8
Arthur Underwood era un hechicero de medio pelo que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Internos. Un hombre solitario, de talante algo cascarrabias, que vivía con su mujer, Martha, en una casa de estilo georgiano en Highgate.
El señor Underwood nunca había tenido un aprendiz, ni tampoco lo quería. Era muy feliz trabajando solo. Sin embargo, sabía que tarde o temprano, como el resto de hechiceros, tendría que aceptar su turno y admitir a un niño en su casa.
En efecto, lo inevitable ocurrió, un día llegó una carta del Ministerio de Trabajo con la tan temida solicitud. Con deprimente resignación, el señor Underwood llevó a cabo su deber. La tarde acordada fue al ministerio a recoger su carga anónima.
Ascendió los escalones de mármol entre dos pilares de granito y entró en el resonante vestíbulo. Era un espacio enorme y anodino. Los oficinistas entraban y salían por las puertas de madera que había a cada lado y sus zapatos repiqueteaban respetuosos en el suelo. Al otro lado del vestíbulo se habían erigido dos estatuas de tamaño colosal a antiguos ministros de Trabajo y, encajonado entre aquellas, había un escritorio lleno a rebosar de pilas de papeles. El señor Underwood se aproximó. No fue hasta llegar junto al escritorio que distinguió, detrás de una muralla desordenada de carpetas desbordadas, el rostro de un pequeño y sonriente funcionario.
—Buenas tardes, señor —lo saludó el administrativo.
—El subsecretario Underwood. Estoy aquí para recoger a mi nuevo aprendiz.
—Ah… sí, señor. Le estaba esperando. Si es tan amable de firmarme unos cuantos papeles… —El administrativo rebuscó en una pila cercana—. No le llevará ni un minuto. Luego podrá recogerlo en la sala de estar.
—¿Recoger… lo? Entonces es un niño.
—Un niño, de cinco años. Brillante, si nos atenemos a las pruebas. Claro que algo triste en estos momentos… —El administrativo localizó una pila enorme de papeles y le tendió la pluma que llevaba detrás de la oreja—. Si no le importa poner el visto bueno en todas las páginas y firmar sobre la línea de puntos…
El señor Underwood blandió la pluma.
—En cuanto a sus padres… No están, presumo.
—No, señor. Les ha faltado tiempo para irse. Los típicos que cogen el dinero y corren, usted ya me entiende, señor. Apenas se entretuvieron en despedirse de su hijo.
—¿Y los procedimientos habituales de seguridad…?
—Su partida de nacimiento ha sido extraída y destruida, señor, y se le ha instruido muy seriamente para que no revele a nadie su nombre de pila y para que lo olvide. En estos momentos oficialmente no ha sido concebido. Puede comenzar con él desde cero.
—Muy bien. —Con un suspiro, el señor Underwood remató la última firma de trazos alargados e inseguros y le devolvió los documentos—. Si esto es todo, supongo que será mejor que vaya a buscarlo.
Atravesó una serie de pasillos silenciosos y una pesada puerta de paneles y entró en una estancia pintada de colores alegres que había sido abarrotada de juguetes para el entretenimiento de niños infelices. Allí, entre un caballito de balancín que esbozaba una mueca y una muñeca de plástico que representaba a una brujita con un cómico sombrero cónico, encontró a un niño pequeño y pálido. No hacía mucho que había estado llorando aunque, por fortuna, ya había parado. Dos ojos enrojecidos alzaron la vista hacia él sin comprender. El señor Underwood se aclaró la garganta.
—Soy Underwood, tu maestro. Tu verdadera vida comienza ahora. Ven conmigo.
El niño se sorbió los mocos de forma audible. El señor Underwood se percató de que la barbilla le temblaba peligrosamente. Con cierto fastidio, cogió al niño de la mano, lo puso en pie y lo condujo por los resonantes pasillos hacia el coche que les esperaba fuera.
En el camino de vuelta a Highgate, el hechicero trató en un par de ocasiones de entablar una conversación con el niño, pero se topó con un silencio lastimero. Aquello le disgustó, con un bufido de frustración se dio por vencido y conectó la radio para informarse de los resultados del criquet. El niño permaneció sentado inmóvil en el asiento de atrás, mirándose las rodillas.
