12
Un día de verano, cuando Nathaniel tenía diez años, estaba sentado con su tutora en el banco de piedra del jardín, haciendo un esbozo del castaño de Indias de detrás del muro. El sol caía sobre los ladrillos rojos. Un gato gris y blanco estaba tumbado en lo alto del muro, balanceando el rabo ociosamente de un lado al otro. Una suave brisa mecía las hojas del árbol y transportaba una débil fragancia desde los rododendros. El musgo de la estatua del hombre empuñando un rayo resplandecía suntuosamente bajo la dorada luz del sol. Los insectos zumbaban.
Era el día en que todo cambió.
—Paciencia, Nathaniel.
—Eso ya lo ha dicho muchas veces, señorita Lutyens.
—Y lo volveré a decir, no lo dudes. Eres demasiado impaciente, ese es tu problema.
Nathaniel, irritado, oscureció con el lápiz parte de la sombra.
—Es que es tan frustrante… —se quejó—. ¡Nunca me deja intentar nada! ¡Lo único que me permite hacer es encender las velas y el incienso y otras cosas que podría hacer hasta dormido! Ni siquiera me deja hablar con ellos.
—Y muy bien que hace —respondió la señorita Lutyens, con firmeza—. Recuerda, solo quiero esbozos de sombra, no líneas gruesas.
—Es ridículo. —Nathaniel hizo una mueca—. No se da cuenta de lo que puedo hacer. He leído todos esos libros y…
—… ¿Todos?
—Bueno, todos los de la librería pequeña, y él dijo que me durarían hasta que tuviera doce años. Ni siquiera he cumplido once, señorita Lutyens. Es decir, ya domino las órdenes de dominio y control en su gran mayoría. Podría dar una orden a un genio, si él lo invocara para mí. Pero ni siquiera me deja intentarlo.
—No sé qué es menos atrayente, Nathaniel, si tu jactancia o tu petulancia. Debes dejar de preocuparte por lo que todavía no tienes y disfrutar de lo que sí tienes. Este jardín, por ejemplo. Me gusta que pensaras que hoy podíamos dar la clase aquí.
—Siempre que puedo vengo aquí. Me ayuda a pensar.
—No me sorprende. Es tranquilo, solitario… y no quedan demasiados lugares como este en Londres, así que ya puedes dar gracias.
—Me hace compañía. —Nathaniel señaló la estatua—. Me gusta, aunque no sé quién es.
—¿Quién? —La señorita Lutyens alzó la vista de su cuaderno de bocetos, aunque siguió dibujando—. Ah, es fácil. Es Gladstone.
—¿Quién?
—Gladstone. Seguro que lo conoces. ¿El señor Purcell no te enseña historia contemporánea?
—Hemos estudiado política contemporánea.
—Demasiado contemporánea. Gladstone se remonta a unos ciento diez años atrás. Fue un gran héroe de su época. Debía de haber miles de estatuas de él por todo el país. Con toda la razón, desde tu punto de vista. Le debes mucho.
—¿Por qué? —Nathaniel estaba desconcertado.
—Fue el hechicero más poderoso que llegó a ser primer ministro. Dominó la época victoriana durante treinta años y puso a las facciones antagonistas de hechiceros bajo control gubernamental. Tienes que haber oído hablar de su duelo con el brujo Disraeli en Westminster Green. ¿No? Deberías ir a verlo. Las marcas de las quemaduras superficiales todavía se conservan. Gladstone fue famoso por su energía desbordante y su implacable empuje a la hora de la verdad. Nunca abandonó su causa, ni siquiera cuando las cosas se pusieron feas.
—¡Caramba! —Nathaniel observó el rostro severo que le examinaba por debajo de su manto de musgo. La mano de piedra sostenía el rayo con soltura, con confianza, dispuesto a lanzarlo—. ¿Por qué tuvieron aquel duelo, señorita Lutyens?
—Creo que Disraeli hizo un comentario grosero sobre una amiga de Gladstone. Gran error. Gladstone nunca permitía que nadie mancillara su honor o el de sus amistades. Era muy poderoso y estaba muy preparado para retar a cualquiera que le ofendiese. —Sopló el carboncillo de su dibujo y lo alzó a la luz con ojo crítico—. Gladstone hizo más que cualquier otro por ayudar a Londres a ascender en importancia mágica. En aquellos días, Praga seguía siendo la ciudad más poderosa del mundo; sin embargo, su tiempo ya había pasado, era anciana y decadente y sus hechiceros luchaban por las barriadas del gueto. Gladstone nos trajo nuevos ideales, nuevos proyectos. Atrajo a muchos hechiceros extranjeros al adquirir ciertas reliquias. Londres se convirtió en el lugar donde estaba la acción. Y lo sigue siendo, para bien o para mal. Como ya te he dicho, deberías darle las gracias.
