Entre los seis y los ocho años, Nathaniel visitaba a su maestro solo una vez a la semana. Aquellas ocasiones, los viernes por la tarde, estaban sujetas a un protocolo estricto. Después de comer, Nathaniel tenía que subir las escaleras para asearse y cambiarse la camisa. Luego, exactamente a las dos y media, se presentaba en la puerta del estudio de su maestro, en la planta baja. Llamaba tres veces, tras lo cual una voz le invitaba a entrar.
Su maestro estaba reclinado en una silla de mimbre frente a una ventana que daba a la calle. Muy a menudo, el rostro se escondía entre las sombras. La luz que penetraba por la ventana se derramaba a su alrededor en una bruma nebulosa. Cuando Nathaniel entraba, una mano alargada y delgada le señalaba unos cojines apilados en el sofá oriental de la pared de enfrente. Nathaniel cogía un almohadón y lo colocaba en el suelo. Luego se sentaba, con el corazón desbocado, esforzándose por captar cualquier variación en el tono de su maestro, aterrorizado de que algo se le escapara.
Los primeros años, el hechicero solía contentarse con algunas preguntas sobre sus estudios, le invitaba a discutir sobre vectores, álgebra o los principios de la probabilidad, le pedía que le describiera brevemente la historia de Praga o que le narrara, en francés, los acontecimientos clave de las cruzadas. Las respuestas casi siempre lo satisfacían. Nathaniel aprendía con rapidez.
En raras ocasiones el maestro le pedía al chico que callara en medio de una pregunta y hablaba él sobre los objetivos y las limitaciones de la magia.
—Un hechicero —decía— ostenta el poder. Un hechicero ejerce su voluntad y provoca un cambio. Puede llevarlo a cabo por motivos egoístas o ejemplares. Las consecuencias de sus acciones pueden ser buenas o malas; sin embargo, el único mal hechicero es el incompetente. ¿Cuál es la definición de incompetencia, muchacho?
Nathaniel se revolvía en su almohadón.
—La pérdida del control.
—Correcto. Siempre y cuando un hechicero no pierda el control de las fuerzas que ha puesto a trabajar se encontrará… ¿Cómo?
Nathaniel se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
—Esto…
—Las tres es, muchacho, las tres es. Utiliza la cabeza.
—Escudado, enigmático y eficaz.
—Correcto. ¿Cuál es el gran secreto?
—Los espíritus, señor.
—Los demonios, muchacho, llámalos por su nombre. ¿Qué es lo que uno no debe olvidar nunca?
—Los demonios son perversos y van a por ti si se lo permites, señor. —Su voz se rompía cuando recitaba aquello.
—Bien, bien. Posees una memoria prodigiosa, de eso no cabe duda. Lleva cuidado en cómo pronuncias tus palabras. Creo que se te ha trabado la lengua. La mala pronunciación de una sílaba en el momento equivocado podría facilitarle al demonio la oportunidad que andaba buscando.
—Sí, señor.
—De modo que los demonios son el gran secreto. La gente normal y corriente sabe que existen y que estamos en íntima comunión con ellos… ¡Por eso nos temen tanto! Sin embargo, no saben toda la verdad y es que nuestro poder deriva de los demonios. Sin su ayuda, no somos más que espiritistas de segunda y charlatanes. Nuestra única habilidad poderosa es la de invocarlos y doblegarlos a nuestra voluntad. Si lo hacemos de forma correcta, están obligados a obedecernos. Si incurrimos en el más mínimo error, caen sobre nosotros y nos despedazan. Caminamos sobre la cuerda floja, muchacho. ¿Cuántos años tienes?
—Ocho, señor. Nueve la semana que viene.
—¿Nueve? Bien. Entonces la semana que viene comenzaremos tus estudios de magia como es debido. El señor Purcell se esfuerza para que tengas unos conocimientos básicos. En lo sucesivo nos veremos dos veces por semana y comenzaré a mostrarte los principios fundamentales de nuestra orden. No obstante, vamos a dar por finalizada la clase de hoy con la recitación del alfabeto hebreo y sus primeros doce números. Adelante.
Bajo la mirada de su maestro y de sus tutores, la educación de Nathaniel avanzó a marchas forzadas. Le encantaba informar de sus logros diarios a la señora Underwood y se regodeaba con sus calurosos elogios. Por las noches, miraba por la ventana hacia el distante resplandor que señalaba la torre de los edificios del Parlamento y soñaba con el día en que entraría como hechicero, como uno de los ministros del ilustre gobierno.
Dos días después de su noveno cumpleaños, su maestro apareció en la cocina mientras estaba desayunando.
