Las dos puertas eran nuevas, aún estaban sin pintar y eran mucho más resistentes que las antiguas. Ray le agradeció en silencio al propietario del apartamento los gastos extraordinarios, pese a constarle que ya no habría más escándalos. La persecución había terminado. No más miradas furtivas por encima del hombro. No más cuchicheos con Corey Crawford. No más dinero ilícito por el que preocuparse, con el que soñar y que arrastrar literalmente de un lado a otro. El hecho de sentirse libre de aquella carga lo indujo a sonreír y a apresurarse.
La vida volvería a normalizarse. Largas carreras en medio del calor. Largos vuelos en solitario sobre el Piedmont. Incluso estaba deseando reanudar sus investigaciones con vistas al tratado sobre monopolios que había prometido entregar esa misma Navidad o la siguiente. Había cambiado de opinión respecto a Kaley y estaba dispuesto a hacer un último intento de salir a cenar con ella. Ahora todo era legal, la chica ya se había graduado y era demasiado atractiva como para descartarla sin antes dedicarle un pequeño esfuerzo.
Su apartamento estaba igual que siempre, en su estado de costumbre puesto que nadie más vivía en él. Aparte de la puerta, no había ninguna prueba de que alguien hubiera pretendido entrar. Ahora ya sabía que su ladrón no era tal, sino alguien que pretendía intimidarlo. Tal vez Gordie, o uno de sus hermanos. No sabía muy bien cómo se repartían el trabajo, aunque en realidad tampoco le importaba.
Ya eran casi las once de la mañana. Se preparó un café bien cargado y empezó a examinar el correo. Se habían terminado las cartas anónimas. No había más que las facturas y la propaganda de siempre.
Había dos faxes en la bandeja. Uno era una nota de un antiguo alumno. El segundo era de Patton French. Había intentado llamar, pero el móvil de Ray no funcionaba. Estaba escrito a mano en el papel de carta del King of Torts, enviado sin duda desde las grises aguas del golfo, donde French seguía ocultando su barco de la ávida mirada del abogado de su mujer.
¡Buenas noticias en la cuestión de la seguridad! Poco después de que Ray abandonara la costa, Gordie Priest había sido «localizado» junto con uno de sus hermanos. ¿Tendría Ray la bondad de llamarle? Su ayudante intentaría localizarlo.
Ray se pasó dos horas tratando de telefonear hasta que French lo llamó desde un hotel de Fort Worth, donde estaba celebrando una reunión con algunos abogados del Ryax y el Kobril.
—Es probable que consiga mil casos —explicó sin poder contenerse.
—Maravilloso —dijo Ray.
Estaba decidido a no oír hablar más de casos masivos y de acuerdos por valor de cifras astronómicas.
—¿Es seguro su teléfono? —preguntó French.
—Sí.
—Muy bien, preste atención. Priest ya no constituye una amenaza. Lo localizamos poco después de que usted se fuera. Lo encerramos a buen recaudo, borracho como una cuba en compañía de una chica con la que sale desde hace mucho tiempo. También hemos encontrado a uno de sus hermanos y el otro se encuentra en algún lugar de Florida. Su dinero está a salvo.
—¿Cuándo los encontraron exactamente? —preguntó Ray.
Estaba inclinado sobre la mesa de la cocina con un calendario de gran tamaño extendido delante de él. El factor tiempo revestía una importancia trascendental. Había estado haciendo anotaciones al margen mientras aguardaba la llamada.
French lo pensó un momento.
—Vamos a ver, ¿a qué día estamos hoy?
—A lunes, seis de junio.
—El lunes. ¿Cuándo abandonó usted la costa?
—El viernes a las diez de la mañana.
—Pues entonces fue el viernes, justo después del almuerzo.
—¿Está seguro?
—Pues claro. ¿Por qué lo pregunta?
—Y, después de que usted lo encontrara, ¿no pudo haber ninguna posibilidad de que abandonara la costa?
