11

Escaleras abajo… Bueno, aquello se ponía interesante.

—Conque incriminando a tu maestro, ¿no? Eso es muy feo.

—No lo estoy incriminando. Solo quiero que el Amuleto esté a salvo bajo los dispositivos de seguridad que tenga. Nadie lo va a buscar ahí. —Hizo una pausa—. Pero si lo hacen…

—Te deja libre de toda sospecha. Típico truco de hechicero. Estás aprendiendo más rápido que la mayoría.

—Nadie va a encontrarlo.

—¿Eso crees? Ya veremos.

Además, no podía quedarme allí de chachara todo el día. Revestí el Amuleto con un encantamiento y lo convertí temporalmente en algo pequeño, le di la apariencia de una telaraña mecida por el viento. Luego, me escurrí por un agujero que había dejado un nudo en uno de los tablones del suelo, fluí en estado gaseoso por la cámara del falso techo y, con la apariencia de una araña, me asomé con cuidado por una grieta a la habitación de abajo.

Me encontré en un baño vacío. La puerta estaba abierta; correteé hacia ella por el yeso tan rápido como las ocho patas me lo permitieron. Mientras lo hacía, no dejaba de entrechocar las pinzas pensando en el descaro del chico.

Incriminar a otro hechicero no era nada del otro mundo. Formaba parte de todo aquello, ya venía con el paquete.[1] En cambio, incriminar al maestro de uno era algo fuera de lo común. De hecho, era posible que fuera un caso único en un brujillo de doce años. No cabe duda de que los hechiceros, de adultos, riñen con una pasmosa regularidad; sin embargo, no cuando comienzan, no cuando se les están enseñando las normas.

¿Cómo estaba seguro de que el hechicero en cuestión era su maestro? Bueno, salvo que las prácticas antiquísimas se estuvieran perdiendo y llevaran en bus a todos los aprendices juntos al colegio (cosa muy poco probable), no había otra explicación. Los hechiceros ligan sus conocimientos a sus corazoncitos apergaminados, codician el poder como un usurero codicia el dinero, y solo lo transmiten con mucha cautela. Desde los tiempos de los magos medos, los estudiantes han vivido siempre en las casas de sus mentores. Un maestro para un pupilo; un maestro que dirige su aprendizaje en secreto y con sigilo. Desde los zigurats a las pirámides, desde los robles sagrados hasta los rascacielos, han transcurrido cuatro mil años y todo sigue igual.

Resumiendo: parecía que, para cubrirse las espaldas, aquel niño desagradecido se arriesgaba a que la ira de un hechicero poderoso recayera sobre su inocente maestro. Estaba muy impresionado. Aunque tuviera que estar confabulado con un adulto (lo más probable es que fuera con un enemigo de su maestro), era un plan admirablemente retorcido para alguien tan joven.

Salí por la puerta de puntillas sobre ocho patitas. Y entonces vi a su maestro.

No había oído hablar de aquel hechicero, el señor Arthur Underwood. Por tanto, asumí que se trataba de un conjurador inferior, un aficionado al ilusionismo y a las jerigonzas, que nunca se había atrevido a molestar al resto de seres superiores como yo. Es justo decir que, cuando pasó por debajo de mí y entró en el lavabo (evidentemente, yo había salido justo a tiempo), satisfacía los requisitos de una persona mediocre. Un indicio evidente de ello era que poseía todos los atributos otorgados por el tiempo que otros humanos asocian a una magia grande y poderosa: una melena despeinada color ceniza de tabaco, una barba larga y canosa que se proyectaba hacia delante como la proa de un barco y un par de cejas particularmente hirsutas.[2] Me lo imaginaba deambulando por las calles de Londres con un traje negro de terciopelo y el cabello ondulando al viento. Probablemente blandiría un bastón con la punta de oro, o incluso una capa para darse tono. Sí, así ya tendría el aspecto adecuado, perfecto. Impresionante. Al contrario que en aquellos momentos, tropezando con los bajos del pijama, rascándose los innombrables y luciendo un periódico doblado bajo el brazo.

—¡Martha! —llamó antes de cerrar la puerta del baño. Una mujer bajita y rechoncha salió de una habitación. Gracias a los cielos, iba completamente vestida.

—¿Sí, cariño?

—Creía que habías dicho que esa mujer limpió ayer.

—Sí, así es, cariño. ¿Por qué?

—Porque hay una repugnante telaraña colgando en medio del techo con una araña repulsiva que trata de esconderse. Qué asco. Deberíamos despedirla.

—Ah, ya la veo. Qué asqueroso. No te preocupes, hablaré con ella. Y enseguida la quito con el trapo del polvo.