—Deja eso y ven conmigo —le ordenó el hechicero. Nathaniel le siguió hasta el vestíbulo y entró en la estancia que correspondía a la biblioteca de su maestro. El señor Underwood se quedó junto a una amplia estantería abarrotada de tomos de todos los tamaños y colores que comprendían desde pesados diccionarios encuadernados en piel y de gran antigüedad, hasta libros de tapa blanda amarillentos y estropeados con signos misteriosos garabateados en los lomos.
—Este será tu material de lectura durante los próximos tres años —anunció su maestro, dando unos golpecitos en lo alto de la librería—. Antes de que cumplas doce años, tendrás que estar familiarizado con todo lo que contiene. Los libros están escritos en su mayor parte en inglés medieval, latín, checo y hebreo, aunque también encontrarás algunas obras coptas sobre los rituales egipcios de los muertos. Hay un diccionario copto que puede serte de ayuda. Depende de ti leértelo todo, yo no tengo tiempo para estar mimándote. El señor Purcell seguirá con las lecciones de idiomas para acelerar el proceso. ¿Entendido?
—Sí, señor. ¿Señor?
—¿Qué, muchacho?
—Cuando haya leído esto, señor, ¿sabré todo lo necesario? Es decir, para ser hechicero, señor. Son muchos libros, ¿no?
Su maestro bufó, sus cejas se elevaron hasta los cielos.
—Mira a tus espaldas —respondió.
Nathaniel se dio media vuelta. Detrás de la puerta había una librería abarrotada de cientos de libros que iba del suelo al techo, cada uno de ellos más grueso y polvoriento que el anterior; el tipo de libros —algo que se adivinaba sin tener que abrirlos— impresos con letra diminuta a doble columna. Nathaniel tragó saliva.
—Termina con esos —le dijo su maestro con sequedad— y solo habrás subido un escalón. Esa estantería contiene los ritos y los conjuros, necesarios para invocar demonios importantes que no comenzarás a utilizar hasta que alcances la pubertad, así que quítatelo de la cabeza. Tu librería —volvió a dar unos golpecitos en la madera— te proporcionará el conocimiento preliminar y, por ahora, es más que suficiente. Bien, sígueme.
Entraron en un laboratorio que Nathaniel no había visitado hasta entonces. Un gran número de frascos y viales llenos de líquidos de colores variopintos abarrotaban estanterías manchadas y sucias. Algunos frascos contenían objetos que flotaban en ellos. Nathaniel no podía decir si era el vidrio grueso y curvado de los frascos lo que daba una apariencia tan distorsionada y extraña a los objetos.
Su maestro se sentó en un taburete, en una sencilla mesa de trabajo de madera y le indicó a Nathaniel que se sentara a su lado. Le acercó un estuche alargado. Nathaniel lo abrió. Dentro había unas gafas diminutas. Un recuerdo lejano le hizo agitarse con una sacudida.
—Bien, póntelas, muchacho, no van a morderte. De acuerdo. Ahora, mírame. Mírame a los ojos, ¿qué ves?
Reticente, Nathaniel lo miró. Le resultaba muy difícil mirar a los temibles y encendidos ojos castaños del hombre mayor, por lo que su mente se bloqueó. No vio nada.
—¿Y bien?
—Mmm… Mmm… Lo siento, no…
—Busca mi iris. ¿Ves algo?
—Mmm…
—¡Serás cateto! —Su maestro gritó frustrado y se estiró el párpado inferior dejando a la vista la parte interior roja—. ¿La ves o no? ¡Una lentilla, muchacho! ¡Una lentilla! ¡Alrededor del centro del ojo! ¿La ves?
Desesperado, Nathaniel volvió a mirar y en ese momento vio un débil aro circular, muy fino, como una línea de lápiz alrededor del iris, envolviéndolo.
—Sí, señor —contestó angustiado—. Sí, la veo.
—Ya era hora. Bien. —Su maestro volvió a sentarse en el taburete—. Cuando tengas doce años ocurrirán dos cosas importantes. La primera, se te dará un nombre que adoptarás como tuyo. ¿Por qué?
—Para evitar que los demonios tengan poder sobre mí al descubrir mi verdadero nombre, señor.
—Correcto. Los hechiceros rivales son igualmente peligrosos, por descontado. En segundo lugar, obtendrás tus primeras lentillas para llevar cuando quieras. Te permitirán descubrir unos cuantos trucos de los demonios. Hasta entonces usarás las gafas, pero solo cuando así se te requiera y bajo ningún concepto podrán salir de este laboratorio. ¿Entendido?
—Sí, señor. ¿Cómo te ayudan a descubrir esos trucos, señor?