—Confié en mí, Ray, jamás volverá a alejarse de la costa. Ha encontrado un domicilio permanente aquí, por así decirlo.
—No me interesan los detalles.
Ray permanecía sentado junto a la mesa, estudiando el calendario.
—¿Qué pasa? —preguntó French—. ¿Ha ocurrido algo?
—Más bien sí.
—¿De qué se trata?
—Alguien ha incendiado la casa.
—¿La del Juez Atlee?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Pasada la medianoche, en la madrugada del sábado.
Tras una pausa en cuyo transcurso French asimiló la noticia, éste dijo:
—Bueno pues, no fueron los chicos Priest, eso se lo puedo asegurar.
Al ver que Ray guardaba silencio, French preguntó:
—¿Dónde está el dinero?
—No lo sé —contestó Ray en un susurro.
Una carrera de ocho kilómetros no fue suficiente para aliviar su tensión. Pero, como siempre, pudo organizar la situación y volver a ordenar sus pensamientos. Cuando regresó a su apartamento, el termómetro marcaba treinta y cinco grados y él sudaba a mares.
Ahora que ya se lo había contado todo a Harry Rex, le resultó reconfortante tener a alguien con quien compartir los últimos acontecimientos. Llamó a su despacho en Clanton y le comunicaron que estaba en el juzgado de Tupelo y que no esperaban su regreso hasta muy tarde. Llamó a la casa de Ellie en Memphis y nadie se molestó en contestar. Llamó a Oscar Meave en Alcorn Village y, como no esperaba noticias acerca del paradero de su hermano, obtuvo justamente la respuesta que esperaba.
Pues vaya con la vida normal.
Después de una tensa mañana de negociaciones en los pasillos del Palacio de Justicia del condado de Lee, discutiendo acerca de cuestiones tales como quién se quedaría con los esquís acuáticos y quién con la cabaña del lago, y cuánto pagaría él si se aceptaba una suma global en efectivo, el divorcio quedó resuelto una hora después del almuerzo. Harry Rex representaba al marido, un fogoso vaquero que ya iba por la tercera esposa y creía saber más de divorcios que su propio abogado. La mujer tenía cerca de treinta años y lo había sorprendido con su mejor amiga. Era una típica y sórdida historia, de la cual Harry Rex ya estaba hasta la coronilla cuando entró en la sala tras un duro combate y ofreció un acuerdo sobre bienes.
El Juez de equidad era un magistrado veterano que había dirimido miles de divorcios.
—Lamento mucho lo del Juez Atlee —dijo en voz baja mientras empezaba a examinar los papeles.
Harry Rex se limitó a asentir con la cabeza. Estaba cansado y tenía sed, ya había soñado con una cerveza fría cuando emprendió el camino de regreso a Clanton. Su cervecería preferida de la zona de Tupelo se encontraba justo en el límite del condado.
—Trabajamos juntos durante veintidós años —estaba diciendo el Juez de equidad.
—Un hombre extraordinario —asintió Harry Rex.
—¿Se encarga usted del testamento?
—Sí, señor.
—Salude de mi parte al Juez Farr.
—Así lo haré.
Se firmó el papeleo, el matrimonio se dio felizmente por concluido y los esposos enfrentados fueron enviados a sus hogares neutrales. Harry Rex ya había abandonado el Palacio de Justicia y se encontraba a medio camino de su automóvil cuando un abogado corrió tras él y le dio alcance en la acera. Se presentó como Jacob Spain, procurador de los tribunales, uno de los miles que había en Tupelo. Estaba en la sala y había oído que se mencionaba al Juez Atlee.
—Tiene un hijo que se llama Forrest, ¿verdad? —preguntó Spain.
—Dos hijos, Ray y Forrest.
Harry Rex respiró hondo y se resignó a soportar una pequeña perorata.
—Jugué al fútbol en el instituto contra Forrest; de hecho, él me rompió la clavícula con un certero impacto.
—Muy propio de Forrest.
