Durante casi una semana, a causa de toda una serie de turbulentos frentes estivales, las condiciones atmosféricas no fueron propicias para que un aparato pequeño saliese a volar. Cuando las distintas previsiones meteorológicas mostraron aire seco y en calma en todas partes menos en el sur de Tejas, Ray abandonó Charlottesville en un Cessna e inició la travesía aérea más larga de su corta carrera de piloto. Evitando el espacio aéreo más concurrido y buscando las señales fijas más destacadas en tierra, voló rumbo al oeste cruzando el valle de Shenandoah y pasó a Virginia Occidental y Kentucky, donde repostó combustible en una pista de mil trescientos metros, no muy lejos de Lexington. El Cessna podía permanecer en el aire unas tres horas y media antes de que el indicador descendiera por debajo de una cuarta parte de la capacidad del depósito. Volvió a tomar tierra en Terre Haute, cruzó el Rio Misisipí en Hannibal y se detuvo a pasar la noche en Kirksville, Misuri, donde alquiló una habitación en un motel.
Era el primer motel en el que se alojaba desde su odisea con el dinero y precisamente por culpa del dinero volvía ahora a este tipo de establecimiento. Además, estaba en Misuri y, mientras zapeaba con el volumen del televisor apagado, recordó la historia de Patton French sobre cómo había tenido conocimiento del caso del Ryax en un seminario celebrado en St. Louis. Un viejo abogado de una pequeña localidad de los Ozarks tenía un hijo que enseñaba en la Universidad de Columbia y el hijo sabía que el medicamento era nocivo. Y, por culpa de Patton French y de su insaciable codicia y su corrupción, él, Ray Atlee, se encontraba ahora en otro motel de una ciudad en la que no conocía absolutamente a nadie.
Un frente nuboso se estaba desarrollando sobre Utah. Ray despegó justo después del amanecer y ascendió a mil quinientos metros de altura. Ajustó los mandos y abrió un termo de humeante café cargado. Durante la primera etapa, voló más rumbo al norte que al oeste y no tardó en sobrevolar los maizales de Iowa.
A mil quinientos metros de altura, solo y en medio del frescor y la quietud del aire de primera hora de la mañana, sin que ni un solo piloto parloteara a través de las ondas, Ray trató de concentrarse en la tarea que le aguardaba. Pero le era mucho más fácil dejar vagar el pensamiento, disfrutar de la soledad y del panorama, del café y del solitario acto de aislarse del mundo. Le resultaba extremadamente agradable apartar de su mente los pensamientos acerca de su hermano.
Tras una escala en Sioux Falls, volvió: a desviarse hacia el oeste y siguió el curso de la Interestatal 90, que atravesaba todo el estado de Dakota del Sur antes de bordear el espacio restringido que rodeaba el monte Rushmore. Aterrizó en Rapid City, alquiló un automóvil y dio un largo paseo por el Parque Nacional de Badlands.
El Morningstar Ranch se encontraba en algún lugar de las colinas al sur de Kalispell, aunque él sitio de su web era deliberadamente confuso al respecto. Oscar Meave había tratado infructuosamente de averiguar su emplazamiento exacto. Al finalizar su tercer día de viaje, tomó tierra ya de noche en Kalispell. Alquiló un automóvil, cenó y buscó un motel; luego dedicó varias horas a examinar mapas aéreos y de carreteras.
Tuvo que pasarse un día más volando a baja altura alrededor de Kalispell y las ciudades de Woods Bay, Polison, Bigfork y Elmo. Sobrevoló media docena de veces el lago Flathead y ya estaba casi a punto de tirar la toalla cuando vislumbró una especie de recinto cerca de la ciudad de Somers, en la orilla norte del lago. Desde cuatrocientos cincuenta metros de altura sobrevoló el lugar hasta que distinguió una gruesa valla de tela metálica pintada de verde casi escondida entre los árboles y prácticamente invisible desde el aire. Había unos pequeños edificios que parecían viviendas individuales y uno más grande destinado tal vez a administración, pistas de tenis y una cuadra con caballos pastando a su alrededor. Sobrevoló el lugar el tiempo suficiente para que algunas personas que se encontraban en el recinto interrumpieran sus tareas y miraran hacia arriba, protegiéndose los ojos con la mano…
Localizar el lugar por tierra era casi tan difícil como desde el aire, pero al mediodía del día siguiente, Ray aparcó al otro lado de una verja sin indicación alguna y miró con cara de pocos amigos a un guarda armado, que a su vez lo estaba observando a él con cara de malas pulgas. Tras un tenso interrogatorio, el guarda admitió finalmente que, en efecto, Ray había encontrado el lugar que buscaba.