—¿Qué quiere decir —Nathaniel la miró— con lo de para bien o para mal? ¿Qué es lo que tiene de malo?
—El sistema actual —respondió la señorita Lutyens frunciendo los labios— es muy beneficioso para los hechiceros y para unos cuantos afortunados que se agrupan a su alrededor. Pero menos para los demás. Bueno… déjame ver cómo va tu dibujo.
Algo en su tono despertó la indignación de Nathaniel. Las lecciones del señor Purcell ocuparon su mente.
—No debería hablar así del gobierno —le advirtió—. ¡Sin hechiceros, el país estaría indefenso! Gobernaría la plebe y el país se vendría abajo. ¡Los hechiceros entregan sus vidas para mantener el país a salvo! Debería recordarlo, señorita Lutyens. —Incluso para sus oídos, su voz sonaba muy chillona.
—Estoy segura de que cuando crezcas, harás muchos sacrificios que hablarán por sí mismos, Nathaniel —respondió ella en un tono mucho más frío que el habitual—. Aunque el hecho es que no todos los países cuentan con hechiceros. Muchos se las arreglan muy bien sin ellos.
—Parece que sabe mucho sobre el tema.
—¿Para una humilde profesora de dibujo? ¿Detecto sorpresa en tu voz?
—Bueno, usted solo es una plebeya… —Se detuvo en seco, se sonrojó—. Lo siento, no pretendía…
—Correcto —respondió la señorita Lutyens, con sequedad—. Soy una plebeya. Sin embargo, los hechiceros no poseen el monopolio del saber ni nada parecido. Además, el conocimiento y la inteligencia son cosas muy diferentes, como un día descubrirás.
Durante unos cuantos minutos, se enfrascaron en sus dibujos y en sus lápices sin decir palabra. El gato sobre el muro proyectó una garra perezosa hacia una avispa que volaba en círculos. Al final, Nathaniel rompió el silencio.
—¿Alguna vez ha querido ser hechicera, señorita Lutyens? —le preguntó con voz apagada.
—No tuve ese privilegio —respondió con una débil y fría sonrisa—. No, solo soy profesora y con eso me contento.
—¿Qué hace cuando no está aquí? —Nathaniel volvió a la carga—. Es decir, cuando no está conmigo.
—Estoy con otros alumnos, por supuesto. ¿Qué pensabas? ¿Que me iba a casa a sacar el polvo? El señor Underwood no me paga lo suficiente para pasar el trapo, lo siento, tengo que trabajar.
—Ah.
A Nathaniel nunca se le había pasado por la cabeza que la señorita Lutyens pudiera tener otros alumnos. No sabía por qué, aquella noticia le provocó la sensación de tener un ligero nudo en la boca del estómago. Tal vez la señorita Lutyens lo percibiera pues, tras una breve pausa, volvió a hablar de forma menos cortante.
—De todos modos —dijo—, deseo que lleguen estas clases, es una de las piedras angulares de mi semana laboral. Eres una buena compañía, aunque sigas siendo propenso a hacer las cosas deprisa y corriendo y creas que lo sabes todo. Así que, anímate y déjame ver cómo lo llevas con ese árbol.
Tras unos cuantos minutos de conversación relajada sobre temas relacionados con el arte, la tertulia retomó su curso pacífico habitual, aunque poco después la lección se vio suspendida por la inesperada interrupción de una agitada señora Underwood.
—¡Nathaniel! —exclamó—. ¡Estás aquí!
La señorita Lutyens y Nathaniel se levantaron con educación.
—Te he estado buscando por todas partes, cariño —dijo la señora Underwood, con la respiración entrecortada—. Creía que estarías en el aula de estudios…
—Perdóneme, señora Underwood —se disculpó la señorita Lutyens—. Hacía un día tan bonito…
—Ah, por eso no se preocupe, no pasa nada. Es que mi marido necesita a Nathaniel de inmediato; tiene invitados y desea presentárselos.