—Cuando los demonios se materializan pueden adoptar todo tipo de formas falsas, no solo en este reino material, sino también en otros planos de percepción. No tardaré mucho en hablarte sobre esos planos, ahora no me preguntes por ellos. Algunos demonios de rango superior incluso pueden hacerse invisibles, no hay límites para la perversidad de sus engaños. Las lentillas, y en menor medida las gafas, te permiten ver varios planos a la vez de modo que te ofrecen la oportunidad de descubrir sus espejismos. Observa…
El maestro de Nathaniel se estiró hacia una estantería abarrotada a sus espaldas y escogió un frasco de vidrio enorme sellado con corcho y cera. Contenía un líquido verdoso y salobre y una rata muerta, toda pelos castaños y carne blanquinosa. Nathaniel hizo un mohín. Su maestro se percató.
—¿Qué es lo que dirías que es, muchacho? —le preguntó.
—Una rata, señor.
—¿De qué tipo?
—Una marrón. Rattus norvegicus, señor.
—Bien. Incluso con su denominación latina, ¿eh? Muy bien. Totalmente equivocado, pero bien a pesar de todo. No es una rata. Ponte las gafas y vuelve a mirarla.
Nathaniel así lo hizo. Sintió el frío metálico de las gafas y su peso sobre la nariz. Escudriñó a través de los peliculares vidrios de culo de botella. Enfocar le llevó unos segundos. Cuando el frasco apareció a la vista, dio un respingo. La rata había desaparecido. En su lugar había una criatura negra y roja con cara esponjosa, alas de escarabajo y la parte inferior en forma de concertina. La criatura tenía los ojos abiertos y mostraba una expresión ofendida. Nathaniel se quitó las gafas y volvió a mirar. La rata castaña flotaba en el fluido de conservación.
—¡Caramba! —exclamó.
Su maestro gruñó.
—Una Irritación Escarlata, capturada y embotellada por el Instituto de Medicina Lincoln Inn. Un diablillo inferior; aunque un importante difusor de la peste. Solo puede crear el espejismo de la rata en el plano material. En los demás queda a la vista su verdadera esencia.
—¿Está muerta, señor? —preguntó Nathaniel.
—¿Mmm? ¿Muerta? Creo que sí. Si no, estará muy enfadada. Lleva en ese frasco cincuenta años por lo menos… La heredé de mi viejo maestro. —Devolvió la botella a la estantería—. Ya ves, muchacho —continuó—, incluso los demonios menos poderosos son despiadados, peligrosos y huidizos. No se debe bajar la guardia ni un segundo. Observa esto.
De detrás de un quemador Bunsen extrajo un estuche rectangular de cristal que no parecía tener tapa. Seis criaturas diminutas zumbaban dentro, embistiendo sin cesar contra las paredes de su prisión. De lejos parecían insectos; cuando se acercaron, Nathaniel observó que tenían demasiadas patas para serlo.
—Posiblemente, estos parásitos son una forma inferior de demonio —le informó su maestro—. Apenas puede decirse que posean inteligencia. No te hacen falta las gafas para ver su forma verdadera. No obstante, incluso estos son una amenaza salvo que los controles como es debido. ¿Ves esos aguijones naranjas debajo de las colas? Provocan unas hinchazones increíblemente dolorosas en los cuerpos de sus víctimas, mucho peores que las de las abejas o los avispones. Un método admirable para castigar a alguien, sea un rival molesto… o un alumno desobediente.
Nathaniel observó los parásitos diminutos y furiosos golpeándose la cabeza contra el cristal. Asintió vigorosamente.
—Sí, señor.
—Pequeños y despiadados bichejos… —Su maestro dejó el estuche a un lado—. Sin embargo, lo único necesario son las palabras adecuadas y obedecerán cualquier instrucción. De este modo demuestran, en la escala menor, los principios de nuestro arte. Disponemos de herramientas peligrosas que debemos controlar. Ahora comenzaremos a estudiar cómo protegernos.
Nathaniel pronto descubrió que pasaría mucho tiempo antes de que se le permitiera manejar aquellas herramientas. Tenía clase con su maestro en el laboratorio dos veces por semana y, durante meses, no hizo nada más que tomar apuntes. Aprendió los principios de las estrellas de cinco puntas y el arte de las runas. Aprendió los ritos apropiados de purificación que los hechiceros tenían que observar antes de que la invocación pudiera llevarse a cabo. Se puso a trabajar con mortero y maza a machacar mezclas de incienso para animar a los demonios o para mantener alejados a los indeseables. Cortó velas de varios tamaños y las compuso en miles de formas diferentes. Y ni una sola vez su maestro invocó nada.
Impaciente por progresar, Nathaniel devoraba los libros de la biblioteca en su tiempo libre. Impresionó al señor Purcell con su voraz apetito de conocimiento. Trabajaba con gran ahínco en las clases de dibujo de la señorita Lutyens, exhibiendo su destreza en las estrellas de cinco puntas que ya trazaba bajo el ojo inquisidor de su maestra. Y durante todo aquel tiempo, las gafas acumularon polvo en la estantería del laboratorio.