—Pero no se permiten visitas —advirtió con aire petulante.
Ray se inventó una excusa sobre una crisis familiar y subrayó la necesidad de encontrar a su hermano. El procedimiento en aquel caso, le explicó el guarda a regañadientes, consistía en dejar un nombre y un número de teléfono, con lo cual habría una ligera posibilidad de que alguien de dentro se pusiera en contacto con él.
Al día siguiente, mientras pescaba truchas en el Rio Flathead, sonó su móvil. Una voz muy poco amistosa perteneciente a una tal Allison de Morningstar preguntó por Ray Atlee.
¿A qué otra persona esperaba encontrar?
Él confesó llamarse Ray Atlee y entonces ella le preguntó qué deseaba de su centro.
—Mi hermano está aquí —dijo Ray con la mayor amabilidad posible—. Se llama Forrest Atlee y quisiera verle.
—¿Qué le hace pensar que está aquí? —preguntó Allison.
Mire, yo lo sé y usted también lo sabe. Entonces, ¿podemos dejarnos de rodeos si no le importa?
—Haré averiguaciones, pero no espere otra llamada.
Dicho esto, Allison colgó sin darle tiempo a replicar. La siguiente voz poco amistosa pertenecía a un tal Darrel, una especie de administrador o algo por el estilo. La llamada se produjo bien entrada la tarde, mientras Ray recorría a pie un sendero del Swan Range cerca del pantano de Hungry Horse. Darrel se mostró tan antipático como Allison.
—Sólo media hora. Treinta minutos —le dijo a Ray—. A las diez de la mañana.
Un centro penitenciario de máxima seguridad habría resultado más agradable. El mismo guarda lo cacheó junto a la verja y registró su vehículo.
—Sígame —le ordenó.
Otro guarda con un carrito de golf estaba esperando en el camino particular y Ray lo siguió hasta un pequeño aparcamiento cerca del edificio de la parte anterior del recinto. Cuando bajó de su automóvil, Allison lo estaba esperando, sin armas. Era alta y un tanto masculina y, cuando ella le ofreció el obligado apretón de manos, Ray pensó que jamás en su vida se había sentido tan físicamente indefenso. Ella lo acompañó al interior, donde unas cámaras vigilaban todos los movimientos sin el menor disimulo. A continuación, Allison lo condujo a una habitación sin ventanas y lo dejó en manos de un ceñudo empleado quien, con la habilidad de un funcionario de aduanas, buscó y hurgó en todos los recovecos y las grietas de su cuerpo menos en la entrepierna, donde, por un horrible instante, Ray temió que le propinara un golpe.
—Sólo busco a mi hermano —protestó finalmente Ray, dando lugar a que por poco le soltaran un guantazo.
Una vez que lo hubieron registrado y desinfectado exhaustivamente, Allison volvió a ocuparse de él y lo acompañó por un corto pasillo hasta una estancia cuadrada, cuyas paredes daban la impresión de estar acolchadas. Sólo había una puerta provista de una ventana. Señalándola con el semblante muy serio, Allison dijo:
—Estaremos vigilando.
—Vigilando, ¿qué? —preguntó Ray…
Ella le dirigió una mirada de desprecio y, por un instante, Ray temió que lo derribara al suelo.
En el centro de la estancia había una mesa con una silla a cada lado.
—Siéntese aquí —ordenó ella, y Ray obedeció. Se pasó diez minutos contemplando las paredes, de espaldas a la puerta.