—¿Qué te dije? —le susurró la señorita Lutyens mientras se alejaban del jardín al trote—. El señor Underwood te tiene en cuenta. Debe de estar muy satisfecho de ti para presentarte a otros hechiceros. ¡Va a presumir de ti!
Nathaniel esbozó una débil sonrisa, pero no dijo nada. La idea de encontrarse con otros hechiceros le hacía sentir inquieto. Durante todos aquellos años en la casa, nunca se le había permitido estar en presencia de los colegas de profesión de su maestro, quienes se pasaban por allí de vez en cuando. Siempre lo enviaban a su habitación o se lo quitaban de en medio facturándolo escaleras arriba, junto a sus profesores. Aquello significaba un cambio nuevo e intrigante, aunque también bastante aterrador. Se imaginaba una estancia llena de hombres poderosos, tan altos que se cernerían sobre él inquietantes y lo fulminarían con la mirada por encima de sus barbas hirsutas y sus capas arremolinadas. Sus rodillas entrechocaron ante aquella perspectiva.
—Están en el salón —le informó la señora Underwood cuando entraron en la cocina—. Vamos a darte un repaso… —Se mojó el dedo y borró con rapidez un rayote de lápiz de una de las sienes—. Bastante presentable. Muy bien, adentro.
La estancia estaba abarrotada, como había adivinado. La mantenían caldeada la gente allí reunida, el olor a té y el esfuerzo por mantener conversaciones educadas. No obstante, para cuando Nathaniel hubo cerrado la puerta y se hubo abierto paso hasta ocupar el único espacio vacío disponible, al abrigo de un armario decorativo, las fastuosas imágenes sobre una reunión de grandes hombres ya se habían evaporado.
No daban la talla para su papel.
No había ni una capa a la vista. Lucían bien pocas barbas y ninguna era ni la mitad de impresionante que la de su maestro. La mayoría de los hombres llevaban trajes sosos con corbatas aún más sosas. Solo unos cuantos exhibían complementos atrevidos tales como un chaleco gris o un pañuelo de bolsillo bien visible. Todos calzaban zapatos negros y lustrosos. Nathaniel tenía la impresión de haberse perdido en una fiesta para empleados de una funeraria. Ninguno de aquellos se parecía a Gladstone, ni en fortaleza física ni en el porte. Algunos eran bajos; otros, viejos cascarrabias; más de uno estaba entradito en carnes. Hablaban entre ellos con semblante serio, sorbían el té y mordisqueaban sus galletas, y ninguno alzaba la voz sobre el murmullo general.
Nathaniel se sintió profundamente decepcionado; hundió las manos en los bolsillos e inspiró hondo.
Su maestro avanzaba muy lentamente a través de la multitud, estrechaba manos y emitía una risita similar a un ladrido siempre que un invitado decía algo que él consideraba que pretendía tener gracia. Al ver a Nathaniel, le hizo una señal para que se acercara. Nathaniel se escurrió entre un platito para la taza de té y la barriga prominente de alguien y se aproximó.
—Aquí está el muchacho —anunció el hechicero con aspereza, dándole una palmadita en el hombro con gesto torpe.
Tres hombres bajaron la vista hacia él. Uno era mayor, de pelo canoso y con una cara sonrojada como un tomate secado al sol y cubierta de arrugas diminutas. Otro era un individuo de mediana edad, paliducho y de mirada acuosa; su piel parecía fría y sudorosa, como la de un pez sobre un mármol. El tercero era mucho más joven y bien parecido, con el pelo peinado hacia atrás, gafas redondas y un despliegue de relucientes dientes blancos del tamaño de un xilofón. Nathaniel les devolvió la mirada en silencio.
—No parece gran cosa —opinó el hombre sudoroso. Se sorbió la nariz y tragó algo.
—Aprende con lentitud —se excusó el maestro de Nathamel con la mano todavía dándole unos golpecitos en el hombro sin sentido alguno, lo que sugería que estaba incómodo.
—Lento, ¿no? —intervino el anciano. Hablaba con un acento tan cerrado que Nathaniel a duras penas consiguió entender las palabras—. Sí, algunos muchachos lo son. Tienes que perseverar.
—¿Le pegas? —preguntó el hombre sudoroso.
—Rara vez.
—Poco sensato, eso les estimula la memoria.
—¿Cuántos años tienes, muchacho? —le preguntó el joven.