El gran hechicero pronunció un «¡Ja!» de duda y cerró la puerta. La mujer sacudió la cabeza como perdonando y, tarareando una alegre cancioncilla, desapareció escaleras abajo. La «repulsiva» araña hizo un gesto grosero con dos de sus patas y se puso en marcha por el techo arrastrando la telaraña tras ella.

Me llevó varios minutos ir de un lado para otro antes de localizar la entrada del estudio al final de un corto tramo de escaleras. Y allí me detuve. La puerta estaba protegida contra intrusos por un conjuro en forma de estrella de cinco puntas. Era una estratagema sencilla. La estrella parecía estar hecha con una pintura roja que se descascarillaba. Sin embargo, si un intruso incauto abría la puerta, la trampa se accionaría y la «pintura» volvería a su estado original: un rayo de fuego calcinador.

Suena bien, ya lo sé, pero en realidad era algo muy básico. Una señora de la limpieza fisgona podría quedar carbonizada, pero no Bartimeo. Levanté un escudo a mi alrededor y, tras tocar con una patita la base de la puerta, salté al instante un metro hacia atrás.

Unos pequeños haces anaranjados aparecieron dentro de las líneas rojas de la estrella de cinco puntas. Por unos instantes, las líneas fluyeron como líquido, dando vueltas y más vueltas a la figura. Luego, una llamarada brotó de la punta superior de la estrella, rebotó en el techo y se dirigió hacia mí veloz como un rayo.

Estaba preparado para que impactara contra mi escudo, pero no ocurrió. La llama me sobrevoló y recayó sobre la telaraña que arrastraba. La telaraña la absorbió, succionando el fuego de la estrella como zumo a través de una pajita. Todo acabó en segundos. La llama desapareció dentro de la telaraña, que permanecía tan fría como siempre.

Sorprendido, miré a mi alrededor. En la puerta del estudio había chamuscada una estrella negra como el carbón. Mientras la contemplaba, el conjuro comenzó a enrojecerse lentamente, estaba recargándose para el siguiente intruso.

De súbito, caí en la cuenta de lo que había ocurrido. Era obvio. El amuleto de Samarkanda había hecho lo que se supone que deben de hacer los amuletos: había protegido a su portador.[3] Y, además, con mucha elegancia. Había absorbido el conjuro sin problemas de ningún tipo. Por mí, fantástico. Me deshice del Escudo y me escurrí por debajo de la puerta, hacia el estudio de Underwood.

Detrás de la puerta no encontré trampas en ninguno de los planos, otro indicio de que el hechicero pertenecía a una orden bastante inferior. (Recordé la extensa red protectora que Simon Lovelace había levantado y a la que yo le había abierto una brecha con tanta gracia y salero). Si el chico pensaba que el Amuleto estaría a salvo tras los dispositivos de «seguridad» de su maestro, se iba a llevar un chasco. La habitación estaba ordenada, aunque llena de polvo, y contenía, entre otras cosas, un armario cerrado en el que presumí que guardaría sus tesoros. Entré a través del ojo de la cerradura, tirando de la telaraña tras de mí.

Una vez dentro, creé un poco de luz. Un despliegue patético de baratijas mágicas estaba dispuesto con sumo cuidado en tres repisas de cristal. Algunas de ellas, como el Monedero del Pícaro con su compartimento secreto para hacer desaparecer las monedas, no eran mágicas en absoluto. Hizo que mi estimación de mediocre pareciera muy generosa. Casi me compadecí del viejo zoquete. Por su bien, esperaba que Simón Lovelace nunca llamara a la puerta.

En el fondo del armario había un tótem de un pájaro de Java; tenía el pico y las plumas grises a causa del polvo acumulado. Era obvio que Underwood nunca lo tocaba. Tiré de la telaraña encallada entre el monedero y la pata de conejo eduardiana y la metí detrás del tótem. Bien. Nadie la encontraría allí salvo que buscaran ex profeso. Finalmente, retiré el encantamiento y le devolví su forma y tamaño normal de amuleto.

Con aquello, mi tarea se acababa. Lo único que quedaba era volver con el chico. Salí del armario y del estudio sin ningún sobresalto y emprendí la marcha escaleras arriba.

Ahí es donde la cosa se puso interesante.

Me encaminaba a la habitación del ático utilizando, por descontado, el techo inclinado de las escaleras, cuando inesperadamente el chico pasó por debajo de mí en dirección contraria. Seguía a la mujer del hechicero, con aspecto de estar más que harto. Era evidente que lo habían llamado.

Me animé de inmediato. Aquello no era bueno para él y, por su cara, comprendí que él también se había dado cuenta. Sabía que yo estaba libre, en algún sitio, no muy lejos. Sabía que iba a volver de un momento a otro, que mi mandato había sido «regresar a su lado de inmediato, en silencio y sin ser visto, para esperar nuevas órdenes». Sabía que, por tanto, podría estar siguiéndole, escuchando y observando, aprendiendo cosas sobre él y que no podía hacer nada para evitarlo hasta que volviera a su habitación y regresara al interior de la estrella de cinco puntas. En resumidas cuentas, había perdido el control de la situación, una situación muy peligrosa para cualquier hechicero.

