Las colinas empezaban entre Jackson y Memphis, y la costa parecía encontrarse a varios husos horarios de distancia. A menudo se había preguntado cómo era posible que un estado tan pequeño fuera tan diverso: la región del delta, con la riqueza de sus algodonales y arrozales y la pobreza que seguía asombrando a los forasteros; la costa, con su mezcla de inmigrantes y de conformistas sin la menor preocupación social, la indiferencia de Nueva Orleans; y las colinas, en la mayoría de cuyos condados seguía imperando la ley seca y casi todo el mundo seguía yendo a la iglesia los domingos. Una persona de las colinas jamás entendería la costa y jamás sería aceptada en el delta. Ray se alegraba de vivir en Virginia.
Patton French era un sueño, se repetía una y otra vez. Un personaje caricaturesco perteneciente a otro mundo. Un engreído devorado vivo por su propio ego. Un embustero, un sobornador, un desvergonzado estafador.
Después miraba hacia el asiento del acompañante y veía el siniestro rostro de Gordie Priest. Un simple vistazo bastaba para comprender que aquella bestia y sus hermanos serían capaces de hacer cualquier cosa por el dinero que él iba arrastrando por todo el país.
A una hora de distancia y ya dentro del alcance de una torre de comunicación, su móvil volvió a sonar. Era Fog Newton y parecía muy alterado.
—¿Dónde demonios te habías metido? —le preguntó.
—No te lo vas a creer.
—Llevo toda la mañana intentando hablar contigo.
—¿Qué ocurre, Fog?
—Hemos tenido bastante ajetreo por aquí. Anoche, cuando cerró la aviación general, alguien consiguió introducirse en la rampa y colocó un artefacto incendiario en el ala izquierda del Boom Bonanza. Un portero de la terminal principal vio por casualidad las llamas y los bomberos pudieron actuar con rapidez.
Ray se acercó al arcén de la Interestatal 55 y se detuvo. Murmuró algo al teléfono mientras Fog seguía hablando.
—Pero el aparato ha sufrido graves daños. No cabe duda de que ha sido un incendio provocado. ¿Estás ahí?
—Te escucho —dijo Ray—. ¿Qué gravedad revisten los desperfectos?
—El ala izquierda, el motor y buena parte del fuselaje, probablemente un siniestro total a efectos del seguro. Ya está aquí el investigador del incendio. Si los depósitos hubieran estado llenos, habría explotado como una bomba.
—¿Los demás propietarios lo saben?
—Sí. Como es natural, figuran en los primeros lugares de la lista de sospechosos. Menos mal que no estabas. ¿Cuándo regresas?
—Pronto.
Se dirigió a una salida y entró en el espacio cubierto de grava de un área de descanso, donde permaneció un buen rato sentado en medio del calor, mirando de vez en cuando a Gordie. La banda de los Priest actuaba con rapidez… Biloxi la mañana anterior, Charlottesville por la noche. ¿Dónde estarían en ese momento?
En el interior del bar se tomó un café amparado por el rumor de las conversaciones de los camioneros. En su afán por alejar de su mente las preocupaciones, llamó a Alcorn Village para averiguar cómo estaba Forrest. Se encontraba en su habitación, durmiendo como un tronco, tal como él solía decir. Era curioso, decía Forrest, lo mucho que dormía cuando estaba en rehabilitación. Se había quejado de la comida y la situación había mejorado un poco. O a lo mejor era que ya se estaba acostumbrando al sabor de la gelatina de color rosa. Como un niño en Disney World, preguntó cuánto tiempo podría quedarse. Ray le contestó que no lo sabía con exactitud. El dinero que días antes le había parecido inagotable ahora corría un grave peligro.
—No permitas que me echen, hermano —le suplicó Forrest—. Quiero quedarme en rehabilitación para el resto de mi vida.
Los chicos Atkin habían terminado de arreglar el tejado de Maple Run sin más incidentes. El lugar estaba desierto cuando llegó Ray. Llamó a Harry Rex y entró en la casa.
—Vamos a tomarnos unas cervezas en el porche esta noche —le sugirió.
Harry Rex jamás había dicho que no a una invitación como aquélla.
