Desde el escondite que me proporcionaba el conducto de ventilación, espié con mis ojos de cientos de facetas un salón bastante tradicional: una alfombra de pelo tupido, el papel a rayas de las paredes, de un gusto pésimo, una cosa espantosa de cristal que se suponía que era una araña, dos óleos oscurecidos por el tiempo, un sofá y dos butacas (también a rayas), una mesita de café con una bandeja de plata y, sobre la bandeja, una botella de vino tinto y ningún vaso. Los vasos estaban en las manos de dos personas.
Una de ellas era una mujer. Era más bien joven (para ser humana, lo que significa infinitesimalmente joven) y de bastante buen ver, entradita en carnes. Ojos grandes, melena oscura. La memoricé de manera automática. Me aparecería con aquel aspecto al día siguiente, cuando volviera a visitar al dichoso crío. Aunque en pelotas. ¡Ya veríamos cómo su mente férrea, aunque adolescente a matar, respondía a aquello![1]
Sin embargo, por el momento me preocupaba más el hombre al que aquella mujer sonreía y daba la razón. Era alto, delgado, apuesto a la manera libresca, de cabello lacio y brillante peinado hacia atrás con alguna gomina de olor acre. Gafas pequeñas y redondas, boca grande con unos buenos dientes y mandíbula prominente. Algo me dijo que aquel era el hechicero, Simón Lovelace. ¿Sería por aquella indefinible aura de poder y autoridad? ¿Sería por aquel aire de amo y señor con el que gesticulaba por la habitación? ¿O sería por el pequeño diablillo que flotaba sobre su hombro (en el segundo plano) observando con recelo a todas partes, atento al peligro?
Me froté las dos patas delanteras con irritación. Tendría que ir con mucho cuidado. El diablillo complicaba las cosas.[2]
Qué lástima que no fuera una araña. Pueden quedarse sentadas durante horas como si tal cosa. Las moscas son, de lejos, mucho más nerviosas. Pero si me transformaba allí mismo, seguro que el esclavo del hechicero lo notaría. Tuve que obligar a mi poco dispuesto cuerpo a acechar y hacer caso omiso del dolor que estaba creciendo en mi interior, esta vez bajo mi quitina.
El hechicero hablaba y poco más. La mujer lo miraba con sus ojos de cocker spaniel, tan abiertos y ensimismados en su adoración que tuve ganas de picarla.
—Será una celebración magnífica, Amanda. ¡Serás la persona más aclamada de la sociedad londinense! ¿Sabías que el mismísimo primer ministro está deseoso de ver tu finca? Sí, lo sé de buena tinta. Mis enemigos lo han estado atosigando durante semanas con insinuaciones malintencionadas, pero se ha mantenido firme y desea celebrar la conferencia en la casa solariega. Así que ya ves, amor mío, aún tengo algo de influencia sobre él cuando es necesario. La cosa es saber cómo utilizarlo, cómo adular su vanidad… No se lo digas a nadie, pero en realidad es muy débil. Su fuerte son los conjuros, e incluso de eso se preocupa muy poco hoy día. ¿Para qué? Dispone de hombres trajeados que los llevan a cabo por él…
El hechicero parloteó sin parar en el mismo tono durante unos minutos, dándose importancia mencionando con energía inagotable a gente influyente. La mujer bebía de su copa de vino, asentía, se sorprendía y exclamaba en los momentos adecuados, y se inclinaba cada vez más hacia él en el sofá. Estuve a punto de dormirme de aburrimiento.[3]
De pronto, el diablillo se puso alerta. La cabeza le giró ciento ochenta grados y miró fijamente la puerta al fondo de la estancia. Le pellizcó con suavidad la oreja al hechicero para avisarlo. Segundos después, la puerta se abrió y un lacayo calvo y trajeado entró respetuosamente.
—Disculpe, señor. Su coche está listo.
—Gracias, Cárter. No tardamos nada.
El lacayo se retiró. El hechicero devolvió su vaso de vino (todavía lleno) a la mesita de café y tomó la mano de la mujer. Se la besó con galantería. A sus espaldas, el duendecillo hizo una mueca exagerada de asco.
