5
—Ante todo —apuntó su maestro— hay un hecho que tenemos que meterte en esa diminuta y recondenada mollera ahora para que no lo olvides más adelante. ¿Adivinas de qué se trata?
—No, señor —contestó el niño.
—¿No? —Las hirsutas cejas se alzaron para mostrar falsa sorpresa. Hipnotizado, el niño las vio desaparecer bajo la mata de pelo canoso. Allí, casi con timidez, permanecieron fuera de la vista durante un momento antes de volver a descender de súbito, con determinación y rotundidad—. No. Bien, entonces… —el hechicero se inclinó hacia delante en su silla— te lo diré.
Con un movimiento lento y deliberado, colocó las manos juntas de modo que las puntas de los dedos formaran un arco ojival con el que apuntó al muchacho.
—Recuerda esto —le advirtió en voz baja—: Los demonios son muy perversos. Si pueden, irán a por ti. ¿Lo comprendes?
El niño seguía mirando sus cejas. No podía apartar la vista de ellas. En aquellos momentos habían formado un férreo ceño, dos puntiagudas puntas de flecha que se encontraban. Se movían con una agilidad sorprendente: arriba, abajo, se inclinaban, se arqueaban, a veces a la vez, otras por separado… Aquella apariencia de vida propia ejercía una extraña fascinación sobre el niño. Además, descubrió que estudiarlas le resultaba infinitamente más ameno que sostener la mirada de su maestro.
El hechicero tosió peligrosamente.
—¿Lo comprendes?
—Eh… sí, señor.
—Muy bien, dices que sí y estoy seguro de que así lo crees. Sin embargo… —Una de las cejas se movió con lentitud hacia el cielo, en actitud reflexiva—. Sin embargo, no estoy del todo convencido de que realmente lo comprendas.
—Claro que sí, señor, por supuesto que sí, señor. Los demonios son perversos y maléficos y van a por ti si se lo permites, señor.
El niño comenzó a juguetear nervioso con su cojín. Estaba ansioso por demostrarle que le había estado escuchando con atención. Fuera, el sol del verano caía sobre la hierba y el pavimento recalentado. El camión de los helados había pasado alegremente bajo la ventana cinco minutos antes. No obstante, solo un resquicio deslumbrante de pura luz diurna bordeaba las gruesas y rojas cortinas de la habitación del hechicero; el aire estaba viciado y muy cargado. El niño deseaba que la lección se acabara de una vez para que le permitieran salir.
—Le he escuchado con mucha atención, señor —insistió.
Su maestro asintió.
—¿Alguna vez has visto un demonio? —le preguntó.
—No, señor. Es decir, solo en los libros.
—Levántate. —El niño se levantó de un salto; uno de los pies casi resbaló en el cojín. Esperó incómodo con las manos a los lados. El maestro le señaló la puerta a sus espaldas con un gesto despreocupado—. ¿Sabes lo que hay ahí detrás?
—Su estudio, señor.
—Bien. Baja las escaleras y atraviesa la habitación. Al fondo encontrarás mi escritorio. Encima del escritorio hay un estuche. El estuche contiene unas gafas. Póntelas y vuelve. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Muy bien, adelante.
Bajo la atenta mirada de su maestro, el niño cruzó la habitación hasta la puerta de madera oscura sin pintar, llena de revirados y vetes. Tuvo que forcejear para girar el pesado pomo dorado, pero la frialdad del metal le gustó. La puerta pivotó silenciosa sobre las bisagras engrasadas y cuando el niño la atravesó se encontró en lo alto de unas escaleras alfombradas. Las paredes estaban elegantemente empapeladas con un dibujo floral. Una pequeña ventana a medio camino dejaba entrar una agradable cascada de luz.
El niño descendió con cuidado, bajando los escalones de uno en uno. El silencio y la luz le infundieron seguridad y disiparon algunos de sus miedos. Puesto que nunca había estado más allá de aquel punto, los cuentos para niños eran lo único que le podían ayudar a hacerse una idea de lo que podía esperarle en el estudio de su maestro. Imágenes terribles de cocodrilos disecados y embotellados ojos de colores vivos asaltaron su mente. Los hizo a un lado con determinación. No iba a asustarse.