Su mujer salió a recibirles a la puerta. Llevaba una bandeja de galletas y una taza humeante de chocolate y, sin perder tiempo, condujo atropelladamente al niño a una acogedora sala de estar en la que un fuego ardía en el hogar.
—Creo que este niño es medio tonto, Martha —gruñó el señor Underwood—. No ha dicho ni una palabra.
—¿Y te sorprende? Está aterrado, pobrecillo. Déjame a mí.
La señora Underwood era una mujer diminuta y rechoncha con el pelo muy blanco y corto. Sentó al niño en una silla junto al fuego y le ofreció una galleta. El niño ni siquiera la miró. Pasó media hora. La señora Underwood parloteó en un tono agradable de todo lo que se le pasó por la cabeza. El niño bebió un poco de chocolate y mordisqueó una galleta pero, aparte de eso, lo único que hizo fue contemplar el fuego, ensimismado. Al final, la señora Underwood tomó una decisión. Se sentó a su lado y le rodeó los hombros con los brazos.
—Bueno, corazón —dijo—, vamos a hacer un trato. Ya sé que te han dicho que no le digas a nadie tu nombre, pero conmigo puedes hacer una excepción. No llegaré a conocerte de verdad llamándote «niño», ¿no? De modo que, si tú me dices tu nombre, yo te diré el mío… bajo el más estricto secreto. ¿Qué me dices? ¿Eso ha sido un sí? Muy bien. Yo me llamo Martha ¿y tú…?
—Nathaniel —dijo con un apagado gimoteo y una voz aún más apagada.
—Qué nombre más bonito. No te preocupes que no se lo diré a nadie. ¿A que ahora ya te sientes mejor? Coge otra galleta. Nathaniel, ¿quieres ver tu habitación?
Una vez el niño hubo comido y se metió en la cama, la señora Underwood fue a informar a su marido que estaba trabajando en el gabinete.
—Por fin se ha dormido —le comunicó—. No me sorprendería que estuviera en estado de shock… Y no es para menos después de que sus padres lo hayan abandonado como lo han hecho. Arrancar a un niño tan pequeño de su hogar es algo vergonzoso.
—Siempre se ha hecho así, Martha —se defendió su esposo—. Los aprendices tienen que salir de algún sitio.
El hechicero mantuvo la cabeza inclinada con toda la intención sobre su libro. Su mujer no se dio por aludida.
—Deberían permitirle permanecer con su familia —insistió—. O, al menos, que los viera de vez en cuando.
Cansinamente, el señor Underwood dejó el libro sobre la mesa.
—Sabes muy bien que eso es imposible. Ha de olvidarse de su nombre o enemigos futuros podrían utilizarlo contra él. ¿Cómo va a olvidarlo si mantiene el contacto con su familia? Además, nadie ha obligado a sus padres a separarse de su mocoso. No lo querían, esa es la verdad, Martha, o no hubieran respondido a los anuncios. Es muy sencillo: ellos obtienen una suma considerable de dinero como compensación, él obtiene una oportunidad para servir a su país al más alto nivel, y el Estado obtiene un nuevo aprendiz. Sencillo. Todo el mundo gana, nadie pierde.
—No obstante…
—… A mí no me hizo ningún mal, Martha. —El señor Underwood alargó la mano hacia el libro.
—Sería mucho menos cruel si a los hechiceros se les permitiera tener sus propios hijos.
—Ese camino conduce a dinastías encontradas y alianzas familiares que siempre acaban en enfrentamientos sangrientos. Repasa los libros de historia, Martha; mira lo que ocurrió en Italia. No te preocupes por el niño. Es joven, pronto lo habrá olvidado todo. Bueno, ¿qué te parece si me preparas algo de cenar?
La casa del hechicero Underwood era el tipo de edificio que aportaba un aire elegante, sencillo y señorial a la calle, pero que se extendía por la parte de atrás hasta una distancia considerable en un caos de escaleras y pasillos a diferentes niveles. En total contaba con cinco plantas: un sótano lleno de botelleros de vino, cajones de champiñones y cajas de frutos secos; la planta baja con un salón, un comedor, una cocina y un jardín de invierno; dos plantas superiores con baños, habitaciones y talleres; y, en lo más alto, un ático. Era allí donde dormía Nathaniel, bajo un techo de vigas encaladas y de inclinación pronunciada.