—Diez, señor —contestó Nathaniel con educación—. Once en novi…
—Todavía queda un par de años para que te sea de alguna utilidad, Underwood. —El joven cortó a Nathaniel como si no existiera—. Supongo que te costará una fortuna.
—Y que lo digas, cama y alojamiento; ni que decir tiene.
—Seguro que además come como una lima.
—Conque un glotón, ¿no? —dijo el anciano. Asintió con pesar—. Sí, algunos muchachos lo son.
Nathaniel escuchaba con una indignación apenas disimulada.
—No soy un glotón, señor —se defendió, en el tono más educado que supo. Los ojos del anciano volaron hacia él y luego volvieron a desviarse como si no lo hubiera oído. Sin embargo, su maestro había cerrado con fuerza la mano sobre su hombro.
—Bueno, muchacho, tienes que volver a tus estudios —dijo—. Venga, corre.
Nathaniel no veía el momento de hacerlo. No obstante, cuando comenzaba a irse, el joven de las gafas alzó una mano.
—Ya veo que no te guardas las cosas —dijo—. No temes a tus mayores.
Nathaniel no respondió.
—Tal vez tampoco crees que somos superiores a ti, ¿verdad?
El hombre hablaba con ligereza, aunque la frialdad de su tono era evidente. Nathaniel comprendió de inmediato que él no era el tema de discusión y que el joven lo estaba utilizando para desafiar a su maestro. Sabía que debía contestar, pero la pregunta le resultaba tan confusa que no supo si decir que sí o que no. El joven malinterpretó el silencio.
—¡Cree que es demasiado bueno para hablar con nosotros! —les dijo a sus compañeros entre risas.
El hombre sudoroso rió con disimulo tapándose la boca con una mano y el anciano de cara colorada sacudió la cabeza.
—¡Bah! —exclamó.
—Venga, corre, muchacho —repitió el maestro de Nathaniel.
—Un momento, Underwood —lo detuvo el joven, con una sonrisa de oreja a oreja—. Antes de que se vaya, veamos qué le has enseñado a este galgo tuyo; será divertido. Ven aquí, muchacho.
Nathaniel miró a su maestro, que no le devolvió la mirada. Poco a poco, y con reticencia, se arrastró de nuevo hasta el grupo. El joven chascó los dedos con una floritura y habló a toda velocidad.
—¿Cuántos tipos catalogados de espíritus existen?
—Trece mil cuarenta y seis, señor —respondió Nathaniel sir pensarlo dos veces.
—¿Y no catalogados?
—Petronio postula que cuarenta y cinco mil; Zavattini, cuarenta y ocho mil, señor.
—¿Cuál es el modus apparendi del subgrupo cartaginés?
—Se aparecen como niños llorosos, señor, o como espectros del hechicero en su juventud.
—¿Cómo debe uno castigarlos?
—Haciéndoles beber un tanque de leche de burra.
—Mmm. En la invocación de un basilisco, ¿qué precauciones debe uno tomar?
—Llevar gafas de espejos, señor. Y también rodear la estrella de cinco puntas con espejos en dos de sus extremos para obligar al basilisco a mirar en la única dirección posible, en la que le esperarán escritas sus instrucciones.
Nathaniel iba ganando confianza. Hacía tiempo que había almacenado en la memoria datos sencillos como aquellos y le complació percatarse de que sus respuestas, acertadas, exasperaban al joven. Su éxito también había detenido la risita burlona del hombre sudoroso, y el anciano hechicero, que escuchaba con la cabeza ladeada, incluso había asentido de mala gana en una o dos ocasiones. Se percató de que su maestro sonreía con petulancia. Nada de esto se te puede achacar a ti, pensó Nathaniel, burlón. Todo lo he leído; lo que tú me has enseñado se reduce a casi nada.
Por primera vez, el aluvión de preguntas del joven experimentó una pausa. Parecía que estuviera pensando.
—Muy bien —dijo al fin, hablando con mayor lentitud y dejando que las palabras hicieran cabriolas encima de la lengua—, ¿cuáles son las seis órdenes de dominio? En cualquier idioma.
Arthur Underwood profirió una sorprendida protesta:
—¡Simon, sé justo! ¡Todavía no las puede conocer!
Sin embargo, mientras decía aquello, Nathaniel estaba abriendo la boca; era una fórmula que aparecía en varios de los libros de las estanterías de su maestro, en las que Nathaniel ya había estado curioseando.
