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El camarero llevó una selección de botellines de whisky de malta a la cubierta superior, donde French se había instalado con Ray para tomar la última copa de la noche y contar otra historia mientras las luces de Biloxi parpadeaban a lo lejos. Ray no solía beber whisky, pero pasó por el ritual para que French se emborrachara todavía más. Ahora la verdad se estaba derramando a torrentes y él la quería toda.

Eligieron un Lagavulin por su sabor ahumado. Había otras cuatro botellas alineadas como viejos y orgullosos centinelas con todas sus insignias, y Ray se dijo que ya había bebido suficiente. Planeó fingir que bebía y, cuando se presentara la ocasión, arrojar el liquido por la borda. Para su alivio, el camarero escanció el escaso contenido de la botellita en unos cortos y gruesos vasos lo bastante pesados como para agrietar los suelos si a alguien se le escurrían de la mano.

Ya eran casi las diez, pero parecía mucho más tarde. El golfo estaba oscuro y no se veía ningún otro barco. Una suave brisa soplaba desde el sur y mecía suavemente el King of Torts.

—¿Quién conoce la existencia del dinero? —preguntó French, pasándose la lengua por los labios.

—Usted, yo, y la persona que lo trasladó.

—Ese es el hombre que busca.

—¿Quién es?

Tomó un largo sorbo antes de humedecerse de nuevo los labios. Ray se acercó el vaso a la boca y deseó no haberlo hecho. A pesar de lo entumecidos que tenía los labios, volvieron a arderle…

—Gordie Priest. Trabajó para mí durante unos ocho años, primero como mensajero, después como intermediario y finalmente como cobrador. Su padre y sus tíos se dedicaban a las loterías ilegales, eran rufianes, destilaban bebidas alcohólicas ilegales y regentaban garitos. Ninguna de sus actividades era legal. Formaban parte de lo que antes se llamaba la mafia de la costa y eran unos gángsteres que despreciaban cualquier tipo de trabajo honrado. Hace veinte años controlaban unos cuantos negocios por aquí, pero ahora ya han pasado a la historia. Casi todos ellos acabaron en la cárcel. El padre de Gordie, un hombre a quien yo conocía muy bien, murió de un disparo ante la puerta de un bar, cerca de Mobile. Unos auténticos miserables, la verdad. Mi familia los conoce desde hace muchos años.

Estaba dando a entender que su familia había formado parte del mismo grupo de estafadores, pero no podía admitirlo abiertamente. Eran los que daban la cara, los abogados que sonreían ante las cámaras y concertaban tratos bajo mano.

—Gordie fue a la cárcel cuando tenía unos veinte años por pertenecer a una pandilla que se dedicaba al robo de automóviles en un área que abarcaba doce estados. Lo contraté cuando salió y, con el tiempo, se convirtió en uno de los mejores intermediarios de la costa. Se le daban especialmente bien los casos de plataformas petrolíferas en alta mar. Conocía a los tipos de las plataformas submarinas y, cuando se producía alguna muerte o alguna lesión, conseguía el caso. Yo le entregaba un buen porcentaje.

Hay que cuidar a los intermediarios. Un año le pagué casi ochenta mil dólares, casi todo en efectivo.

Como es natural, se lo gastó todo en casinos y en mujeres. Le encantaba irse a Las Vegas, pasarse toda una semana borracho y tirar el dinero como si fuera un ricachón. Se comportaba como un idiota, pero no era tonto. Siempre iba de acá para allá. Cuando se quedaba sin blanca, se apresuraba a ganar un poco de dinero. Y, cuando tenía dinero, se las arreglaba para perderlo.

—Supongo que todo eso tiene que ver conmigo —intervino Ray.

