Dos días más tarde, Ray llegó a la costa del golfo de Misisipí. Quería ver a unos amigos suyos de su época de estudiante en Tulane y estaba considerando muy seriamente la posibilidad de visitar sus antiguos locales preferidos. Estaba deseando tomarse un cocido de ostras en el Franky amp; Johnny cerca del dique, una muffaletta de Maspero en el Decatur del Quarter, una cerveza Dixie en el Chart Room de Bourbon Street y un café de achicoria con buñuelos en el Café du Monde, todos sus lugares predilectos de veinte años atrás.
Pero la delincuencia campaba por sus respetos en Nueva Orleans, y su pequeño y precioso automóvil deportivo podía ser un blanco muy apetecible. Qué suerte tendría el ladrón que lo robara y abriera el maletero. Los ladrones no lo pillarían, así como tampoco los agentes del estado, porque se guardaba mucho de superar el límite de velocidad. Era un conductor intachable… cumplía todas las leyes y vigilaba de cerca todos los demás vehículos.
El tráfico lo obligó a aminorar la velocidad en la carretera 90 y, por espacio de una hora, avanzó hacia el este a paso de tortuga a través de Long Beach, Gulfport y Biloxi. Bordeó la playa, pasando por delante de los resplandecientes casinos que se erguían a la orilla del mar y de los nuevos hoteles y restaurantes. El juego había llegado a la costa con tanta rapidez como a las tierras de labranza que rodeaban Tunica.
Atravesó la bahía de Biloxi y entró en el condado de Jackson. Cerca de Pascagoula, vio las luces intermitentes de una valla publicitaria que invitaba a los viajeros a detenerse en el buffet libre Cajun, los típicos platos criollos, por sólo trece dólares con noventa y nueve centavos. El local no era gran cosa, pero el aparcamiento estaba muy bien iluminado. Primero le echó un vistazo y observó que podía sentarse a una mesa junto a la ventana y vigilar desde allí su automóvil. Ya se había convertido en una costumbre.
Había tres condados en la zona del golfo. Jackson al este, lindando con Alabama; Harrison en el centro y Hancock al oeste, junto a Louisiana. Un político local había conseguido abrirse camino en Washington y, gracias a él, los favores e influencias seguían dejando sentir su efecto en los astilleros del condado de Jackson. El juego estaba pagando las facturas y construyendo escuelas en el condado de Harrison. Y era precisamente el de Hancock, el menos desarrollado y poblado de los tres, el que el Juez Atlee había visitado en enero de 1999 para encargarse de un caso sobre el cual nadie sabía nada en Clanton.
Tras una prolongada cena a base de estofado de cangrejo de Rio y rémoulade de gambas con unas cuantas ostras crudas, regresó cruzando la bahía, a través de Biloxi y Gulfport. En la ciudad de Pass Christian encontró lo que buscaba: un nuevo motel de una sola planta con puertas que se abrían al exterior. Los alrededores parecían tranquilos y el aparcamiento estaba medio vacío. Pagó sesenta dólares en efectivo por una noche y dejó el vehículo lo más cerca posible de su puerta. Un extraño ruido durante la noche lo indujo a salir rápidamente con la pistola del Juez, ahora cargada. Estaba dispuesto a dormir en el automóvil en caso necesario.
El condado de Hancock había sido bautizado con el apellido de John, el valiente que estampó su firma en la Declaración de Independencia. El Palacio de Justicia se había construido en 1911 en el centro de Bay St. Louis y el huracán Camille se lo había llevado prácticamente por delante en agosto de 1969. El ojo del huracán pasó justo por el centro de Pass Christian y Bay St. Louis, y todos los edificios sufrieron graves daños. Murieron más de cien personas y hubo muchos desaparecidos.
Ray se detuvo para leer una señalización histórica en el césped del Palacio de Justicia y después se volvió una vez más para vigilar el coche. A pesar de que los archivos judiciales solían estar abiertos, estaba muy nervioso. Los funcionarios de Clanton tenían los archivos guardados y controlaban quién entraba y salía. Pero él no estaba muy seguro de qué andaba buscando ni por dónde empezar. Su mayor temor, sin embargo, estribaba en lo que pudiera encontrar.
En el despacho de la Secretaría del Tribunal de Equidad se detuvo el tiempo suficiente para llamar la atención de una agraciada joven que llevaba el pelo recogido y sujeto con un lápiz.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó la chica, arrastrando las palabras.