—Appare, Mane, Ausculta, Se Dede, Pare, Redi. Aparece, Permanece, Escucha, Sométete, Obedece, Regresa.
Cuando terminó, miró directamente a los ojos del joven hechicero, consciente de su triunfo. Se oyeron murmullos de aprobación entre la concurrencia, su maestro exhibía una amplia sonrisa que era incapaz de ocultar, el hombre sudoroso enarcó las cejas y el anciano torció el gesto mientras formaba con los labios la palabra «Bravo» sin emitir sonido alguno. Sin embargo, su interrogador se limitó a encogerse de hombros con desdén, como si no le diera importancia alguna al incidente. Tenía un aire tan altanero que Nathaniel percibió cómo su autosatisfacción se convertía en una ira desmedida.
—El nivel debe de haber bajado mucho —comentó el joven extrayendo un pañuelo del bolsillo y limpiándose una mota imaginaria de su manga— si se felicita a un aprendiz rezagado por enunciar algo que todos aprendimos en los pechos de nuestras madres.
—Usted no es más que un fracasado amargado —le espetó Nathaniel.
Se hizo un momentáneo silencio. Luego, el joven ladró una palabra y Nathaniel sintió algo pequeño y compacto que aterrizaba con pesadez sobre su espalda. Unas manos invisibles se aferraron a su pelo y estiraron hacia atrás con una fuerza tan despiadada que su cara quedó mirando hacia el techo. Gritó de dolor. Trató de alzar los brazos, pero descubrió que estaban inmovilizados a los lados por una espiral musculosa que se enrollaba a su alrededor como una lengua gigante. No podía ver nada más que el techo. Unos dedos delicados le hicieron cosquillas en el cuello expuesto, con terrible refinamiento. Dejándose arrastrar por el pánico, llamó a gritos a su maestro. Alguien se acercó, aunque no su maestro, sino el joven.
—Mocoso petulante —le dijo el joven en voz baja—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Puedes liberarte? ¿No? Qué sorpresa, estás indefenso. Sabes unas cuantas palabras, pero nada más. Tal vez esto te enseñe que la insolencia es muy peligrosa cuando eres demasiado débil para defenderte. Ahora, fuera de mi vista.
Algo dejó escapar una risita junto a su oreja y con una patada propinada por unas piernas poderosas, desapareció de la espalda de Nathaniel. En ese mismo instante, sus brazos quedaron libres. La cabeza le cayó hacia delante, las lágrimas manaban de sus ojos causadas por el dolor infligido a su cuero cabelludo, aunque Nathaniel temió que pareciera el llanto de un niño cobarde. Se las secó con el puño.
La habitación estaba en silencio. Todos los hechiceros habían detenido sus conversaciones y lo miraban con atención. Nathaniel desvió la vista hacia su maestro pidiendo en silencio algo de respaldo o ayuda. Sin embargo, los ojos de Arthur Underwood llameaban de ira, una ira que parecía dirigida hacia él. Nathaniel le devolvió la mirada sin comprender; luego se volvió y atravesó el silencioso pasillo que se abría para él a través de la habitación. Alcanzó la puerta, la abrió y la cruzó. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido a sus espaldas. Pálido e inexpresivo, subió las escaleras. En el camino, se topó con la señora Underwood, que bajaba.
—¿Cómo ha ido, corazón? —le preguntó—. ¿Has estado brillante? ¿Algo va mal?
Nathaniel no podía mirarla a causa de su desconsuelo y vergüenza. Comenzó a pasar junto a ella sin responder, pero en el último momento se detuvo en seco.
—Ha estado bien —contestó—. Dígame, ¿sabe quién es el hechicero de las gafitas y los dientes grandes y blancos?
La señora Underwood frunció el ceño.
—Ese debe de ser Simon Lovelace, supongo. El subsecretario de Comercio. Tiene una buena dentadura, ¿verdad? Una nueva promesa, por lo que he oído. ¿Lo has conocido?
—Sí. Lo he hecho.
«Sabes unas cuantas palabras, pero nada más.»
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? Estás tan pálido…
—Sí, gracias, señora Underwood. Subo.
—La señorita Lutyens te está esperando en el aula.
«Estás indefenso.»
—Iré ahora mismo, señora Underwood.
