30

Estuvo durmiendo hasta que el servicio de limpieza se cansó de esperar. Los clientes debían abandonar la habitación al mediodía sin excepción, por lo que, cuando la encargada de la limpieza aporreó la puerta a las once cuarenta y cinco, Ray le gritó algo a través de la puerta y saltó a la ducha.

Su automóvil estaba perfecto, sin señales de que alguien hubiera intentado forzar las portezuelas, ni abolladuras o arañazos en la parte posterior. Abrió el maletero y echó un vistazo a su interior, tres bolsas de basura de plástico negro repletas de dinero. Todo le pareció normal hasta que se sentó al volante y descubrió un sobre sujeto bajo el limpiaparabrisas, delante de él. Al verlo se quedó helado y tuvo la sensación de que el sobre lo miraba a él desde setenta y cinco centímetros de distancia. Un sencillo sobre blanco de tamaño estándar, sin ninguna indicación visible, por lo menos en la cara que estaba en contacto con el cristal.

No podía tratarse de nada bueno. No era el folleto de una empresa de pizzas a domicilio ni algún payaso que se presentaba a las elecciones. No era un aviso de que había expirado el tiempo de aparcamiento porque la utilización del aparcamiento en el casino Acrópolis era gratuita.

Era un sobre que contenía algo.

Descendió muy despacio del vehículo y miró a su alrededor por si veía a alguien. Levantó el limpiaparabrisas, tomó el sobre y lo examinó como si fuera una prueba esencial en un juicio por asesinato. Después volvió a subir a su automóvil porque pensó que alguien lo estaba vigilando.

En el interior encontró otra fotografía digital en color impresa por ordenador, esta vez de la unidad 37F de Chaneys Self-Storage de Charlottesville, Virginia, a mil quinientos kilómetros y por lo menos dieciocho horas de distancia por carretera.

La misma cámara, la misma impresora y sin duda el mismo fotógrafo, que sabía con toda certeza que la 37F no era la única nave que Ray había utilizado para ocultar el dinero.

A pesar de que estaba demasiado aturdido para moverse, Ray se puso en marcha a toda prisa. Circuló a toda velocidad por la autopista 90, vigilando todo lo que había a su espalda, y después viró súbitamente a la izquierda y enfiló una calle por la que avanzó en dirección norte durante un kilómetro y medio, hasta que entró de repente en el aparcamiento de una lavandería. Nadie lo seguía. Se pasó una hora vigilando todos los coches y no vio nada sospechoso. Para más tranquilidad, tenía la pistola en el asiento del acompañante, preparada para entrar en acción. Y otra cosa todavía más tranquilizadora era el dinero escondido a pocos palmos de distancia. Tenía cuanto precisaba.

La llamada de la secretaria del señor French se recibió a las once y cuarto. Unos asuntos de trascendental importancia impedían concertar el almuerzo, pero el señor French tendría sumo placer en reunirse con él para una cena a primera hora. La secretaria preguntaba si Ray tendría la bondad de acudir al despacho del importante personaje sobre las cuatro de la tarde para que la velada se iniciara allí.

El despacho, cuya fotografía aparecía en la página web, era una impresionante mansión de estilo georgiano orientada al golfo, construida en una larga parcela bajo la sombra de unos robles cubiertos de musgo negro de Florida. Los edificios vecinos eran de arquitectura y época similares.

La parte posterior se había transformado recientemente en un aparcamiento rodeado de altas tapias y equipado con cámaras de seguridad que lo vigilaban por todas partes. Un guarda vestido como un agente del servicio de espionaje le abrió la puerta metálica y la cerró en cuanto hubo pasado. Ray aparcó en un espacio reservado y otro guarda lo acompañó a la parte trasera del edificio, donde unos trabajadores estaban ocupados colocando azulejos mientras otros plantaban unos arbustos. Una amplia reforma del despacho y el recinto ya estaba a punto de terminar.

—El gobernador vendrá dentro de tres días —le dijo el guarda en voz baja.

—Vaya —dijo Ray.

El despacho privado de French se hallaba en el segundo piso, pero éste no se encontraba en él. Estaba todavía en su yate, navegando en aguas del golfo, le explicó una agraciada morena vestida con un costoso y ajustado modelo. Aun así, lo acompañó al despacho del señor French y le rogó que aguardara en una zona de espera junto a las ventanas. La estancia tenía las paredes revestidas de madera de roble claro y disponía de suficientes sofás, sillones y otomanas de cuero como para amueblar todo un pabellón de caza. El escritorio era tan grande como una piscina y estaba cubierto de modelos a escala de lujosos yates.

—Le gustan los barcos, ¿eh? —comentó Ray, mirando a su alrededor.