Al final, ésta se abrió y Forrest entró solo, sin cadenas ni esposas, ni guardas que lo empujaran. Sin pronunciar una palabra, se sentó delante de Ray y cruzó las manos sobre la mesa como si hubiera llegado la hora de meditar. Llevaba el pelo rapado, aunque ya le había crecido unos tres milímetros. Iba impecablemente afeitado y daba la impresión de haber adelgazado diez kilos. Llevaba una holgada camisa de color caqui con un pequeño cuello de botones y dos grandes bolsillos, casi de estilo militar, lo cual dio lugar al primer comentario de Ray:
—Este sitio es un campamento militar.
—Es muy duro —asintió Forrest en voz muy baja.
—¿Te lavan el cerebro?
—Eso es precisamente lo que hacen.
Ray, que estaba allí por el dinero, decidió lanzarse sin más demoras.
—¿Qué te ofrecen a cambio de setecientos dólares al día? —preguntó.
—Una nueva vida.
Ray aprobó la respuesta con una inclinación de la cabeza.
Forrest lo miraba sin parpadear y con el rostro inexpresivo, contemplando tristemente a su hermano como si fuera un desconocido.
—¿Y piensas pasarte doce meses aquí?
—Como mínimo.
—Eso costará un cuarto de millón de dólares. Forrest se encogió levemente de hombros como si el dinero no representase el menor problema y como si se hallara en disposición de permanecer allí tres años o incluso cinco.
—¿Te administran sedantes? —preguntó Ray, tratando de provocarlo.
—No.
—Pues te comportas como si estuvieras bajo los efectos de un sedante.
—Pues te equivocas. Aquí no utilizan medicamentos, aunque no sé por qué. ¿Lo sabes tú? —dijo con algo más de energía.
Ray no olvidaba el paso del tiempo. Allison regresaría exactamente treinta minutos después, interrumpiría la conversación y lo acompañaría hasta el exterior del edificio y del recinto. Necesitaba mucho más tiempo para tratar todas las cuestiones pendientes, pero allí tenía que actuar con eficiencia. Ve al grano, se dijo. Averigua cuánto está dispuesto a reconocer.
—Examiné el testamento del viejo —dijo—, y también la citación que nos envió, por la que nos convocaba a casa el día siete de mayo. Estudié las firmas de ambos documentos y creo que son falsas.
—Qué listo.
—No sé quién hizo las falsificaciones, pero sospecho que fuiste tú.
—Demándame.
—¿No lo niegas?
—¿Qué más da?
Ray repitió las palabras levantando un poco la voz en tono asqueado, como si el hecho de repetirlas le indignara. Una larga pausa mientras el tiempo seguía pasando.
—Yo recibí la citación un jueves. Estaba fechada en Clanton el lunes, el mismo día en que tú le acompañaste en tu automóvil a la clínica Taft de Tupelo para adquirir una dosis de morfina. Pregunta: ¿cómo te las arreglaste para mecanografiar la citación en su vieja máquina de escribir Underwood?
—No tengo por qué responder a tus preguntas.
—Pues yo creo que sí. Tú organizaste la estafa, Forrest. Lo menos que puedes hacer es contarme cómo ocurrió. Tú has ganado. El viejo ha muerto. La casa ha desaparecido. Tienes el dinero. El único que te persigue soy yo, y enseguida pienso largarme.
Cuéntame cómo ocurrió.
—Ya había tomado una dosis de morfina.
—Muy bien, y entonces tú lo acompañaste a comprar otra dosis. No se trata de eso.
—Pero es importante.
—¿Por qué?
—Porque estaba drogado.
Se produjo una pequeña grieta en el aparente lavado de cerebro mientras Forrest retiraba las manos de la mesa y apartaba la mirada.
—O sea que sufría mucho —comentó Ray, tratando de suscitar alguna emoción.
—Sí —contestó Forrest en tono impasible.
—Y, cuando tú aumentabas la dosis de morfina, ¿tenías la casa para ti solo?
—Más o menos.
¿Cuándo regresaste allí?
—Ya sabes que las fechas no se me dan muy bien.
—No te hagas el tonto conmigo, Forrest. Murió un domingo.
—Yo llegué allí un sábado.
¿O sea, ocho días antes de que él muriera?
—Sí, supongo.
—¿Y por qué regresaste?
