El señor y la señora Vonner abandonaron Clanton una nublada mañana de junio en un nuevo cuatro por cuatro que gastaba casi veinte litros de gasolina cada cien kilómetros, cargado con equipaje suficiente para pasar un mes en Europa. Sin embargo, su destino era el distrito de Columbia, pues la señora Vonner tenía una hermana a la que Harry Rex aún no conocía. Pasaron la primera noche en Gatlinburg y la segunda en White Sulphur Springs, en Virginia Occidental. Llegaron a Charlottesville a eso del mediodía y efectuaron el obligado recorrido por el Monticello, la célebre residencia de Jefferson, visitaron el recinto de la universidad y disfrutaron de unos insólitos platos en un bar estudiantil llamado White Spot, cuya especialidad eran los huevos fritos sobre una hamburguesa. El tipo de comida que Harry Rex prefería.
A la mañana siguiente, mientras su mujer dormía, Harry Rex salió a dar un paseo por la zona comercial del centro. Encontró la dirección y esperó.
Unos minutos después de las ocho, Ray se ató con doble lazada los cordones de sus caras zapatillas deportivas, se desperezó en su apartamento y bajó a la calle para efectuar su cotidiana carrera de ocho kilómetros. Fuera, el aire era muy cálido. Julio no quedaba muy lejos y el verano ya había llegado.
Al doblar una esquina, oyó una voz conocida que le llamaba:
—Hola, chico.
Harry Rex estaba sentado en un banco con una taza de café en la mano y, a su lado, un periódico sin leer. Ray se quedó petrificado y tardó unos segundos en reponerse de la sorpresa. Había algo que no encajaba.
Cuando estuvo en condiciones de moverse, se acercó y preguntó:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
—Bonito modelo —dijo Harry Rex, estudiando los pantalones cortos, la vieja camiseta, la gorra roja de corredor y el último grito en gafas deportivas—. Mi mujer y yo pasábamos por aquí camino de Washington. Ella tiene una hermana allí y cree que yo la quiero conocer. Siéntate.
—¿Por qué no llamaste?
—No quería molestar.
—Pues deberías haber llamado, Harry Rex, habríamos podido comer juntos, os habría enseñado un poco la ciudad.
—No se trata de esta clase de viaje. Ven a mi lado.
Temiéndose algún problema, Ray se sentó junto a Harry Rex.
—Esto es una pesadilla —murmuró.
—Calla y escucha.
Ray se quitó las gafas y miró a Harry Rex.
—¿Es grave?
—Digamos más bien que es curioso.
Harry le contó la historia de Jacob Spain acerca de Forrest, a quien aquél había visto escondido entre los árboles de la clínica oncológica seis días antes de la muerte del Juez.
Ray lo escuchó con incredulidad, sentado en el banco. Al final, se inclinó apoyando los codos sobre las rodillas, sujetándose la cabeza con las manos.
—Según los informes médicos —estaba diciendo Harry Rex—, aquel primero de mayo le facilitaron una dosis de morfina. No sé si fue la primera dosis o si ya había tomado otras, eso no queda claro en las anotaciones. Al parecer, Forrest lo acompañó al lugar más apropiado para que le facilitaran la de mejor calidad.
Una larga pausa mientras una agraciada joven pasaba por delante de ellos, al parecer con mucha prisa, y su ajustada falda oscilaba airosamente siguiendo el ritmo del movimiento. Un sorbo de café y después prosiguió:
—Siempre sospeché del testamento que tú encontraste en el estudio. El Juez y yo nos habíamos pasado los últimos seis meses de su vida hablando del testamento. No creo que redactara otro justo antes de morir. He estudiado con mucho detenimiento las firmas y, en mi inexperta opinión, la última es falsa.
Ray carraspeó.
—Si Forrest lo acompañó en su automóvil a Tupelo, cabe suponer que mi hermano estaba en la casa.
—En efecto.
Harry Rex había contratado a un detective de Memphis para localizar a Forrest, pero no halló ni rastro de él, ni la más mínima huella. Del interior del periódico, sacó un sobre.
