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Desde una hamburguesería de Biloxi se puso en contacto con su buzón de voz de Charlottesville y encontró tres mensajes. Kaley había llamado para decirle que le gustaría cenar con él. Borró rápidamente el mensaje y la descartó para siempre. Fog Newton había llamado para informarle de que el Bonanza estaría libre la semana siguiente y ellos necesitaban salir a dar una vuelta por el aire. Y Martin Gage, el de Hacienda de Atlanta seguía llamando, a la espera del fax de la carta falsa. Pues ya puedes esperar sentado, pensó Ray.

Se estaba comiendo una ensalada preparada sentado a una mesa de plástico de vivo color anaranjado, al otro lado de la carretera que bordeaba la playa. No recordaba la última vez que había estado solo en un tugurio de comida rápida y en ese momento había accedido únicamente porque desde allí veía con toda claridad su automóvil, aparcado muy cerca de donde él se encontraba. Por si fuera poco, el local estaba lleno de jóvenes madres con sus hijos, los cuales constituían por regla general un grupo de delincuentes de mucho cuidado. Al final, apartó a un lado la ensalada y llamó a Fog.

La Biblioteca Pública de Biloxi estaba en Lameuse Street. Utilizando un plano que había adquirido en una tienda, encontró el edificio y aparcó junto a una hilera de coches cerca de la entrada principal. Siguiendo su costumbre, se detuvo y estudió su automóvil y todos los elementos que lo rodeaban antes de entrar en el edificio.

Los ordenadores estaban en el primer piso, en una estancia rodeada de cristal, pero, para su decepción, sin ventanas al exterior. El principal periódico de la costa era el Sun Herald y, gracias a un servicio de hemeroteca, era posible examinar sus archivos a partir del año 1994. Buscó el 24 de enero de 1999, el día después de que el Juez emitiera su fallo en el juicio. Como era de esperar, había un reportaje en la primera plana de la sección del área metropolitana acerca del veredicto sobre los once millones cien mil dólares en Bay St. Louis. Por supuesto, el señor Patton French tenía muchas cosas que decir. En cambio, el Juez Atlee se negó a realizar comentarios. Los abogados de la defensa se declaraban indignados y prometían presentar un recurso.

Había una fotografía de Patton French, un hombre de cincuenta y tantos años, rostro redondo y ondulado cabello entrecano. Tal como se decía en el reportaje, el abogado había llamado al periódico para comunicar la noticia y se había mostrado encantado de hablar. Había sido un «juicio muy reñido». La actuación de los acusados había sido «temeraria y codiciosa». La decisión del tribunal había sido «valerosa y justa» y cualquier recurso que se presentara sería «otro intento de retrasar el cumplimiento de la ley».

El abogado se jactaba de haber ganado muchos juicios, pero aquél había sido su veredicto más importante. Interrogado acerca del reciente aumento de indemnizaciones elevadas, rechazó cualquier sugerencia de que el fallo hubiera sido escandaloso. «Un jurado del condado de Hinds decretó hace un par de años una indemnización de quinientos millones de dólares», añadió. Y en otros lugares del estado, unos bien informados jurados estaban castigando a las voraces empresas acusadas con indemnizaciones de diez e incluso veinte millones. «Esta indemnización es legalmente defendible en todos los aspectos», afirmó.

Su especialidad, añadió en el transcurso del reportaje, era la responsabilidad de la industria farmacéutica. Ya llevaba cuatrocientos casos sobre el Ryax y cada día añadía otros nuevos.

Ray buscó la palabra «Ryax» en el Sun Herald. Cinco días después de la publicación del reportaje, el 29 de enero, un atrevido anuncio a toda plana planteaba la siguiente pregunta: «¿Ha tomado usted Ryax?». Debajo figuraban dos párrafos de inquietantes advertencias acerca de los peligros del medicamento y otro párrafo en el que se detallaba la reciente victoria del abogado Patton French, especialista en Ryax y otros medicamentos peligrosos. Durante los siguientes diez días se llevarían a cabo una serie de pruebas en un hotel de Gulfport, durante las cuales médicos especialistas examinarían a las víctimas. El coste de las exploraciones no correría a cargo de los que se sometieran a ellas. No habría ningún compromiso, por lo menos, no se mencionaba ninguno. A pie de página se informaba con letras de un tamaño bien legible que el precio del anuncio corría a cargo del bufete French amp; French, con las direcciones y los números de teléfono de sus despachos en Gulfport, Biloxi y Pascagoula.

La búsqueda por palabra le permitió encontrar otro anuncio casi idéntico, fechado el 1 de marzo de 1999. La única diferencia consistía en el día y la hora de las sesiones de exploración. En la edición dominical del Sun Herald del 2 de mayo de 1999 había aparecido otro anuncio.