Forrest cruzó los brazos sobre el pecho y bajó la cabeza.
—Me llamó —dijo—. Me pidió que fuera a verle.
Me presenté allí al día siguiente. Me parecía increíble que estuviera tan viejo y enfermo, y también tan solo. —Un profundo suspiro, una mirada a su hermano—. El dolor era terrible. Los analgésicos apenas le calmaban. Nos sentamos en el porche y hablamos de la guerra y de lo distintas que hubieran sido las cosas si Jackson no hubiera muerto en Chancellorsville, las mismas viejas batallas que él había revivido tantas veces a lo largo de su existencia. Se agitaba sin cesar en un intento de luchar contra el dolor. A veces se le cortaba la respiración. Pero él sólo quería hablar. No enterramos el hacha de guerra ni intentamos reconciliarnos. No veíamos la necesidad de hacerlo. Lo único que me pedía era que permaneciese allí. Yo dormía en el sofá del estudio y, una noche, sus gemidos me despertaron. Estaba en el suelo de su habitación, encogido, temblando de dolor. Lo ayudé a tumbarse otra vez en la cama y a tomarse la morfina y, al final, se calmó. Eran aproximadamente las tres de la madrugada. Yo estaba aterrorizado y empecé a dar vueltas por la casa.
El relato pareció detenerse, pero no así las manecillas del reloj.
—Y fue entonces cuando encontraste el dinero.
—¿Qué dinero?
—El dinero que sirve para pagar los setecientos dólares diarios de aquí.
—Ah, ese dinero.
—Sí, ese dinero.
—En efecto, fue entonces cuando lo encontré, en el mismo lugar, que tú. Veintisiete cajas. La primera de ellas contenía cien mil dólares y realicé unos rápidos cálculos. No sabía qué hacer. Permanecí sentado allí varias horas, contemplando las cajas inocentemente amontonadas en el armario. Pensé que, a lo mejor, el viejo se levantaría, bajaría por el pasillo y me sorprendería contemplando sus cajitas y casi deseé que lo hiciera, para poder preguntarle algunas cosas. —Forrest volvió a apoyar las manos sobre la mesa y miró a Ray—. Sin embargo, al amanecer ya había ideado un plan. Decidí dejar en tus manos el dinero. Tú eres el primogénito, su hijo predilecto, el hermano mayor, el chico perfecto, el alumno aventajado, el profesor de Derecho, el albacea, aquel en quien él confiaba por encima de todo. Me limitaré a vigilar a Ray, me dije, a ver qué hace con el dinero, porque seguro que cualquier cosa que haga estará bien hecha. En resumen: cerré el armario, volví a colocar el sofá en su sitio y procuré comportarme como si no supiera nada del dinero. Estuve a punto de preguntarle al viejo, pero pensé que, si él hubiera querido que yo lo supiera, me lo habría contado.
—¿Cuándo mecanografiaste mi citación?
—Aquel mismo día, un poco más tarde. Él estaba dormido en su hamaca bajo las pacanas del patio de atrás. Se encontraba mucho mejor porque, para entonces, ya era un adicto a la morfina. Apenas recordaba lo ocurrido la semana anterior.
—¿Y el lunes en que lo llevaste a Túpelo?
—Sí. Él mismo conducía el automóvil, pero, aprovechando que yo estaba allí, me pidió que lo acompañara.
—Y tú te escondiste entre los árboles del exterior de la clínica para que nadie te viera.
—Muy bueno. ¿Y qué más sabes?
—Nada. Sólo tengo preguntas. Me llamaste la noche en que yo recibí la citación por correo y me dijiste que tú también habías recibido una. Me preguntaste si pensaba llamar al viejo. Contesté que no. ¿Qué hubiera ocurrido si le hubiera llamado?
—Los teléfonos no funcionaban.
—¿Por qué no?
—Los cables telefónicos pasan por el sótano. Allí abajo hay una conexión suelta.
Ray asintió como si se acabara de aclarar otro misterio.
—Además, la mayoría de las veces él no se ponía al teléfono —añadió Forrest.
—¿Cuándo modificaste el testamento?
