10
Por fin amaneció.
Los primeros rayos perezosos parpadearon en el cielo del este. Un halo de luz emergió lentamente del horizonte, sobre la zona portuaria. Me alegré. Sin embargo, para mi gusto, no amanecía lo bastante rápido.
La noche había sido una continua serie de carreras y de humillaciones. Había acechado, vagado y huido repetidamente, y en ese orden, por la mitad de los barrios londinenses. Había sido maltratado por una niña de trece años. Me había refugiado en un cubo de basura y ahora, para colmo, estaba agazapado en el tejado de la abadía de Westminster haciéndome pasar por una gárgola. Las cosas no podían ir peor.
Un rayo de sol naciente se proyectó sobre el borde del Amuleto, que colgaba de mi cuello cubierto de liquen. Desprendió un destello brillante como el cristal. Automáticamente alcé una garra para protegerlo, no fuera a ser que algún ojo avizor andará en su busca; sin embargo, para entonces ya no me preocupaba tanto.
Había permanecido en aquel cubo de basura del callejón durante un par de horas, suficientes para descansar y quedar completamente impregnado del olor a hortalizas podridas. Luego, se me había ocurrido la brillante idea de hacerme con una residencia pétrea en la abadía. Allí estaría protegido gracias a la profusión de ornamentos mágicos que había dentro del edificio; aquello ocultaría la señal del Amuleto.[1] Desde mi nueva posición privilegiada había divisado unas cuantas esferas a lo lejos, aunque ninguna de ellas se había acercado. Al final, la noche había tocado a su fin y los hechiceros se habían cansado. Las esferas del cielo se apagaron con un guiño. La poli desapareció.
Cuando salió el sol, esperé con impaciencia la ansiada invocación. El crío había dicho que me invocaría al alba, aunque seguro que, como adolescente remolón que era, se habría quedado dormido.
Mientras tanto, ordené mis pensamientos. Una de las cosas que estaba clara como el agua era que el chico no era más que un pardillo del que se aprovechaba un hechicero adulto, una influencia misteriosa que quería hacer recaer la culpa del robo sobre el crío. Todo aquello no era difícil de adivinar: ningún niño de su edad me invocaría él sólito para una tarea tan formidable. Seguramente, el hechicero desconocido deseaba asestar un golpe a Lovelace y hacerse con el control del poder del Amuleto. Si era así, se la estaba jugando. A juzgar por la magnitud de la cacería de la que acababa de salvarme, aquel robo preocupaba a mucha gente poderosa.
Incluso en solitario, Simon Lovelace era una empresa colosal. El hecho de que fuera capaz de utilizar a Faquarl y Jabor (y de dominarlos) lo demostraba. No envidiaba la suerte del mocoso cuando el hechicero diera con él.
Y luego estaba la niña, aquella no hechicera cuyos amigos habían resistido mi magia y habían descubierto mis artimañas. Habían transcurrido varios siglos desde la última vez que me había topado con humanos de aquella calaña, de modo que encontrármelos aquí, en Londres, me intrigaba. Si comprendían o no las implicaciones de su poder, era algo difícil de asegurar. La chica ni siquiera parecía saber lo que era exactamente el Amuleto, únicamente sabía que era un trofeo que valía la pena tener. Era evidente que no estaba aliada con Lovelace o con el chico. Qué raro… No veía dónde encajaba ella en todo aquello.
Bueno, no iba a ser problema mío. Los rayos del sol se proyectaron sobre el tejado de la abadía. Me permití un breve y voluptuoso aleteo de mis alas.
En ese momento llegó la invocación.
Fue como si un millar de anzuelos se hubieran hundido en mí y me estiraran en varias direcciones a la vez. Resistirse durante demasiado tiempo era arriesgarse a que mi esencia se rasgara, aunque tampoco tenía interés alguno en demorarme. Deseaba entregar el Amuleto y zanjar el asunto.
Con aquella anhelante esperanza en mente, me rendí a la invocación y me desvanecí de lo alto del tejado…
… para volver a reaparecer al instante en la habitación del chico. Miré a mi alrededor.
—Muy bien, ¿qué es esto?
—Bartimeo, te ordeno que reveles si has llevado a cabo diligente y completamente tu cometido…
—Por supuesto que sí. ¿Qué crees que es esto? ¿Bisutería? —Apunté con mi garra de gárgola hacia el Amuleto que repiqueteaba contra mi pecho. Se mecía y desprendía destellos bajo la parpadeante luz de las velas—. El amuleto de Samarkanda. Antes era de Simon Lovelace, ahora es tuyo y pronto volverá a ser de Simon Lovelace. Tómalo y disfruta de las consecuencias. Me estaba preguntando sobre esa estrella de cinco puntas que has dibujado ahí. ¿Qué son esas runas? ¿Y esa línea de más?