Ray se pasó casi una hora consultando los periódicos de la región. Encontró los mismos anuncios en el Clarion-Leger de Jackson, el Times-Picayune de Nueva Orleans, el Hattiesburg American, el Mobile Register, el Commercial Appeal de Memphis, y The Advocate de Baton Rouge. Patton French había lanzado un ataque frontal a gran escala contra el Ryax y Miyer-Brack.

Convencido de que los anuncios de periódico podían haber aparecido en los cincuenta estados, Ray decidió dejar aquella línea de investigación. Por simple suposición, buscó la página web del señor French y encontró el sitio del bufete con una impresionante publicidad.

El despacho contaba ya con catorce abogados y delegaciones en seis ciudades, y estaba creciendo a marchas forzadas. Patton French presentaba una halagadora biografía de una página de extensión que hubiera suscitado el sonrojo de otras personas con piel más delicada. Su padre, el French más veterano, no aparentaba los ochenta años que tenía y había adquirido la condición de senior, significara eso lo que significase.

La especialidad del bufete era la representación, siempre apasionada, de personas afectadas por medicamentos nocivos y médicos negligentes. Había conseguido el acuerdo más importante referido al Ryax hasta la fecha: novecientos millones de dólares para siete mil doscientos clientes. En ese momento iba a por Shyne Medical, fabricante de Minitrin, el medicamento antihipertensivo ampliamente utilizado y descaradamente rentable que la FDA, la Agencia de Alimentación y Medicamentos, había retirado del mercado por sus efectos sobre la potencia sexual masculina. El bufete ya había descubierto casi dos mil pacientes consumidores de Minitrin y cada semana practicaba más exploraciones.

En Nueva Orleans, Patton French había conseguido un veredicto de jurado de ochenta millones de dólares contra Clark Pharmaceuticals. El medicamento objeto de la disputa era el Kobril, un antidepresivo relacionado con una presunta pérdida de audición. El bufete había obtenido un acuerdo de indemnización por valor de cincuenta y dos millones de dólares para su primer grupo de casos de Kobril, que incluía a mil cuatrocientas personas.

Apenas se hablaba de los demás miembros del bufete, con lo cual se transmitía la clara impresión de que todo ello era fruto de los desvelos de un solo hombre, el cual controlaba todo un equipo de subordinados que trabajaban en la sombra con miles de clientes recogidos en la calle. En una de las páginas hablaban los clientes del señor French, uno de ellos con una amplia agenda de juicios, y también había dos páginas de programas de pruebas que abarcaban nada menos que ocho medicamentos, incluyendo el Skinny Ben, la píldora adelgazante que Forrest le había comentado.

Para atender mejor a su clientela, el bufete French había adquirido un Gulfstream II, y en la página se mostraba una, gran fotografía en color del avión en una pista. Por supuesto, Patton French posaba junto al morro del aparato, enfundado en un traje negro de diseño y con una sonrisa triunfal en los labios, dispuesto a saltar a bordo para ir a luchar en favor de la justicia dondequiera que fuese. Ray sabía que semejante aparato costaba unos treinta millones de dólares, con dos pilotos trabajando a tiempo completo y una lista de gastos de mantenimiento capaz de poner los pelos de punta a un contable.

Patton French era un ególatra desvergonzado.

El avión fue la gota que colmó el vaso y Ray decidió abandonar la biblioteca. Apoyado en su automóvil, marcó el número de French amp; French y se abrió paso a través del menú grabado: cliente, abogado, Juez, otro, información sobre pruebas, auxiliares del bufete, las primeras cuatro letras del apellido de su abogado. Tres secretarias que trabajan diligentemente para el señor French se fueron pasando su llamada hasta llegar a la que se encargaba de programar las distintas actividades.

—Mire, yo lo que quiero es ver al señor French —le dijo Ray, agotado.

—No está en la ciudad —contestó la secretaria, sorprendentemente amable.

Por supuesto que no estaba en la ciudad.

—Bueno, escúcheme bien —dijo Ray sin la menor consideración—. Sólo se lo diré una vez. Me llamo Ray Atlee. Mi padre era el Juez Reuben Atlee. En estos momentos me encuentro en Biloxi y quisiera ver a Patton French.

Le facilitó el número de su móvil y se alejó en su vehículo. Se dirigió al Acrópolis, un triste casino estilo Las Vegas, construido en un estilo griego espantoso en el que nadie se fijaba. El aparcamiento estaba muy concurrido y había unos guardas de seguridad, aunque no se sabía muy bien si vigilaban algo o no. Encontró una barra con vistas a la sala y, mientras se tomaba una soda, sonó el móvil.

—¿El señor Atlee? —dijo la voz.