Cada mañana, al alba, lo despertaba el estridente arrullo de las palomas en el tejado. En el techo había un pequeño tragaluz a través del cual, si se subía a una silla, podía contemplar el horizonte gris enjuagado por la lluvia londinense. La casa se alzaba en una colina y tenía buenas vistas; en un día despejado llegaba a ver la antena de radio del Palacio de Cristal a lo lejos, al otro lado de la ciudad.
Los muebles de su habitación consistían en un armario barato de contrachapado, una pequeña cómoda, un escritorio, una silla y una estantería junto a la cama. Todas las semanas, la señora Underwood colocaba sobre el escritorio un jarrón con flores recién cortadas.
Desde aquel triste primer día, la mujer del hechicero se había encargado del niño. Le gustaba y era amable con él. En la privacidad de la casa, a menudo se dirigía al aprendiz por su nombre verdadero a pesar del serio descontento de su marido.
—Ni siquiera nosotros deberíamos saber el nombre del mocoso —le recriminaba—. ¡Está olvidado! Podría comprometerlo. Cuando cumpla doce años, cuando llegue a la mayoría de edad, se le dará su nuevo nombre, por el que será conocido tanto como hechicero como por hombre, para el resto de su vida. Mientras tanto, es un error…
—¿Quién lo va a saber? —protestaba su mujer—. Nadie. Eso consuela al pobre crío.
Era la única persona que utilizaba su nombre. Sus tutores le llamaban «Underwood», por su maestro. Su propio maestro se dirigía a él como «muchacho».
En respuesta a su afecto, Nathaniel premiaba a la señora Underwood con una manifiesta devoción. Siempre estaba pendiente de sus palabras y seguía sus indicaciones en todo.
Al final de la primera semana, la señora Underwood le llevó un regalo a la habitación.
—Es para ti —le dijo—. Es un poco viejo y tristón, pero pensé que te gustaría.
Era un cuadro de barcas remontando un riachuelo, rodeadas de marismas y un paisaje campestre. El barniz estaba tan oscurecido por el tiempo que los detalles apenas se apreciaban; sin embargo, Nathaniel quedó prendado al instante. Observó a la señora Underwood mientras esta lo colgaba en la pared sobre su escritorio.
—Vas a ser un hechicero, Nathaniel —añadió—, y ese es el mayor privilegio que cualquier chico o chica pueda obtener. Tus padres hicieron un inmenso sacrificio cuando te entregaron a este noble destino. No, no llores, corazón. Has de ser fuerte, has de esforzarte al máximo y has de aprender todo lo que tus tutores te exijan. Si lo haces, honrarás tanto a tus padres como a ti mismo. Acércate a la ventana y súbete a la silla. Ahora, mira hacia allí. ¿Ves esa pequeña torre a lo lejos?
—¿Esa?
—No, eso es un bloque de oficinas, corazón. La marrón, allí, a la izquierda. Esa es. Eso es el Parlamento, cariño, adonde van los hechiceros más importantes para gobernar Gran Bretaña y el Imperio. El señor Underwood siempre está allí. Y si tú trabajas duro y haces todo lo que tu maestro te pida, un día tú también irás allí y no habrá mujer más orgullosa de ti que yo sobre la faz de la tierra.
—Sí, señora Underwood.
Miró la torre hasta que le dolieron los ojos, grabando su ubicación en su mente. Ir al Parlamento… Un día así sería. Trabajaría duro y ella se sentiría orgullosa de él.
Con el tiempo y las constantes atenciones de la señora Underwood, la añoranza de Nathaniel comenzó a disiparse. Los recuerdos de sus alejados padres se debilitaron y el dolor que sentía en lo más profundo de su ser disminuyó hasta que casi olvidó su existencia. Una estricta rutina de trabajo y estudio ayudó al proceso; ocupaba casi todo su tiempo por lo que le dejaba muy pocos momentos para atormentarse pensando en ellos. Durante la semana, la rutina comenzaba cuando la señora Underwood lo levantaba llamando un par de veces a su puerta.
—El té está fuera, en el escalón. Con la boca, no con los pies.
Aquello formaba parte de un ritual que tenía su origen en una mañana en la que, de camino al baño de abajo, Nathaniel salió de estampida de la habitación medio aturdido, su pie le propinó un puntapié a la taza y consiguió que una ola de té caliente rompiera contra la pared del descansillo. Años después, la mancha seguía siendo visible, como la marca de una gota de sangre. Por fortuna, su maestro no había descubierto aquel desastre. Nunca subía al ático.
