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Cuando aterricé en lo alto de una farola en el crepúsculo londinense, lloviznaba. Estas cosas solo me pasan a mí. Había adoptado la forma de un mirlo, un ejemplar ágil de lustroso pico amarillo y plumaje negro azabache. En cuestión de segundos fui el pájaro más calado hasta los huesos que jamás se ahuecó las alas en Hampstead. Volviendo la cabeza con rapidez de un lado al otro, divisé la enorme rama de un haya en la acera opuesta. Las hojas mohosas se apilaban a sus pies —los vientos de noviembre la habían desnudado—, pero los tupidos retoños de sus ramas me ofrecían cierta protección contra la humedad. Mientras me trasladaba allí, sobrevolé un coche solitario cuyo motor ronroneaba al avanzar por la ancha calle. Tras los muros altos y el follaje perenne de sus jardines, las horrorosas fachadas blancas de varias residencias brillaban en la oscuridad como los rostros de los muertos.

Bueno, tal vez fuera mi estado de ánimo lo que las hacía parecer así. Había cinco cosas que me preocupaban. Para empezar, ya comenzaba el sordo malestar que acompaña a toda manifestación física. Lo sentía en las alas. Transformarme lo mantendría a raya durante un tiempo, pero también podría apartar mi atención en un momento crítico de la operación. Hasta que estuviese seguro de lo que me rodeaba, seguiría siendo un pájaro.

En segundo lugar, el clima. Sobran las palabras.

En tercer lugar, había olvidado las limitaciones de los cuerpos materiales. Me cosquilleaba el pico, y estuve tratando de rascármelo inútilmente con un ala. En cuarto lugar, el crío. Me hacía muchas preguntas sobre él. ¿Quién era? ¿Por qué tenía ganas de morir jugándosela de aquella manera? ¿Cómo me las pagaría antes de matarlo por haberme encargado aquella misión? Las noticias volaban y, tarde o temprano, yo acabaría recibiendo un palo por ir corriendo de aquí para allá por culpa de aquel renacuajo.

En quinto lugar… el Amuleto. Por lo que todos decían, era un fetiche poderoso. Lo que el crío pensara hacer con él cuando lo tuviera era algo que escapaba a mi imaginación. No sabía dónde se estaba metiendo. Tal vez lo único que quería era llevarlo colgando a modo de adorno siniestro. Quizá pispar amuletos era lo último que se llevaba, la versión en plan hechicero de robar tapacubos. Aun así, primero tenía que conseguirlo y aquello no iba a ser fácil, ni siquiera para mí.

Cerré mis ojos de mirlo y abrí los interiores, uno tras otro, cada uno de ellos en un plano diferente.[1] Miré a mis espaldas y al frente, por todos lados, mientras avanzaba a saltitos por la rama para obtener una visión óptima. Nada menos que tres residencias de aquella calle disfrutaban de protección mágica, lo que confirmaba en qué clase de zona encopetada me encontraba. No inspeccioné las otras dos más alejadas, en la parte de arriba de la calle; la que tenía enfrente, tras la farola, era la que me interesaba. La residencia de Simón Lovelace, hechicero.

El primer plano estaba despejado, pero habían improvisado una red protectora en el segundo que relumbraba como una telaraña azul por todo el alto muro. Y no se acababa ahí; se extendía por el aire, por encima de la casa blanca y achaparrada, y luego volvía a bajar por la otra parte formando una enorme cúpula brillante.

No estaba mal, pero no tenía secretos para mí.

Nada en el tercero ni en el cuarto plano; sin embargo, en el quinto descubrí tres centinelas rondando en el aire, justo detrás del muro del jardín. Eran de un color amarillo apagado. Cada uno de ellos tenía tres piernas musculosas que rotaban alrededor de un centro cartilaginoso. Sobre dicho centro había una masa amorfa que lucía dos bocas y unos ojos atentos. Las criaturas caminaban sin rumbo de un lado al otro por todo el perímetro del jardín. Reculé hasta el tronco del haya por instinto, aunque sabía que era poco probable que pudieran descubrirme desde allí. A aquella distancia debía parecer un mirlo en cualquiera de los siete planos. Solo cuando me acercara podrían entrever mi verdadero aspecto.

El sexto plano estaba despejado. Sin embargo, el séptimo… Qué curioso. No conseguí ver nada fuera de lo corriente —la casa, la calle, la noche, todo parecía como siempre—, pero, llámale intuición si quieres, estaba seguro que allí había una presencia, al acecho.

Me restregué el pico con recelo contra un nudo del árbol. Como temía, por allí había magia poderosa en funcionamiento. Había oído hablar de Lovelace. Se le consideraba un hechicero temible, muy estricto y exigente. Tenía suerte de que nunca me hubiera llamado a su servicio y no me apetecía ni su enemistad ni la de sus sirvientes.

No obstante, tenía que obedecer a aquel crío.

El mirlo empapado despegó de la rama y descendió en picado hacia la calle, evitando convenientemente el haz de luz de la farola más próxima. Se posó en una parte del césped cubierta de maleza, en la esquina del muro. Habían sacado cuatro bolsas negras de basura para que las recogieran a la mañana siguiente, y el mirlo se escondió detrás de ellas dando unos saltitos. Un gato que había estado observando al pájaro[2] desde cierta distancia esperó unos segundos más a que apareciera a la vista, perdió la paciencia y se lanzó curioso en su persecución. Detrás de las bolsas no descubrió ningún pájaro. Allí no había nada salvo una topera recién revuelta.