—Lamento mucho tener que irme, Amanda, pero el deber me llama. Esta noche no estaré en casa. ¿Te llamo? El teatro, ¿mañana por la noche tal vez?
—Eso sería todo un detalle, Simón.
—Entonces está decidido. Mi buen amigo Makepeace tiene una nueva obra en cartelera. Sacaré las entradas enseguida. Ahora, Carter te llevará a casa.
Hombre, mujer y duendecillo se marcharon y dejaron la puerta entornada. Tras ellos, una mosca precavida salió sigilosamente de su escondite y se dirigió a toda velocidad hacia la otra punta de la habitación, en silencio, hacia un lugar que le permitiera obtener una perspectiva del vestíbulo. Durante unos minutos hubo cierta actividad, se trajeron abrigos, se dieron órdenes, se produjeron portazos… A continuación, el hechicero abandonó la casa.
Volé hacia el vestíbulo. Era ancho, frío y embaldosado en blanco y negro. Unos enormes helechos verdes crecían en unos gigantescos tiestos de cerámica. Rodeé la lámpara de araña, alerta. Reinaba el silencio. Los únicos sonidos audibles llegaban de la lejana cocina y eran bastante inocentes: estrépito de platos y ollas y algunos eructos, presumiblemente, del cocinero.
Estuve considerando la idea de enviar un pulso mágico discreto para ver si podía detectar el paradero de los artilugios del hechicero, pero al final decidí que sería demasiado arriesgado. Para empezar, las criaturas centinela de fuera podrían percibirlo, aunque no contaran con la ayuda de más guardia. Yo, la mosca, tendría que ir de caza por mi cuenta y riesgo.
Todos los planos estaban despejados. Recorrí el vestíbulo y luego, siguiendo una intuición, subí las escaleras.
En el descansillo, el pasillo, tapizado con una alfombra gruesa, se bifurcaba. Las paredes de cada uno de los ramales estaban cubiertas de cuadros. El de la derecha llamó mi atención de inmediato, pues a medio camino había un espía. Para los ojos humanos era una alarma de incendios; sin embargo, en los otros planos se me reveló su forma verdadera: un sapo de ojos desagradables y protuberantes sentado boca arriba en el techo. Más o menos a cada minuto, saltaba sin moverse del sitio y rotaba ligeramente. Cuando regresara el hechicero, le contaría todo lo que hubiera sucedido.
Envié un poco de magia en dirección al sapo. Un vapor denso y aceitoso manó del techo y envolvió al espía de forma que obnubiló su visión. Mientras saltaba y croaba confundido, volé a toda velocidad por el pasillo hacia la puerta del fondo. Era la única puerta de todo el pasillo que no tenía cerradura, y bajo la pintura blanca la madera estaba reforzada por bandas metálicas. Dos buenas razones para probar suerte con aquella en primer lugar.
Bajo la puerta había una ranura diminuta. Demasiado pequeña para un insecto, aunque de todas formas estaba muriéndome por cambiar de forma. La mosca se desvaneció en un hilillo de humo que pasó por debajo de la puerta sin ser visto justo en el momento en que la cortina de vapor que rodeaba al sapo se disipaba.
Una vez en la habitación, me transformé en un niño.
Si hubiera sabido el nombre de aquel aprendiz, habría sido muy malo y habría tomado su forma únicamente para darle algo de ventaja a Simon Lovelace cuando comenzara a reconstruir el robo. Sin embargo, sin su nombre no tenía ningún control sobre él, así que me convertí en un niño que había conocido tiempo atrás, alguien a quien había querido. Hacía ya mucho tiempo que el Nilo había arrastrado su polvo, de modo que mi crimen no lo ofendería y, de todos modos, me complacía recordarlo de aquella manera. Era de piel morena y ojos brillantes, e iba vestido con un taparrabos blanco. Miró a su alrededor como solía hacerlo, con la cabeza ligeramente ladeada.
La habitación carecía de ventanas. Contra las paredes había varios expositores llenos de cachivaches mágicos. La mayoría eran bastante inútiles, únicamente servirían para espectáculos teatrales[4], pero también contaba con algunos artilugios intrigantes.