Tras asearse en el baño del piso inferior, Nathaniel se ponía una camisa, pantalones grises, calcetines largos y grises, unos elegantes zapatos negros y, si era invierno y la casa estaba fría, un jersey grueso de lana que la señora Underwood le había comprado. Se cepillaba el pelo a conciencia frente al espejo de cuerpo entero del baño, recorriendo con la vista la figura delgada e impecable de tez blanquecina que le devolvía la mirada. Luego, bajaba por las escaleras traseras hasta la cocina cargando con sus deberes escolares. Mientras la señora Underwood le preparaba los cereales y las tostadas trataba de acabar los que le quedaban de la noche anterior. A menudo, la señora Underwood hacía lo que podía para ayudarlo.
—¿Azerbaiyán? La capital es Bakú, creo.
—¿Vacú?
—Sí, míralo en el atlas. ¿Para qué estás aprendiendo eso?
—El señor Purcell dice que tengo que aprenderme Oriente Medio esta semana… Los países y todo eso.
—Alegra esa cara, las tostadas ya están. Bueno, es importante que aprendas todas esas «cosas». Tienes que conocer la base antes de pasar a lo interesante.
—Pero es que es tan aburrido…
—No lo creas. Yo he estado en Azerbaiyán. Bakú es casi un vertedero, pero no deja de ser un centro importante para la búsqueda de efrits.
—¿Qué son?
—Demonios del fuego. La segunda forma de espíritu más poderosa. El fuego como elemento es muy poderoso en las montañas de Azerbaiyán. Además, allí es donde nació la doctrina zoroástrica; veneran el fuego divino que se encuentra en todos los seres vivos. Si estás buscando la crema de chocolate está detrás de los cereales.
—¿Vio algún genio cuando estuvo allí, señora Underwood?
—No hace falta ir a Bakú para encontrar un genio, Nathaniel… y no hables mientras comes, estás dejándome el mantel lleno de migas. No, los genios vienen a ti, especialmente si estás en Londres.
—¿Cuándo veré un frit?
—Un efrit. Espero que todavía quede mucho para eso si sabes lo que te conviene. Venga, acaba de una vez, el señor Purcell debe de estar esperándote.
Después de desayunar, Nathaniel cogía sus libros de la escuela y subía las escaleras hasta el gabinete del primer piso en el que sin duda el señor Purcell ya lo estaba esperando. Su profesor era un hombre joven de cabello rubio que le comenzaba a escasear y que a menudo se atusaba en un intento inútil por disimular su cuero cabelludo. Lucia un traje gris que le venía un poco grande y una secuencia alternante de corbatas espantosas. Su nombre de pila era Walter. Había muchas cosas que le ponían nervioso y hablar con el señor Underwood (cosa que tenía que hacer alguna que otra vez) lo agitaba sobremanera. A consecuencia de sus nervios, pagaba sus frustraciones con Nathaniel. Era demasiado íntegro para ser cruel con el niño, que era un trabajador competente; solía decantarse por saltar furibundo ante los errores de Nathaniel con un chillido de chihuahua.
Nathaniel no aprendía magia alguna con el señor Purcell porque este no sabía. En su lugar, tenía que aplicarse en otras materias, ante todo matemáticas, lenguas modernas (francés y checo), geografía e historia. La política también era importante.
—Bien, joven Underwood —decía el señor Purcell—. ¿Cuál es el objetivo primordial de nuestro honorable gobierno? —Nathaniel lo miraba sin saber qué contestar—. ¡Venga, vamos!
—¿Gobernarnos, señor?
—Protegernos. No olvide que nuestro país está en guerra: Praga todavía domina las llanuras orientales de Bohemia y luchamos por contener a sus ejércitos fuera de Italia. Son tiempos difíciles. Los agitadores y los espías andan sueltos por Londres. Si hemos de mantener el Imperio unido, tenemos que contar con un gobierno fuerte, y fuerte significa hechiceros. Imagínese el país sin ellos. Sería impensable, ¡esos plebeyos ostentarían el poder! Nos precipitaríamos al caos y a eso le seguiría de cerca la invasión. Lo único que se interpone entre nosotros y la anarquía son nuestros líderes. Eso es a lo que ha de aspirar, muchacho. A formar parte del gobierno y a obrar con integridad. Que no se le olvide.