Todo estaba pensado para que resultara impresionante.

—Pues sí, es verdad. —Utilizando un mando a distancia, la chica abrió un armario, del que emergió una pantalla plana—. Se encuentra reunido —añadió—, pero enseguida estará con usted. ¿Le apetece tomar algo?

—Gracias, café solo.

En la esquina superior izquierda de la pantalla había una minúscula cámara y Ray supuso que él y el señor French estaban a punto de conversar vía satélite. Su irritación por la espera aumentaba por momentos. Por regla general, a aquellas alturas ya habría estado a punto de estallar, pero le atraía el espectáculo que se estaba desarrollando a su alrededor. Él era un personaje del mismo. Relájate y disfruta, se dijo. Tienes tiempo de sobra.

La chica regresó con el café, servido, naturalmente, en una taza de finísima porcelana, con la consabida inscripción F&F grabada en la parte lateral.

—¿Puedo salir afuera? —preguntó Ray.

—Por supuesto.

La chica le miró sonriendo y regresó a su escritorio.

Varias puertas vidrieras daban acceso a un largo balcón. Ray se tomó el café junto a la barandilla y admiró la vista. El inmenso césped de la parte anterior terminaba al borde de la carretera y, más allá, se extendían la playa y el agua. No se veía ningún casino, ni siquiera en fase de construcción. Abajo, en el porche principal, unos pintores charlaban mientras desplazaban las escaleras de mano. Todo en aquel lugar se notaba nuevo. Patton French acababa de ganar la lotería.

—Señor Atlee —lo llamó la chica, y Ray volvió a entrar en el despacho.

En la pantalla estaba el rostro de Patton French con el cabello ligeramente alborotado, las gafas de lectura apoyadas muy adelante en la nariz y los ojos entornados por encima de ellas.

—Ya estamos —ladró—. Lamento el retraso. Siéntese allí, si es tan amable, Ray, para que yo le vea.

La secretaria le hizo una indicación y Ray se sentó.

—¿Qué tal está? —preguntó French.

—Muy bien, ¿y usted?

—Estupendamente. Bueno, le ruego que me disculpe todo este jaleo, pero me he pasado toda la tarde con una de estas malditas conferencias y no podía dejarlo. Estaba pensando que sería mucho más tranquilo cenar aquí en el yate, ¿qué le parece? Mi chef preparará algo muchísimo mejor que cualquier cosa que podamos encontrar en tierra. Estoy sólo a treinta minutos. Tomaremos unas copas nosotros dos solos y después disfrutaremos de una larga cena y hablaremos de su padre. Será muy agradable, se lo prometo.

Cuando finalmente se calló, Ray preguntó: ¿Estará seguro mi automóvil aquí?

—Por supuesto que sí. Qué demonios, es un recinto cerrado. Indicaré a los guardas que se sienten en su interior, si así lo desea.

—De acuerdo. ¿Tendré que ir nadando?

—No, dispongo de lanchas. Dickie le acompañará.

Dickie era el mismo joven fornido que había escoltado a Ray hasta el edificio. Ahora lo condujo al exterior, donde esperaba un largo Mercedes plateado. Dickie llevó el volante como si el coche fuera un tanque a través del tráfico hasta llegar al puerto deportivo de Point Cadet, donde había unas cien pequeñas embarcaciones amarradas. Una de las más grandes pertenecía casualmente a Patton French. Se llamaba Lady of Justice.

—El agua está muy tranquila, tardaremos unos veinticinco minutos —informó Dickie mientras ambos subían a bordo.

Los motores se pusieron en marcha y un mayordomo con un pronunciado acento le preguntó a Ray si le apetecía beber algo.

—Una soda —contestó él.

Soltaron amarras y se deslizaron a través de las hileras de gradas y por delante del puerto deportivo hasta que se alejaron del embarcadero. Ray subió a la cubierta superior y contempló la línea de la costa que se desvanecía en la distancia.

Anclado a diez millas de Biloxi estaba el King of Torts, un yate de lujo de cuarenta y cinco metros de eslora, con cinco tripulantes y alojamiento de lujo para doce pasajeros. En ese momento, el único era el señor French, quien esperaba para recibir a su invitado.

—Es un verdadero placer, Ray —dijo French mientras le estrechaba la mano y después le palmeaba el hombro.

—El placer es mío —contestó Ray, manteniéndose firme en su sitio porque a French parecía gustarle el contacto directo.

French era unos tres o cuatro centímetros más alto que él, tenía el rostro saludablemente bronceado y unos ojos penetrantes de un intenso color azul que miraban de soslayo, sin parpadear.

