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Odio el sabor del barro. No es lo más apropiado para un ser de aire y fuego. El peso empalagoso de la tierra me agobia sobremanera siempre que entro en contacto con ella. Por eso soy tan tiquismiquis en cuanto a mis encarnaciones. Pájaros, vale. Insectos, vale. Murciélagos, de acuerdo. Cosas que corran veloces, no está mal. Habitantes de los árboles, incluso mejor. Cosas subterráneas, vamos mal. Topos, mal, muy mal.

No obstante, es inútil hacer caso a las manías cuando tienes que superar un escudo protector. Había deducido con acierto que dicho escudo no afectaría al subsuelo. El topo se abrió camino cavando cada vez a mayor profundidad bajo los cimientos del muro. No saltó ninguna alarma mágica, aunque me golpeé cinco veces en la cabeza contra un guijarro.[1] Retomé la excavación, esta vez hacia arriba, y alcancé la superficie después de veinte minutos de olfatear, escarbar y de volver el hocico cada dos zarpazos hacia los jugosos gusanos que iba dejando al descubierto.

El topo asomó la cabeza con precaución por el pequeño promontorio de tierra a través de la que se había abierto camino hasta la inmaculada superficie del jardín de Simón Lovelace. Miró a su alrededor asegurando el perímetro. Había algunas luces encendidas en la planta baja. Las cortinas estaban corridas. Las demás plantas, por lo que el topo pudo ver, estaban a oscuras. La luz azul traslúcida del sistema mágico de protección se arqueaba sobre su cabeza. Uno de los centinelas amarillos recorrió a trancas y barrancas su camino a tres metros por encima del macizo de arbustos. Por lo visto, los otros dos estaban detrás de la casa.

Volví a comprobar el séptimo plano. Seguía igual: nada, la misma inquietante sensación de peligro. Pues bueno.

El topo reculó y abrió un túnel hacia la casa bajo las raíces del césped. Reapareció en el arriate de debajo de las ventanas más cercanas. Había que pensarlo bien. No existía motivo alguno para continuar de aquella guisa, por muy tentador que fuera tratar de irrumpir en las bodegas. Se necesitaba un nuevo método.

Las peludas orejas del topo captaron el sonido de unas risas y de unos vasos brindando. Sonaron sorprendentemente fuertes, como si estuvieran muy cerca. En la pared, a no más de medio metro, había un conducto de ventilación ajado por el tiempo. Conducía adentro.

Con cierto alivio, me convertí en una mosca.