Ray sostenía en la mano un bloc de los que utilizan los abogados para hacer anotaciones, como si ello le otorgara cierta autoridad y le abriera todas las puertas.
—¿Guardan ustedes los expedientes de los juicios? —preguntó, estirando el «ustedes» para subrayar la importancia de la palabra.
Ella le miró con el ceño fruncido como si hubiera cometido un delito.
—Tenemos las actas de cada uno de los períodos de sesiones de los tribunales —contestó muy despacio, suponiendo que su interlocutor debía de ser un poco tonto—. Y también los archivos propiamente dichos de los juzgados.
Ray lo anotó todo rápidamente.
—Además —añadió ella tras una pausa—, conservamos las transcripciones de los juicios efectuadas por el relator del tribunal, pero ésas no las guardamos aquí.
—¿Podría ver las actas? —preguntó Ray, agarrándose a lo primero que ella había mencionado.
—Pues claro. ¿De qué período?
—Enero del año pasado.
Ella se desplazó dos pasos a la derecha y empezó a teclear. Ray observó el espacioso despacho, donde varias mujeres estaban sentadas ante sus escritorios, algunas escribiendo, otras archivando y otras hablando por teléfono. La última vez que había estado en la Secretaría de Equidad de Clanton sólo había un ordenador. El condado de Hancock llevaba diez años de adelanto.
En un rincón, dos abogados tomaban café en unos vasos de plástico mientras hablaban en voz baja acerca de importantes asuntos. Tenían delante los registros de las escrituras de propiedad correspondientes a los dos años anteriores. Los dos llevaban gafas de lectura y corbatas con voluminosos nudos. Estaban examinando títulos de propiedad de tierras a cien dólares cada uno, una de las muchas aburridas tareas de las que se ocupaban legiones de abogados en las pequeñas ciudades. Uno de ellos reparó en la presencia de Ray y lo miró con expresión recelosa.
Ése podría ser yo, pensó Ray.
La joven se agachó y sacó un libro mayor de gran tamaño lleno de listados de ordenador. Pasó unas páginas, se detuvo y dio la vuelta al libro sobre el mostrador.
—Aquí tiene —dijo, señalando con el dedo—. Enero del 99; dos semanas de sesiones. Ésta es la lista de juicios, que ocupa varias páginas. En esta columna se enumera el orden final. Como ve, muchos casos se prolongaron hasta marzo.
Ray miraba y escuchaba.
—¿Algún caso en particular? —preguntó la chica.
—¿Recuerda un caso del que se encargó el Juez Atlee, del condado de Ford? Creo que estuvo aquí como Juez de equidad especial —respondió Ray con fingida indiferencia.
Ella lo miró con expresión indignada, como si hubiera solicitado examinar el archivo correspondiente a su divorcio.
—¿Es usted periodista? —le preguntó con tal severidad que él estuvo a punto de retroceder.
—¿Tengo aspecto de serlo? —replicó Ray.
Dos de las restantes auxiliares de la secretaría interrumpieron su tarea y le dirigieron una mirada adusta.
La joven trató de esbozar una sonrisa.
—No, pero el caso fue muy sonado. Está aquí mismo —señaló. En la lista figuraba tan sólo «Gibson contra Miyer-Brack».
Ray asintió con un gesto de aprobación, como si hubiera encontrado justo lo que estaba buscando.
—¿Y dónde se halla el expediente? —preguntó.
—Es muy grueso —contestó ella.
La siguió a una estancia llena de cajas de metal negro que contenían miles de archivos. La chica sabía exactamente dónde buscar.
—Firme aquí —indicó, entregándole un registro—. Sólo su nombre y la fecha. Yo rellenaré el resto.
—¿Qué tipo de caso fue? —preguntó Ray mientras escribía en los espacios en blanco.
—Homicidio culposo.
La funcionaria abrió un cajón alargado y señaló su interior.
—Todo eso —dijo—. Los alegatos empiezan aquí, después siguen la exposición de pruebas y la transcripción del juicio. Puede colocarlo todo sobre aquella mesa de allí, pero no se le permite abandonar la estancia. Órdenes del Juez.
—¿De qué Juez?
—El Juez Atlee.
—Pero es que él ha muerto, ¿sabe?