—Me alegro muchísimo de que haya venido —dijo French, comprimiendo la mano de Ray.

Unos compañeros de una asociación estudiantil no se hubieran saludado con más afecto.

—Quédate aquí, Dickie —ordenó French hacia la cubierta inferior.— Sígame, Ray —añadió y ambos subieron un corto tramo de escalera hasta la cubierta principal, donde un mayordomo ataviado con chaqueta blanca aguardaba con un paño impecable colgado del brazo, en el cual figuraban bordadas las consabidas iniciales F&F.

—¿Qué va a tomar? —le preguntó a Ray.

Dando por sentado que French no era un hombre capaz de jugar con bebidas ligeras, Ray preguntó:

—¿Cuál es la especialidad de la casa?

—Vodka helado con limón.

—Lo probaré —dijo Ray.

—Es un nuevo vodka estupendo de Noruega. Le encantará.

El hombre era un entendido en ese licor.

Llevaba una camisa negra de lino abrochada hasta el cuello y unos pantalones cortos también de lino de color beige perfectamente planchados que le sentaban de maravilla. Tenía una ligera barriga, pero la anchura de su tórax lo compensaba con creces, lo mismo que sus antebrazos el doble de gruesos que lo normal. Debía de sentirse orgulloso de su cabello, pues no conseguía mantener las manos apartadas de él.

¿Qué le parece el barco? —preguntó, haciendo un amplio gesto con las manos de popa a proa—. Lo mandó construir hace un par de años un príncipe saudí de los de segunda fila. El muy imbécil mandó instalar una chimenea, ¿se imagina? Le costó algo así como veinte millones de dólares y, al cabo de un año, lo sustituyó por otro de sesenta metros de eslora.

—Impresionante —convino Ray, procurando fingir el mayor asombro posible.

Jamás se había acercado al mundo de los yates y sospechaba que, después de aquel episodio, se mantendría siempre a distancia.

—Es de construcción italiana —añadió French, dando una palmada a una barandilla de alguna madera exorbitantemente cara.

—¿Por qué se queda aquí, navegando en el golfo? —le preguntó Ray.

—No soy precisamente un lobo de mar, ja, ja. Usted ya me entiende. Siéntese. —French hizo un gesto con la mano y ambos se acomodaron en dos tumbonas de cubierta. Una vez sentados, French señaló hacia la costa—. Desde aquí apenas se distingue Biloxi, y eso que estamos muy cerca. Trabajo más aquí en un día que en toda una semana encerrado en el despacho. Además, estoy en plena mudanza. Ya sabe… un divorcio. Y aquí es donde me escondo.

—Lo lamento.

—Este es el yate más grande de Biloxi en estos momentos y está a la vista de casi todo el mundo. Mi actual esposa cree que lo he vendido y, si me aproximo demasiado a la costa, su abogaducho podría acercarse a nado y tomar una fotografía. Diez millas es suficiente.

Llegaron los vodkas helados en unos altos y estrechos vasos con las letras F&F grabadas. Ray tomó un sorbo y el brebaje le quemó por dentro. French tomó un buen trago y chasqueó la lengua de gusto.

—¿Qué le parece? —preguntó con orgullo.

—Un vodka sensacional —contestó Ray.

No recordaba la última vez que había tomado uno.

—Dickie ha traído pez espada fresco para cenar. ¿Le parece bien?

—Estupendo.

—Y en esta época las ostras son muy buenas.

—Estudié Derecho en Tulane y me pasé tres años comiendo ostras frescas.

—Lo sé —sonrió French, sacándose del bolsillo de la camisa un pequeño transmisor para comunicar a alguien de abajo los platos elegidos para la cena. Consultó su reloj y decidió que comerían en cuestión de dos horas.

—Usted fue compañero de Hassel Mangrum —dijo.

—Sí, él estudiaba en el curso anterior.

—Compartimos el mismo entrenador. A Hassel le ha ido muy bien aquí en la costa. Empezó muy pronto con los chicos del amianto.

—No sé nada de Hassel desde hace veinte años.

—No se ha perdido usted gran cosa. Ahora es un pelmazo insoportable, aunque supongo que ya lo sería en la facultad.

—Pues sí. ¿Cómo sabe usted que yo estudié con Mangrum?

—Investigación, Ray, investigación exhaustiva.

Volvió a tomar otro trago de vodka. El tercer sorbo de Ray le atravesó el cerebro como una flecha.

—Nos gastamos un montón de pasta investigando. El Juez Atlee y su familia, sus antecedentes, sus sentencias, su situación económica, todo lo que pudimos encontrar. Ninguna intromisión ilegal, que conste: sólo la anticuada labor de investigación de siempre. Sabíamos lo de su divorcio, ¿cómo se llama… Lew el Liquidador?

