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El ataque se produjo a las dos de la madrugada, en la hora más oscura de la noche, cuando el sueño es más pesado y las reacciones más lentas. Ray estaba completamente dormido, debido al agotamiento. Permanecía tumbado en un colchón en el vestíbulo con la pistola al lado y las tres bolsas de basura llenas de dinero junto a su improvisada cama.

Todo empezó con un ladrillo que entró por la ventana, un estruendo que sacudió la vieja casona e hizo que una lluvia de cristales rotos cayera sobre la mesa del comedor y los suelos de madera recién encerados. Fue un lanzamiento muy bien calculado por parte de alguien con experiencia en estos menesteres. Ray se incorporó de golpe como un gato callejero herido y tuvo suerte de no pegarse un tiro con su propia arma mientras la buscaba a tientas a su lado. Se agachó y cruzó rápidamente el vestíbulo, pulsó un interruptor de la luz y descubrió el ladrillo, que descansaba siniestramente al lado de un rodapié, junto a la vitrina de objetos de porcelana.

Utilizando un quilt, apartó los cristales y tomó el ladrillo con cuidado. Se trataba de un ladrillo nuevo de color rojo intenso, con cantos muy cortantes. El ladrillo llevaba una nota sujeta con dos gruesas cintas elásticas. Las retiró sin apartar los ojos de la ventana rota. Le temblaban tanto las manos que ni siquiera lograba leer la nota. Tragó saliva y procuró respirar hondo antes de leer la advertencia escrita a mano.

Decía simplemente: «Vuelve a dejar el dinero donde lo encontraste y sal inmediatamente de la casa».

Le sangraba la mano, un pequeño corte causado por un trocito de cristal. Era la mano que usaba para disparar, en caso de que efectivamente supiera hacerlo y, aturdido por el momento, se preguntó cómo podría protegerse. Se agachó en medio de las sombras del comedor, procurando respirar y pensar con claridad.

De repente, sonó el teléfono y él volvió a experimentar un sobresalto. Al segundo timbrazo, corrió a la cocina, donde la escasa luz que penetraba en la estancia a través de la ventana situada por encima del mueble de la cocina lo ayudó a encontrar el aparato.

—¡Diga! —casi gritó.

—Deja el dinero en su sitio y sal de la casa —ordenó una serena pero inflexible voz que le resultaba desconocida y en la cual le pareció percibir, en medio de la confusión del momento, un ligero acento de la costa—. ¡Ahora mismo, antes de que sufras algún daño!

Hubiera querido gritar, «No», o «Ya basta», o «¿Quién eres?», pero la comunicación se cortó antes de que llegara a decidirse. Sentado en el suelo de espaldas a la nevera, analizó rápidamente las alternativas que se le ofrecían, por más que éstas fueran muy escasas.

Podía llamar a la policía, correr a ocultar el dinero, guardar las bolsas debajo de una cama, esconder la nota pero no el ladrillo, y dar a entender que unos delincuentes habían cometido un acto de vandalismo contra la vieja casa por simple gusto. El policía rodearía el edificio con una linterna en la mano y permanecería allí un par de horas como máximo. Sin embargo, tarde o temprano se iría.

Los que no se irían serían los hermanos Priest. Se habían pegado a él como lapas. Aunque se escondieran un momento, era seguro que no se marcharían. Y eran mucho más ágiles que el vigilante nocturno de Clanton. Y estaban mucho más motivados.

Podía llamar a Harry Rex, despertarlo, decirle que era urgente, pedirle que regresara a la casa y contarle lo sucedido. Estaba deseando hablar con alguien. ¿Cuántas veces había querido confiarle toda la verdad a Harry Rex? Podrían repartirse el dinero, o incluirlo en el testamento, o llevárselo a Tunica y pasarse un año jugando a los dados.

Pero ¿por qué poner también en peligro a Harry Rex? Tres millones de dólares era cantidad suficiente para provocar más de un asesinato.

Ray tenía una pistola. ¿Por qué no protegerse? Podía mantener a raya a los atacantes. Cuando éstos cruzaran la puerta, encendería la luz. El tiroteo alertaría a los vecinos y toda la ciudad acudiría a la casa.

Pero bastaba una bala bien apuntada, un diminuto proyectil que él no vería y probablemente sólo sentiría durante uno o dos minutos. Además, esos sujetos habían disparado muchas más balas que el profesor Ray Atlee, y para colmo eran varios y él sólo uno. Ya había llegado a la conclusión de que no quería morir. La vida era demasiado agradable.