El crío resopló.
—La estrella de cinco puntas de Adelbrand.
Si no fuera porque sé que es improbable, habría jurado que esbozó una sonrisita de suficiencia, un gesto facial impropio de alguien tan joven.
La estrella de cinco puntas de Adelbrand. Aquello significaba problemas. Hice el paripé estudiando las líneas de la estrella y el círculo, buscando resquicios diminutos o trazos temblorosos de tiza. Luego examiné con detenimiento las runas y los símbolos.
—¡Ajajá! —bramé—. ¡Lo has escrito mal! Y ya sabes qué quiere decir eso, ¿verdad…?
Me enderecé como un gato a punto de saltar.
El rostro del muchacho adoptó un interesante color mezcla de blanco y encarnado, el labio inferior le tembló, los ojos se le salieron de las órbitas. Parecía como si deseara salir corriendo para comprobarlo; sin embargo, no lo hizo, así que mi plan se frustró.[2] Con rapidez, echó un vistazo a las letras del suelo.
—¡Demonio infame! A la estrella de cinco puntas no le pasa nada… ¡Te sigue reteniendo!
—Vale, he mentido. —Reduje mi tamaño. Las alas de piedra se doblaron hacia atrás, sobre mi joroba—. ¿Quieres el Amuleto o no?
—Dé… déjalo en la vasija.
Un pequeño cuenco de esteatita descansaba en el suelo, a medio camino entre los bordes exteriores de ambos círculos. Me quité el Amuleto y, con cierto alivio, lo lancé con indiferencia hacia el cuenco. El niño se inclinó hacia aquel. Le observé por el rabillo del ojo sin perder detalle. Si un pie o un dedo salía del círculo me abalanzaría sobre él más rápido que una mantis religiosa.
Sin embargo, el chico lo tenía todo previsto. Sacó un palo del bolsillo de su bata gastada. Incrustada en la punta, había una pieza de alambre en forma de anzuelo con la sospechosa apariencia de un clip retorcido. Tras un par de lanzamientos y tirones, atrapó el borde del cuenco con el anzuelo y lo atrajo hasta su círculo. Luego, cogió la cadena del Amuleto arrugando la nariz al mismo tiempo.
—¡Uf, qué asco!
—A mí no me mires, culpa a la planta de tratamiento de aguas residuales de Rotherhithe. No, pensándolo mejor, cúlpate a ti mismo. Me he pasado toda la noche tratando de evitar que me capturaran por tu culpa. Tienes suerte de que no me sumergiera del todo.
—¿Te persiguieron? —preguntó entusiasmado.
Emoción equivocada, chaval… Prueba con el miedo.
—La mitad de las hordas demoníacas de Londres. —Puse los ojos en blanco y cerré de golpe el áspero pico—. Que no te quepa la menor duda, chaval, de que vienen hacia aquí, con sus ojos amarillos y ávidos de carne humana, decididos a atraparte. Te encontrarás impotente e indefenso ante su poder. Solo te queda una oportunidad: libérame del círculo y te ayudaré a eludir sus garras.[3]
—¿Me tomas por idiota?
—El Amuleto en tus manos sirve de respuesta a tu pregunta. Bueno, no importa. Yo ya he cumplido mi encargo, mi trabajo se ha acabado. Para lo poco de vida que te queda, que te vaya bien.
Mi forma se estremeció y comenzó a desdibujarse. Una voluta de humo se alzó desde el suelo como si fuera a tragarme y a hacerme desaparecer como por arte de magia. Qué más quisiera yo. La estrella de cinco puntas de Adelbrand se encargó de eso.
—¡No podéis partir! Tengo otra tarea que encomendaros.
Más que el cautiverio renovado, eran aquellos arcaísmos los que me fastidiaban tanto. «Encomendaros», «demonio infame». ¡De verdad, qué pesadilla! Nadie utilizaba ya aquel lenguaje por lo menos desde hacía doscientos años. Cualquiera diría que había aprendido su oficio de algún libro antiguo.
Con arcaísmos superfluos o sin ellos, tenía toda la razón del mundo. La mayoría de las estrellas de cinco puntas normales y corrientes te obligan a un solo servicio. Lo llevas a cabo y eres libre de irte donde quieras. Si el hechicero te necesita de nuevo, tiene que repetir desde el principio todo los agotadores pasos de la invocación. Sin embargo, la estrella de cinco puntas de Adelbrand contraordenaba aquello: sus líneas de más y los conjuros cerraban la puerta con dos vueltas y te obligaban a quedarte para recibir más órdenes. Era una fórmula mágica completa que requería de la resistencia y la concentración de un adulto, y aquello me proporcionó munición para mi siguiente ataque.