Ray se limitó a asentir con la cabeza. Hubiera querido soltar algún comentario despectivo acerca de Lew Rodowski y, de paso, reprocharle a French el hecho de haber escarbado en su pasado, pero, por un instante, el vodka bloqueó toda su capacidad de reacción. Por consiguiente, se limitó a asentir con la cabeza…

—Averiguamos lo que ganaba usted como profesor de Derecho, en Virginia; es de dominio público, ¿sabe?

—Pues sí, en efecto.

—No es un mal sueldo, Ray, pero es que se trata de una de las mejores facultades de Derecho.

—Pues sí.

—Escarbar en el pasado de su hermano fue toda una aventura.

—No me cabe la menor duda. También ha sido toda una aventura para la familia.

—Leímos todas las sentencias que dictó su padre en juicios por daños y perjuicios y casos de homicidio culposo. No había muchas, pero descubrimos algunas claves. Era muy conservador en las indemnizaciones, pero solía favorecer al más débil, al obrero. Sabíamos que se ceñiría a la ley, pero también éramos conscientes de que los jueces de equidad veteranos a menudo interpretan la ley para que se ajuste a su idea particular de la imparcialidad. Yo tenía colaboradores que se encargaban de las tareas más tediosas, pero leí todos sus fallos más importantes. Era un hombre brillante, Ray, y siempre imparcial. Jamás discrepé de ninguno de sus criterios.

—¿Eligió usted a mí padre para el caso Gibson?

—Sí. Cuando decidimos presentar el caso ante el Tribunal de Equidad para que se dirimiera sin jurado, llegamos también a la conclusión de que no nos convenía que lo juzgara un Juez de equidad local. Aquí tenemos tres. Uno de ellos es pariente de la familia Gibson. El segundo sólo acepta casos de divorcio. El tercero tiene ochenta y cuatro años y hace tres que no sale de casa. Por consiguiente, buscamos por todo el estado y encontramos a tres posibles sustitutos. Por suerte, su padre y mi padre se remontan a sesenta años atrás, a Sewanee y después a la Facultad de Derecho de la vieja Universidad de Misisipí. No habían sido íntimos amigos, pero mantenían el contacto.

—¿Su padre sigue en activo?

—No, ahora vive retirado en Florida y juega cada día al golf. Yo soy el único propietario del bufete. Pero mi padre se trasladaba por carretera a Clanton, se sentaba en el porche de su casa con el Juez Atlee y ambos hablaban de la guerra de Secesión y de Nathan Bedford Forrest. Incluso viajaron juntos al campo de batalla de Shiloh y recorrieron la zona durante dos días: el avispero, la charca ensangrentada. El Juez Atlee se emocionó cuando llegaron al lugar donde cayó el general Johnston.

—Yo he estado allí una docena de veces —dijo Ray con una sonrisa en los labios.

—No se puede presionar a un hombre como el Juez Atlee. Es lo que antiguamente se llamaba intento de influir sobre alguien mediante chismes malintencionados.

—Una vez envió a un abogado a la cárcel justamente por eso —asintió Ray—. El tipo se presentó antes de que se iniciara el juicio y trató de defender su causa. El Juez lo envió medio día al calabozo.

—Fue un tal Chadwick de Oxford, ¿verdad? —dijo French muy satisfecho de su información, dejando a Ray sin habla—. En fin, la cuestión es que debíamos conseguir hacer comprender al Juez Atlee la importancia del litigio contra el Ryax. Sabíamos que sólo estaría dispuesto a trasladarse a la costa para juzgar el caso si creía en la causa.

—Aborrecía la costa.

—Lo sabíamos, puede creerme, y ésa constituía una de nuestras mayores preocupaciones. Pero era un hombre de principios. Tras haber revivido la guerra allá arriba durante dos días, el Juez Atlee accedió a regañadientes a juzgar el caso.

—¿No es el Tribunal Supremo el que designa a los jueces de equidad especiales? —preguntó Ray.

El cuarto sorbo se deslizó por su garganta sin quemarle y, a partir de aquel momento, el vodka le empezó a resultar mucho más agradable.

French se encogió de hombros.

—Por supuesto, pero hay sistemas. Tenemos amigos.

En el ambiente de Patton, todo el mundo tenía un precio.

El mayordomo regresó con más bebida. No es que ésta fuera necesaria, pero la aceptaron de todos Modos. French era un hombre demasiado nervioso como para permanecer sentado durante mucho tiempo.

—Permítame que le muestre el barco —dijo, levantándose de un salto sin el menor esfuerzo.

Ray subió con mucho cuidado y sujetando el vaso con fuerza.