El niño egipcio paseó sin rumbo fijo por el callejón, dobló un par de esquinas a la derecha y salió a una de las muchas calles que convergen en Trafalgar Square. Repasé los planos mientras me dirigía hacia allí.
Olvidemos la plaza, demasiados niños irritantes alrededor. Aunque, tal vez, si encontrara un refugio cerca de allí… el pulso del Amuleto seguiría siendo difícil de localizar por las esferas. Podría esconderme detrás de unos cubos de basura hasta que llegara el amanecer. Era la única opción. Estaba demasiado cansado para volver a levantar el vuelo.
Y quería pensar un poco.
El viejo dolor había comenzado de nuevo, palpitaba en el pecho, en el estómago y en los huesos. No era bueno para la salud estar revestido de un cuerpo demasiado tiempo. Cómo lo soportan los humanos sin volverse locos es algo que nunca comprenderé.[1]
Avancé tambaleante por la fría y oscura calle, contemplando mi reflejo fugaz mientras pasaba junto a los espacios vacíos de las ventanas a lo largo del camino. El niño iba encogido de hombros para protegerse del frío y con las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora. Arrastraba las zapatillas de deporte sobre el pavimento. Su actitud expresaba a la perfección el fastidio que yo sentía. A cada paso, el Amuleto repicaba contra mi pecho. Si hubiera estado en mi mano hacerlo, me lo habría arrancado y lo habría arrojado al cubo de basura más cercano antes de evaporarme lleno de indignación. Pero estaba obligado a cumplir los deseos del crío.[2] Tenía que conservarlo.
Tomé una calle lateral para alejarme del tráfico. La tupida oscuridad de los edificios altos que se cernían sobre mí a ambos lados de la calle me agobiaba. Las ciudades me deprimen casi tanto como estar bajo tierra. Y en eso, Londres se lleva la palma: fría, gris, saturada de olores y lluviosa. Me hace añorar el sur, los desiertos y el cielo azul y despejado.
El siguiente callejón que conducía a la izquierda estaba abarrotado de cartones y periódicos mojados. Automáticamente, eché un vistazo a través de los planos; no vi nada. Aquello me serviría. Rehuí las dos primeras porterías por razones higiénicas. La tercera estaba seca. Me senté.
Ya era hora de que pensara en los acontecimientos de la noche ocurridos hasta aquel momento. Había sido movidita. Primero estaba el crío paliducho, después Simon Lovelace, el amuleto, Jabor, Faquarl… Una bonita combinación de mil demonios en todos los sentidos. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué importaba? Al alba entregaría el Amuleto y me olvidaría de todo aquello para siempre.
Salvo del asunto del crío. Me las pagaría por aquello, como que me llamaba Bartimeo. No se puede humillar a Bartimeo de Uruk obligándole a dormir en un callejón del West End y pretender salirte con la tuya. Primero averiguaría su nombre y luego… Un momento. Pisadas en el callejón, se aproximaban varios pares de botas. Tal vez fuera una coincidencia, Londres es una ciudad y la gente la utiliza. La gente utiliza los callejones. Quienquiera que fuese el que se acercaba, seguramente solo estaba tomando un atajo hasta casa. ¿Precisamente por el callejón en el que resultaba que estaba escondido…? No creo en las coincidencias.
Retrocedí hasta el pozo de oscuridad de la portería y lancé un conjuro de ocultación sobre mí mismo. Un manto de tupidas hebras negras me cubrió donde estaba sentado, entre las sombras, mezclándome con la penumbra. Esperé.
Las botas se acercaron. ¿Quién podría ser? ¿Una patrulla de la Policía Nocturna? ¿Una horda de hechiceros enviados por Simón Lovelace? A pesar de todo, tal vez las esferas me habían encontrado.
No era ni la policía ni los hechiceros. Eran los chavales de Trafalgar Square. Cinco chicos y una chica a la cabeza. Merodeaban por allí, mirándolo todo como quien no quiere la cosa. Me relajé un poco. Estaba bien escondido y, aunque no lo hubiera estado, no había nada que temer, ya que estábamos alejados de la gente. Hay que reconocerlo, los chicos eran corpulentos y desgarbados, pero no dejaban de ser niños con tejanos y cazadoras de piel. La chica llevaba una chaqueta negra de piel y unos pantalones que se ensanchaban sin fin de rodillas para abajo. Sobraba suficiente tela como para hacer otro pantalón para un enano. Se aproximaron por el callejón, rebuscando entre la basura. De repente, caí en la cuenta de su silencio antinatural.
Por si acaso, comprobé de nuevo el resto de planos. En todos ellos, las cosas estaban como debían estar. Seis niños.