—La víspera de su muerte. Encontré el anterior, no acabó de convencerme y entonces decidí hacer las cosas bien y repartir equitativamente sus posesiones entre nosotros dos. Qué idea tan ridícula: un reparto equitativo. Qué estupidez la mía. No entendía cómo funcionaba la ley en tales situaciones. Pensé que, siendo nosotros los únicos herederos, teníamos que repartirlo todo a partes iguales. No comprendía que a los abogados se les enseña a quedarse con todo lo que encuentran, a robar a sus hermanos, a quedarse con los bienes que están obligados a proteger, a no cumplir los juramentos que han prestado. Eso nadie me lo había dicho. Qué estúpido fui.
—¿Cuándo murió?
—Dos horas antes de tu llegada.
—¿Lo mataste tú?
Un gruñido y una mirada de desprecio. Silencio.
—¿Lo mataste tú? —repitió Ray.
—No, de eso se ocupó el cáncer.
—Vamos a ver si me aclaro —dijo Ray, inclinándose hacia delante como un abogado que, durante la repregunta a un acusado, estuviera a punto de apuntarse un triunfo—. Estuviste ocho días allí y él se pasó todo el tiempo drogado. Y, casualmente, va y se muere dos horas antes de mi llegada.
—Así es.
—Mientes.
—Le eché una mano en lo de la morfina, de acuerdo. ¿Te sientes mejor ahora? Lloraba de dolor. No podía caminar, comer, beber, dormir, orinar, defecar ni sentarse en una silla. Tú no estabas allí, ¿verdad? Pues yo sí. Se vistió para ti. Yo lo afeité. Lo ayudé a sentarse en el sofá. Estaba demasiado débil para apretar el botón de la dosis de morfina. Yo se lo apreté. Se quedó dormido. Entonces salí de la casa. Tú regresaste a casa, lo encontraste, hallaste el dinero y empezaste a mentir.
—¿Sabes de dónde procedía el dinero?
—No, de algún lugar de la costa, supongo. Pero la verdad es que no me importa.
—¿Quién prendió fuego a mi avión?
—Eso es un acto criminal y yo no sé nada.
—¿Es la misma persona que me estuvo siguiendo durante un mes?
—Sí, son dos, unos chicos a quienes conocí en la cárcel, unos viejos amigos. Son muy hábiles y tú eras un blanco fácil. Colocaron un pequeño dispositivo debajo de tu precioso automóvil. Te controlaban con un GPS y sabían todos tus movimientos.
—¿Por qué incendiaste la casa?
—Niego haber cometido ningún delito.
—¿Quenas cobrar el seguro? ¿O tal vez pretendías excluirme por completo del testamento?
Forrest meneó la cabeza para negar todas las acusaciones. Se abrió la puerta y Allison asomó su alargado y anguloso rostro.
—¿Todo bien aquí dentro?
Sí, muy bien, estupendo.
—Siete minutos más —dijo Allison, antes de cerrar la puerta de nuevo.
Ambos permanecieron sentados una eternidad, mirando cada uno a distintos lugares del suelo. No se oía ni un solo sonido procedente del exterior.
—Yo sólo quería la mitad dijo finalmente Forrest.
—Toma ahora la mitad.
—Ahora ya es demasiado tarde. Ahora ya sé lo que tengo que hacer con el dinero. Tú me lo enseñaste.
—Yo temía darte el dinero, Forrest.
—¿Y por qué?
—Temía que te mataras con él.
—Pues bien, aquí me tienes —replicó Forrest, abarcando con un gesto del brazo derecho la estancia, el rancho y todo el estado de Montana—. Eso es lo que estoy haciendo con el dinero. No me estoy matando precisamente. No estoy tan loco como todo el mundo cree.
—Me equivoqué.
—Vaya, eso significa mucho para mí. ¿Te equivocaste porque te pillaron? ¿Te equivocaste porque resulta que no soy tan idiota como parecía? ¿O te equivocaste porque quieres quedarte con todo el dinero?
—Por todo lo que has dicho.
—Temo compartirlo, Ray, lo mismo que tú. Temo que el dinero se te suba a la cabeza. Temo que te lo gastes todo en aviones y casinos. Temo que te conviertas en un cabrón todavía peor de lo que eres. De eso te tengo que proteger, Ray.
