Procurando comportarse con normalidad, Ray recorrió el camino que más le gustaba para correr, siguiendo su calle, bajando por Main Street hasta el campus, subiendo a la colina del observatorio y volviendo a bajar, diez kilómetros en total. Almorzó con Carl Mirk en el Bizou, un conocido local a tres manzanas de su apartamento, y después se tomó un café en la terraza de una cafetería. Fog le había reservado el Bonanza para una sesión de entrenamiento a las tres de la tarde, pero, cuando llegó el correo, toda la normalidad se escapó por la ventana.
El sobre con la dirección escrita a mano no llevaba remite y estaba fechado la víspera en Charlottesville. Un cartucho de dinamita sobre la mesa no le hubiera parecido más sospechoso. En el interior había una hoja de papel de tamaño carta doblada tres veces y, cuando la desdobló, todos sus sistemas vitales se bloquearon. Por un instante, no fue capaz de pensar, respirar, sentir ni oír.
Era una fotografía digital en color de la parte anterior de la nave 14B de Chaneys, impresa en papel de fotocopiadora normal. Sin palabras, advertencias ni amenazas. No eran necesarias.
Cuando pudo volver a respirar, empezó a sudar profusamente y la sensación de entumecimiento que experimentaba se disipó lo suficiente como para que un agudo dolor le traspasara el estómago. Estaba tan aturdido que cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos y contempló de nuevo la fotografía, observó que ésta temblaba.
Su primer pensamiento, el primero del que fue consciente, fue que no había en su apartamento nada de lo que no pudiera prescindir. Podía dejarlo todo. No obstante, llenó una pequeña maleta.
Al cabo de tres horas se detuvo para echar gasolina en Roanoke y, tres horas después, entró en un bullicioso restaurante de carretera justo al este de Knoxville. Permaneció un buen rato en el aparcamiento, hundido en el asiento de su Audi contemplando el ir y venir de los camioneros y los movimientos de la gente que entraba y salía de la abarrotada cafetería. Vio una mesa que le gustaba junto a la luna que daba al exterior y, cuando quedó libre, cerró el coche y entró. Desde la mesa vigilaba su automóvil, situado a unos quince metros de distancia y cargado con tres millones de dólares en efectivo.
Por los efluvios que impregnaban el aire, dedujo que la grasa era la especialidad del local. Pidió una hamburguesa y empezó a garabatear en una servilleta las alternativas que se le ofrecían.
El lugar más seguro para el dinero era una caja de seguridad de un banco, detrás de unas gruesas paredes, cámaras, etc. Podía repartir el dinero entre varios bancos y varias ciudades entre Charlottesville y Clanton, dejando a su espalda un complicado rastro. El dinero se podía trasladar discretamente en un portafolios. Una vez guardado, estaría a salvo para siempre.
Pero el rastro sería demasiado visible. Impresos de alquiler, número del documento de identidad, dirección, teléfonos, «le presento a nuestro nuevo vicepresidente», tratos comerciales con desconocidos, videocámaras, registros de las cajas de seguridad y cualquiera sabía qué otras más, pues Ray jamás había guardado nada en un banco.
Mientras circulaba por la carretera interestatal, había pasado por delante de varias empresas de guardamuebles. Últimamente proliferaban por doquier y, por alguna extraña razón, todas estaban situadas lo más cerca posible de las principales carreteras. ¿Por qué no elegir una al azar, acercarse, pagar en efectivo y procurar reducir el papeleo al mínimo? Podía quedarse uno o dos días en Ponduktown, comprar más cajas herméticas en algún comercio local, guardar el dinero y largarse cuanto antes. La idea era brillante porque su torturador no la esperaba.
Y era estúpida, porque él se vería obligado a dejar el dinero.
Se lo podía llevar a la casa de Maple Run y enterrarlo en el sótano. Harry Rex podría avisar al sheriff y a la policía, rogándoles que vigilaran, la posible presencia de sospechosos rondando por los alrededores de la ciudad. Si alguien lo seguía, lo atraparían en Clanton, y Dell, la del Coffee Shop, ya estaría al corriente de los detalles al amanecer. Allí no podía uno toser sin que tres personas pillaran un resfriado.
Los camioneros llegaban en oleadas, casi todos ellos hablando en voz alta al entrar, todos deseosos de charlar con alguien tras haber recorrido kilómetros y más kilómetros en solitario encierro. Todos ofrecían el mismo aspecto: pantalones vaqueros y botas de puntera puntiaguda. Pasó alguien ataviado con unos pantalones que le llamaron la atención. Eran de color caqui, no vaqueros. El hombre iba solo y se sentó en un taburete de la barra. Ray vio su rostro reflejado en el espejo. Lo había visto en otra ocasión. Ojos muy separados, barbilla estrecha, larga nariz aplastada, cabello rubio claro, treinta y cinco años más o menos. Era de Charlottesville, pero no lograba identificarlo.