—Sí, señor.
—La integridad es la cualidad más importante de un hechicero —continuaba el señor Purcell—. Él o ella ostentan un gran poder y deben usarlo con discreción. En el pasado, hechiceros desaprensivos han tratado de hacer caer al Estado, pero siempre han sido derrotados. ¿Por qué? Porque los hechiceros de verdad luchan con la virtud y la justicia de su lado.
—Señor Purcell, ¿es usted hechicero?
Su profesor se atusó el pelo hacia atrás y suspiró.
—No, Underwood. No fui… elegido. Sin embargo, continuo sirviendo lo mejor que puedo. Ahora…
—… Entonces ¿es usted un plebeyo?
El señor Purcell golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¡Haga el favor! ¡Soy yo quien hace las preguntas! Saque su transportador. Pasaremos a la geometría.
Poco después de cumplir ocho años, el itinerario curricular de Nathaniel se amplió. Por un lado, comenzó a estudiar química y física y, por otro, historia de las religiones. También se inició en otras lenguas clave que incluían el latín, el arameo y el hebreo.
Aquellas actividades básicas ocupaban a Nathaniel desde las nueve de la mañana hasta la hora de comer, a la una, hora en la que descendía hasta la cocina para devorar en soledad los sandwiches que la señora Underwood le había dejado fuera, con una envoltura húmeda de plástico adherente.
Por las tardes, el horario cambiaba. Dos días a la semana, Nathaniel continuaba el trabajo con el señor Purcell. Otros dos, lo llevaban calle abajo a una piscina en la que un hombre corpulento con mostacho en forma de guardabarros le obligaba a hacer una tabla agotadora. Junto a una pandilla de niños desaliñados, Nathaniel tenía que nadar innumerables largos ayudándose de cualquier estilo concebible. Siempre estaba demasiado avergonzado y extenuado para charlar con sus compañeros de natación y ellos, intuyendo lo que era, se mantenían a distancia. Ya a la edad de ocho años lo evitaban y lo dejaban solo.
Las actividades de las otras dos tardes consistían en música (los jueves) y dibujo (los sábados). Nathaniel odiaba la música incluso más que la natación. Su tutor, el señor Sindra, era un hombre obeso de mal carácter cuya papada le temblaba al caminar. Nathaniel la perseguía con la mirada: si el temblor aumentaba, era una señal inconfundible de un ataque de ira. Aquellos ataques aparecían con deprimente regularidad. El señor Sindra apenas conseguía contener su rabia cuando Nathaniel tocaba las escalas a toda prisa, interpretaba mal las notas o no acertaba en la ejecución de una pieza musical por no haberla estudiado con anterioridad, cosas que ocurrían a menudo.
—¿Cómo se propone invocar una lamia —clamaba el señor Sindra— punteando de esa manera? ¿Cómo? ¡Es que me quedo pasmado! ¡Déme eso!
Le arrebataba la lira de las manos y la estrechaba contra su ancho pecho. A continuación, con los ojos cerrados en éxtasis comenzaba a tañerla. Una dulce melodía inundaba la estancia. Los dedos gordezuelos se movían sobre las cuerdas como salchichas danzarinas. Fuera, los pajarillos se detenían en el árbol a escuchar. Los ojos de Nathaniel se anegaban de lágrimas. Los recuerdos de un pasado lejano cruzaban ante él a la deriva, como fantasmas…
—¡Ahora usted!
La música se detenía con un chirrido discordante. Le arrojaba la lira a Nathaniel y este comenzaba a puntear las cuerdas. Sus dedos tropezaban y se entrechocaban. Fuera, algunos pajarillos caían del árbol llenos de estupor. Los mofletes del señor Sindra se agitaban como la tapioca fría.
—¡Idiota! ¡Deténgase! ¿Quiere que la lamia se lo coma? ¡Tiene que embelesarla, no enfurecerla! Deje ese pobre instrumento. Probaremos con la gaita.
Gaita o lira, voces corales o sistro, fuera lo que fuese lo que Nathaniel probase, sus intentos vacilantes se encontraban con bramidos de ira y desesperación. Completamente distintas eran sus clases de dibujo, las cuales discurrían en paz bajo la tutoría de la señorita Lutyens. Espigada y de carácter afable, era la única de sus profesores con quien Nathaniel podía hablar con libertad. Al igual que la señora Underwood, no estaba de acuerdo con aquella situación de «sin nombre». En confianza, le había pedido que le dijera su nombre y el niño lo había hecho sin pensárselo dos veces.