—Un poco de paciencia —dijo French—. Después del caso Gibson a principios del año pasado, empecé a ganar dinero a espuertas. Tenía que devolver favores. Envié grandes sumas en efectivo: a los abogados que me enviaban sus casos, a los médicos que se encargaban de efectuar las pruebas a miles de nuevos clientes. No todo era ilegal, que conste, pero mucha gente prefería que no hubiera documentos. Cometí el error de utilizar a Gordie como repartidor. Creí que podía confiar en él y que me sería fiel. Me equivoqué.

French se había terminado su botellín de whisky y estaba dispuesto a probar otra marca. Ray declinó la invitación y fingió estar ocupado con el Lagavulin.

—¿Y se trasladó por carretera a Clanton y dejó el dinero en el porche? —preguntó Ray.

—Sí. Tres meses más tarde me robó un millón de dólares en efectivo y desapareció. Tiene dos hermanos y, en el transcurso de los últimos diez años, los tres han pasado por la cárcel en algún momento. Excepto ahora. Ahora están todos en libertad condicional y pretenden sacarme elevadas cantidades de dinero. La extorsión es un delito grave, tal como usted sabe, pero como comprenderá no puedo recurrir precisamente al FBI.

—¿Qué le induce a pensar que anda detrás de los tres millones de pavos?

—Los teléfonos intervenidos. Lo averiguamos hace unos meses. He contratado a unos expertos de primera para encontrar a Gordie.

—¿Qué hará si lo encuentra?

—Bueno, he puesto precio a su cabeza.

—¿Quiere decir que ha contratado a alguien para matarlo?

—Sí.

Al oírlo, Ray vació en su vaso otra botellita de whisky.

Durmió en el barco, en algún camarote situado por debajo del nivel del agua y, cuando finalmente consiguió encontrar el camino de la cubierta principal, el sol ya había asomado por el este y el aire resultaba cálido y pegajoso. El capitán le dio los buenos días y señaló hacia delante, donde encontró a French vociferando por teléfono.

El fiel camarero apareció como por ensalmo y le ofreció un café. Tomarían el desayuno en cubierta, en el mismo lugar donde la noche anterior habían disfrutado de los whiskis, aunque protegido por la sombra de un toldo.

—Me encanta desayunar al aire libre —anunció French cuando se reunió con Ray—. Ha dormido usted diez horas.

—¿De veras? —dijo Ray, consultando una vez más su reloj que aún se regía por la hora oficial del este.

Estaba en un yate en el golfo de México sin saber muy bien qué hora era, a un millón de kilómetros de casa y ahora agobiado por el conocimiento de que unos sujetos bastante indeseables andaban tras él.

Sobre la mesa había un variado surtido de panes y cereales.

—Tin Lu le preparará cualquier cosa que le apetezca —ofreció French—. Beicon, huevos, gofres, sémola…

—Con esto me basta, gracias.

French estaba más fresco que una rosa y rebosaba de entusiasmo, dispuesto a enfrentarse con otra dura jornada de trabajo agotador con la energía que sólo podía proceder de la perspectiva de otros quinientos millones de dólares en honorarios. Llevaba una camisa blanca de hilo abrochada hasta el cuello, como la víspera, pantalones cortos y mocasines. Su mirada era clara y animada.

—Acabo de conseguir otros trescientos casos de Minitrin —anunció al tiempo que se servía una generosa cantidad de cereales en un cuenco de gran tamaño.

Todos los platos lucían el obligado monograma F&F.

Ray ya estaba hasta la coronilla de demandas masivas.

—Me alegro, pero a mí me interesa más Gordie Priest.

—Lo encontraremos. Ya hemos efectuado varias llamadas.

—Probablemente está en la ciudad.

Ray se sacó del bolsillo posterior un papel doblado. Era la fotografía de la 37F que había encontrado la mañana de la víspera en su parabrisas. French la miró y dejó de comer.

—¿Esto está en Virginia? —preguntó.

—Sí, es la segunda de las tres unidades que alquilé. Han descubierto las dos primeras y estoy seguro de que ya han averiguado que existe una tercera. Y sabían perfectamente dónde me encontraba yo ayer por la mañana.

