Bartimeo

1

La temperatura de la habitación descendió en picado. El hielo cuajó en las cortinas y formó una gruesa capa de escarcha sobre las luces del techo. El brillo de los filamentos de las bombillas disminuyó y se fue apagando al tiempo que las mechas de las velas, que brotaban de todas partes como una colonia de hongos, se consumían. La ensombrecida habitación se llenó de una sofocante nube amarilla de azufre dentro de la que unas sombras negras y difuminadas se contorsionaban y se retorcían. De algún lugar remoto llegó el sonido de muchas voces gritando. De súbito, algo ejerció presión contra la puerta que conducía al descansillo. Se abombó hacia dentro y las vigas crujieron. Unas pisadas de pies invisibles resonaron sobre las tablas del suelo y unos labios invisibles susurraron palabras siniestras desde detrás de la cama y debajo del escritorio.

La nube de sulfuro, concentrada en una densa columna de humo, vomitó finos jirones que lamieron el aire como lenguas antes de retirarse. La columna se quedó suspendida sobre la estrella de cinco puntas, borboteando hacia el techo como la nube de un volcán en erupción. Se produjo una pausa apenas perceptible. Y entonces, dos ojos amarillos y brillantes se materializaron en el corazón de la nube de humo.

Eh, era su primera vez. Quería asustarlo.

Aunque yo también me asusté. El niño moreno estaba dentro de su propia estrella de cinco puntas, más pequeña y adornada con runas diferentes, a un metro de la grande. Estaba más blanco que un cadáver y temblaba como una hoja agitada por un viento huracanado. La mandíbula temblorosa hacía que le castañetearan los dientes. Perlas de sudor le goteaban de la frente y al caer se convertían en hielo. Al estrellarse contra el suelo tintineaban como si se tratara de granizo.

Todo esto está muy bien, pero ¿y qué? Es decir, que como mucho tendría unos doce años. Ojos grandes, mejillas hundidas. No es que uno pueda vanagloriarse de darle un susto de muerte a un crío escuchimizado.[1]

De modo que permanecí en suspensión y me quedé quieto con la esperanza de que no le llevara mucho tiempo llegar al conjuro de partida. Para pasar el rato hice que unas llamas azules danzaran por las líneas interiores de la estrella de cinco puntas, como si buscaran una manera de salir y atraparlo. Efectos especiales, claro. Ya las había comprobado antes y el sello estaba bastante bien conseguido. Por desgracia, ningún error ortográfico.

Por fin pareció que el mocoso encontraba el coraje para hablar. Lo supuse por el temblor de los labios, que no parecía provocado solo por el miedo. Dejé que el fuego azul se extinguiera y que lo reemplazara un olor apestoso.

El niño habló con voz de pito.

—Te ordeno… que… que…

—¡Vamos, dilo de una vez!

—… me reveles tu nombre.

Por lo general, así es como empiezan los jóvenes. Palabrería sin sentido. Él sabía y yo sabía que él ya sabía mi nombre, porque si no ¿cómo habría podido invocarme? Se necesitan las palabras correctas, los pasos correctos y, sobre todo, el nombre correcto. Es decir, no es como cuando haces señas a un taxi; no acude cualquiera cuando lo llamas.

Escogí una voz sonora, grave y dulzona, el tipo de voz que resuena en todas partes y en ninguna y que pone de punta los pelillos de las nucas novatas.

BARTIMEO.

Me percaté de que al chaval le costó tragar saliva cuando oyó la palabra. Bien, entonces es que no era tonto del todo, sabía quién era yo y qué era. Mi reputación me precedía. Tras tomarse un momento para tragar alguna flema acumulada volvió a hablar:

—Te… te ordeno que respondas de nuevo. ¿Eres el Ba… Bartimeo que antaño invocaron los hechiceros para reparar las murallas de Praga?

Qué ganas de hacerme perder el tiempo que tenía aquel crío. ¿Qué otro iba a ser si no? Subí un poco el volumen en aquella respuesta. La escarcha de las bombillas se resquebrajó como el azúcar a punto de caramelo. Detrás de las sucias cortinas, el vidrio de la ventana retembló y vibró. El niño se balanceó hacia atrás sobre los talones.

—¡Soy Bartimeo! ¡Soy Sakhr al-Yinni, N’gorso el Poderoso y la Serpiente de las Plumas de Plata! He reconstruido los muros de Uruk, Karnak y Praga. He hablado con Salomón. He galopado junto a los antiguos búfalos de las praderas. He velado por el Gran Zimbabwe hasta que sus piedras se derrumbaron y los chacales se alimentaron de sus gentes. ¡Soy Bartimeo! No reconozco amo alguno. Así que ahora te ordeno yo, niño, ¿quién eres tú para invocarme?