Di media vuelta y le seguí, animado. He de decir en mi favor que nadie me vio u oyó mientras corría detrás de él.

La mujer condujo al chico hasta una puerta de la planta baja.

—Está ahí, corazón —dijo.

—Vale —contestó el niño.

Su tono era amable y abatido, como a mí me gusta.

Primero entró la mujer; luego, el chico. La puerta se cerró tan rápido que tuve que disparar un par de ráfagas de telaraña para pasar balanceándome a través del resquicio como en un trapecio antes de que se cerrara. Fue una gran proeza…, ojalá alguien la hubiera visto. Pero no. «En silencio y sin ser visto», aquel era yo.

Nos encontrábamos en un comedor sombrío. El hechicero, Arthur Underwood, estaba sentado a la cabeza de una mesa de madera oscura y lustrosa, con taza, platillo y cafetera de plata a mano. Seguía ocupado con su periódico que descansaba doblado en medio de la mesa. Cuando la mujer y el niño entraron, lo cogió, lo desdobló, pasó la página con brusquedad y volvió a dejarlo en medio con un manotazo. No alzó la vista.

La mujer se acercó azorada a la mesa.

—Arthur, Nathaniel está aquí —anunció.

La araña se había retirado a un rincón oscuro, sobre la puerta. Al oír aquellas palabras permaneció inmóvil, como lo hacen las arañas. Sin embargo, se estremecía en su interior.

¡Nathaniel! Bien. Aquello era un comienzo.

Tuve el placer de ver al chico agitarse. Sus ojos revolotearon de un lado al otro, sin duda se preguntaba si yo estaba allí.

El hechicero no hizo señal alguna de haberla oído, sino que siguió ensimismado con el periódico. Su mujer comenzó a recomponer un centro de flores secas bastante pobre sobre la repisa de la chimenea. Entonces adiviné quién era la responsable del jarrón de la habitación del chico. Flores muertas para el marido, recién cortadas para el aprendiz… Interesante.

Underwood volvió a desdoblar el periódico, a pasar una hoja y a dejarlo sobre la mesa de un manotazo, y reanudó la lectura. El chico permaneció a la espera, en silencio. Ahora que el círculo ya no me retenía y, por tanto, no estaba bajo su control directo, se me ofrecía la oportunidad de evaluarlo con mayor frialdad. Se había (claro está) quitado la bata desgastada e iba sobriamente vestido con pantalones grises y un jersey. Se había humedecido el cabello y se lo había peinado hacia atrás. Llevaba un manojo de papeles debajo del brazo. Era la viva imagen del respeto silencioso.

No poseía ningún rasgo que lo definiera con claridad: nada de lunares, peculiaridades o cicatrices. Tenía el pelo oscuro y liso, la cara alargada. Era de tez muy blanquecina. Para un observador superficial, un muchacho normal y corriente. Sin embargo, bajo mi mirada más sabia y cínica, había otras cosas destacables: ojos taimados y calculadores, dedos que tamborileaban con impaciencia en los papeles que llevaba y, sobre todo, un rostro prudente que mediante cambios sutiles adoptaba cualquier expresión posible. Por el momento, había asumido una mirada sumisa aunque expectante que halagaría la vanidad de un anciano. A pesar de ello no dejaba de proyectar sus ojos por la habitación, en mi busca.

Se lo puse fácil. Cuando estaba mirando en mi dirección, hice un par de amagos por la pared, agité unas cuantas patas y contoneé mi abdomen alegremente. Me vio a la primera de cambio, palideció más que nunca y se mordió el labio. Sin embargo, no podía hacerme nada sin que, al mismo tiempo, se descubriera él mismo.

De repente, en medio de mi danza, Underwood gruñó con desdén y le dio unos golpecitos al periódico con el dorso de la mano.

—Mira esto, Martha —saltó—. Makepeace está volviendo a abarrotar los teatros de sus paparruchas orientales. Cisnes de Arabia… Por favor, ¿has oído alguna vez una estupidez más sentimental? ¡Y hasta finales de enero ya está todo reservado por anticipado! ¡Es grotesco!

—¿Está todo reservado? Vaya, Arthur, me hubiera gustado ir…

—… Y cito: «… en el cual una joven misionera de gráciles movimientos, procedente de Chiswik, se enamora de un genio rubicundo…». Ya no es solo que sea sensiblero, sino que además es altamente peligroso. Difunde información errónea entre la gente.

—Pero, Arthur…

—… Tú has visto genios, Martha. ¿Has visto alguno «de ojos oscuros que derretirán tu corazón»? Di mejor que te derretirán la cara.