—¿Por qué tengo que repetir una y otra vez este dibujo? —le preguntó una tarde de primavera mientras estaban en el gabinete y una fresca brisa se colaba a través de la ventana abierta—. Es difícil y aburrido. Preferiría dibujar el jardín o esta habitación… O a usted, señorita Lutyens.
—Hacer un bosquejo está muy bien para los artistas —respondió aquella riendo—, Nathaniel, o para jóvenes ricas sin nada más que hacer. No vas a convertirte en artista o en joven rica, y el objetivo con el que te eligieron es muy diferente. Vas a ser un artesano, un dibujante técnico. Tendrás que ser capaz de reproducir cualquier dibujo que desees, con rapidez, sin titubeos y, sobre todo, a la perfección.
Miró con desaliento el papel que descansaba encima de la mesa que los separaba. Mostraba un intrincado dibujo de hojas, flores y follaje ramificados con figuras abstractas encajadas que se ajustaban a la perfección. El recreaba la imagen en su cuaderno de bocetos y va había estado trabajando en ella durante dos horas sin descanso. Tenía la mitad acabada.
—Es que me parece inútil, eso es todo —protestó, con un hilo de voz.
—No es inútil —replicó la señorita Lutyens—. Déjame ver tu trabajo. Bueno, no está mal, Nathaniel, nada mal, pero mira, ¿no crees que este cupulino es bastante más grande que el original? ¿Lo ves? Y te has dejado un agujero en este tallo. Eso es un fallo muy grave.
—Solo es un pequeño fallo. Lo demás está bien, ¿no?
—Esa no es la cuestión. Si estuvieras copiando una estrella de cinco puntas y te dejaras un agujero, ¿qué ocurriría? Te costaría la vida. No querrás morir todavía, ¿verdad, Nathaniel?
—No.
—Muy bien, pues entonces no debes cometer errores. De lo contrario, pagarás por ellos. —La señorita Lutyens se recostó hacia atrás en su silla—. Lo que corresponde es que te haga repetir el dibujo.
—¡Señorita Lutyens!
—El señor Underwood no esperaría menos. —Hizo una pausa para reflexionar—. Sin embargo, en vista de tu protesta angustiada, supongo que sería inútil esperar que lo hicieras mejor la segunda vez. Por hoy lo dejaremos aquí. ¿Por qué no sales al jardín? Tienes pinta de necesitar que te dé un poco el aire.
Para Nathaniel, el jardín de la casa era un lugar de soledad y retiro temporal. Allí no se impartían lecciones. Ni tenía recuerdos desagradables de aquel lugar. Era alargado y de hierba poco tupida. Estaba rodeado por un muro alto de ladrillo rojo sobre el que crecían unas rosas trepadoras durante el verano. Seis manzanos se despojaban de sus flores blancas sobre la hierba. Dos rododendros se extendían a lo largo de la mitad del jardín. Más allá había una zona abrigada y en gran parte oculta a las muchas y enormes ventanas de la casa donde la hierba crecía alta y húmeda. Un castaño de Indias de un jardín vecino se cernía sobre un banco de piedra, verde por el liquen, resguardado bajo las sombras del muro. Junto al banco había una estatua de mármol de un hombre empuñando un rayo. Llevaba una chaqueta de estilo Victoriano y lucía unas patillas gigantescas que sobresalían de sus mejillas como las pinzas de un escarabajo. El tiempo había sido inclemente con la estatua, que estaba cubierta de un fino manto de musgo, aunque continuaba transmitiendo la sensación de gran energía y poder. A Nathaniel le fascinaba e incluso había llegado a preguntar a la señora Underwood quién era, aunque ella se había limitado a sonreír.
—Pregúntaselo a tu maestro —le dijo—. El lo sabe todo.
Sin embargo, Nathaniel no se había atrevido a hacerlo. Aquel lugar tranquilo, con su soledad, su asiento de piedra y su estatua del hechicero desconocido, era el lugar al que Nathaniel acudía siempre que necesitaba calmarse antes de una lección con su frío y severo maestro.