Había una zona llana cubierta de espesa hierba justo al otro lado de la acera, enfrente de la casa. Tras pensarlo detenidamente, Ray llegó a la conclusión de que era el mejor sitio para lavar el vehículo. Aparcó el pequeño Audi de cara a la calle con la parte posterior y el maletero justo a un paso del porche. Encontró un viejo balde de estaño en el sótano y una manguera que goteaba en el cobertizo de la parte posterior. Descalzo y sin camisa, se pasó dos horas chapoteando sobre la hierba mojada bajo el ardiente sol de la tarde, frotando el pequeño turismo. Después se pasó otra hora encerándolo y abrillantándolo. A las cinco de la tarde, abrió una botella de cerveza fría y se sentó en los peldaños, admirando su obra. Llamó al número privado de móvil que le había facilitado Patton French, pero, como era de esperar, el gran hombre estaba ocupado. Quería agradecerle su hospitalidad, aunque el verdadero motivo de su llamada era averiguar si habían hecho algún progreso en la tarea de neutralizar a la banda de los Priest. Por nada del mundo se atrevería a formular la pregunta directamente, pero un fanfarrón como French estaría encantado de comunicarle la noticia si la conociera.
Lo más probable era que French se hubiera olvidado de él. En realidad, no importaba en absoluto que los Priest localizaran a Ray o a quien fuera. Tenía que ganar quinientos millones de dólares con sus planes de demandas masivas y dicha tarea absorbía todas sus energías. Si alguien acusara a un sujeto como French por soborno e instigación al asesinato, éste contrataría los servicios de cincuenta abogados y compraría a todos los funcionarios, jueces, fiscales y jurados que fuera preciso.
Llamó a Corey Crawford y se enteró de que el propietario del apartamento había arreglado una vez más las puertas. La policía había prometido vigilar el lugar unos cuantos días hasta que él regresara.
La furgoneta recorrió el camino particular de la casa poco después de las seis. Un sonriente rostro bajó con un delgado sobre urgente que Ray contempló largo rato tras haberlo aceptado. Era un envío aéreo con un franqueo concertado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia y la dirección escrita a mano indicaba al señor Ray Atlee, Maple Run, 816 Fourth Street, Clanton, MS, con fecha del 2 de junio, es decir, la víspera. Todo en el sobre resultaba sospechoso.
Nadie de la Facultad de Derecho conocía su dirección en Clanton. Ningún asunto relacionado con la institución podía ser tan urgente como para justificar una entrega especial. Y no se le ocurría ninguna razón para que la facultad tuviera que enviarle algo. Abrió otra botella de cerveza y regresó a los peldaños de la entrada, donde tomó el maldito sobre y lo rasgó.
Un sencillo sobre de tamaño estándar con el nombre de «Ray» garabateado en la parte exterior. Y en el interior, otra de las ahora ya conocidas fotografías de Chaneys Self-Storage, esta vez de la fachada de la unidad 18R. Al pie, en una absurda mezcla de letras desparejadas, figuraba el mensaje: «No necesitas un avión. No gastes más dinero». Aquellos tíos eran muy hábiles. Había sido difícil localizar y fotografiar las tres naves de Chaneys. Había sido una muestra de audacia y también de estupidez incendiar el Bonanza. Pero, curiosamente, lo más impresionante hasta la fecha había sido su capacidad de sustraer un sobre de correo aéreo con franqueo concertado del despacho de Administración de la Facultad de Derecho.
Al desvanecerse el aturdimiento, Ray se percató de un detalle que hubiera tenido que llamarle inmediatamente la atención. Puesto que habían localizado la 18R, sabían que el dinero ya no se encontraba allí. No estaba en Chaneys ni en su apartamento. Lo habían seguido desde Virginia a Clanton y, si él se hubiera detenido en algún sitio por el camino para esconder el dinero, ellos se habrían enterado. Probablemente lo habían vuelto a revolver todo en Maple Run mientras él estaba en la costa.
El cerco se estaba estrechando por momentos. Todas las pistas convergían, todos los puntos se estaban conectando. El dinero había de tenerlo él y Ray ya no tenía escapatoria.