—Cosas que pasan —replicó ella, retirándose.
El aire de la estancia se fue con ella y Ray tardó unos cuantos segundos en concentrarse de nuevo. El archivo medía metro veinte de largo, pero a él le daba igual. Disponía del resto del verano.
Clete Gibson murió en 1997 a la edad de sesenta y un años. Causa de la muerte: fallo renal. Causa del fallo renal: un medicamento llamado Ryax, fabricado por Miyer-Brack, según la acusación comprobada por el honorable Reuben V Atlee, que presidía el juicio en su calidad de Juez de equidad especial.
El señor Gibson llevaba ocho años tomando Ryax para combatir los elevados índices de colesterol. El medicamento se lo había recetado su médico y se lo había vendido su farmacéutico, quienes también habían sido demandados por la viuda y los hijos del difunto. Cuando llevaba unos cinco años tomando el medicamento, había empezado a sufrir problemas renales que lo llevaron a consultar con toda una serie de médicos. Por aquel entonces el Ryax, un medicamento relativamente reciente, carecía de efectos secundarios conocidos. Cuando ya tenía los riñones destrozados, Gibson conoció a un tal señor Patton French, abogado. El encuentro tuvo lugar poco antes de su muerte.
Patton French trabajaba en el bufete French amp; French de Biloxi. En el membrete del despacho figuraban otros seis abogados. Aparte del fabricante, el médico y el farmacéutico, los demandantes incluían también a un mayorista de medicamentos y a su agencia de bolsa de Nueva Orleans. Todos los acusados habían contratado los servicios de grandes bufetes, incluidos algunos pesos pesados de Nueva York. El litigio fue muy reñido y complicado y, en ocasiones, incluso algo violento. En el transcurso del juicio, el señor Patton French y su pequeño bufete de Biloxi libraron una encarnizada batalla contra los gigantes de la parte contraria. Miyer-Brack era, una multinacional farmacéutica suiza de propiedad privada, con intereses en sesenta países, según la declaración de su representante norteamericano. En 1998, sus beneficios habían sido de seiscientos treinta y cinco millones de dólares sobre unos ingresos de nueve mil cien millones. La declaración duró una hora.
Por alguna razón, Patton French decidió presentar una denuncia por homicidio culposo ante el Tribunal de Equidad, el tribunal de justicia natural, en lugar de hacerlo ante el Tribunal Superior, donde casi todos los juicios se celebraban mediante el sistema de jurados. Según la ley, los únicos juicios con jurado que se podían celebrar en Equidad eran los relativos a disputas testamentarias. Ray había asistido a varios de aquellos lamentables procesos cuando trabajaba como auxiliar del Juez.
El Tribunal de Equidad tenía jurisdicción por dos motivos. En primer lugar, Gibson había muerto y su testamento entraba en las competencias de Equidad. En segundo lugar, tenía un hijo menor de edad. Las cuestiones legales relacionadas con menores correspondían al ámbito del Tribunal de Equidad.
Gibson tenía otros tres hijos que eran mayores de edad. Por consiguiente, la querella se hubiera podido presentar tanto ante el Tribunal Superior como en el de Equidad, una de las muchas peculiaridades de la legislación de Misisipí. Ray le había pedido en cierta ocasión al Juez que le explicara aquel enigma, pero la respuesta había sido la de siempre: «Tenemos el mejor sistema judicial del país». Todos los viejos jueces de equidad lo creían así.
El hecho de ofrecer a los abogados la posibilidad de elegir dónde presentar las demandas no era exclusivo de ningún estado. El llamado cambio de foro era un juego que se practicaba en todo el ámbito nacional. Sin embargo, cuando una viuda que vivía en el rural estado de Misisipí presentó una querella contra una gigantesca empresa suiza que había creado un producto fabricado en Uruguay ante el Tribunal de Equidad del condado de Hancock, fue como si se hubiese enarbolado una bandera roja. Los tribunales federales estaban en condiciones de encargarse de unas disputas tan complicadas, por lo que Miyer-Brack y su ejército de abogados procuraron por todos los medios trasladar el caso a otro tribunal. El Juez Atlee se mantuvo firme, al igual que el Juez federal. Dado que algunos residentes en la zona figuraban entre los acusados, cabía denegar el traslado a un tribunal federal.
