Tomaron la cena en el comedor del capitán, una habitación con paneles de caoba y paredes adornadas con modelos de antiguos clíperes, cañoneros y mapas del Nuevo Mundo y del Lejano Oriente y hasta una colección de mosquetes antiguos para dar la impresión de que el King of Torts llevaba varios siglos navegando. Estaba en la cubierta principal detrás del puente, en el extremo de un estrecho pasillo que conducía a la cocina, donde un chef vietnamita se afanaba ante los fogones. En la cubierta estaba la zona del comedor formal, donde destacaba una mesa ovalada de mármol con cabida para doce comensales que debía de pesar por lo menos una tonelada y que indujo a Ray a preguntarse cómo era posible que el King of Torts se mantuviera a flote. Aquella noche la mesa del capitán sólo acogía a dos personas y, por encima de ella, una pequeña araña de cristal oscilaba siguiendo el balanceo del barco. Ray ocupaba un extremo de la mesa y French se sentó al otro lado. El primer vino de la noche fue un borgoña blanco que, después de la quemazón de los dos vodkas helados, a Ray le pareció insípido. No así a su anfitrión. French se había bebido los tres vodkas, de hecho había apurado los tres vasos, y ahora empezaba a hablar con dificultad. Pese a ello, captó todos los matices frutales del vino e incluso distinguió el aroma de las barricas de roble y, tal como suelen hacer todos los esnobs aficionados al vino, no pudo evitar transmitirle esta útil información a Ray.
—Por el Ryax —brindó French.
Ray rozó la copa con la suya, pero no dijo nada. Aquella noche no le correspondía hablar a él, y lo sabía. Se limitaría a escuchar. Su anfitrión se emborracharía y soltaría la lengua él solo.
—El Ryax me salvó, Ray —dijo French mientras agitaba el vino en su copa y la contemplaba con deleite.
—¿En qué sentido?
—En todos los sentidos. Salvó mi alma. Me encanta el dinero y el Ryax me ha hecho rico. —French ingirió un sorbito, se relamió de gusto y puso los ojos en blanco—. Me perdí la oleada de casos del amianto hace veinte años. Aquellos astilleros de Pascagoula llevaban años utilizando amianto y decenas de miles de hombres enfermaron de gravedad. Yo me lo perdí. Estaba demasiado ocupado demandando a médicos y a compañías de seguros, una actividad en la que ganaba bastante dinero, pero no me había percatado de las posibilidades de las demandas masivas. ¿Le apetecen unas cuantas ostras?
—Sí.
French pulsó un botón; el mayordomo apareció con dos bandejas de ostras vivas abiertas. Ray mezcló el rábano picante con la salsa de cóctel y se dispuso a disfrutar del festín. Patton estaba demasiado ocupado hablando y agitando el vino en su copa.
—Después hubo lo del tabaco —prosiguió French con tristeza—. Muchos abogados eran los mismos, todos de aquí. Pensé que estaban locos, todo el mundo opinaba lo mismo, qué demonios, pero ellos demandaron a las grandes empresas tabaqueras en casi todos los estados. Yo tuve la oportunidad de lanzarme al vacío con ellos, pero tuve miedo. No confiaba en mi suerte.
—¿Qué querían? —preguntó Ray, introduciéndose en la boca la primera ostra acompañada de una galleta salada.
—Un millón de dólares para contribuir a los gastos de la demanda. Y yo tenía un millón de dólares por aquel entonces.
—¿A cuánto ascendió el acuerdo? —preguntó Ray sin dejar de masticar.
—A más de trescientos mil millones de dólares. La martingala económica y jurídica más grande de toda la historia. Las tabaqueras prácticamente compraron a los abogados y éstos accedieron a venderse. Un soborno descomunal, y yo me lo perdí.
Parecía a punto de echarse a llorar por el hecho de haberse perdido un soborno, pero enseguida se recuperó con un buen trago de vino.
—Las ostras están buenísimas —alabó Ray con la boca llena.
—Hace veinticuatro horas se encontraban a más de cuatro metros de profundidad.
French escanció más vino y se inclinó sobre su bandeja.
—¿Qué rentabilidad le hubiera sacado usted a su millón de dólares? —preguntó Ray.
—Un doscientos por uno.
—¿Doscientos millones de dólares?
—Sí. Me pasé un año enfermo, muchos abogados de por aquí se pusieron enfermos. Conocíamos a los jugadores y nos acobardamos.
—Y entonces apareció el Ryax.
—Pues sí, en efecto.
—¿Cómo lo encontró? —preguntó Ray, sabiendo que la pregunta exigiría una prolongada y ampulosa respuesta que le permitiría seguir disfrutando de las ostras.