—Esto se recibió hace tres días.
Ray sacó una hoja de papel y la desdobló. Era de Oscar Meave, de Alcorn Village, y decía lo siguiente: «Estimado señor Vonner: No he conseguido localizar a Ray Atlee. Conozco el paradero de Forrest, si por casualidad la familia lo ignora. Llame si le interesa hablar. Todo es confidencial. Con mis mejores saludos, Oscar Meave».
—Entonces le llamé inmediatamente —dijo Harry Rex, mirando a otra chica—. Tiene un antiguo paciente que ahora es asesor de un rancho de rehabilitación del oeste. Forrest ingresó allí hace una semana, exigió discreción absoluta y dijo que no quería que su familia supiera dónde estaba. Por lo visto, es algo que ocurre de vez en cuando y los centros de desintoxicación se ven en un aprieto. Se ven obligados a respetar los deseos del paciente, pero, por otra parte, la familia desempeña un papel esencial en el plan general de la rehabilitación. Por consiguiente, estos asesores suelen mantenerse en contacto. Meave tomó la decisión de ponerte al corriente.
—¿En qué lugar del oeste?
—Montana. Un lugar llamado Morningstar Ranch. Meave dijo que es lo que el chico necesita… muy bonito y apartado, un centro para casos difíciles. Por lo visto, piensa pasarse un año allí.
Ray se incorporó y empezó a frotarse la frente como si finalmente le hubieran pegado un tiro en aquella zona del rostro.
—Y, naturalmente, el centro es carísimo —añadió Harry Rex.
—Naturalmente —asintió Ray.
Ya no volvieron a hablar, por lo menos acerca de Forrest. Harry Rex anunció que debía irse. Había transmitido su mensaje y no tenía nada más que añadir, al menos en aquel momento. Su mujer estaba deseando ver a su hermana. A lo mejor, la próxima vez dispondrían de más tiempo para ir a comer juntos o lo que fuera. Dio a Ray una palmada en el hombro y lo dejó allí.
—Te veré en Clanton —fueron sus últimas palabras.
Demasiado débil y aturdido para salir a correr, Ray permaneció sentado en aquel banco de la principal arteria comercial del centro de la ciudad, perdido en un mundo cuyas piezas estaban cambiando rápidamente de lugar. El tráfico peatonal se intensificó mientras los comerciantes, los crupieres y los abogados se dirigían presurosos a su trabajo, sin que Ray reparara en ellos.
Cada semestre Carl Mirk, compañero de Ray en el colegio de abogados de Virginia, daba clase sobre dos secciones de la legislación relativas a los seguros.
Ambos comentaron la entrevista durante el almuerzo y llegaron a la conclusión de que ésta debía de formar parte de alguna especie de peritaje y que no había ningún motivo para preocuparse. Mirk acompañaría a Ray y fingiría que era su abogado.
El perito de la compañía de seguros se llamaba Ratterfield. Lo recibieron en la sala de reuniones de la Facultad de Derecho. El perito se quitó la chaqueta como si tuviera intención de pasarse muchas horas allí. Ray llevaba pantalones vaqueros y una camisa de golf. Mirk había elegido un atuendo tan informal como el suyo.
—Suelo grabar estas entrevistas —dijo Ratterfield, yendo directamente al grano mientras sacaba un magnetófono y lo colocaba entre él y Ray—. ¿Alguna objeción? —preguntó, tras haber colocado el aparato en su sitio.
—Supongo que no —contestó Ray.
El hombre pulsó un botón, consultó sus notas e hizo una presentación a efectos de la grabación. Era un perito de seguros independiente contratado por Aviation Underwriters para investigar la reclamación presentada por Ray Atlee y otros tres propietarios por los daños sufridos en un Beech Bonanza 1994 el día 2 de junio. Según el investigador de incendios del estado, el aparato había sido objeto de un incendio provocado.
Ante todo, necesitaba el historial de vuelo de Ray. Éste tenía su libro de vuelo; Ratterfield lo examinó y no encontró en él nada que pudiera interesarle lo más mínimo.