Había un cuerno de invocación auténtico; lo sabía porque solo mirarlo me puso enfermo. Un soplido a aquello y todo lo que estuviera sometido al poder de aquel hechicero se presentaría a sus pies suplicando piedad y deseando obedecer lo que se le antojara. Era un instrumento cruel y muy antiguo al que no podía acercarme. En otra vitrina había un ojo hecho de barro. Ya había visto antes uno de aquellos, en la cabeza de un golem. Me pregunté si aquel idiota conocería el potencial de aquel ojo. Casi seguro que no, se lo habría llevado como recuerdo pintoresco durante algún paquete vacacional por Europa central. Turismo mágico… Hay que ver.[5] Bueno, con un poco de suerte algún día aquello acabaría con él.
Y allí estaba el amuleto de Samarkanda. Descansaba en un pequeño estuche en el que solo estaba él, protegido por cristal y por su propia reputación. Me acerqué a él, moviéndome a través de los planos buscando peligro, y encontrándolo. Bueno, nada explícito, pero en el séptimo plano tuve la certera impresión de que algo se movía. No aquí, pero cerca. Había que ir deprisa.
El Amuleto en pequeño, mate y hecho de oro repujado. Colgaba de una fina cadena de oro y en el centro había una piedra oval de jade. El oro labrado mostraba sencillos dibujos hechos con muescas que representaban corceles veloces. Los caballos eran la posesión más preciada para los pueblos de Asia central que habían forjado el Amuleto tres mil años atrás y que más tarde lo enterraron en la tumba de una de sus princesas. Un arqueólogo ruso lo había descubierto en los años cincuenta y poco después lo habían robado hechiceros conocedores de su valor. Cómo había ido a parar a las manos de Simon Lovelace (a quién habría asesinado o timado para conseguirlo) era algo que desconocía.
Volví a ladear la cabeza, atento. La casa permanecía en silencio.
Alcé la mano sobre el expositor sonriéndole a mi reflejo mientras la cerraba en un puño que impulsé hacia abajo para atravesar el cristal. Una vibración de energía mágica zumbó en los siete planos. Cogí el Amuleto y me lo colgué del cuello. Me volví rápidamente.
La habitación no había cambiado, pero percibí que algo se aproximaba a gran velocidad en el séptimo plano.
Había llegado el momento de dejar el sigilo a un lado. Cuando corrí hacia la puerta, me percaté por el rabillo del ojo de que, de súbito, se abría un portal en el aire. En el interior del portal reinaba una oscuridad que quedó eclipsada de inmediato cuando algo la atravesó dando un paso al frente. Arremetí contra la puerta y descargué contra ella mi puño de niño. La puerta cayó de golpe como un naipe. La crucé sin detenerme.
En el pasillo, el sapo se giró hacia mí y abrió la boca. Escupió un salivazo verde y baboso que, de repente, aceleró su caída conforme iba hacia mí, directo hacia mi cabeza. Lo esquivé, el salivazo se estampó contra la pared a mis espaldas y destrozó un cuadro y todo lo que había detrás hasta dejar a la vista el ladrillo desnudo.
Le lancé un rayo de compresión al sapo. Croó débilmente, implosionó en un denso rebujo de materia del tamaño de una canica y cayó al suelo. No perdí el tiempo. Mientras corría por el pasillo coloqué un escudo protector alrededor de mi cuerpo físico para defenderme de posibles proyectiles. Algo que resultó clarividente porque al instante siguiente una detonación hizo temblar el suelo justo bajo mis pies. El impacto fue tan violento que me vi arrojado de cabeza a un rincón del pasillo y acabé medio incrustado en la pared. Unas llamas verdes danzaban a mi alrededor dejando lengüetazos en las paredes como si se tratara de los dedos de una mano gigantesca.
Conseguí ponerme en pie con dificultad en medio del caos de ladrillos hechos añicos y me di la vuelta. Junto a la puerta destrozada al final del pasillo había algo que había tomado la forma de un hombre muy alto de piel roja y brillante con cabeza de chacal.
—¡¡Bartimeo!!