Justo en el momento en que el ritmo de su corazón alcanzaba su máxima velocidad y él notaba que el pulso se le empezaba a debilitar, otro ladrillo atravesó con estrépito el cristal de la ventanita de encima del fregadero de la cocina. Experimentó una sacudida, soltó un grito, se le cayó el arma de la mano y él le dio un golpe sin querer mientras se desplazaba precipitadamente a gatas hacia el vestíbulo, arrastrando las tres bolsas de dinero hasta el estudio del Juez. Apartó el sofá de la estantería de libros y empezó a arrojar los fajos de billetes al interior del mismo armario donde había encontrado el maldito botín. Sudando, soltó varios tacos y esperó el tercer ladrillo, o tal vez la primera descarga de disparos. Tras haberlo colocado todo en su escondrijo, recogió la pistola y abrió la puerta principal de la casa. Corrió al automóvil, arrancó el motor, dejó unas profundas rodadas en el césped de la parte anterior y consiguió huir.

No había sufrido ningún daño y, en aquel momento, eso era lo único que le importaba.

Al norte de Clanton, la tierra bajaba hacia las rebalsas del lago Chatoula y, a lo largo de un tramo de dos kilómetros, la carretera era recta y llana. Conocida simplemente como The Bottoms, aquel tramo de carretera llevaba mucho tiempo siendo el lugar de reunión nocturna de corredores de vehículos trucados, borrachos, matones y alborotadores en general. Su último enfrentamiento con la muerte, sin contar aquel momento, se había producido en el instituto. Sentado en el asiento posterior de un Pontiac Firebird lleno de gente y conducido por Bobby Lee West, que estaba borracho y competía con un Camaro trucado a cuyo volante se sentaba un Doug Terring todavía más borracho, mientras ambos vehículos volaban a ciento setenta kilómetros por hora a través de The, Bottoms. A partir de entonces, él había evitado aquel peligro, pero Bobby Lee había muerto un año después cuando su Firebird se salió de la carretera y fue a chocar contra un árbol.

Al llegar al tramo recto de The Bottoms, pisó el acelerador y dejó que el vehículo se disparara. Eran las dos y media de la madrugada y seguro que todo el mundo estaba durmiendo.

En efecto: Elmer Conway estaba dormido, pero un mosquito de gran tamaño le había picado la frente y, de paso, lo había despertado. Vio los faros de un vehículo que se estaba acercando a toda velocidad y puso en marcha su radar. Elmer tardó casi seis kilómetros en alcanzar aquel pequeño y divertido cacharro extranjero y, para entonces, ya estaba furioso.

Ray cometió el error de abrir la portezuela y bajar, lo cual no coincidía con la idea que tenía Elmer de la situación.

—¡Quieto, cabrón! —gritó Elmer por encima del cañón de su revólver de reglamento, el cual, tal como Ray advirtió rápidamente, estaba apuntando directamente contra su cabeza.

—Calma, calma —dijo, levantando las manos en gesto de absoluta rendición.

—Apártese del automóvil —gruñó Elmer sin dejar de apuntarle.

—No tengo el menor inconveniente, señor, tranquilícese —dijo Ray, desplazándose de lado.

—¿Cómo se llama?

—Ray Atlee, soy el hijo del Juez Atlee. ¿Tendría la bondad de bajar este revólver, por favor?

Elmer bajó unos centímetros el arma, justo lo suficiente como para que la ráfaga alcanzara a Ray en el estómago, pero no en la cabeza.

—Lleva matrícula de Virginia —dijo Elmer.

—Es porque vivo en Virginia.

—¿Es allí adónde se dirige?

—Sí, señor.

—¿Y a qué vienen tantas prisas?

—Pues no sé, sólo…

—Según el radar, circulaba casi a ciento setenta.

—Lo siento muchísimo.

—Eso no sirve de nada. Eso es exceso de velocidad. —Elmer se acercó un poco más. Ray había olvidado el corte de la mano y no había reparado en el que tenía en la rodilla. Elmer sacó una linterna y le examinó desde nueve metros de distancia—. ¿Por qué está sangrando?

Era una excelente pregunta, pero en aquel momento, de pie en el centro de una oscura carretera con una linterna iluminándole la cara, a Ray no se le ocurrió ninguna respuesta apropiada. Decir la verdad le hubiera llevado una hora, y ésta habría caído en unos oídos incrédulos. Una mentira sólo hubiera servido para agravar la situación.

—No lo sé —murmuró.

—¿Qué hay dentro del vehículo? —preguntó Elmer.

—Nada.

—Ya.

Elmer esposó a Ray y le obligó a sentarse en el asiento posterior de su coche patrulla del condado de Ford, un Impala marrón con los guardabarros cubiertos de polvo, sin tapacubos y con toda una serie de antenas montadas en el parachoques posterior. Ray le observó mientras rodeaba el Audi y examinaba su interior. Cuando terminó, Elmer se sentó al volante y, sin volver la cabeza, preguntó:

—¿Para qué es la pistola?

