz de las velas y reflejó su imagen sin distorsión alguna. A continuación, esperó un fin de semana en que tanto su maestro como la señora Underwood estuvieran fuera. Tan pronto como el coche desapareció calle abajo, Nathaniel se puso manos a la obra: enrolló la alfombra de su habitación y dibujó con una tiza dos sencillas estrellas de cinco puntas sobre los listones de madera. Sudando con profusión a pesar del frío que hacía en la habitación, corrió las cortinas y encendió las velas. Entre los círculos había colocado un sencillo cuenco de madera de serbal y avellano (solo se requería uno, puesto que el diablillo en cuestión era débil y timorato). Cuando todo estuvo listo, Nathaniel cogió el disco de bronce pulido y se colocó en el centro del círculo en el que debía aparecer el demonio. Luego, se puso las gafas, se vistió con una bata gastada que había encontrado en la puerta del laboratorio y entró en su círculo para dar comienzo al conjuro. Con la boca seca, pronunció las seis sílabas de la invocación y dijo el nombre de la criatura. La voz se le quebró ligeramente mientras lo pronunciaba y deseó haber previsto un vaso de agua dentro de su círculo. No se podía permitir pronunciar mal una palabra. Esperó contando entre dientes los nueve segundos que tardaría su voz en atravesar el vacío hasta el Otro Lado. A continuación, contó los siete segundos que tardaría la criatura en despertarse al oír su nombre. Para terminar, contó los tres segundos que tardaría en…

Un bebé desnudo flotaba sobre el círculo, agitando sus bracitos y piernitas como si estuviera nadando. Lo miró con ojos tristones y amarillentos. Sus pequeños labios encarnados hicieron un mohín y formaron una insolente pompa de saliva. Nathaniel pronunció la orden de reclusión.

El bebé rezongó airado, agitó sus rollizos bracitos con frenesí y las piernas se vieron atraídas hacia el brillante disco de bronce. La orden fue demasiado contundente, como si de repente lo succionara un desagüe, el bebé se alargó en un haz de colores que el disco acabó absorbiendo en una espiral. Por unos instantes, su airado rostro aplastó la nariz contra la superficie metálica desde dentro; luego, un brillo brumoso lo oscureció y el disco volvió a quedar despejado. Nathaniel pronunció varios conjuros para proteger el disco y comprobar que no hubiera trucos, pero todo estaba correcto. Con piernas temblorosas, salió del círculo; su primera invocación había resultado todo un éxito.

El diablillo aprisionado era hosco y descarado; sin embargo, tras aplicarle un pequeño encantamiento, que vino a ser una rápida y enérgica descarga eléctrica, Nathaniel pudo convencerlo para que le revelara atisbos de lo que ocurría muy lejos de allí. Era capaz de informarle de conversaciones que había oído sin querer, así como de mostrárselas visualmente en el disco. Nathaniel mantuvo su rudimentario, aunque efectivo, espejo mágico oculto bajo las tejas del techo por fuera del tragaluz, y con su ayuda aprendió muchas cosas.

Para ponerlo a prueba, ordenó al diablillo que le revelara lo que sucedía en el estudio de su maestro. Tras una mañana de vigilancia, descubrió que Underwood empleaba la mayor parte del tiempo al teléfono, tratando de mantenerse al corriente de los acontecimientos políticos. Por lo visto, estaba obsesionado con que sus enemigos en el Parlamento trataban de acabar con él. En principio, Nathaniel encontró aquello interesante, aunque acabó por aburrirle y pronto dejó de espiar a su maestro.

A continuación, observó a la señorita Lutyens desde lejos. La bruma se arremolinó en el disco, se despejó… y, con el corazón desbocado, Nathaniel la volvió a ver tal como la recordaba: sonriente, trabajando… y enseñando. La imagen del disco se movió a su alrededor para mostrarle un pequeño y mellado aprendiz dibujando con ahínco en un cuaderno de dibujo, a todas luces muy pendiente de las palabras de la señorita Lutyens. Los ojos de Nathaniel le ardieron de celos y angustia. Con voz entrecortada, ordenó a la imagen que se desvaneciera, rechinando los dientes ante la risotada que salió entre burbujas del complacido diablillo.

Nathaniel volvió su atención hacia su objetivo principal. Un día, entrada la tarde, ordenó al diablillo que espiara a Simon Lovelace, pero quedó algo confuso al ver que, en su lugar, aparecía el rostro del bebé en el bronce pulido.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó Nathaniel—. Te acabo de dar una orden. ¡Obedece!