Una nueva detonación retumbó en el pasillo. La sorteé con una voltereta en dirección a las escaleras y cuando la explosión verde pulverizó la esquina, caí rodando por los escalones, atravesé la barandilla, me precipité desde una altura de dos metros al suelo de baldosas blancas y negras y lo agrieté de mala manera.
Me puse en pie y miré la puerta de entrada. A través del vidrio esmerilado de uno de los lados distinguí la descomunal figura amarilla de uno de los tres centinelas. Estaba esperándome sin saber que desde dentro se le podía ver. Decidí salir por otro sitio. ¡Claro ejemplo de cómo la inteligencia superior vence con mucho a la fuerza bruta!
A propósito, tenía que salir de allí cuanto antes. Los ruidos procedentes del piso superior indicaban que me perseguían.
Atravesé un par de habitaciones: una biblioteca, un comedor. En ambas ocasiones me dirigí hacia la ventana y también en ambas retrocedí cuando una o dos de las criaturas amarillas aparecieron a la vista. Las pocas luces que demostraban dejándose ver de aquella manera solo eran comparables con mi cautela por evitar cualquier arma mágica que llevaran.
A mis espaldas, una voz furiosa pronunció mi nombre. Con creciente frustración abrí la puerta siguiente y me encontré en la cocina. Ya no había más puertas interiores, pero una conducía al exterior, a lo que parecía un invernadero repleto de hierbas y hortalizas. Detrás estaba el jardín… y también los tres centinelas que llegaron por el lado de la casa a una velocidad sorprendente sobre sus piernas rotantes. Para ganar tiempo, coloqué un sello en la puerta que quedó a mis espaldas. Fue entonces cuando miré a mi alrededor y vi al cocinero.
Estaba repantigado en su silla con los pies sobre la mesa de la cocina. Un hombre gordo, de aspecto jovial y cara sonrosada, con una cuchilla de carnicero en la mano. Se estaba recortando las uñas a conciencia con la cuchilla haciendo saltar hábilmente en el aire cada fragmento de uña para que aterrizara en el hogar que tenía al lado al tiempo que no me quitaba sus ojillos oscuros de encima.
Sentí cierto malestar. No pareció sorprenderle que un niño egipcio hubiera entrado a la carrera en su cocina. Lo comprobé en los diferentes planos. Del primero al sexto era la misma persona, un cocinero corpulento con un delantal blanco. Sin embargo, en el séptimo… Ayayay…
—Bartimeo.
—Faquarl.
—¿Cómo va eso?
—Tirando.
—Cuánto tiempo.
—Sí, ya ves.
—Una lástima, ¿eh?
—Sí. Bueno… aquí me tienes.
—Pues sí, aquí te tengo.
Mientras tenía lugar esta fascinante conversación, del otro lado de la puerta llegó el estruendo de una serie sostenida de detonaciones. Pero mi sello aguantó. Sonreí con tanta cortesía como me fue posible.
—Parece que Jabor sigue tan nervioso como siempre.
—Sí, él es así. Aunque creo que tal vez está un poquitín más hambriento, Bartimeo. Es el único cambio que he percibido en él. Nunca parece estar saciado, ni siquiera cuando acaba de comer. Y hoy día eso no ocurre con demasiada frecuencia, como puedes imaginar.
—Trátalos mal y los tendrás comiendo de tu mano, esa es la máxima de tu amo, ¿no? De todos modos, tiene que ser realmente poderoso para teneros a Jabor y a ti de esclavos.
El cocinero esbozó una débil sonrisa y con un movimiento brusco de la cuchilla envió al techo una uña afilada que perforó el yeso y se quedó incrustada.
—Vamos, vamos, Bartimeo, entre personas educadas no se utiliza esa palabra que empieza por «e». Jabor y yo dejamos que crea que tiene el poder.
—Sí, ya.
—Hablando de diferencias de poder, me he dado cuenta de que has preferido evitarme en el séptimo plano. Eso es algo poco cortés. ¿Podría ser porque te inquieta mi verdadera forma?