Ray había intentado empujar la pistola bajo el asiento del acompañante, pero por lo visto el arma se veía desde el exterior.

—Protección.

¿Tiene licencia?

—No.

Elmer llamó a la central y facilitó un largo informe acerca de su última detención. Terminó con un «Lo llevo para acá», como si acabara de atrapar a uno de los diez hombres más buscados.

—¿Y mi coche? —preguntó Ray mientras daban la vuelta.

—Enviaré una grúa.

Elmer encendió las luces rojas y azules y aceleró hasta que el cuentakilómetros llegó a ciento treinta.

—¿Puedo llamar a mi abogado? —preguntó Ray.

—No.

—Vamos, hombre. Es sólo una infracción de tráfico. Mi abogado se reunirá conmigo en el calabozo, depositará la fianza y, en cuestión de una hora, yo estaré de nuevo en la carretera.

—¿Quién es su abogado?

—Harry Rex Vonner.

Elmer soltó un gruñido y Ray observó que se ruborizaba.

—El muy cabrón me dejó arruinado después del divorcio.

Vista la situación, Ray se reclinó contra el respaldo y cerró los ojos.

Mientras Elmer acompañaba a Ray por la acera, éste recordó que había estado en el interior de la cárcel del condado de Ford en dos ocasiones. En ambas ocasiones había llevado unos documentos destinados a unos padres negligentes que llevaban años sin pagar la manutención de sus hijos, por lo cual el Juez Atlee los había mandado encerrar. Haney Moak, el carcelero ligeramente retrasado mental, con su uniforme siempre demasiado grande, seguía estando allí, en el mismo mostrador de recepción, leyendo revistas de detectives. Haney era también el encargado de la centralita del turno de noche y por este motivo estaba al corriente de las infracciones de Ray.

—El hijo del Juez Atlee, ¿verdad? —dijo Haney esbozando una siniestra sonrisa.

Mantenía la cabeza ladeada, sus ojos no eran simétricos y, cada vez que hablaba, el hecho de seguir le la mirada constituía todo un desafío.

—Sí, señor —contestó Ray amablemente, intentando ganarse la amistad de alguien.

—Era un hombre estupendo —dijo Haney, situándose a la espalda de Ray para quitarle las esposas. Ray se frotó las muñecas y miró al agente Conway, quien estaba ocupado rellenando meticulosamente unos impresos.

—Exceso de velocidad y tenencia ilícita de armas.

—No le vas a encerrar, ¿verdad? —le preguntó Haney en tono admonitorio a Elmer, como si el encargado del caso fuera él y no el agente.

—¿Tú qué crees? —replicó Elmer y, a partir de aquel momento, la tensión aumentó.

—¿Puedo llamar a Harry Rex Vonner? —preguntó Ray en tono suplicante.

Haney le señaló con la cabeza un teléfono de pared fingiendo la mayor indiferencia posible. Después miró enfurecido a Elmer. Estaba claro que la relación entre ambos no era muy fluida.

—Mi cárcel está llena en estos momentos —dijo.

—Es lo que dices siempre.

Ray marcó rápidamente el número particular de Harry Rex. Eran más de las tres de la madrugada y sabía que su llamada sentaría muy mal. La actual señora Vonner contestó al tercer timbrazo. Ray se disculpó por la hora intempestiva y preguntó por Harry Rex.

—Ha salido —contestó la mujer.

Pero no está de viaje, pensó Ray. Apenas seis horas antes se encontraba en el porche de su casa.

—¿Puedo preguntar adónde ha ido?

Haney y Elmer estaban discutiendo prácticamente a gritos.

—A la casa de los Atlee —contestó muy despacio la mujer.

—No, ya estuvo allí hace unas horas. Yo estaba con él.

—Acaban de llamar para informarnos de que se ha producido un incendio.

Con Haney sentado en el asiento de atrás, rodearon la plaza a toda velocidad con las luces encendidas y las sirenas a todo volumen. El resplandor de las llamas era visible desde dos manzanas de distancia.

—Señor, apiádate —dijo Haney desde el asiento de atrás.

Pocos acontecimientos causaban tanta expectación en Clanton como un buen incendio. Los dos coches de bomberos de la ciudad ya estaban allí. Docenas de voluntarios se afanaban de un lado a otro, todos ellos gritando. Los vecinos se estaban congregando en la otra acera.

Las llamas ya asomaban por el tejado. Mientras pasaba por encima de una manguera y entraba en el jardín de la parte anterior de la casa, Ray aspiró un olor inconfundible: era gasolina.