—Falta la evaluación de los instrumentos —señaló en determinado momento.
—Estoy en ello —contestó Ray.
—¿Catorce horas con el Bonanza?
—Sí.
A continuación Ratterfield pasó al consorcio de los propietarios e hizo unas cuantas preguntas acerca del acuerdo que habían concertado. Ya había entrevistado a los demás propietarios y éstos le habían mostrado los contratos y la documentación. Ray confirmó su autenticidad.
Cambiando de tema, Ratterfield preguntó:
—¿Dónde estaba usted el primero de junio?
—En Biloxi, Misisipí —contestó Ray, con la absoluta certeza de que Ratterfield no tenía ni la más remota idea de dónde estaba aquel lugar.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí?
—Unos cuantos días.
—¿Me permite preguntarle el motivo de su viaje?
—Faltaría más —dijo Ray, soltándole una versión abreviada de sus recientes visitas a casa.
El motivo oficial de su viaje a la costa había sido el deseo de visitar a los amigos, a sus antiguos compañeros de estudios en Tulane.
—Estoy seguro de que hay personas que pueden confirmar su presencia allí el dos de junio, —dijo Ratterfield.
—Varias personas. Además, conserva las cuentas de los hoteles.
El perito pareció convencerse de que Ray había estado en Misisipí.
—Todos los demás propietarios estaban en casa cuando ardió el aparato —comentó, pasando una página para echar un vistazo a una lista de notas mecanografiadas—. Todos tienen coartadas. Si damos por sentado que es un incendio provocado, lo primero que tenemos que encontrar es el móvil y después al responsable.
—No tengo ni idea de quién puede ser —se apresuró a decir Ray con toda convicción.
—¿Y en cuanto al móvil?
—Acabábamos de comprar el aparato. ¿Por qué razón íbamos a querer destruirlo?
—Quizá para cobrar el seguro. Son cosas que pasan. A lo mejor, uno de los socios llegó a la conclusión de que los gastos no estaban a su alcance. La suma no es pequeña… casi doscientos de los grandes durante seis años, cerca de novecientos dólares al mes por socio.
—Eso ya lo sabíamos dos semanas antes de firmar —objetó Ray.
Se pasaron un rato discutiendo acerca de la delicada cuestión de la situación económica personal de Ray: sueldo, gastos, obligaciones. Cuando pareció que ya se había convencido de que Ray estaba en condiciones de cumplir el acuerdo, Ratterfield cambió de tema.
—El incendio de Misisipí —dijo, echando un vistazo a algo que parecía un informe—. Hábleme de él.
—¿Qué quiere saber?
—¿Está usted sometido a investigación por ese incendio?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí, completamente. Llame a mi abogado, si lo desea.
—Ya lo he hecho. Y su apartamento ha sufrido dos robos en las últimas seis semanas, ¿no es así?
—No se han llevado nada. En ambas ocasiones, se limitaron a entrar.
—Está usted teniendo un verano muy movidito.
—¿Es una pregunta?
—Parece que alguien está dispuesto a hacerle la vida imposible.
—Insisto, ¿es una pregunta?
Fue el único arrebato de cólera que se produjo durante la entrevista, por lo que tanto Ray como Ratterfield se tomaron un respiro.
—¿Ha habido en el pasado alguna otra investigación por presunto incendio provocado?
—No —contestó Ray sonriendo.
Cuando pasó otra página y vio que en la siguiente no había nada mecanografiado, Ratterfield perdió rápidamente el interés y se limitó a dar por finalizada la entrevista.
—Estoy seguro de que nuestros abogados seguirán en contacto —dijo, apagando la grabadora.
—Lo estoy deseando —dijo Ray.
Ratterfield tomó su chaqueta y su portafolios y se encaminó hacia la salida.
—Creo que sabes más de lo que has dicho —dijo Carl en cuanto el perito se retiró.
—Tal vez —convino Ray—. Pero yo no he tenido nada que ver ni con el incendio de aquí ni con el de allá.
—Ya he oído suficiente.