¿O acaso sucedía que todo el mundo le resultaba sospechoso?
Cuando uno huye con su botín como un asesino con la víctima escondida en el maletero, muchos rostros han de parecerle conocidos y siniestramente amenazadores.
Le sirvieron una caliente y humeante hamburguesa cubierta de patatas fritas, pero había perdido el apetito. Empezó con la tercera servilleta. Las dos primeras no lo habían llevado a ninguna parte.
Sus alternativas en aquel momento eran muy limitadas. Puesto que no estaba dispuesto a perder de vista el dinero, conduciría toda la noche, se detendría para tomar un café, quizá se acercaría a una zona de descanso para echar una cabezadita y llegaría a Clanton a primera hora de la mañana. En cuanto estuviera en su terreno, todo le parecería más claro.
Descartó la idea de ocultar el dinero en el sótano. Un cortocircuito, un relámpago, una cerilla mal apagada bastarían para que la casa desapareciera.
El hombre del mostrador todavía no le había mirado y, cuanto más pensaba en él, más se convencía Ray de que estaba equivocado. Era un rostro corriente, de esos que se ven a diario y raras veces se recuerdan. Estaba comiendo un pastelillo relleno de chocolate y bebiendo café. Algo un poco raro a las once de la noche.
Llegó a Clanton pasadas las siete de la mañana. Tenía los ojos enrojecidos, estaba muerto de cansancio, necesitaba una ducha y dos días de descanso. Durante la noche, en los ratos en que no vigilaba todos los faros delanteros de los vehículos que circulaban detrás de él y se daba palmadas en la cara para mantenerse despierto, había soñado con la soledad de Maple Run. Una inmensa casa vacía toda para él solo. Allí hubiera podido dormir en el piso de arriba, en la planta baja, en el porche. El teléfono no sonaría y nadie lo molestaría.
Pero los techadores tenían otros planes. Estaban trabajando a marchas forzadas cuando él llegó, y había escaleras de mano y toda clase de herramientas diseminadas por el césped y el camino particular de la casa, impidiendo el paso. Encontró a Harry Rex en el Coffe Shop comiendo huevos escalfados y leyendo dos periódicos a la vez.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Harry Rex sin apenas levantar la vista.
No había terminado de comerse los huevos ni de leer los periódicos, por lo cual no parecía demasiado interesado en ver a Ray.
—A lo mejor es que tengo apetito.
—Tienes muy mala cara.
—Gracias. No podía dormir en la casa y he decidido darme una vuelta.
—Estás a punto de derrumbarte.
—Pues sí, es verdad.
Finalmente, Harry Rex soltó el periódico y pinchó con el tenedor un huevo cubierto de algo que parecía salsa picante.
—¿Has conducido toda la noche desde Charlottesville?
—Sólo son quince horas.
Una camarera le sirvió café.
—¿Cuánto tiempo tienen previsto trabajar los techadores?
—¿Están allí?
—Desde luego. Hay por lo menos una docena. Yo tenía intención de pasarme dos días durmiendo.
—Son los Atkin. Suelen ser muy rápidos a menos que empiecen a beber y a pelearse. Uno de ellos se cayó de una escalera de mano el año pasado y se desnucó. Conseguí que le pagaran treinta mil dólares en concepto de indemnización por accidente laboral.
Entonces, ¿por qué los contrataste?
—Porque son baratos, lo mismo que tú, señor albacea. Puedes dormir en mi despacho, tengo un escondrijo en el tercer piso.
—¿Con una cama?
Harry Rex miró a su alrededor como si los chismosos de Clanton lo estuvieran cercando.
—¿Recuerdas a Rosetta Rhines?
—No.
—Fue mi quinta secretaria y mi tercera esposa. Allí empezó todo.
—¿Están limpias las sábanas?
—¿Qué sábanas? Lo tomas o lo dejas. Es muy tranquilo, pero el suelo vibra. Por eso nos pillaron.
—Perdona que te lo haya preguntado.
Ray tomó un buen trago de café. Tenía apetito, pero no estaba en condiciones de digerir un festín. Prefería un cuenco de cereales con leche desnatada y fruta, un desayuno sensato, pero se burlarían de él si pedía algo tan delicado en el Coffe Shop.
—¿Vas a comer? —le preguntó Harry Rex con un gruñido.
—No. Tenemos que guardar unas cuantas cosas. Todas aquellas cajas y muebles. ¿Conoces algún sitio?
—¿Tenemos?
—Bueno, lo necesito yo.
—No son más que trastos. —Harry Rex hincó el diente en un bocadillo de salchicha, queso Cheddar y algo que parecía mostaza—. Quémalo todo.
—No puedo quemarlo, al menos de momento.