—Estoy segura de que tienes razón, Arthur.

—Makepeace debería pensárselo dos veces. Qué desgracia. Debería hacer algo al respecto, pero está muy bien relacionado con el primer ministro.

—Sí, cariño. ¿Te apetece un poco más de café, cariño?

—No. El primer ministro debería fijarse más en mi Ministerio de Asuntos Internos que en ir alternando por ahí. Otros cuatro ladrones, Martha, cuatro, en la última semana. Menudas piezas eran esos. Ya te digo, esto se viene abajo. —Una vez dicho esto, Underwood se levantó el bigote con una mano y, con gesto experto, pasó el borde de la taza por debajo. Bebió un trago largo y sonoro—. Martha, está frío. Tráeme más café, por favor.

De buen talante, la mujer se apresuró a llevar a cabo lo que se le había pedido. Cuando salió, el hechicero lanzó el periódico a un lado y por fin se dignó a reparar en la presencia de su pupilo.

—Bien. Ya estás aquí, ¿no? —gruñó el anciano. A pesar de su angustia, el chico controló la voz.

—Sí, señor. Usted mandó a por mí.

—En efecto. Bueno, he estado hablando con tus profesores y, con la excepción del señor Sindra, todos me han facilitado informes favorables sobre ti. —Levantó la mano para atajar las inmediatas expresiones de agradecimiento del chico—. Sabe Dios que no te lo mereces después de lo que hiciste el año pasado. Sin embargo, a pesar de ciertas deficiencias sobre las que repetidamente he intentado que repararas, has progresado en lo principal y básico. Por eso —pausa dramática—, creo que ha llegado el momento de que lleves a cabo tu primera invocación.

Pronunció aquella última frase con voz lenta y solemne, pensada, evidentemente, para llenar al niño de pavor. No obstante, Nathaniel —como me encantaba ahora poder llamarlo— estaba distraído. La araña ocupaba su mente.

Su inquietud no le pasó inadvertida a Underwood. El hechicero dio un contundente golpe en la mesa para atraer la atención de su alumno.

—¡Escúchame, muchacho! —exclamó—. Si ya ahora te inquieta la perspectiva de una invocación, nunca llegarás a ser un hechicero. Un hechicero bien preparado no le teme a nada. ¿Lo comprendes?

El chico recobró el control y fijó la atención en su maestro.

—Sí, señor. Por supuesto, señor.

—Además, estaré contigo todo el tiempo que dure la invocación, en un círculo adjunto. Tendré a mano unos cuantos encantamientos de protección y abundancia de romero en polvo. Comenzaremos con un demonio modesto, un sapillo corredor.[4] Si sale bien, probaremos con un mohoso.[5]

Para muestra de lo poco observador que era aquel hechicero, se le pasó por alto la llama de menosprecio que ardió en los ojos del chico. Solo oyó su insulsa e impaciente voz:

—Sí, señor. Ya estoy deseando que llegue el momento, señor.

—Excelente. ¿Tienes las lentillas?

—Sí, señor. Llegaron la semana pasada.

—Bien. Entonces solo queda un preparativo más, que…

—¿Eso no ha sido la puerta, señor?

—No me interrumpas, muchacho. ¿Cómo te atreves? El otro preparativo, el cual demoraré si vuelves a ser insolente, es la elección de tu nombre oficial. Esta tarde nos dedicaremos a eso. Lleva el Almanaque Nominativo de Loew a la biblioteca después de comer y escogeremos uno para ti.

—Sí, señor.

El chico se había hundido de hombros, la voz apenas era audible. No le hacía falta verme dando brincos en mi telaraña para saber que lo había oído y comprendido.

¡Nathaniel no solo no era su nombre oficial, era su nombre real! El idiota me había invocado antes de relegar al olvido su nombre de nacimiento. ¡Y ahora yo lo sabía! Underwood se revolvió en su silla.

—Bien, ¿a qué esperas, muchacho? No es el momento de haraganear. Aún te quedan muchas horas de estudio antes de comer. Ponte manos a la obra.

—Sí, señor. Gracias, señor.

El chico se dirigió hacia la puerta con desgana. Haciendo rechinar mis pinzas con alborozo, le seguí con un salto mortal hacia atrás con tijereta a ocho patas.

Ahora tenía una ventaja sobre él. Las cosas estaban un poco más equilibradas. Él sabía mi nombre, yo sabía el suyo. Él tenía una experiencia de seis años, yo de cinco mil diez. Aquel era el tipo de oportunidades que había que aprovechar.

Le acompañé escaleras arriba mientras él se iba demorando, arrastrando los pies.

¡Vamos, vamos! Vuelve a tu estrella de cinco puntas. Corría delante de él, impaciente por que comenzara el combate.

Vaya, ahora era yo quien lo tenía a mis ocho pies.