Resultó que el nido de amor no era un mal sitio para echar una cabezadita. Era una estancia alargada y estrecha, llena de polvo y telarañas, con una lámpara que colgaba del centro del techo abovedado. La única ventana, que pedía a gritos una capa de pintura, daba a la plaza. La cama de hierro era una pieza antigua sin sábanas ni mantas. Ray trató de no pensar en Harry ni en sus desventuras sobre aquel mismo colchón. En su lugar, pensó en el viejo caserón de Maple Run y en la majestuosa manera en que éste había pasado a la historia. Cuando el tejado se derrumbó, medio Clanton se hallaba presente. Ray había permanecido sentado en solitario en una rama baja de un plátano, oculto a los ojos de todos, tratando infructuosamente de evocar los dulces, recuerdos de una maravillosa infancia que jamás había existido. Cuando las llamas empezaron a asomar por todas las ventanas, Ray aún no había pensado en el dinero, ni en el escritorio del Juez, ni en la mesa del comedor de su madre; sólo pensaba en el viejo general Forrest, cuyos ardientes ojos miraban desde arriba con expresión ceñuda.
Tras un descanso de tres horas, se despertó a las ocho. La temperatura estaba subiendo rápidamente en aquel cuchitril y unas fuertes pisadas se acercaban a él.
Harry Rex abrió la puerta de par en par y encendió la luz.
—Despierta, delincuente —rezongó—. Exigen tu presencia en la cárcel.
Ray apoyó los pies en el suelo.
Mi huida fue justa y honrada.
Había perdido de vista a Haney y Elmer en medio de la gente y había optado por largarse con Harry Rex.
—¿Les dijiste que podían registrar tu automóvil?
—Sí.
—Fue un error. ¿Qué clase de abogado eres?
Harry Rex tomó una silla plegable de madera que estaba apoyada en la pared y se sentó junto a la cama.
—No había nada que ocultar.
—Eres un estúpido y lo sabes. Registraron el automóvil y no encontraron nada.
—Es lo que yo esperaba.
—Ni ropa, ni maletín de fin de semana, ni equipaje, ni cepillo de dientes, ni la menor prueba de que estuvieras abandonando la ciudad para regresar a casa, según tu versión oficial de los hechos.
—Yo no he incendiado la casa, Harry Rex.
—Bueno, pues en este momento eres el principal sospechoso. Huyes en plena noche sin llevar ningún equipaje y te alejas a toda velocidad como un murciélago que escapara del infierno. La vieja lady Larrimore te ve pasar volando desde su casa de unas puertas más abajo, y unos diez minutos más tarde aparecen los coches de bomberos. Te atrapa el agente más tonto del condado huyendo a ciento sesenta y ocho kilómetros por hora. Defiéndete.
—Yo no prendí fuego a la casa.
—¿Por qué saliste a las dos y media de la madrugada?
—Alguien lanzó una piedra contra la ventana del comedor y me asusté.
—Llevabas un arma.
—No tenía intención de utilizarla. Prefiero huir antes que disparar contra alguien.
—Llevas demasiado tiempo en el Norte.
—No vivo en el Norte.
—¿Cómo te hiciste estos cortes?
—El ladrillo rompió el cristal de la ventana, ¿comprendes?, y me corté al recogerlo.
—¿Por qué no llamaste a la policía?
—Tuve miedo. Quería regresar a casa y decidí largarme.
—Y, diez minutos más tarde, alguien empapa la casa de gasolina y arroja una cerilla.
—No sé lo que hicieron.
—Yo te declararía culpable.
—No, tú eres mi abogado.
—No, soy el abogado del testamento, el cual, dicho sea de paso, ha perdido su única propiedad.
—Hay suscrita una póliza contra incendios.
—Sí, pero tú no la podrás cobrar.
—¿Por qué no?
—Porque, si la reclamas, te investigarán por incendio intencionado. Si tú me dices que no lo has hecho, te creo. Pero no estoy muy seguro de que alguien más vaya a hacerlo. Si pretendes cobrar el seguro, puedes estar seguro de que investigarán a fondo.
—Yo no he incendiado la casa.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
—El que lanzó el ladrillo.
—¿Y quién es?
—No tengo ni idea. A lo mejor alguien que salió perjudicado en alguna causa de divorcio.
—Fantástico. Y ha esperado nueve años para vengarse del Juez, quien, por cierto, ya ha muerto. No me busques en la sala cuando le des esta explicación al jurado.
—No lo sé, Harry Rex. Te juro que yo no lo hice. Olvidemos el dinero del seguro.
—No es tan fácil. Sólo te corresponde la mitad, la otra mitad pertenece a Forrest. Puede reclamar el pago de la póliza.
Ray respiró hondo y se rascó la mandíbula, en la que se advertía una barba de tres días.
—Échame una mano, te lo ruego.
—El sheriff está abajo con uno de sus investigadores. Te formularán unas cuantas preguntas. Contesta despacio y di la verdad. Yo estaré presente; vamos allá.
—¿Está aquí?
—En mi sala de reuniones. Le he pedido que venga para resolver ya el asunto. Creo sinceramente que necesitas salir de la ciudad.
—Eso es lo que intentaba hacer.