Dejé que el humo se disipara.
—Vamos a ver, ¿dónde está?
El chico estaba ensimismado dándole vueltas y más vueltas al Amuleto entre sus manos blancuchas. Alzó la mirada, ausente.
—¿Dónde está el qué?
—El jefe, tu maestro, la éminence grise, el poder tras el trono. El hombre que te ha empujado a este pequeño robo, el que te ha dicho lo que tenías que decir y dibujar. El hombre que seguirá a salvo entre las sombras cuando los genios de Lovelace esparzan tu cuerpo despedazado por los tejados de Londres. Está jugando a un juego que tú desconoces valiéndose de tu ignorancia y de tu vanidad juvenil.
Aquello lo hirió. Sus labios se apretaron en una fina línea.
—Me pregunto qué te diría. —Adopté un tono paternalista—. Bien hecho, jovenzuelo, eres el mejor joven hechicero que he visto desde hace mucho tiempo. Dime, ¿quieres invocar a un genio poderoso? ¿Te gustaría? Bien, pues ¡por qué no lo hacemos! También podríamos gastarle una broma a alguien… Robar un amuleto…
El niño se rió. Inesperado, mira por dónde. Había previsto un ataque de furia o cierta angustia. Pero no, sonrió.
Le dio una vuelta final al Amuleto, luego se agachó y volvió a dejarlo en el cuenco. También inesperado. Con ayuda del palo del anzuelo, empujó de nuevo el cuenco a través del círculo hasta su posición original.
—¿Qué estás haciendo?
—Devolverlo.
—No lo quiero.
—Cógelo.
No iba a enredarme en una pelea con un niñato de doce años, y menos con uno que podía imponer su voluntad sobre mí, así que me incliné sobre mi círculo y cogí el Amuleto.
—Y ahora, ¿qué? Cuando venga Simon Lovelace no voy a quedármelo, que lo sepas. Se lo devolveré con una sonrisa y una reverencia. Y le señalaré detrás de qué cortina estás temblando.
—Espera.
El chico extrajo algo brillante de uno de los bolsillos interiores de su voluminosa bata. ¿Ya he mencionado que aquella bata le iba como tres tallas más grande? Era evidente que en su día había pertenecido a un hechicero muy descuidado puesto que, aunque estaba muy zurcida, todavía mostraba los inconfundibles estragos del fuego, la sangre y las garras. Le deseé la misma fortuna.
Su mano izquierda sostenía un disco pulido: un espejo mágico de bronce muy bruñido. Pasó la mano derecha sobre él varias veces y miró fijamente el metal reflectante con una concentración pasiva. Quienquiera que fuera el diablillo cautivo que vivía en el disco, respondería enseguida. Se formó una imagen turbia; el chico lo examinó con mayor detenimiento. Yo estaba demasiado alejado como para ver la imagen, pero mientras él estaba distraído, eché una ojeada por mi cuenta.
Aquella habitación… quería una pista que me llevara hasta su identidad. Una carta dirigida a él, tal vez, o una veta con su nombre en la bata. Ambos trucos me habían dado resultado con anterioridad. No iba en busca de su nombre real, claro —eso hubiera sido esperar demasiado—; sin embargo, su nombre oficial sería un comienzo.[4] No obstante, la suerte no estaba de mi lado. El lugar más privado, íntimo y revelador de la habitación, su escritorio, estaba cuidadosamente cubierto por una gruesa tela negra. El armario del rincón estaba cerrado; ídem la cómoda. Entre el barullo de velas, había un jarrón de vidrio agrietado con flores frescas… Un toque extraño. Él no lo habría colocado allí, así que aquel chico le gustaba a alguien.
El chico agitó la mano sobre el espejo mágico y la superficie se volvió mate. Devolvió el disco al bolsillo y luego alzó la vista hacia mí, de repente. Ayayay… Que Dios nos coja confesados.
—Bartimeo —comenzó—, te ordeno que cojas el amuleto de Samarkanda y lo escondas en el depósito mágico del hechicero Arthur Underwood; que lo ocultes de tal forma que no repare en él y que lo lleves a cabo de modo tan sigiloso que nadie, ni humano ni espíritu, ni en este plano ni en ningún otro, te vea penetrar o partir y, además, te ordeno que regreses de inmediato a mi lado, en silencio y sin ser visto, para esperar nuevas órdenes.
Cuando finalizó, tenía la cara amoratada pues lo había recitado de una parrafada, sin detenerse para tomar aliento.[5]
Fruncí el ceño bajo mis cejas pétreas.
—Muy bien. ¿Dónde reside ese desventurado hechicero?
El niño esbozó una sonrisa.
—Escaleras abajo.