Bartimeo

6

El problema de un artilugio de gran poder mágico como el amuleto de Samarkanda es que posee un aura palpitante inconfundible[1] que atrae la atención como un hombre desnudo en un funeral. Sabía que en cuanto Simon Lovelace fuera informado de mi huida, enviaría rastreadores en busca del palpito revelador y que, cuanto más tiempo permaneciera en un sitio, más oportunidades había de que algo me localizara. El crío no me invocaría hasta el alba,[2] de modo que aún me quedaba superar unas cuantas horas sin descanso.

¿Qué podría enviar el hechicero tras de mí? No era probable que dispusiera de muchos más genios del poder de Faquarl y Jabor; no obstante, podría ser muy capaz de reunir una horda de sirvientes menos poderosos para que se unieran a la caza. Por lo general, puedo liquidar trasgos y similares con una garra atada a la espalda, pero en el caso de que llegaran en gran número y yo estuviese cansado, las cosas podrían ponerse feas.[3]

Me alejé de Hampstead volando a toda velocidad y me refugié bajo los aleros de una casa abandonada junto al Támesis, donde me arreglé las plumas con el pico y observé el firmamento. Al cabo de un rato, siete pequeñas esferas de luz roja pasaron por el cielo a baja altitud. Cuando alcanzaron la mitad del río, dividieron fuerzas: tres continuaron hacia el sur, dos se dirigieron hacia el oeste y dos hacia el este. Retrocedí hasta las sombras del tejado; no obstante, no se me escapó que el Amuleto vibró con mayor intensidad cuando las esferas de rastreo más próximas desaparecieron río abajo. Aquello me puso los nervios de punta. Poco después me trasladé a un travesaño a media altura de una grúa en la orilla opuesta, donde estaban levantando a orillas del río unos pisos elegantes para la aristocracia de los magos.

Pasaron cinco silenciosos minutos. El río lamía los pilotes fangosos del muelle alrededor de los que se arremolinaba. Unas nubes se arrastraron por delante de la luna. Una repentina y espantosa luz verde resplandeció en todas las ventanas de la casa abandonada de la otra orilla. Unas sombras encorvadas se movieron dentro, rebuscando. No encontraron nada, la luz se condensó, se convirtió en una bruma brillante que se desbordó por las ventanas y la barrió el viento. La oscuridad volvió a envolver la casa. Volé de inmediato hacia el sur, disparado como una flecha y lanzándome en picado de una calle a otra.

Durante media noche continué mi frenético baile huidizo por todo Londres. Las esferas[4] habían salido en mayor número de lo que había temido (estaba claro que más de un hechicero las había invocado) y aparecían sobre mi cabeza a intervalos regulares. Para mantenerme a salvo, tuve que permanecer en movimiento, y aun así casi me pillan en un par de ocasiones. En una de ellas, doblé la esquina de un edificio oficial y casi me doy de bruces con una esfera que venía en sentido contrario; en la otra, una vino hacia mí cuando, superado por el cansancio, me acurruqué en un abedul de Green Park. En ambas ocasiones conseguí escapar antes de que llegaran los refuerzos.

Poco después ya no podía ni con mis plumas. La constante sangría de soportar una forma física estaba agotando y consumiendo una energía preciosa, así que decidí poner en práctica un plan diferente: encontrar un sitio donde otras emisiones mágicas ahogaran la vibración del Amuleto. Había llegado el momento de mezclarse con la multitud de múltiples cabezas, el populacho, es decir, con la gente. Estaba desesperado.

Volví volando al centro de la ciudad. Incluso a aquellas altas horas de la noche los turistas seguían circulando alrededor de la columna de Nelson en Trafalgar Square como una marabunta parlanchina, comprando amuletos de ocasión en los puestos de venta oficiales hacinados entre los leones. Una armonía de pulsaciones mágicas se elevó de la plaza. Era tan buen sitio como otro cualquiera para esconderse.

Un rayo emplumado salido de la noche se abatió en picado y desapareció en el escaso espacio entre dos puestos. Segundos después emergió un niño egipcio de ojos tristes que se abrió camino a codazos entre la muchedumbre. Llevaba unos tejanos nuevos y una cazadora negra acolchada sobre una camiseta blanca; también unas zapatillas de deporte blancas y enormes con cordones que se le desataban a cada paso. Se mezcló entre la multitud.

Sentí que el Amuleto ardía contra el pecho. A intervalos regulares emitía pequeñas ondas de calor intenso en ráfagas dobles, como si fueran latidos de corazón. Esperaba con toda el alma que aquella señal se viera amortiguada por las auras que me rodeaban.

Gran parte de la magia que había allí era solo de postín, sin sustancia. La plaza estaba plagada de charlatanes con licencia que vendían fruslerías y amuletos menores aprobados por las autoridades para uso común.[5] Turistas estadounidenses y japoneses con los ojos abiertos como platos revolvían entre las pilas de piedras multicolores y bisutería tratando de recordar a qué signo zodiacal pertenecían sus familiares mientras los risueños vendedores cockney trataban de llamar su atención con paciencia. Si no fuera por los fiases de las cámaras, aquello podría haber sido Karnak. Se cerraban tratos, se oía griterío, todo el mundo sonreía… Era el cuadro viviente y atemporal de la ingenuidad y la codicia.