—Yo jugaba en New Albany. Forrest estudiaba el penúltimo curso y yo iba un año por delante. ¿Le vio usted jugar?
—Sí, muchas veces.
—¿Recuerda aquel partido contra nosotros, cuando lanzó el balón trescientos metros en la primera mitad? Cuatro o cinco tantos creo que fueron.
—Sí, lo recuerdo —dijo Harry Rex, que empezaba a ponerse nervioso. ¿Cuánto tiempo duraría aquel rollo?
—Aquella noche yo jugaba de defensa y él se pasaba el rato enviando pases por toda la cancha. Yo le corté uno poco antes de que finalizara la primera parte, lo envié fuera de la cancha y él me arponeó estando yo en el suelo.
—Era una de sus jugadas preferidas.
Pégales fuerte, pégales tarde; ése era el lema de Forrest, sobre todo con los defensas que tenían la desgracia de interceptar uno de sus pases.
—Creo que lo detuvieron a la semana siguiente —prosiguió Spain—. Fue una lástima. En fin, la cuestión es que le vi justo hace unas semanas aquí en Tupelo con el Juez Atlee.
El nerviosismo se le pasó de golpe. Harry Rex se olvidó de la cerveza fría, por lo menos de momento.
—Y eso, ¿cuándo fue? —preguntó.
—Poco antes de la muerte del Juez. Fue una escena muy extraña.
Ambos caminaron unos pasos y se detuvieron a la sombra de un árbol.
—Le escucho —dijo Harry Rex, aflojándose el nudo de la corbata. Ya se había quitado la arrugada chaqueta azul marino.
—Mi suegra está recibiendo tratamiento por cáncer de mama en la clínica Taft. Un lunes por la tarde, allá en primavera, la acompañé hasta aquí en mi automóvil para que la sometieran a una nueva tanda de quimioterapia.
—El Juez. Atlee estuvo en la Taft —dijo Harry Rex—. He visto las facturas.
—Sí, allí fue donde le vi. Dejé a mi suegra en la clínica. Como tenía que esperar, decidí sentarme en mi automóvil para efectuar toda una serie de llamadas. Mientras estaba en mi automóvil, vi al Juez Atlee acercarse en una limusina negra conducida por alguien a quien no reconocí. Aparcaron a dos vehículos de distancia y bajaron. Entonces me pareció reconocer al chofer… un tipo alto y fornido, cabello largo y unos andares un tanto engreídos que me resultaron familiares. Pensé que era Forrest. Lo adiviné por su manera de caminar y de moverse. Llevaba gafas de sol y una gorra muy bien encasquetada. Entraron y, a los pocos segundos, Forrest volvió a salir.
—¿Qué clase de gorra?
—De color azul desteñido, creo que de los Cubs.
—La he visto.
—Estaba muy nervioso, como si no quisiera que nadie lo viera. Se perdió entre unos árboles que había al lado de la clínica, pero yo le vi. Se había escondido.
Al principio, pensé que estaba haciendo sus necesidades, pero no, simplemente se había escondido. Al cabo de una hora, más o menos, entré de nuevo en la clínica, esperé, al final salió mi suegra y nos fuimos. Él seguía escondido entre los árboles.
Harry se había sacado su agenda del bolsillo.
—¿Qué día fue eso?
Spain sacó la suya y, tal como suelen hacer todos los abogados muy ocupados, ambos empezaron a comparar sus movimientos más recientes.
—El lunes, primero de mayo —dijo Spain.
—Seis días antes de la muerte del Juez —observó Harry Rex.
—Estoy seguro de que fue entonces. Fue una escena muy rara.
—Bueno, es que Forrest es un tipo muy raro —adujo Harry Rex, y ambos consiguieron soltar una nerviosa carcajada.
De repente, Spain sintió deseos de marcharse.
—En fin, cuando vuelva a verle, dígale que no le he perdonado el golpe que me propinó.
—Así lo haré —dijo Harry Rex.
Después se lo quedó mirando mientras se alejaba.