Impresionante, ¿eh? Todo todito es cierto, lo que le da más poderío. Y no lo estaba haciendo solo para parecer importante. Esperaba que aquellas bravatas intimidaran al crío y que así me revelara su nombre, lo que a su vez me proporcionaría algo con lo que contraatacar cuando me diera la espalda.[2] Pero no hubo suerte.

—¡Por las imposiciones del círculo, las puntas de la estrella y la cadena de runas, soy tu amo! ¡Te someterás a mis deseos!

Oír aquella vieja cantinela de un mocoso enclenque tenía algo de particularmente odioso y, encima, con aquella voz tan chillona. Me mordí la lengua para contener la tentación de decirle cuatro cosas y entoné la respuesta habitual. Lo que fuese para acabar con aquello cuanto antes.

—¿Qué deseas?

Admito que estaba sorprendido. La mayoría de los aprendices de hechicero primero miran y luego preguntan. Se quedan embobados sopesando su poder potencial, pero siempre están demasiado nerviosos como para ponerlo a prueba. Y, además, tampoco es frecuente toparse con jovencitos como aquel mequetrefe invocando a seres como yo.

El crío se aclaró la garganta. Había llegado el momento. Seguro que había soñado con aquello durante años en vez de tumbarse en la cama a pensar en coches de carreras o en chicas. Esperé solemnemente la patética petición. ¿Qué sería? Que hiciese levitar un objeto era bastante habitual, o que lo trasladara de un lugar a otro de la habitación. Tal vez querría que conjurara una ilusión. Eso sería divertido, tarde o temprano hallaría el modo de malinterpretar su petición y darle un disgusto.[3]

—Te ordeno que te hagas con el amuleto de Samarkanda, que está en la casa de Simón Lovelace, y que me lo traigas cuando te invoque mañana al alba.

—Que ¿qué?

—Te ordeno que te hagas…

—Sí, ya te he oído. —No fue mi intención parecer petulante. Ahí patiné, y un poco también mi voz de ultratumba.

—¡Entonces ve!

—¡Un momento! —Experimenté esa sensación de estómago revuelto que siempre te entra cuando te hacen partir. Como si alguien te succionara las entrañas por la espalda. Para deshacerse de ti han de repetirlo tres veces, en el caso de que tengas muchas ganas de quedarte por allí. Por lo general no es así. Sin embargo, aquella vez me quedé donde estaba, dos ojos brillantes en una atmósfera viciada por una nube de humo convulsa—. ¿Tú ya sabes lo que estás pidiendo, niño?

—No voy a conversar ni a discutir ni a negociar contigo; ni voy a dejarme confundir por ningún acertijo, apuesta o juego de azar; ni voy…

—… No siento ningún deseo de conversar con un adolescente escuchimizado, créeme, así que ahórrate todas esas tonterías aprendidas de memoria. Alguien te está utilizando. ¿Quién es? Tu maestro, supongo. Un viejo pellejo y cobarde que se esconde detrás de un niño. —Dejé que el humo se desvaneciera ligeramente y mi contorno se dibujó por primera vez suspendido con delicadeza en la penumbra—. Juegas con fuego por partida doble si lo que pretendes es robar a un hechicero de verdad invocándome a mí. ¿Dónde estamos? ¿En Londres?

Asintió. Sí, seguro que era Londres. Una casa unifamiliar de mala muerte en medio de una hilera de casas similares. Inspeccioné la habitación a través de los vapores químicos. Techo bajo, papel de las paredes medio desprendido, un único cuadro medio descolorido en la pared… Era un paisaje alemán sombrío, una elección curiosa para un niño. Hubiera esperado chicas, futbolistas… La mayoría de los hechiceros son de lo más convencional, incluso de jóvenes.

—Ay… —Mi tono fue conciliador y melancólico—. Este mundo es muy traidor y tú estás muy verde.

—¡No te temo! ¡Te he dado una orden y te ordeno que partas! La segunda petición de partida. Sentí como si una apisonadora pasara por encima de mis tripas. Sentí que mi forma titilaba, que parpadeaba. Aquel niño tenía mucho poder para ser tan pequeño.

—No es a mí a quien has de temer, al menos por ahora. Simón Lovelace vendrá en persona en tu busca cuando descubra que le han robado el Amuleto. Y no va a perdonarte porque seas tan joven.

—Estás obligado a obedecer mis órdenes.

—Lo estoy.

Había que reconocerlo, el crío estaba decidido. Y estaba muy tonto.

Movió una mano. Oí la primera sílaba del torniquete sistemático. Estaba a punto de infligir dolor.

Me fui. No perdí el tiempo con más efectos especiales.