Ray conservó la calma. No podría vencer a su hermano liándose a puñetazos con él y, aunque pudiera, ¿qué ganaría con ello? Le hubiera encantado tomar un bate y propinarle un estacazo en la cabeza, pero ¿para qué molestarse? Si le pegara un tiro, jamás encontraría el dinero.
—De acuerdo. Entonces, ¿qué proyectos tienes? —preguntó, haciendo gala de la mayor indiferencia posible.
—Pues no sé. Nada en concreto. Cuando te sometes a una terapia de rehabilitación, te pasas el rato soñando, pero, cuando sales, todos los sueños te parecen estúpidos. Lo que sí es seguro es que jamás regresaré a Memphis, hay demasiados viejos amigos. Y tampoco pienso volver a Clanton. Encontraré un nuevo hogar en algún sitio. Y tú, ¿qué me dices? ¿Qué vas a hacer, ahora que has perdido tu gran oportunidad?
—Tenía una vida, Forrest, y sigo teniéndola:
—Desde luego. Ganas ciento sesenta mil dólares al año. Lo descubrí en Internet, y dudo mucho que trabajes demasiado. No tienes familia ni gastos especiales, te sobra el dinero para hacer lo que te dé la gana. Lo tienes todo. La codicia es un animal muy extraño, ¿verdad, Ray? Encontraste tres millones de dólares y pensaste que los necesitabas todos para ti. Ni diez centavos para tu jodido hermanito. Ni un solo centavo para mí. Tomaste el dinero e intentaste huir con él.
—No sabía muy bien qué iba a hacer con el dinero. Exactamente igual que tú.
—Pero te lo llevaste todo. Y me mentiste.
—Eso no es verdad. Yo estaba guardando el dinero.
—Y te lo estabas gastando: casinos, aviones.
—¡No, maldita sea! No me interesan los juegos de azar y llevo tres años alquilando aviones. Estaba guardando el dinero, Forrest, quería averiguar su procedencia. Qué demonios, todo empezó hace apenas cinco semanas.
Las voces sonaban cada vez más alteradas y rebotaban contra las paredes. Allison asomó la cabeza para echar un vistazo, dispuesta a interrumpir la reunión en caso de que su paciente se estuviera poniendo nervioso.
—Dame un respiro —dijo Ray—. Tú no sabías qué hacer con el dinero y yo tampoco. En cuanto lo descubrí, alguien, y supongo que este alguien fuiste tú o bien tus amiguetes, empezó a asustarme. No puedes reprocharme que huyera con el dinero.
—Me mentiste.
—Y tú me mentiste a mí. No habías hablado con el viejo. Llevabas nueve años sin poner los pies en la casa. Todo mentira. Todo fue parte de una trampa.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no me contaste lo del dinero?
—¿Y por qué no me lo contaste tú a mí?
—Quizás estaba a punto de hacerlo. No sé muy bien cuáles eran mis intenciones. Resulta un poco difícil pensar con claridad cuando te encuentras a tu padre muerto, después descubres tres millones de dólares en efectivo y a continuación comprendes que alguien más conoce la existencia del dinero y gustosamente estaría dispuesto a matarte por él. Son cosas que no ocurren todos los días, así que perdona mi inexperiencia al respecto.
La estancia quedó en silencio. Forrest unió las manos y miró hacia el techo. Ray había dicho todo lo que había previsto. Allison movió el tirador de la puerta, pero no entró.
Forrest se inclinó hacia delante.
—Los dos incendios, el de la casa y el del avión, ¿tienes algún nuevo sospechoso?
Ray meneó la cabeza.
—No se lo diré a nadie.
Otra pausa mientras el tiempo se iba agotando. Forrest se levantó muy despacio y miró a Ray.
—Dame un año. Cuando salga de aquí, hablaremos.
Se abrió la puerta y, al pasar, Forrest rozó con la mano el hombro de Ray. Fue sólo un leve contacto, un gesto en modo alguno afectuoso, pero resultó conmovedor a pesar de todo.
—Nos vemos dentro de un año, hermano —dijo antes de salir.