—Me repugna, Faquarl, no me inquieta.[6]
—Vaya, qué finos nos hemos vuelto. Por cierto, Bartimeo, te alabo el gusto en la elección de tu forma. Muy mono. Pero veo que el cuello te pesa un poco a causa de cierto amuleto. ¿Serías tan amable de quitártelo y dejarlo sobre la mesa? Y luego, si no te importa decirme para qué hechicero estás trabajando, podría considerar la manera de dar por finalizado este encuentro sin que nadie salga malparado.
—Qué amable de tu parte, aunque ya sabes que no puedo hacerlo.[7]
El cocinero hundió la punta de la cuchilla de carnicero en el canto de la mesa.
—Permíteme que te sea franco: puedes y lo harás. No es nada personal, por descontado, puede que algún día trabajemos juntos. Pero, por ahora, yo estoy tan pillado como tú y también tengo órdenes que obedecer. De modo que se reduce, como siempre, a una cuestión de poder. Corrígeme si me equivoco, pero me parece que hoy no estás tan seguro de ti mismo, o hubieras salido por la puerta de entrada aplastando a los triloides que se te aparecieran en el camino en vez de permitirles que te condujeran por la casa hacia mí como una ovejita.
—Tan solo estaba siguiendo una corazonada.
—Mmm… Tal vez sería mejor que dejaras de aproximarte a la ventana, Bartimeo. Esa treta sería patéticamente obvia hasta para un humano y, además, los triloides te esperan ahí fuera. Pásame el Amuleto o descubrirás que la birria de tu escudo protector no vale para nada.
Se levantó y alargó la mano. Nos quedamos en silencio. Detrás de mi sello, las concienzudas (por no decir poco imaginativas) detonaciones de Jabor seguían retumbando. La puerta tendría que haber quedado reducida a cenizas hacía tiempo. Los tres centinelas seguían rondando por el jardín con todos sus ojos puestos en mí. Miré a mi alrededor en busca de una inspiración divina.
—El Amuleto, Bartimeo.
Alcé la mano y, con un hondo y bastante teatral suspiro, la cerré sobre el Amuleto. A continuación, salté a mi izquierda y, al mismo tiempo, liberé el sello de la puerta. Faquarl resopló fastidiado e hizo una mueca. En ese momento fue alcanzado de pleno por una detonación particularmente enérgica que llegó como un rayo a través del espacio vacío donde segundos antes se encontraba el sello. Lo arrojó hacia atrás, hacia el hogar, y el enladrillado se derrumbó sobre él.
Me abrí camino hacia el invernadero destrozándolo todo a mi paso justo en el momento en que Jabor entraba en la cocina a través del hueco. Cuando Faquarl emergió de entre los escombros yo ya estaba saliendo al jardín. Los tres centinelas se me echaron encima con los ojos bien abiertos y las piernas rotando. Unas garras en forma de guadaña aparecieron en la punta de sus pies amorfos. Proyecté una iluminación muy espectacular. Todo el jardín quedó bañado en luz, como si hubiera estallado un sol. Los centinelas quedaron deslumbrados y sus ojos se estremecieron de dolor. Los superé de un salto y atravesé el jardín a la carrera esquivando los rayos mágicos que provenían de la casa e incineraban los árboles.
En la otra punta del jardín, entre una pila de abono y una segadora eléctrica, salté el muro. Me abrí paso rasgando la cúpula azul de nudos mágicos y dejando un agujero con el contorno de un niño. Las alarmas comenzaron a sonar de inmediato por todas partes.
Me golpeé contra la acera.[8] El Amuleto iba dando bandazos de un lado al otro y golpeteándome el pecho. Al otro lado del muro oí el sonido de unas pezuñas al galope. Ya iba siendo hora de que hiciera un cambio.
Los halcones peregrinos son las aves más veloces de las que se tiene constancia. Pueden llegar a alcanzar una velocidad de doscientos kilómetros por hora planeando en picado. En raras ocasiones alguno lo ha conseguido horizontalmente sobre los tejados del norte de Londres. Algunos incluso ponen en duda que sea posible, y menos aún cargando con un amuleto pesado colgado del cuello. Baste con decir, no obstante, que cuando Faquarl y Jabor aterrizaron en las calles de Hampstead en forma de obstáculo invisible contra el que se estampó un camión de mudanzas a toda velocidad, no se me veía por ningún lado.
Hacía rato que había desaparecido.