Cobraba un buen sueldo como profesor de Derecho y disfrutaba de otras ventajas adicionales. Su tren de vida no era excesivo y, sentado allí en el porche, descalzo y sin camisa, tomándose una cerveza a primera hora del húmedo anochecer de un largo y caluroso día de junio, llegó a la conclusión de que prefería seguir con aquella existencia. La violencia se la dejaba a los tipos como Gordie Priest y a los sicarios contratados por Patton French. Él no se encontraba en su elemento.
De todos modos, era un dinero sucio.
—¿Por qué has aparcado ahí delante? —rezongó Harry Rex mientras subía pesadamente los peldaños.
—He lavado el coche y lo he dejado allí —dijo Ray.
Se había duchado y se había puesto una camiseta y unos pantalones cortos.
—Qué manías tienes… Anda, dame una cerveza.
Harry Rex se había pasado todo el día peleándose en el Palacio de Justicia, un desagradable caso de divorcio en el que las cuestiones más significativas eran cuál de los cónyuges había fumado más droga diez años atrás y cuál de ellos se había acostado con más personas. Estaba en juego la custodia de cuatro hijos y ninguno de los progenitores estaba en condiciones de ejercerla.
—Soy demasiado viejo para esto —añadió en tono cansado.
A la segunda cerveza, empezó a cabecear.
Harry Rex llevaba veinticinco años controlando los divorcios del condado de Ford. Las parejas mal avenidas solían contratar sus servicios. Un agricultor de Karraway lo tenía siempre en nómina para asegurarse sus servicios cuando se produjera la siguiente separación. Era brillante, pero podía tener muy malas pulgas y mostrarse muy cruel. Todo lo cual resultaba muy útil en el fragor de las encarnizadas guerras de los divorcios.
Pero el esfuerzo se estaba cobrando su tributo. Como todos los abogados de las pequeñas localidades, Harry Rex ansiaba tropezar con un caso sensacional. Una sonada querella por daños y perjuicios, con unos honorarios condicionados de un cuarenta por ciento que le permitieran retirarse de una vez.
La víspera, Ray había saboreado unos vinos carísimos a bordo de un yate de veinte millones de dólares construido por un príncipe saudí, propiedad de un miembro del colegio de abogados de Misisipí que estaba organizando querellas de mil millones de dólares contra varias multinacionales. Ahora estaba tomando una Budweiser en un herrumbroso columpio en compañía de un miembro del colegio de abogados de Misisipí que se había pasado el día discutiendo por la custodia de unos hijos y una pensión alimenticia.
—Esta mañana el corredor de fincas ha enseñado la casa a unos posibles clientes —comentó Harry Rex—. Me llamó a la hora del almuerzo y me despertó.
—¿Quiénes son los posibles clientes?
¿Recuerdas a los Kapshaw, esos que vivían cerca de Rail Springs?
—No.
—Buena gente. Hace unos diez o doce años empezaron a fabricar sillas en un viejo establo. Una cosa llevó a la otra hasta que acabaron vendiendo el negocio a una importante fábrica de muebles de las Carolinas. Cada uno de ellos se embolsó un millón de dólares. Junkie y su mujer están buscando casa.
—¿Junkie Kapshaw?
—Sí, pero es muy tacaño y no está dispuesto a pagar cuatrocientos mil dólares por esta casa.
—No se lo reprocho.
—Su mujer está más loca que una cabra y quiere comprarse una casa antigua. El corredor de fincas cree que harán una oferta, pero será muy baja. Probablemente propondrán ciento setenta y cinco mil dólares.
Harry Rex empezó a bostezar.
Se pasaron un rato hablando de Forrest y después todo quedó en silencio.
—Creo que será mejor que me vaya —dijo Harry Rex. Después de tres cervezas, ya no aguantaba más—. ¿Cuándo piensas regresar a Virginia? —preguntó, levantándose con gran esfuerzo y desperezándose.
—Puede que mañana.
—Llámame —dijo Harry Rex, que volvió a bostezar mientras bajaba los peldaños.
Ray observó los faros de su automóvil, que desaparecían calle abajo, y de repente volvió a encontrarse totalmente solo. El primer ruido fue un susurro de hojas entre los arbustos que marcaban el límite del terreno, probablemente un perro viejo o un gato de ronda. No obstante, a pesar de lo inofensivo de la situación, Ray se pegó un susto de muerte y corrió a encerrarse en la casa.