—Soy yo —contestó Ray, pegándose bien el teléfono al oído.

—Soy Patton French. Me alegro de que me haya llamado. Lamento no haber estado en el despacho.

—Estoy seguro de que es usted un hombre muy ocupado.

—En efecto. ¿Está usted en la costa?

—Bueno, ya voy de regreso a casa; estuve en Naples para participar en una reunión del letrado de un demandante con unos importantes abogados de Florida.

Chúpate ésa, pensó Ray.

—Siento muchísimo lo de su padre —dijo French y se oyó un ruido en la línea. Probablemente se encontraba a doce mil metros de altura y estaba regresando a casa.

—Gracias —dijo Ray.

—¿Cómo está Forrest?

—¿De qué conoce a Forrest?

—Yo lo sé casi todo, Ray. Mi preparación previa a los juicios es muy meticulosa. Recogemos gran cantidad de información. Por eso ganamos. En fin, ¿se encuentra bien últimamente?

—Que yo sepa, sí —contestó Ray, molesto por el hecho de que se atreviese a comentar una cuestión de carácter tan privado como quien habla del tiempo.

Pero a juzgar por el sitio de la web, ya podía haber supuesto que aquel hombre no destacaba por su diplomacia.

—Mire, llegaré mañana, pero no sé la hora. Estoy en mi yate, por eso el ritmo es un poco más lento. ¿Podríamos almorzar o cenar juntos?

«No he visto ningún yate en la página web, señor French. Se me habrá pasado por alto».

Ray hubiera preferido citarse para un breve café, en lugar de concertar un almuerzo de dos horas o una cena todavía más larga, pero el invitado era él.

—Lo que usted prefiera.

—Mantenga ambas posibilidades abiertas, si no le importa. Hemos tropezado con un poco de viento aquí en el golfo y no sé muy bien a qué hora llegaré. ¿Puedo decirle a la secretaria que lo llame mañana?

—Por supuesto.

—¿Hablamos del juicio Gibson?

—Sí, a no ser que haya algo más.

—No, todo empezó con Gibson.

De vuelta al Easy Sleep Inn, Ray medio siguió un partido de béisbol con el sonido bajado e intentó leer algo mientras esperaba que se pusiera el sol. Necesitaba dormir, pero no le apetecía acostarse antes de que se hiciera de noche. Consiguió llamar a Forrest al segundo intento, y ambos estaban comentando las delicias de la rehabilitación cuando el móvil volvió a sonar.

—Te llamo luego —dijo Ray, colgando el teléfono.

Había un nuevo intruso en su apartamento. Se estaba produciendo un robo, anunció la voz metálica de la empresa de seguridad. Cuando terminó la grabación, Ray abrió la puerta y contempló su automóvil a menos de seis metros de distancia. Esperó con el móvil en la mano. La empresa de seguridad telefoneó también a Corey Crawford, quien le llamó a los quince minutos para transmitirle la misma información. Una palanca en el portal de la calle, una palanca en la puerta del apartamento, una mesa volcada, las luces encendidas, no faltaba ningún electrodoméstico. El mismo agente de la policía, estaba redactando el mismo informe.

—No hay nada de valor —dijo Ray.

—Entonces, ¿por qué insisten en entrar? —preguntó Corey.

—No lo sé.

Crawford llamó al propietario de la vivienda y éste prometió buscar a un carpintero para que arreglara las puertas. Cuando el agente se hubo ido, Crawford esperó en el apartamento y volvió a llamar a Ray.

—Eso no es una simple coincidencia —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó Ray.

—No pretenden robar nada. Sólo quieren intimidar, eso es todo. ¿Qué está ocurriendo?

—No lo sé.

—Pues yo creo que sí lo sabe.

—Le juro que no.

—Creo que no me lo ha dicho todo.

En eso tiene usted mucha razón, pensó Ray, pero se mantuvo firme.

—Es una acción al azar, Corey, tranquilícese. Serán algunos de esos chicos del centro con el cabello teñido de rojo y clavos en toda la cara. Unos colgados en busca de dinero rápido.

—Conozco la zona. Eso no lo hacen unos chicos.

—Un profesional no regresaría si supiera que hay una alarma conectada. Han sido dos personas distintas.

—No estoy de acuerdo.

Estaban de acuerdo en que no estaban de acuerdo, aunque ambos sabían la verdad.

Se pasó dos horas rebulléndose en la cama, incapaz siquiera de cerrar los ojos. Sobre las once, salió a dar una vuelta en su coche y regresó al Acrópolis, donde jugó un poco a la ruleta y estuvo bebiendo vino peleón hasta las dos de la madrugada.

Pidió una habitación que diera al aparcamiento y no a la playa y, desde una ventana del tercer piso, vigiló su automóvil hasta quedarse dormido.