Reuben Atlee se encargó del caso y, mientras encauzaba los hechos hacia un juicio, se le fue acabando la paciencia con los abogados de la defensa. Ray no pudo por menos de sonreír ante ciertas decisiones de su padre. Concisas, brutalmente directas y destinadas a encender una hoguera bajo las hordas de abogados que se afanaban alrededor de los acusados. Las modernas normas relativas a los juicios rápidos jamás habían sido necesarias en la sala del Juez Atlee.
Quedó demostrado que el Ryax era un producto nocivo. Patton French encontró a dos expertos que criticaron el medicamento, mientras que los expertos de la defensa no eran más que unos simples portavoces de la empresa. El Ryax reducía el colesterol a unos niveles asombrosos. Había superado rápidamente las pruebas y había sido lanzado al mercado, donde había adquirido una enorme popularidad. Los riñones de miles de personas habían resultado afectados, y el señor Patton French había acorralado a Miyer-Brack.
El juicio duró ocho días. A las ocho y cuarto en punto de cada mañana comenzaban las actuaciones, pese a las protestas de la defensa. Y éstas se prolongaban a menudo hasta las ocho de la tarde, dando lugar a más protestas que el Juez Atlee rechazaba. Ray lo había visto muchas veces. El Juez era un firme partidario del trabajo y, al no tener la necesidad de mostrarse considerado con los jurados, solía mostrarse casi brutal.
La sentencia final estaba fechada dos días después de la declaración del último testigo, una sorprendente muestra de rapidez judicial. Estaba claro que el Juez se había quedado en Bay St. Louis y había dictado su sentencia de cuatro páginas al relator del tribunal. Eso tampoco constituyó una sorpresa para Ray. El Juez no soportaba las dilaciones en la promulgación de las sentencias.
Además, contaba con numerosas notas sobre las que basarse. Durante ocho días de incesantes declaraciones, el Juez debió de llenar treinta cuadernos. Su fallo contenía suficientes detalles para impresionar a los expertos. La familia de Clete Gibson cobró una indemnización de un millón cien mil dólares en concepto de daños, el valor de la vida del difunto según un economista. Para castigar a Miyer-Brack por la comercialización de semejante producto, el Juez impuso el pago de diez millones de dólares por daños y perjuicios. Todo ello constituía una dura condena a la codicia y temeridad empresarial, y demostraba que al Juez Atlee le habían causado una profunda impresión las prácticas de Miyer-Brack.
No obstante, a Ray le constaba que su padre jamás había recurrido a la utilización del concepto de daños y perjuicios. Se produjo la habitual presentación de recursos, todos los cuales fueron rechazados por el Juez con réplicas muy severas. Miyer-Brack quería que se retirara la multa por daños y perjuicios.
En cambio, Patton French solicitaba que se aumentara su cuantía. Ambas partes recibieron una dura reprimenda por escrito.
Curiosamente, no se presentó ningún recurso. Ray seguía esperando que hubiera habido alguno. Repasó dos veces la parte correspondiente a las actuaciones posteriores al juicio y después volvió a repasar todo el contenido del cajón. Cabía la posibilidad de que se hubiera llegado a un acuerdo posterior, por lo que tomó nota para preguntárselo a la funcionaria.
Se había producido una desagradable disputa a propósito de los honorarios. Patton French tenía un contrato firmado con la familia Gibson, por el cual se le otorgaba el cincuenta por ciento de cualquier cantidad percibida. El Juez, como siempre, lo consideró excesivo. En el Tribunal de Equidad, sólo el Juez estipulaba los honorarios. Su límite siempre había sido el treinta y tres por ciento. Los cálculos eran muy fáciles y el señor Patton luchó con todas sus fuerzas para cobrar su bien ganado dinero. Pese a ello, Su Señoría se mostró inflexible.
En el juicio Gibson, el Juez Atlee se había mostrado brillante y Ray se sintió no sólo orgulloso, sino también emocionado. Le resultaba difícil creer que todo aquello se había producido apenas un año y medio atrás, cuando el Juez ya estaba enfermo de diabetes y del corazón y probablemente también de cáncer, aunque este último se descubrió seis meses después.
Ray admiró al viejo guerrero.
Con la excepción de una señora que estaba comiendo melón en su escritorio mientras buscaba algo por Internet, las demás funcionarias se habían ido a almorzar. Ray abandonó el lugar y salió a buscar una biblioteca.