Escondido detrás de mi escudo, esperé a que pasaran. La chica estaba al mando. Llegó a mi altura. A salvo detrás de mi barrera, bostecé. Uno de los muchachos tocó a la chica en el hombro.
—Está allí —le dijo, señalando con un dedo.
—Traedlo —ordenó la chica.
Antes de que tuviera la oportunidad de recuperarme de la sorpresa, tres de los chicos más corpulentos entraron en la portería y se abalanzaron sobre mí. En cuanto tocaron las briznas del ocultamiento, las hebras se rasgaron y se desvanecieron. Por un instante me sentí arrollado por un maremoto de cuero envejecido, loción barata para después del afeitado y desodorante. Se me sentaron encima, me golpearon en la cabeza y me pusieron en pie sin más ceremonias. No perdí los estribos, al fin y al cabo soy Bartimeo.
El callejón se iluminó con un breve fogonazo de calor y luz. Los ladrillos de la portería parecían quemados con una plancha. Para mi sorpresa, los chicos aún se aguantaban en pie. Dos de ellos me cogieron de las muñecas como un juego de esposas mientras un tercero me sujetaba por la cintura con sus brazos.
Repetí el efecto con mayor énfasis. Las alarmas de los coches de la calle contigua comenzaron a sonar. Aquella vez, lo confieso, esperaba quedar agarrado por tres cadáveres carbonizados.[3]
Sin embargo, los chicos seguían allí, respirando con dificultad y agarrándome con todas sus fuerzas. Algo no iba bien.
—No lo soltéis —ordenó la muchacha.
La miré; ella me miró. Era un poco más alta que mi manifestación del momento, de cabello largo y oscuro, como sus ojos. Los otros dos chicos la flanqueaban como si fueran su guardia de honor seborreica.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Llevas algo colgado del cuello. —La chica poseía una voz sorprendentemente desapasionada y autoritaria para alguien tan joven. Le eché unos trece años.
—¿Quién lo dice?
—Ha quedado a plena luz durante los dos últimos minutos, cretino. Se te salió de la camiseta cuando te saltamos encima.
—Ah, está bien.
—Dámelo.
—No.
Se encogió de hombros.
—Entonces te lo quitaremos. Te ha llegado la hora.
—No sabes con quién estás hablando, ¿verdad? —Traté de sonar despreocupado, con una ración de tono amenazador de acompañamiento—. No eres una hechicera.
—Ni ganas —contestó, escupiendo las palabras.
—Una hechicera se lo hubiera pensado dos veces antes de meterse con alguien como yo. —Estaba muy ocupado intentando que prendiera el factor intimidatorio, aunque es algo bastante complicadillo cuando un musculitos descerebrado te tiene agarrado por la cintura.
—¿Una hechicera se las hubiera apañado tan bien contra tus actos perversos? —La chica sonrió con frialdad.
En eso tenía razón. Para empezar, un hechicero no se hubiera atrevido a acercarse a más del ladrido de un perro sin ir protegido hasta las cejas con encantamientos y estrellas de cinco puntas. Por no decir que hubiera necesitado de la ayuda de diablillos para encontrarme bajo mi ocultamiento y, por último, tendría que haber invocado a un genio de peso para derrotarme. Si se atrevía. Sin embargo, aquella chica y sus amigos lo habían hecho ellos solitos, sin parecer que les preocupara demasiado. Tendría que haber dejado estallar una detonación en toda su magnitud o algo así, pero estaba demasiado cansado para filigranas. Contraataqué con fanfarronadas.
—¡Ja! Estoy jugando con vosotros. —Reí con voz de ultratumba.
—Eso es una fanfarronada.
Probé con otra táctica.
—Aunque me pese —dije—, he de confesar que me siento intrigado. Aplaudo vuestra valentía al atreveros a acercaros a mí. Si me decís vuestros nombres y propósito, os perdonaré la vida. En realidad, tal vez podría ayudaros. Dispongo de grandes artes en mi haber.
Para mi decepción, la chica se tapó los oídos con las manos.
—¡No quiero oír tus palabras engañosas, demonio! —replicó—. No conseguirás tentarme.
—Tengo por seguro que no deseas mi enemistad —proseguí en tono conciliatorio—. Mi amistad es algo mucho más preferible.
—No me interesa ninguna de las dos —repuso la chica dejando caer las manos—. Quiero lo que quiera que sea que llevas colgado del cuello.
—De eso ni hablar. De lo que podríamos hablar es de una pelea, pero aparte del mal que te infligiría, me aseguraría de dejar una pista que haría caer a la Policía Nocturna sobre nosotros como las gorgonas del infierno. No querrás atraer su atención, ¿verdad? —Aquello la hizo estremecer de modo casi imperceptible. Aproveché la ocasión—. No seas ingenua —proseguí—. Piénsatelo. Estás tratando de robarme un objeto muy poderoso que pertenece a un hechicero temible. En cuanto lo toques, te encontrará y forrará su puerta con tu piel.