Al pie de las escaleras había otra puerta similar a la primera, pero más pequeña y decorada en el centro con una estrella roja de cinco puntas. El niño giró el pomo y la empujó; la puerta se abrió con dificultad y se encalló en la gruesa alfombra. Cuando el resquicio fue lo bastante espacioso, el niño entró en el estudio.
Sin ser consciente de ello, había contenido la respiración al entrar y ahora la soltó con cierta sensación de decepción. Todo era normal y corriente. Una habitación alargada con las paredes cubiertas de libros. Al fondo, un enorme escritorio de madera con una silla tapizada en piel detrás. Sobre la mesa, plumas, unos cuantos papeles, un ordenador viejo y un pequeño estuche de metal. Desde la ventana se divisaba un castaño engalanado con todo el esplendor del verano. La luz de la habitación tenía un agradable matiz verdoso.
El niño se dirigió hacia la mesa. A medio camino se detuvo y miró a sus espaldas. Nada. Aunque había tenido la extraña sensación de que… Por alguna razón, la puerta entornada por la que había entrado tan solo unos momentos antes le producía una sensación muy inquietante. Deseó haberla cerrado tras él.
Sacudió la cabeza. No hacía falta, iba a volver a cruzarla en cuestión de segundos.
Cuatro pasos apresurados le llevaron hasta el borde de la mesa. Volvió a mirar a su alrededor. Estaba seguro de haber oído un ruido…
La habitación estaba vacía. El niño escuchó con la misma atención que un conejo entre los matorrales. No, lo único que se oía era el rumor apagado del tráfico distante.
Con los ojos bien abiertos y la respiración entrecortada, el niño se volvió hacia el escritorio. El estuche de metal resplandecía a la luz del sol. Tendió la mano hacia él por encima de la superficie forrada de piel del escritorio. Aquello no era estrictamente necesario —podría haber rodeado el escritorio y haber cogido el estuche sin dificultad—, pero, no sabía por qué, quería ahorrar el máximo tiempo posible, hacerse con lo que había ido a buscar y salir de allí. Se inclinó sobre la mesa y alargó la mano, pero el estuche se mantuvo fuera de su alcance con obstinación. El niño se inclinó aún más y estiró los dedos todo lo que pudo. No alcanzaron el estuche, pero su brazo nervioso volcó un pequeño cubilete de plumas. Las plumas se esparcieron sobre el cuero del escritorio. El niño sintió que una gota de sudor le rodaba bajo el brazo. Desesperado, comenzó a recoger las plumas y las metió en el cubilete. Oyó una risita contenida y gutural justo a sus espaldas, en la habitación. Se volvió sobre sus talones con un respingo. Sin embargo, allí no había nada.
Por un momento, el niño permaneció con la espalda apoyada contra el escritorio, paralizado por el miedo. Luego, algo le infundió seguridad. Olvida las plumas, parecía decirle. El estuche es lo que has venido a buscar. Despacio, de manera apenas perceptible, comenzó a rodear el escritorio muy lentamente, de espaldas a la ventana y con los ojos atentos a cualquier movimiento.
Algo tamborileó en el cristal de la ventana, con urgencia, tres veces. Se dio media vuelta. Allí no había nada, solo el castaño de Indias del jardín meciéndose suavemente con la brisa veraniega.
Allí no había nada.
En ese momento, una de las plumas que había volcado rodó por el escritorio hasta la alfombra. No produjo sonido alguno, pero la atisbo por el rabillo del ojo. Otra pluma comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás, al principio despacio, luego cada vez con mayor intensidad. De repente, salió rodando disparada, rebotó contra la base del ordenador y se precipitó por el borde del escritorio hasta el suelo. Otra la imitó. Y luego otra. De súbito, las plumas rodaron en direcciones distintas, todas a la vez, y salieron disparadas por el borde del escritorio; chocaban, caían y luego permanecían inmóviles. El niño las observó. Cayó la última.
El niño no se movió.
Algo rió bajito a su oído.
Con un grito, se llevó la mano a la oreja, pero allí no había nada. La velocidad del gesto le hizo darse la vuelta para volver a encararse al escritorio. El estuche estaba justo delante de él. Lo cogió y lo soltó al instante, el metal había estado expuesto al sol y el niño se había quemado la palma de la mano. El estuche golpeó contra el escritorio y se le cayó la tapa. Cayeron unas gafas con montura de concha. Un segundo después, las tenía en la mano y corría hacia la puerta. Algo venía detrás de él. Lo oía brincar a sus espaldas. Casi había llegado a la puerta, podía ver las escaleras al fondo que conducían hacia su maestro.