Nathaniel no se detuvo en el aula. Con pasos lentos y seguros, se dirigió hacia el laboratorio de su maestro, en el que el polvo de las botellas brillaba bajo la luz del sol oscureciendo el contenido que se conservaba en ellas.
Nathaniel pasó ante la mesa de trabajo llena de marcas sobre la que estaban desparramados los diagramas en los que habían trabajado el día anterior.
«Eres demasiado débil para defenderte.»
Se detuvo y se estiró para coger un pequeño estuche de cristal en el que seis diminutos objetos zumbaban y runruneaban.
Ya veremos.
Con paso lento y seguro, Nathaniel se dirigió hacia un aparador que había contra la pared y abrió un cajón. Estaba tan desvencijado que se quedó atascado a la mitad y tuvo que colocar el estuche de cristal con mucho cuidado en la superficie de trabajo antes de estirar con fuerza un par de veces para abrirlo. Dentro del cajón, entre gran cantidad de herramientas diversas, había un pequeño martillo de acero. Nathaniel lo tomó, recogió el estuche y, dejando el cajón medio abierto, abandonó la soleada estancia.
Se detuvo en las sombras del descansillo y pronunció en silencio las Órdenes de Dominio y Control. En el estuche de cristal, los seis parásitos se lanzaron hacia delante y hacia atrás con ardor renovado; el estuche vibró en sus manos.
«Sabes unas cuantas palabras, pero nada más.»
La reunión se estaba disolviendo. Se abrió la puerta y los primeros hechiceros fueron yéndose poco a poco. El señor Underwood los acompañaba hasta la puerta de entrada, intercambiaban algunas palabras educadas y se decían adiós. Ninguno de ellos reparó en el chico de rostro pálido que les observaba desde las escaleras.
Tenía que pronunciar el nombre después de las tres primeras órdenes, pero antes de la última. No era muy difícil, siempre que no se le trabara la lengua en las sílabas más rápidas. Volvió a repetirlo para sí mismo. Sí, lo había hecho bastante bien.
Se despidieron más hechiceros. Los dedos de Nathaniel estaban fríos; una fina película de sudor se extendía entre aquellos y el estuche que sujetaban.
El hechicero joven y sus dos colegas salieron despreocupados del salón. Charlaron animadamente y se rieron entre dientes de un comentario hecho por el de piel sudorosa. A paso tranquilo, se acercaron al maestro de Nathaniel, quien les esperaba junto a la puerta.
Nathaniel apretó el martillo con firmeza y alzó el estuche de cristal frente a él. Dentro había una gran agitación.
El anciano estrechó la mano del señor Underwood. El hechicero joven era el siguiente; miraba hacia la calle, como si estuviera impaciente por irse.
En voz alta, Nathaniel profirió las tres primeras órdenes, pronunció el nombre de Simon Lovelace junto a la palabra final. Luego, hizo añicos el estuche de cristal. Se oyó un crujido quebradizo y un zumbido frenético. Esquirlas de cristal llovieron sobre la alfombra. Los seis parásitos salieron de su prisión y se lanzaron en picado escaleras abajo con sus anhelantes y sobresalientes aguijones en posición de ataque.
Los hechiceros apenas tuvieron tiempo de alzar la vista antes de que los parásitos se abalanzaran sobre ellos. Tres se dirigieron derechos hacia el rostro de Simón Lovelace quien, alzando la mano, hizo un signo rápido. Al instante, los parásitos estallaron en una bola de fuego y doblaron en ángulo a toda velocidad para acabar estrellándose contra la pared. Los otros tres desobedecieron sus órdenes. Dos se dirigieron hacia el hechicero sudoroso de cara blanquecina quien, profiriendo un grito, se tambaleó hacia atrás, tropezó con el marco de la puerta y cayó hacia el jardín. Los parásitos viraron en ángulo y se arrojaron sobre él en busca de piel al descubierto. Los brazos del hechicero se agitaron en vano delante de su rostro. Se llevó varios aguijonazos certeros, cada uno de ellos acompañado de un aullido de agonía. El sexto parásito se aproximó al anciano a toda velocidad. Él no pareció inmutarse; sin embargo, cuando estaba a unas pulgadas de su rostro, el parásito se detuvo en seco y dio media vuelta en un frenesí, dando vueltas de campana en el aire. Entró en barrena y aterrizó cerca de Simón Lovelace, quien lo pisó sobre la alfombra.