—El exceso de velocidad y la acusación de tenencia de armas se aplazarán unos cuantos meses. Dame un poco de tiempo para organizarlo todo. En este momento tienes problemas más gordos.
—Yo no he incendiado la casa, Harry Rex.
—Por supuesto que no.
Abandonaron la habitación y bajaron al segundo piso por una escalera bastante inestable.
—¿Quién es el sheriff? —preguntó Ray, volviendo la cabeza.
—Un tal Sawyer.
—¿Es buen tipo?
—Eso no importa.
—¿Le conoces bien?
—Llevé el divorcio de su hijo.
La sala de reuniones era un auténtico revoltijo de libros de jurisprudencia tirados de cualquier manera en las estanterías, los anaqueles e incluso en la alargada mesa. Daba la impresión de que Harry Rex se pasaba largas horas dedicado a toda suerte de aburridas investigaciones. Pero no era así.
Sawyer no era muy amable y tampoco lo era su ayudante, un nervioso y menudo italiano apellidado Sandroni. No había muchos italianos en el nordeste de Misisipí y, durante las tensas presentaciones, Ray captó un acento del delta. Ambos fueron directamente al grano mientras Sandroni tomaba cuidadosas notas y Sawyer bebía un humeante café en un vaso de plástico sin perder de vista a Ray.
La llamada a los bomberos la hizo la señora Larrimore a las 2.34 de la madrugada, aproximadamente entre diez y quince minutos después de haber visto el automóvil de Ray abandonando Fourth Street como un rayo. Elmer Conway comunicó por radio a las 2.36 que estaba persiguiendo a un idiota que circulaba a casi ciento setenta kilómetros por hora por The Bottoms. Puesto que ya se había comprobado que Ray circulaba a gran velocidad, Sandroni dedicó mucho rato a establecer su trayecto, sus velocidades estimadas, los semáforos y cualquier otra cosa que lo hubiera podido obligar a aminorar la marcha a aquella hora de la madrugada.
Una vez establecido su recorrido, Sawyer se puso en contacto por radio con un agente que permanecía de guardia delante de los escombros de Maple Run y le pidió que recorriera exactamente el mismo camino a las mismas velocidades estimadas y que se detuviera en The Bottoms, donde Elmer ya esperaba de nuevo.
A los doce minutos, el agente llamó para comunicar que ya estaba con Elmer.
—O sea, en menos de doce minutos —dijo Sandroni resumiendo—. Alguien, y vamos a suponer que ese alguien no estaba ya en la casa, ¿verdad, señor Atlee?, entró con una elevada provisión de gasolina y roció profusamente el lugar hasta tal punto que el capitán de los bomberos comentó que jamás en su vida había notado un olor tan intenso a gasolina. A continuación, arrojó una cerilla, o tal vez dos, pues el capitán de los bomberos estaba casi seguro de que el fuego tenía más de un foco y, tras haber arrojado las cerillas, el anónimo pirómano huyó en plena noche. ¿No es así, señor Atlee?
—No sé lo que hizo el pirómano —contestó Ray.
—¿Pero los cálculos del tiempo son correctos?
—Si usted lo dice…
—Lo digo.
—Siga adelante —dijo Harry Rex desde el fondo de la mesa.
El móvil era la siguiente cuestión. La casa estaba asegurada en trescientos ochenta mil dólares, incluyendo el contenido. La única oferta de compra había sido de ciento setenta y cinco mil dólares, según el corredor de fincas que ya había sido consultado.
—Una buena diferencia, ¿verdad, señor Atlee? —preguntó Sandroni.
—En efecto.
—¿Se lo ha comunicado ya a su compañía de seguros?
—No, tenía intención de hacerlo cuando abrieran sus oficinas —contestó Ray—. Por increíble que le parezca, algunas personas no trabajan en sábado.
—Pero hombre, por Dios —terció amablemente Harry Rex—, los bomberos aún están allí. Disponemos de seis meses para reclamar.
Sandroni enrojeció intensamente, pero se mordió la lengua y decidió seguir adelante.
—Hablemos de otros sospechosos.
A Ray no le gustó la palabra «otros». Contó todo lo referente al ladrillo que había atravesado la ventana o, por lo menos, casi todo. También habló de la llamada telefónica que le había conminado a abandonar inmediatamente la casa.
—Controlen los registros de la compañía telefónica —les dijo en tono desafiante.
Para reforzar su exposición, se refirió también a otros episodios anteriores protagonizados por algún chiflado que se había dedicado a golpear las ventanas de la casa la noche de la muerte del Juez.
—Ya tienen ustedes suficiente —dijo Harry Rex al cabo de treinta minutos—. En otras palabras, mi cliente no responderá a más preguntas.
—¿Cuándo se va usted de la ciudad? —preguntó Sawyer.
—Llevo seis horas intentando marcharme —contestó Ray.
—Muy poco tiempo, la verdad —intervino Harry Rex.
—Tal vez tengamos que hacerle otras preguntas.
—Regresaré siempre que me necesiten —aseguró Ray.
Harry Rex los acompañó a la puerta y, cuando regresó a la sala de reuniones, dijo:
—Creo que eres un embustero hijo de puta.