—Estaba participando en un seminario de abogados especialistas en derecho procesal en St. Louis. Missouri es un lugar precioso y todo lo que usted quiera, pero se encuentra a años luz por detrás de nosotros en cuestión de litigios por agravios. Quiero decir que nosotros llevamos muchos años con lo del amianto y el tabaco, gastando dinero y mostrando al mundo cómo se hace. Salí a tomar unas copas con un veterano abogado de una pequeña localidad de los Ozarks. Su hijo es profesor de Medicina en la Universidad de Columbia y resulta que estaba investigando los efectos del Ryax. Sus investigaciones estaban llegando a unos resultados terribles. Este medicamento destruye los riñones y, como era tan reciente, no existía ningún precedente de litigio. Me puse en contacto con un experto de Chicago y éste localizó a Clete Gibson a través de un médico de Nueva Orleans. A continuación, empezamos a realizar pruebas y la cosa creció como una bola de nieve. Lo único que necesitábamos era un veredicto demoledor.
—¿Por qué evitaron un juicio mediante el sistema de jurado?
—Me encantan los jurados, me encanta elegirlos e incluso comprarlos, pero son imprevisibles. Quería algo seguro, una garantía. Y también un veredicto rápido. Los rumores sobre el Ryax se estaban extendiendo como una mancha de aceite, imagínese a un hambriento grupo de abogados especializados en agravios ante los rumores de que un nuevo medicamento había fallado. Estábamos consiguiendo casos por docenas. El paciente que obtuviera el primer veredicto importante sería el pionero, sobre todo si el veredicto correspondía a la zona de Biloxi. Miyer Brack es un laboratorio suizo…
—He leído el expediente.
—¿En su totalidad?
—Sí, ayer, en el Palacio de Justicia del condado de Hancock.
—Bueno pues, estos europeos están aterrorizados ante nuestro sistema de agravios.
—No les faltan motivos.
—De acuerdo, pero el efecto es beneficioso. Los obliga a actuar con honradez. Lo que más deberían temer es la posibilidad de que uno de sus malditos medicamentos tenga algún fallo y perjudique a la gente, pero eso no les preocupa cuando están en juego tantos miles de millones de dólares. Las personas como yo somos necesarias para que las grandes empresas actúen con honradez.
—¿Y ellos sabían que el Ryax resultaba perjudicial?
French se introdujo otra ostra en la boca, sé la tragó con cierta dificultad, ingirió casi medio litro de vino y finalmente contestó:
—Casi desde el principio. El medicamento bajaba con tal eficacia el colesterol que Miyer-Brack, con la colaboración de la FDA, se apresuró a lanzarlo al mercado. Era otro medicamento milagroso y durante algunos años dio resultado sin efectos secundarios aparentes. De pronto, ¡zas! El tejido de los nefrones… ¿sabe usted cómo funcionan los riñones?
—A los efectos de esta conversación, digamos que no.
—Cada riñón tiene aproximadamente un millón de minúsculas unidades de filtración llamadas nefrones y el Ryax contenía una sustancia química que prácticamente las disolvía. El paciente no siempre moría, como fue el caso del pobre señor Gibson, porque hay varios grados de afectación. No obstante, los daños son permanentes. El riñón es un órgano asombroso que muchas veces se regenera, pero no cuando uno se ha pasado cinco años tomando Ryax.
—¿Cuándo descubrieron los de Miyer-Brack que se enfrentaban a un auténtico problema?
—Es difícil decirlo, pero nosotros presentamos ante el Juez Atlee unos documentos internos de los investigadores de su laboratorio en los que instaban a la empresa a actuar con cautela y a llevar a cabo más pruebas. Cuando el Ryax ya llevaba unos cuatro años en el mercado con unos resultados espectaculares, los científicos de la empresa empezaron a preocuparse. No tardaron en aparecer los primeros casos de insuficiencia renal e incluso en producirse las primeras muertes, pero entonces ya era demasiado tarde. En mi opinión, teníamos que encontrar un cliente perfecto, como el que finalmente hallamos, y un foro perfecto, como el que también encontramos, y teníamos que actuar con rapidez antes de que otro abogado consiguiera un veredicto importante. Y aquí fue donde su padre entró en escena.
El camarero retiró las bandejas de las ostras y sirvió una ensalada de cangrejo. El propio señor French había elegido otro borgoña blanco en la bodega de a bordo.
—¿Qué ocurrió después del juicio Gibson? —preguntó Ray.