Fuera aquella amenaza o acusarla de ingenua lo que la afectó, la chica se puso nerviosa. Lo adiviné por la dirección de su mohín. A modo de experimento, moví ligeramente uno de los codos. El chico que lo tenía agarrado gruñó e intensificó la presión sobre mi brazo.
Una sirena aulló unas cuantas calles más allá. La chica y sus guardaespaldas miraron inquietos hacia el fondo del callejón, hacia la oscuridad. Unas gotas de lluvia comenzaron a caer del cielo oculto.
—Bueno, ya basta —sentenció la chica. Dio un paso hacia mí.
—Ten cuidado —le advertí.
Alargó una mano. Cuando lo hizo, abrí la boca muy, pero que muy despacio. Rebuscó la cadena alrededor de mi cuello.
En un abrir y cerrar de ojos me convertí en un cocodrilo del Nilo con las mandíbulas abiertas. Las cerré de golpe sobre sus dedos.
La chica gritó y retiró el brazo más rápido de lo que hubiera creído posible. Mis dientes protuberantes entrechocaron a milímetros de sus dedos en retirada. Volví a intentar morderla al tiempo que me agitaba de un lado al otro en manos de mis captores. La chica chilló, resbaló y cayó sobre una pila de basura llevándose con ella a uno de sus guardaespaldas. Mi repentina transformación cogió a mis tres chicos por sorpresa, en particular al que me sujetaba el amplio estómago escamoso. Su presión se había relajado, pero los otros dos seguían aguantando. Mi larga y dura cola segó a la izquierda, luego a la derecha e hizo un crujiente y satisfactorio contacto con dos cabezas huecas. Sus cerebros, en el caso de que tuvieran, quedaron aturdidos; las mandíbulas se les aflojaron al tiempo que lo hacía la presión con la que me tenían sujeto.
Uno de los dos guardaespaldas de la chica solo había quedado confundido por un momento. Se recuperó, rebuscó en su cazadora y apareció con algo brillante en la mano. Cuando lo arrojó, volví a cambiar de forma. La veloz transformación de grande (el cocodrilo) a pequeño (un zorro) fue una decisión de lo más acertada, aunque sea yo quien lo diga. Las seis manos que habían estado tratando de sujetar unas escamas de gran tamaño, de repente se encontraron sujetando el aire cuando una pequeña bola peluda y un torbellino de zarpas caía de sus agitados dedos al suelo. En ese mismo instante, un proyectil resplandeciente y plateado atravesó el espacio donde segundos antes se encontraba la garganta del cocodrilo y quedó incrustado en la puerta metálica de detrás.
Los sonidos fueron apagándose en la distancia. Hecho un ovillo entre una bolsa de basura que goteaba y un cajón avinagrado de botellas vacías, el zorro escuchaba atento con las orejas levantadas. Los gritos y los silbidos fueron haciéndose más distantes y confusos; para el zorro fue como si se fundieran y se convirtieran en un aullido agitado.
El ruido cesó por completo. El callejón estaba silencioso. Solo, en medio de la inmundicia, el zorro quedó fuera de combate.
El zorro corrió por el callejón deslizando las zarpas sobre los resbaladizos adoquines. Un silbido perforador hendió el aire frente a él. El zorro se detuvo en seco. Unos reflectores recorrieron de un lado al otro puertas y paredes. Unos pasos a la carrera siguieron las luces. Justo lo que necesitaba. Llegaba la Policía Nocturna. Cuando dirigieron un haz de luz hacia mí, salté con elegancia hacia la boca abierta de un cubo de basura de plástico. Cabeza, cuerpo, cola… Desaparecido. La linterna pasó sobre el cubo y siguió callejón abajo.
Aparecieron más hombres, gritando, haciendo sonar sus silbatos, corriendo hacia donde había dejado a la chica y a sus acompañantes. A continuación un gruñido, un olor acre y algo que podría haber sido un perro enorme tras ellos perdiéndose en la noche.
Los sonidos fueron apagándose en la distancia. Hecho un ovillo entre una bolsa que goteaba y un cajón avinagrado de botellas vacías, el zorro escuchaba atento con las orejas levantadas. Los gritos y los silbidos fueron haciéndose más distantes y confusos; para el zorro fuer como si se fundieran y se convirtieran en un aullido agitado.
El ruido cesó por completo. El callejón estaba silencioso. Solo, en medio de la inmundicia, el zorro quedó fuera de combate.