El bebé arrugó la nariz y habló con una voz desconcertantemente grave:

—El problema es que el tipo este es astuto, ¿vale? —contestó—. Tiene alzadas barreras y dudo que las pase. Podría dar algunos problemillas, no sé si me entiendes.

Nathaniel alzó una mano y la agitó con gesto amenazador.

—¿Me estás diciendo que es imposible?

El bebé se estremeció y se llevó con cautela un dedo puntiagudo hasta la comisura de los labios, como si se estuviera lamiendo viejas heridas.

—No, imposible, no, solo difícil.

—Pues adelante.

El bebé suspiró hondamente y desapareció. Tras una breve pausa, comenzó a formarse una imagen intermitente en el disco, se desdibujaba y saltaba como un televisor mal sintonizado. Nathaniel soltó una palabrota. Estaba a punto de pronunciar las palabras del pinchazo correctivo cuando consideró probable que aquello fuera todo lo que el diablillo podía hacer. Se inclinó hacia el disco y lo observó con detenimiento, concentrándose en la escena que tenía delante: un hombre sentado a una mesa, escribiendo con rapidez en un ordenador portátil. Nathaniel abrió los ojos. Era Simon Lovelace. La posición estratégica del diablillo se encontraba en el techo y Nathaniel tenía una buena visión de la habitación detrás del hechicero, aunque un poco distorsionada, como si la viera a través de un objetivo de ojo de pez. La estancia estaba a oscuras, la única luz procedía de una lámpara sobre el escritorio de Lovelace. Al fondo, había unos cortinajes oscuros que iban del techo al suelo. El hechicero escribía. Llevaba esmoquin y la corbata colgaba suelta. En una o dos ocasiones, se rascó la nariz.

De súbito, el rostro del bebé se interpuso.

—A esto ya no se le puede sacar mucho más —resopló—. Me aburro, ¿vale? Y, como ya te he dicho, si nos quedamos por aquí un poco más, podríamos tener problemas.

—Seguirás donde estás hasta que yo te lo diga —gruñó Nathaniel. Pronunció una sílaba y el bebé cerró los ojos a causa del dolor.

—¡Vale, vale! ¡Cómo puedes hacerle esto a una criatura, monstruo!

El rostro desapareció con un parpadeo y reapareció la escena. Lovelace seguía sentado y escribiendo. Nathaniel deseó poder acercarse más para mirar los papeles que había encima del escritorio, pero los hechiceros a menudo tenían sensores sobre ellos para detectar magia imprevista en las proximidades. No sería muy inteligente rondar demasiado cerca. Aquella visión era tan buena que iba a…

Nathaniel dio un respingo. Había alguien más en la habitación de Simon Lovelace, entre las sombras, junto a las cortinas. Nathaniel no lo había visto entrar, ni tampoco el hechicero, que siguió escribiendo de espaldas al intruso. La figura correspondía a la de un hombre alto y fornido, envuelto en una larga capa de viaje de piel que casi le llegaba hasta las botas. Tanto la capa como las botas estaban desgastadas y manchadas de barro. Una poblada barba negra le cubría gran parte del rostro; sobre aquella, sus ojos brillaban en la oscuridad. Algo en la mirada hizo que a Nathaniel se le pusieran los pelos de punta.

Se pudo percibir que la figura dijo algo o hizo algún ruido, porque Simón Lovelace se sobresaltó de repente y dio media vuelta en su silla.

La imagen parpadeó, se desvaneció y volvió a aparecer. Nathaniel soltó una maldición y acercó aún más la cara al disco. Era como si la imagen hubiera saltado hacia delante en el tiempo. Los dos hombres estaban uno junto al otro; el intruso se había acercado al escritorio. Simon Lovelace le dijo algo con impaciencia y le tendió la mano, pero el extraño se limitó a inclinar la cabeza hacia el escritorio. El hechicero asintió, abrió un cajón y, tras extraer una bolsa de tela, la vació sobre el escritorio. Fajos de billetes se esparcieron sobre la superficie.

El disco de bronce emitió una voz ronca que le habló con urgencia:

—Recuerda que te lo avisé y, por favor, no vuelvas a enviarme un pinchazo, pero hay como una especie de vigilante que se acerca. Dos habitaciones más allá, en nuestra dirección. Tenemos que largarnos de aquí, jefe, y a toda leche.

Nathaniel se mordió el labio.