—Sin embargo, es evidente que ignoran dónde está el dinero. De lo contrario, se hubierais limitado a sacarlo del maletero de su automóvil mientras usted dormía. O le hubieran obligado a detenerse en algún lugar situado entre aquí y Clanton, y le hubieran alojado una bala en la oreja.

—Y usted cómo lo sabe.

—Vaya si lo sé. Piense como un estafador, Ray. Piense como un gángster.

—Puede que sea fácil para usted, pero a algunas personas nos resulta más difícil.

—Si Gordie y sus hermanos supieran que lleva usted tres millones de dólares en el maletero de su automóvil, se lo robarían. Así de sencillo.

French dejó la fotografía sobre la mesa y se dispuso a dar buena cuenta de sus cereales.

—Nada es tan sencillo —se lamentó Ray.

—¿Qué quiere hacer? ¿Dejarme el dinero a mí?

—Sí.

—No sea tonto, Ray. Son tres millones libres de impuestos.

—De nada me servirán si me meten una bala en la oreja. Con mi sueldo me basta.

—El dinero está a salvo. Guárdelo donde está. Déme un poco de tiempo para localizar a estos chicos y yo me ocuparé de ellos.

Esta perspectiva le quitó a Ray todo el apetito que pudiera tener.

—¡Pero coma, hombre! —lo animó French cuando Ray guardó silencio.

—No tengo valor para eso. Dinero sucio, delincuentes que entran en mi apartamento y me persiguen por todo el sureste del país, teléfonos pinchados, asesinos a sueldo. ¿Qué demonios estoy haciendo yo aquí?

French seguía masticando como si tal cosa. Tenía un estómago a prueba de bomba.

—Tranquilícese —le recomendó— y el dinero será suyo.

—Yo no quiero el dinero.

—Pues claro que lo quiere.

—Se equivoca.

—Entonces, déselo a Forrest.

—Qué desastre.

—Entréguelo para obras de caridad. Dónelo a su Facultad de Derecho. Destínelo a alguna misión que le haga sentirse bien.

—¿Por qué no se lo doy a Gordie para que no me pegue un tiro?

French dejó de comer y miró a su alrededor como si pudiera haber alguien al acecho.

—Mire, anoche localizamos a Gordie en Pascagoula —dijo, bajando la voz—. Lo estamos siguiendo muy de cerca, ¿comprende? Creo que lo tendremos en cuestión de veinticuatro horas.

—¿Y entonces lo neutralizarán?

—Lo mantendremos inmovilizado.

—¿Inmovilizado?

—Gordie pasará a la historia. Su dinero estará a salvo. Espere un poco, hombre.

—Quisiera retirarme ahora mismo.

French se limpió el labio inferior con la servilleta, a continuación tomó su minitransmisor e indicó a Dickie que preparara el barco.

—Eche un vistazo a todo esto —dijo French, entregándole un sobre de cartulina de veintidós por treinta centímetros.

—¿Qué es?

—Unas fotografías de los hermanos Priest. Por si se tropezara con ellos por casualidad.

Ray no prestó la menor atención al sobre hasta que se detuvo en Hattiesburg, a noventa minutos de la costa por carretera. Echó gasolina, se compró un sándwich asqueroso envasado al vacío y se puso de nuevo en marcha para llegar cuanto antes a Clanton, donde Harry Rex conocía al sheriff y a todos sus agentes.

Gordie miraba a la cámara con una expresión despectiva y amenazadora, captada por la policía en una fotografía del año 1991. Sus hermanos, Slatt y Alvin, no ofrecían un aspecto mucho mejor. Ray no supo distinguir quién de ellos era el mayor y quién el menor, aunque, en realidad, no importaba. Ninguno de los tres se parecía a los otros dos. Mala raza. La misma madre, pero padres indudablemente distintos.

Se podían quedar con un millón de dólares cada uno, a él le daba igual. Pero dejadme en paz.