Arthur Underwood había estado observando todo aquello invadido por el horror; pero ya se había recobrado. Dio un paso hacia el parterre en el que se retorcía su invitado y dio una palmada con brusquedad. Los dos parásitos vengativos cayeron al suelo como si se hubieran desmayado.
En ese momento, Nathaniel pensó en hacer una sensata retirada. Se deslizó hacia el aula en la que la señorita Lutyens estaba sentada a la mesa leyendo una revista. Le sonrió al verlo entrar.
—¿Cómo te ha ido? Parece una fiesta bastante bulliciosa para esta hora del día. Creo que he oído que a alguien se le caía un vaso.
Nathaniel no dijo nada. Como si lo estuviera viendo, recordó los tres parásitos explotando contra la pared sin causar daño. Comenzó a temblar a pesar de que no sabía si era a causa del miedo o de la rabia despertada por la decepción.
La señorita Lutyens se levantó como si la hubieran pinchado.
—Nathaniel, ven aquí. ¿Qué ocurre? ¡Pareces enfermo! ¡Estás temblando!
Le pasó un brazo alrededor de los hombros y dejó que apoyara la cabeza contra su costado. Nathaniel cerró los ojos; tenía el rostro encendido, sentía frío y calor al mismo tiempo. Ella continuaba hablándole, aunque él no podía responderle…
En ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Simon Lovelace estaba allí, sus gafas lanzaban destellos bajo la luz que entraba por la ventana. Profirió una orden y Nathaniel se encontró arrancado de los brazos de la señorita Lutyens y transportado por el aire. Por un segundo, se mantuvo suspendido entre el techo y el suelo, el tiempo suficiente para ver de reojo a los otros dos hechiceros reuniéndose detrás de su líder y, también, relegado al fondo, casi fuera de la vista, a su maestro.
Nathaniel oyó que la señorita Lutyens gritaba algo, pero entonces se encontró boca abajo, la sangre le bajó a la cabeza y los sonidos enmudecieron. Pendía con la cabeza, los brazos y las piernas colgando hacia la alfombra y el trasero al aire. A continuación, una mano o un palo invisible, le azotó las posaderas. Gritó, se retorció y pataleó en todas direcciones. La mano volvió a descender, con mayor dureza que antes. Y luego una vez más…
Mucho antes de que la mano incansable cesara en su empeño, Nathaniel dejó de patalear. Colgaba sin fuerzas, consciente del dolor acuciante y de la degradación de su castigo. El hecho de que la señorita Lutyens fuera testigo de aquello lo hacía mucho peor de lo que podía soportar; deseaba estar muerto. Y cuando al fin lo invadió la oscuridad y comenzó a llevárselo de allí, le dio la bienvenida con los brazos bien abiertos.
Las manos lo liberaron, aunque ya estaba inconsciente antes de golpearse contra el suelo.
Nathaniel fue confinado a su habitación durante un mes y sometido a gran número de castigos y penurias posteriores. Tras la serie inicial de castigos, su maestro decidió no hablarle y prohibirle el contacto con nadie más a partir de entonces, con la salvedad de la señora Underwood, que le llevaba las comidas y se ocupaba de su orinal. No recibió más lecciones y se le prohibió el acceso a los libros. Se sentaba en su habitación de sol a sol, contemplando los rascacielos de Londres y los distantes edificios del Parlamento.
Aquella soledad lo habría vuelto loco si no hubiera descubierto un bolígrafo olvidado bajo la cama. Con aquello y unas cuantas hojas viejas de papel, se las apañó para matar parte del tiempo con una serie de dibujos del mundo que se abría más allá de la ventana. Cuando aquello se convirtió en algo tedioso, Nathaniel se dedicó en cuerpo y alma a compilar un gran número de listas y anotaciones minuciosamente detalladas, a repasar una y otra vez sus dibujos, que ocultaba debajo del colchón cuando oía pasos en las escaleras. Aquellas anotaciones suponían los principios de su venganza.
Para gran contrariedad de Nathaniel, a la señora Underwood se le había prohibido hablar con él. A pesar de que detectaba cierta lástima en su conducta, su silencio no conseguía consolarlo. Se retrajo en sí mismo y no hablaba cuando ella entraba.
Por tanto, solo cuando el mes de confinamiento llegó a su fin y retomó las clases, descubrió que la señorita Lutyens había sido despedida.