—Pues haz lo que todos los buenos albaceas. Consérvalo durante dos años y después entrégalo al Ejército de Salvación y quema lo que ellos no quieran.
—Sí y no. ¿Hay algún almacén en la ciudad?
—¿No fuiste a la escuela con aquel chalado de Cantrell?
—Eran dos.
—No, eran tres. A uno lo atropelló un autocar Greyhound en las afueras de Tobytown.
Un largo trago de café seguido de más huevos.
—Necesito un almacén, Harry Rex.
—Estás un pelín nervioso, ¿verdad?
—No, es que me caigo de sueño.
—Te he ofrecido mi nido de amor.
—No, gracias. Probaré suerte con los techadores.
—Su tío es Virgil Cantrell, me encargué del segundo divorcio de su primera mujer y ha convertido su antiguo depósito en un almacén.
—¿Es el único de la ciudad?
—No, Lundy Staggs construyó unas unidades de almacenamiento al oeste de la ciudad, pero sufrieron una inundación. Yo que tú no iría.
—¿Cómo se llama su depósito? —preguntó Ray, cansado del Coffe Shop.
—El Depósito.
Otro mordisco al bocadillo.
—¿El que está cerca de la vía del tren?
—Ese es.
Ray echó un poco más de salsa de tabasco sobre el resto de los huevos Suele haber sitio, incluso construyó un cuarto de protección contra incendios. De todos modos, no sé te ocurra ir al sótano.
Ray vaciló, sabiendo que no hubiera tenido que picar el anzuelo. Contempló su automóvil aparcado delante del Palacio de justicia y, al final, preguntó:
—¿Por qué no?
—Su chico está allí abajo.
—¿Su chico?
—Sí, también está mal de la cabeza. Virgil no consiguió ingresarlo en Whitfield y, como no podía permitirse el lujo de llevarlo a una clínica privada, decidió encerrarlo en el sótano.
—¿Lo dices en serio?
—Pues claro. Le dije que no era ilegal. El chico tiene de todo: dormitorio, cuarto de baño, televisión. Y le sale mucho más barato que pagar la cuota de un manicomio.
—¿Cómo se llama el chico? —preguntó Ray ahondando un poco más en el asunto.
—Pequeño Virgil.
—¿Pequeño Virgil?
—Pequeño Virgil.
—¿Cuántos años tiene Pequeño Virgil?
—No lo sé, cuarenta y cinco, tal vez cincuenta.
Para gran alivio de Ray, no había ningún Virgil cuando se acercó a la entrada principal del Depósito. Una corpulenta mujer vestida con un mono de trabajo le informó de que el señor Cantrell había salido a hacer unos recados y no regresaría hasta dos horas más tarde. Ray le preguntó si tenían sitio y ella se ofreció a mostrarle las instalaciones.
Años atrás, un tío lejano de Tejas les había hecho una visita. La madre de Ray lo aseó y lo lavó, frotándole hasta el punto de hacerle daño. Después todos se dirigieron con gran emoción al Depósito para recoger al tío. Forrest era muy pequeño y lo dejaron en casa al cuidado de la niñera. Ray recordaba claramente haber esperado en el andén, donde finalmente oyeron el silbido del tren, lo vieron acercarse y él experimentó toda la emoción de la gente que esperaba. Por aquel entonces en el Depósito había mucho ajetreo. Cuando él estudiaba en el instituto, lo tapiaron y, a partir de entonces, los matones lo utilizaron como lugar de reunión. Prácticamente lo arrasaron antes de que el ayuntamiento decidiera llevar a cabo un plan muy desacertado de reformas.
Ahora consistía simplemente en toda una serie de cuartos repartidos en dos pisos, llenos de trastos inútiles amontonados hasta el techo. Había tablas de madera y planchas de fibra prensada por todas partes, prueba evidente de las interminables obras que se estaban llevando a cabo. Un rápido recorrido por el lugar convenció a Ray de que aquello era más inflamable que Maple Run.
—Disponemos de más espacio en el sótano —aseguró la mujer.
—No, gracias.
Cuando salió al exterior para marcharse, vio pasar volando por Taylor Street un Cadillac negro, brillando bajo los primeros rayos de sol sin ni una mota de polvo, con Claudia sentada al volante, luciendo unas gafas de sol al estilo Jackie Onassis.
En medio del calor de primera hora de la mañana, mientras contemplaba el rápido paso del vehículo por la calle, Ray tuvo la sensación de que la ciudad de Clanton se le caía encima. Claudia, los Virgil, Harry Rex y sus exesposas y secretarias, los chicos Atkin arreglando el tejado, bebiendo y peleándose sin cesar.
¿Acaso todos están locos, o sólo lo estoy yo?
Subió a su automóvil y abandonó el Depósito, esparciendo grava al arrancar. Al norte estaba Forrest, al sur, la costa. La vida no sería más agradable si visitaba a su hermano, pero se lo había prometido.