Aunque no todo lo que había en aquella plaza era insignificante. Aquí y allí, unos hombres de rostro bastante más sombrío hacían guardia en la entrada de pequeños puestos con la cortina echada donde los visitantes eran admitidos de uno en uno. Era evidente que allí dentro había artilugios de auténtico valor, pues, sin excepción, pequeños observadores merodeaban con no demasiadas buenas intenciones alrededor de aquellos puestos en las formas que podían levantar menos sospechas, palomas en su mayoría. Evité acercarme demasiado por si acaso eran más perspicaces de lo que parecían.

Unos cuantos hechiceros deambulaban entre la multitud. No era probable que estuvieran allí para comprar algo, lo más seguro es que se encontraran haciendo el turno de noche en las oficinas del gobierno, en Whitehall, y hubieran salido a tomar el aire. Uno (con un traje caro) llevaba por acompañante a un diablillo del segundo plano brincando en sus talones; los otros (de atuendos más humildes) únicamente arrastraban el revelador aroma a incienso, sudor seco y cera de vela.

La policía también estaba presente: unos cuantos agentes y un par de hombres peludos y de cara chupada de la Policía Nocturna que se dejaban ver lo justo para evitar que hubiera problemas.

Y alrededor de la plaza giraban los faros de los coches que llevaban a los ministros y a otros hechiceros de sus oficinas del Parlamento a sus clubes en St. James. Estaba cerca del centro de un gran círculo de poder que dominaba un imperio y era allí donde, con suerte, permanecería sin ser detectado hasta que por fin se me invocara.

O tal vez no.

Estaba paseando despreocupado junto a un tenderete de aspecto particularmente deteriorado y examinando su mercancía cuando experimenté la inquietante sensación de que me observaban. Volví un poco la cabeza y recorrí la multitud con la vista. Una masa amorfa. Comprobé los planos. No había peligros ocultos, solo un rebaño bovino, manso y humano. Volví al tenderete y con la mente ausente escogí un My Magic Mirror®, un trozo de espejo barato pegado a un marco de plástico rosa decorado con varitas mágicas, gatos, brujos y sombreros.

¡Otra vez! Me volví con brusquedad. A través de un hueco entre la multitud, justo enfrente de mí, vi una hechicera bajita y rechoncha, una caterva de niños apiñados alrededor de un puesto y un policía mirándoles receloso. Nadie parecía tener el mínimo interés en mí. Sin embargo, yo sabía lo que había sentido. La próxima vez estaría preparado. Fingí estar muy entusiasmado examinando el espejo. UN NUEVO Y EXTRAORDINARIO REGALO DE LONDRES, ¡LA CAPITAL de la magia mundial!, rezaba la etiqueta posterior. FABRICADO EN TAIW…

Entonces volví a experimentar aquella sensación. Giré sobre mis talones más veloz que un gato y… ¡Bingo! Atrapé de pleno a los mirones. A dos de ellos, un chico y una chica, del grupo de niños. No les di tiempo para apartar la mirada. El chaval tendría unos quince años, el acné estaba sitiando su rostro con cierto éxito. La chica era más joven, pero sus ojos eran fríos y duros. Le devolví la mirada. ¿Qué me importaba? Eran humanos, así que ellos no podían ver lo que era yo. Que miraran.

Tras unos segundos no pudieron sostenerla y la apartaron. Me encogí de hombros e hice el amago de marcharme de allí. El dependiente de aquel tenderete tosió audiblemente. Devolví el My Magic Mirror® con cuidado a su bandeja, esbocé una sonrisa de oreja a oreja y me fui.

Los críos me siguieron.

Los vi en el siguiente tenderete, observándome desde detrás de un puesto de algodón de azúcar. Se movían en grupo, tal vez cinco o seis de ellos, no estaba seguro. ¿Qué querrían? ¿Robarme? Si era aquello, ¿por qué me habían escogido a mí? Había montones de candidatos mejores, más gordos y ricos. Para comprobarlo me arrimé a un turista muy bajito de pinta adinerada con una cámara gigantesca y unas gafas de culo de botella. Si quisiera robar a alguien, aquel tipo sería el primero de mi lista. Sin embargo, cuando me alejé y di una vuelta para rodear a la muchedumbre, los niños también me siguieron.

Qué raro… y preocupante. No quería volver a transformarme y salir volando, estaba demasiado cansado. Lo único que quería era que me dejaran en paz. Hasta el alba todavía quedaban muchas horas por delante.

Aceleré el paso; los chicos también. Mucho antes de que hubiéramos dado tres vueltas a la plaza, ya me había hartado. Una pareja de policía nos había estado observando mientras merodeábamos por allí y era probable que se dispusieran a darnos el alto de un momento a otro, aunque solo fuera para no acabar mareados. Había llegado el momento de salir de allí. Fuera lo que fuese tras lo que iban, yo no deseaba seguir llamando la atención.

Cerca había un paso subterráneo. Bajé las escaleras a la carrera, pasé de largo la entrada del metro y volví a salir al otro lado de la carretera, frente a la plaza. Los chicos habían desaparecido, tal vez estuvieran en el paso subterráneo, así que aquella era mi oportunidad. Doblé la esquina de una calle con sigilo, pasé frente a una librería y me escondí en un callejón. Esperé un rato, entre las sombras que me ofrecían unos cubos de basura.

Un par de coches pasaron a toda velocidad al fondo del callejón. Nadie venía tras de mí. Me permití esbozar una débil sonrisa. Creía que les había dado esquinazo.

Estaba equivocado.