—Quédate donde estás hasta el último momento, quiero ver por qué le está pagando. Y memoriza la conversación.

—Es tu funeral, jefe.

El extraño había extendido una mano enguantada bajo la capa y estaba devolviendo lentamente los billetes a la bolsa. Nathaniel estaba casi que trinaba de frustración; el diablillo dejaría la escena en cualquier momento y él seguiría sin enterarse.

Por fortuna, compartía su impaciencia con Simon Lovelace, quien volvió a tenderle la mano, esta vez con mayor determinación. El extraño asintió, rebuscó por dentro de su capa y extrajo un paquete pequeño. El hechicero se lo arrebató y rasgó el envoltorio febrilmente.

La voz del diablillo volvió a oírse:

—¡Está en la puerta! Hay que largarse.

Nathaniel tuvo el tiempo justo para ver que su enemigo conseguía quitarle el envoltorio y extraer algo que brilló bajo la luz de la lámpara. A continuación, el disco se despejó. Pronunció una orden lacónica y la cara del bebé apareció de nuevo, con reticencia.

—¿Eso es todo? Necesito echarme un sueñecito. Uf, ha estado cerca, por poco nos fríen.

—¿Qué decían?

—A ver, ¿qué decían? Habré oído fragmentos, no voy a decir que no, pero mi oído ya no es lo que era, lo que, junto a mi larga reclusión…

—¡Que me lo digas!

—El grandullón no ha dicho mucho. Por cierto, ¿te has fijado en esas manchas rojas de la capa? Muuuy sospechoso. Digamos que no era ketchup, y estaban frescas, las olí. A ver, ¿qué dijo?: «Lo tengo». Eso por un lado, y: «Primero quiero ver mi dinero». Hombre de pocas palabras, diría yo.

—¿Era un demonio?

—Supongo que con ese término tan grosero te refieres a un ente noble del Otro Lado. Ni hablar, hombre.

—¿Y qué dijo el hechicero?

—Estaba un poco más comunicativo. En realidad, bastante locuaz. «¿Lo tienes?» Así es como empezó. Luego dijo: «¿Cómo…? No, no quiero saber los detalles. Dámelo y ya está». Era un manojo de nervios. Después sacó la pasta.

—¿Qué era? ¿Qué era el objeto? ¿Alguno de los dos lo dijo?

—No sé si recuerdo… ¡No, espera! ¡Espera! No hace falta que seas tan desagradable conmigo, estoy haciendo lo que me pediste, ¿no? Cuando el grandullón le pasó el paquete, dijo algo…

—¿El qué?

—Tan bajito que apenas lo capté…

—¡¿Qué dijo?!

—Dijo: «El amuleto de Samarkanda es tuyo, Lovelace». Eso es lo que dijo.

Transcurrieron seis meses más hasta que Nathaniel se sintió preparado. Dominaba nuevas áreas de su oficio, aprendió órdenes nuevas y más poderosas, y se obligó a nadar todas las mañanas antes de sus clases para incrementar su resistencia. Mediante esto, fortaleció cuerpo y mente.

No consiguió volver a espiar a su enemigo; fuera porque había detectado su presencia o no, el diablillo no pudo volver a acercarse. No importaba, Nathaniel poseía la información que necesitaba.

Se sentaba en el jardín mientras la primavera daba paso al verano, maquinando y perfilando su plan. Aquello lo complacía; tenía el mérito de la sencillez e incluso contaba con uno más grande: nadie en todo el mundo sospechaba de su poder. Su maestro acababa de encargar las lentillas; le había comentado como por casualidad que tal vez probarían algunas invocaciones básicas en invierno. Para su maestro, sus profesores e incluso para la señora Underwood, él era un aprendiz con poco talento. Y así seguiría siendo mientras robaba el Amuleto de Simon Lovelace.

El robo solo era el comienzo, una demostración de su poder. Después de aquello, si todo salía bien, prepararía la trampa. Lo único que quedaba por hacer era buscarse un sirviente que pudiera ejecutar lo que se le ordenara. Algo poderoso y con suficientes recursos para llevar a cabo su plan, aunque no tan poderoso como para representar una amenaza para el propio Nathaniel. La hora del dominio de los grandes entes todavía no había llegado.

Leyó las obras de demonología de su maestro, estudió los antecedentes de todas las épocas, leyó acerca de los servidores menores de Salomón y Ptolomeo. Y, al final, eligió:

Bartimeo.