—Ni yo mismo hubiese pedido algo mejor. Miyer-Brack se derrumbó por completo. Esos cabrones arrogantes tuvieron que echarse a llorar. Dado que su problema no era precisamente el dinero, estaban deseando comprar a los abogados que actuaban contra el Ryax. Antes del juicio, yo tenía cuatrocientos casos, pero carecía de poder. Después del juicio, tenía cinco mil casos y un veredicto de once millones de dólares. Centenares de abogados me llamaron. Me pasé un mes recorriendo el país en un Learjet y firmando acuerdos de representación compartida con otros abogados. Un tipo de Kentucky tenía cien casos. Otro de St. Paul llevaba ochenta. Y así sucesivamente. Unos cuatro meses después del juicio, viajamos a Nueva York para la reunión del gran acuerdo. En menos de tres horas, negociamos seiscientos casos por un valor total de setecientos millones de dólares. Al cabo de un mes negociamos otro acuerdo de mil doscientos casos por doscientos millones.
—¿Qué parte se llevó usted? —preguntó Ray.
Formulada a una persona normal, la pregunta hubiera resultado impertinente, pero French se moría de ganas de hablar de sus honorarios.
—El cincuenta por ciento de la suma total fue para los abogados, después se descontaron los gastos y el resto fue para los clientes. Ésta es la parte más desagradable de un contrato condicional: has de entregar la mitad al cliente. En cualquier caso, yo tenía que llegar a un acuerdo con otros abogados, pero terminé con trescientos millones de dólares y un poco de calderilla. Eso es lo bueno de las demandas masivas, Ray. Adquieres un gran número de clientes, les consigues incontables acuerdos, y te llevas la mitad de la suma total.
No estaban comiendo. Se respiraba demasiado dinero en el aire.
—¿Trescientos millones de dólares en concepto de honorarios? —preguntó Ray, incrédulo.
French paladeó el vino.
—¿Qué le parece? Me llega a un ritmo tal que no me da tiempo a gastarlo todo.
—Pero me parece que le está sacando unos buenos pellizcos.
—Eso no es más que la punta del iceberg. ¿Ha oído usted hablar de un medicamento llamado Minitrin?
—He visto su página web.
—¿De veras? ¿Y qué le parece?
—Bastante bien. Dos mil casos de Minitrin.
—Ahora ya son tres mil. Es un medicamento contra la hipertensión que causa graves efectos secundarios. Lo fabrica Shyne Medical. Han ofrecido cincuenta mil dólares por caso y yo lo he rechazado. Hay mil cuatrocientos casos de Kobril, el antidepresivo que provoca sordera, según creemos. ¿Ha oído hablar de Skinny Ben?
—Sí.
—Tenemos tres mil casos de Skinny Ben. Y mil quinientos…
—He visto la lista. Supongo que la página web está al día.
—Naturalmente. Soy el nuevo King of Torts, el nuevo Rey de los Agravios de este país, Ray. Todo el mundo acude a mí. Tengo a otros trece abogados en mi bufete y necesitaría cuarenta.
El camarero regresó para recoger los platos y les colocó delante el pez espada y otra botella de vino, a pesar de que la anterior aún estaba medio llena. French cumplió el consabido ritual de catar el vino y al final, casi a regañadientes, le dio el visto bueno con una inclinación de cabeza. Ray apenas era capaz de distinguirlo de los dos anteriores.
—Y todo se lo debo al Juez Atlee —dijo French.
¿Cómo?
—Tuvo el valor de efectuar la llamada apropiada para mantener el caso Miyer-Brack en el condado de Hancock, impidiéndoles escapar a un tribunal federal. Comprendió lo que estaba en juego y no temió mostrarse severo. La elección del momento oportuno lo es todo, Ray. Menos de seis meses después de que su padre dictara la sentencia, yo tenía trescientos millones de dólares en las manos.
—¿Y los conserva todos?
French tenía el tenedor muy cerca de la boca. Vaciló un segundo y después tomó el pescado, masticó un poco y contestó:
—No entiendo la pregunta.
—Yo creo que sí la entiende. ¿Le entregó una parte del dinero al Juez Atlee?
—Sí.
—¿Cuánto?
—El uno por ciento.
—¿Tres millones de dólares?
—Y algo de calderilla. El pescado está delicioso, ¿no le parece?
—Sí. ¿Por qué lo hizo?
French posó el cuchillo y el tenedor y volvió a acomodarse el pelo con ambas manos. Después se las limpió con una servilleta y volvió a agitar el vino en su copa.
—Supongo que hay muchas preguntas. Por qué, cuándo, cómo, quién.
—Es usted un narrador estupendo, oigámoslo.
Otro movimiento para agitar el vino de la copa y después un suspiro de satisfacción.
—No es lo que usted cree, aunque no hubiese tenido reparos en sobornar a su padre o a cualquier otro Juez a cambio de aquella sentencia. Lo he hecho otras veces y seguramente volveré a hacerlo. Forma parte de los gastos generales. No obstante, he de serle franco: me intimidaba tanto su persona y su reputación que no me hubiera atrevido a proponerle un trato. Me hubiera enviado a la cárcel.