Y la puerta se cerró de golpe.
El niño se peleó con el pomo, golpeó la puerta, la martilleó, llamó a su maestro con un sollozo ahogado, aunque todo fue en vano. Algo le susurró al oído que el maestro no podía oírle. Invadido por el pánico, le dio una patada a la puerta, pero solo consiguió que los dedos del pie sintieran una sacudida dentro de la pequeña bota negra.
Se dio la vuelta y se enfrentó a la habitación vacía.
Pequeños crujidos se hacían eco por todas partes, repiqueteos suaves y delicados revoloteos, como si cosas invisibles en constante movimiento rozaran la alfombra, los libros, las estanterías… incluso el techo. La pantalla de una lámpara sobre su cabeza se meció ligeramente por una brisa inexistente.
A través de las lágrimas, de su pavor, el niño encontró palabras para decir:
—¡Parad! —gritó—. ¡Fuera de aquí!
Los roces, los repiqueteos y el revoloteo se detuvieron en seco. El balanceo de la pantalla de la lámpara se ralentizó y se detuvo. La habitación estaba en silencio. Tragando saliva e intentando respirar, el niño esperó con la espalda contra la puerta, inspeccionando la habitación. No oyó ningún ruido.
En ese momento recordó las gafas que aún llevaba en la mano. A través del pegajoso velo de terror que lo envolvía recordó que su maestro le había dicho que se las pusiera antes de regresar. Si lo hacía, tal vez la puerta se abriría y podría subir las escaleras para ponerse a salvo.
Con dedos temblorosos, alzó las gafas, se las puso… y descubrió la realidad del estudio.
Un centenar de pequeños demonios ocupaban cada milímetro del espacio que quedaba frente a él. Se apelotonaban unos encima de otros por toda la habitación, como las pepitas de un melón o como tuercas en una bolsa; los pies de unos apretujaban las caras de los otros y los codos se hincaban en sus barrigas. Formaban tal piña que hasta ocultaban la alfombra. Con una mirada maliciosa, se repartían en cuclillas sobre el escritorio, colgaban de las lámparas y de las estanterías y flotaban en el aire. Algunos mantenían el equilibrio sobre las narices protuberantes de otros o colgaban de las extremidades. Unos cuantos eran corpulentos, pero tenían la cabeza del tamaño de una naranja; otros, justo al contrario. Había colas, alas, cuernos, verrugas y toda clase de manos, bocas, pies y ojos de más. Tenían demasiadas escamas, demasiado pelo y otro tipo de cosas en sitios impensables. Unos tenían picos, otros ventosas; la mayoría tenía dientes. Eran de todos los colores imaginables, a menudo combinados con un gusto pésimo. Y todos ellos se esforzaban al máximo por permanecer muy, pero que muy quietos, como si quisieran convencer al niño de que allí no había nadie. Trataban de permanecer rígidos con todas sus fuerzas a pesar de las sacudidas y las convulsiones reprimidas de colas y alas, y de las incontables contracciones nerviosas de sus bocas extremadamente móviles.
Sin embargo, en el mismo instante que el niño se puso las gafas y los vio, se dieron cuenta de que él también los podía ver a ellos.
Entonces, con un grito de júbilo, saltaron sobre él. El niño chilló, cayó hacia atrás contra la puerta y resbaló de lado hasta el suelo. Alzó una mano para protegerse y se quitó rápidamente las gafas de la nariz. A ciegas, rodó boca abajo y se encogió hasta hacerse un ovillo, abrumado por el fragor de alas, escamas y pequeñas y afiladas garras que había encima de él, a su alrededor, junto a él.
El niño seguía allí veinte minutos después, cuando su maestro fue a buscarlo y despidió a la comparsa de diablillos. Lo llevó a su habitación. Durante un día y una noche no comió nada. Durante una semana permaneció mudo e indiferente, pero al final recuperó el habla y fue capaz de retomar sus estudios.
Su maestro nunca volvió a referirse al incidente, pero estaba satisfecho con el resultado de la lección por el abismo de odio y miedo que se había abierto a los pies de su aprendiz en la habitación soleada.
Aquella fue una de las primeras experiencias de Nathaniel. No se lo contó a nadie, pero su sombra nunca se apartaría de su corazón. Tenía seis años.