La señorita Lutyens era la única persona a quien confiaba sus frustraciones.
—Paciencia —le recomendó—. La paciencia es la virtud fundamental. Si haces las cosas con prisas, fracasarás, y el fracaso es doloroso. Has de relajarte y concentrarte en la tarea que tienes entre manos. Y ahora, si estás preparado, quiero que vuelvas a dibujar eso, pero esta vez con los ojos vendados.
Seis meses después de aquel tipo de entrenamiento, por primera vez Nathaniel fue testigo de una invocación. Para su gran decepción, no tomó parte activa. Su maestro dibujó las estrellas de cinco puntas, incluyendo una secundaria en la que Nathaniel debía colocarse. A Nathaniel ni siquiera se le permitió encender las velas y, lo que era peor aún, se le ordenó que no llevara las gafas.
—Pero así no voy a ver nada —protestó mucho más irritado de lo que era habitual en él delante de su maestro. Una intensa mirada entornada lo redujo al mutismo al instante.
La invocación comenzó con gran desilusión. Tras los conjuros —que Nathaniel descubrió que comprendía casi en su totalidad, algo que lo alegró mucho—, no pareció que sucediera nada. Una brisa ligera recorrió el laboratorio; aparte de aquello, todo permaneció tranquilo. La estrella de cinco puntas siguió vacía. Su maestro estaba cerca, con los ojos cerrados, como si durmiera. Nathaniel se aburría. Se le empezaron a dormir las piernas. Era evidente que aquel demonio había decidido no presentarse. De súbito, se percató horrorizado de que varias velas de uno de los rincones del laboratorio se habían volcado sobre una pila de papeles que habían prendido y que el fuego se extendía. Nathaniel gritó alarmado y dio un paso al frente…
—¡Quédate donde estás!
El corazón de Nathaniel estuvo a punto de paralizarse de miedo. Se quedó helado con un pie en el aire. Su maestro había abierto los ojos y lo miraba con una ira terrible. Con voz atronadora, su maestro pronunció las siete palabras de la orden de partida. El fuego de la esquina de la estancia se extinguió y la pila de papeles con él; las velas volvían a estar en pie y ardían tranquilamente. El corazón de Nathaniel se agitó dentro del pecho.
—Sal del círculo, por favor.
Nunca había oído a su maestro un tono tan mordaz.
—Te dije que algunos no se hacen visibles. Son maestros del ilusionismo y conocen mil formas distintas de distraerte y tentarte. Un paso más y te hubieras encontrado en medio del fuego. Medita sobre esto mientras te quedas sin cena esta noche. ¡Sube a tu habitación!
Las invocaciones posteriores fueron menos angustiosas. Guiado solamente por sus sentidos normales y corrientes, Nathaniel observó demonios de mil formas seductoras. Algunos aparecieron con la de animales corrientes: gatos maulladores, perros de ojos grandes, hámsteres tristones y renqueantes que Nathaniel deseaba coger… Pajarillos encantadores daban saltitos y picoteaban los márgenes de sus círculos. En una ocasión, una lluvia de flores de manzano manó del aire colmando la habitación de una fragancia embriagadora que lo adormeció.
Aprendió a resistirse a tentaciones de todo tipo. Algunos espíritus invisibles le asaltaban con olores hediondos que le provocaban arcadas; otros lo embelesaban con perfumes que le recordaban al de la señorita Lutyens o al de la señora Underwood. Algunos otros trataban de atemorizarlo con sonidos espeluznantes, con ruidos desgarrados, susurros y gritos atropellados. Escuchó voces extrañas que le llamaban suplicantes, al principio agudas, luego resonaban cada vez más graves hasta que parecía que tocaban a muerto. Sin embargo, no permitió que nada de aquello lo afectara y jamás se atrevió a abandonar el círculo.
Pasó un año antes de que a Nathaniel se le permitiera llevar las gafas durante las invocaciones. Fue entonces cuando llegó a descubrir a muchos de los demonios tal como eran en realidad. Otros, los que eran algo más poderosos, mantuvieron sus espejismos incluso en el resto de planos observables. Nathaniel se acostumbró con calma y seguridad a todos aquellos cambios de la percepción tan desorientadores. Sus clases progresaban satisfactoriamente, igual que su autocontrol. Se endureció, se volvió más fuerte, más decidido a progresar. Empleaba todo el tiempo libre enfrascado en nuevos manuscritos.
Su maestro estaba satisfecho con el progreso de su alumno y Nathaniel, a pesar de su impaciencia con el ritmo de su educación, disfrutaba con lo que aprendía. Era una relación productiva, por no decir estrecha, y bien podría haber continuado siéndolo si no hubiera tenido lugar el desdichado incidente del verano anterior al decimoprimer cumpleaños de Nathaniel.