—Lo habría dejado pudrirse en la cárcel.
—Sí, lo sé, y mi padre me convenció. Por consiguiente, jugamos limpio. El juicio fue una guerra sin cuartel, pero la verdad estaba de mi parte. Gané, después conseguí mucho dinero y ahora estoy consiguiendo todavía más. A finales del verano pasado, cuando llegamos a un acuerdo y nos enviaron el dinero, quise hacerle un regalo. Procuro mostrarme agradecido con todos los que me ayudan, Ray. Un coche nuevo por aquí, un chalet en propiedad por allá, un saco lleno de dinero a cambio de un favor. Me arriesgo y protejo a mis amigos.
—Pero él no era su amigo.
—De acuerdo, no comíamos del mismo plato, pero en mi mundo jamás he tenido un amigo mejor que él. Todo empezó gracias a él. ¿Se imagina la cantidad de dinero que ingresaré en los próximos cinco años?
—Sorpréndame otra vez.
—Quinientos millones de dólares. Y todo se lo debo a su viejo.
—¿Cuándo lo dejará?
—Aquí hay un abogado que ha litigado contra las tabaqueras y ha ganado mil millones de dólares. Primero quiero igualar esta suma.
Ray necesitaba un trago. Examinó el vino como si supiera lo que tenía que apreciar y se lo bebió. French estaba todavía con el pescado.
—No creo que me esté mintiendo —dijo Ray.
Yo no miento. Engaño y soborno, pero nunca miento. Hace unos seis meses, cuando estaba comprando aviones, barcos y casas en la playa, chalets en la montaña y nuevos despachos, oí decir que a su padre le habían diagnosticado un cáncer y que su estado era grave. Quise tener un gesto con él. Sabía que andaba corto de dinero y el poco que tenía se empeñaba en regalarlo.
—¿Y entonces le envió tres millones de dólares en efectivo?
—Sí.
—¿Así, por las buenas?
—Ya lo ve. Lo llamé para comunicarle que iba a enviarle un paquete. Resultó que fueron cuatro, cuatro grandes cajas de cartón. Uno de mis chicos las trasladó en una furgoneta y las dejó en el porche principal. El Juez Atlee no estaba en casa.
—¿Billetes sin marcar?
—¿Y por qué iba a marcarlos? ¿Cree que quería que me pillaran?
—Y él, ¿qué dijo?
—No oí ni una sola palabra, pero tampoco la quería oír.
—¿Qué hizo él?
—Usted sabrá. Es su hijo y lo conoce mejor que yo. Dígame qué hizo con el dinero.
Ray se apartó de la mesa y, sosteniendo su copa de vino en la mano, cruzó las piernas y procuró tranquilizarse.
—Encontró el dinero en el porche y, al ver lo que era, estoy seguro de que soltó una palabrota de las gordas.
—Vaya, así lo espero.
—Lo empujó al interior del vestíbulo, donde las cajas se añadieron a otras varias docenas. Quería cargar el dinero y trasladarlo de nuevo a Biloxi, pero transcurrieron un par de días. Se encontraba débil y enfermo, le costaba conducir. Sabía que se estaba muriendo y estoy seguro de que aquella suma cambió sus puntos de vista acerca de muchas cosas. Al cabo de unos días, decidió ocultar el dinero, aunque se propuso devolverlo en cuanto pudiera y, de paso, propinar unos cuantos azotes a su corrupto trasero. Nunca llegó a hacerlo, porque su enfermedad empeoró.
—¿Quién encontró el dinero?
—Yo.
—¿Dónde está ahora?
—En el maletero de mi automóvil, en su despacho.
French soltó una sonora y prolongada carcajada.
—De vuelta a su origen —comentó tosiendo.
—Ha sido un largo recorrido. Lo hallé en su estudio poco después de haberlo encontrado muerto a él. Alguien intentó entrar en la casa. Entonces me llevé el dinero a Virginia, ahora lo he traído aquí y ese alguien me está siguiendo.
Las risas cesaron de inmediato. French se limpió la boca con una servilleta.
—¿Cuánto dinero encontró usted?
—Tres millones ciento dieciocho mil dólares.
—¡Maldita sea! No gastó ni un centavo.
—Y no lo mencionó en su testamento. Lo dejó allí, escondido en unas cajas dentro de un armario situado debajo de sus estantes de libros.
—¿Quién intentó entrar en la casa?
—Esperaba que usted lo supiera.
—Tengo una leve idea.
—Dígamela, se lo ruego.
—Es otra historia muy larga.